GONZALEZ DE CARDEDAL, Olegario

Varias obras

 

Nació en Avila (España) en 1934. Ordenado sacerdote en 1959. Profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, también dio clases de teología e historia de la espiritualidad en el seminario de Avila. Se doctoró en Munich. Ha escrito numerosos artículos en revistas, especialmente en “Iglesia viva” (vid. por ej., los números 19-20, donde ponía reparos a la encíclica Humanae Vitae; el número monográfico de julio-octubre de 1970 opone también dificultades al celibato sacerdotal). Es autor de algunos ensayos sobre la situación de la Iglesia en España en los últimos años. Sus obras más conocidas son Meditación teológica desde España (Ed. Sígueme, Salamanca 1970); Elogio de la Encina (Ed. Sígueme, Salamanca 1973); Jesús de Nazaret (Bac, Madrid 1975).

Sus opiniones teológicas —también las que difícilmente pueden considerarse compatibles con la fe de la Iglesia— tienen gran eco en muchos ambientes eclesiásticos de España y de América Latina. Es miembro de la Comisión Teológica Internacional.

 

 Jesús de Nazaret

Es la obra más sistemática del autor y en la que quizá define más claramente su orientación teológica. Tiene cerca de 600 páginas.

CARACTERÍSTICAS GENERALES

Según él mismo declara, González de Cardedal escoge una línea personalista. Filosóficamente depende de autores como Kierkegaard, Unamuno, Marcel, Laín Entralgo. En este sentido, concibe al hombre como un ser fundamentalmente dialogal, con una esencial referencia al o a los demás. Teológicamente está influido por Rahner, Schillebeeckx, Guardini. Se siente muy distanciado de la teología tradicional, a la que dedica numerosas críticas. El Magisterio como regla de fe no aparece en esta obra: las declaraciones dogmáticas se consideran como etapas de la conciencia histórica de la Iglesia, como reflexión teológica que utiliza categorías de pensamiento tomadas del tiempo y dirigidas a un tiempo concreto. Afectado por esta visión historicista, da amplio margen a las opiniones de los teólogos de todas las tendencias y confesiones a los que en parte critica, pero siempre alaba por sus aportaciones positivas.

En este sentido, González de Cardedal parece presentarse como en una opinión moderada ante los radicalismos teológicos más recientes, pero de hecho se pone fuera de la ortodoxia en numerosos puntos. Como sucede con otros autores de tendencia existencial y personalista, es difícil detectar a primera vista esa falta de ortodoxia, porque el conjunto de la exposición queda algo vago y se eluden las posturas muy determinadas, que es precisamente lo que le repugna y lo que critica de la teología anterior.

CONCEPCIÓN CRISTOLÓGICA

Esta obra se presenta como una aproximación a la cristología, en la que González de Cardedal quiere sistematizar su comprensión de Cristo a la luz de las categorías del encuentro y la presencia. Según el autor, algunas categorías posibles para entender a Jesucristo son las de revelación, encarnación, salvación, liberación, etc., pero prefiere la del encuentro, que le parece muy apta para las inquietudes de incomunicación del hombre contemporáneo.

Parece admitir la divinidad de Cristo; igualmente acepta los milagros y la Resurrección del Señor. Pero de hecho prefiere hablar de la presencia de Dios en Cristo, presencia que es substancial, y que no es iniciativa de un hombre, sino Voluntad de Dios.

Esa presencia para González de Cardedal es la filiación divina de Cristo, su diálogo con el Padre. En esta obra queda en la sombra que el Hijo es Dios; se subraya que el hijo (que casi siempre escribe con minúscula) habla con el Padre, y que esto supone una función de ejemplaridad para todos los hombres. No queda diferenciada, en definitiva, la filiación divina del cristiano respecto de la Filiación natural de Cristo. Esto no es simple falta de precisión, ya que el autor procura eludir toda consideración ontológica donde entren en juego términos como naturaleza, substancia, unión hipostática, etc.

La presencia substancial de Dios en Cristo llevaría a ver al hombre con una nueva dimensión (que concretamente es la que el autor recoge del personalismo). El hombre ahora ya no es un yo aislado —como pretendían los idealistas—, sino un yo implantado como filiación, como entrega o comunicación. El que llega a decir Abba! Pater!, ése es persona. Según el autor, es así como debemos traducir a nuestro lenguaje actual las fórmulas anticuadas del Concilio de Calcedonia (p. 316). Para entender mejor esta postura, hay que tener en cuenta que según González de Cardedal en la filosofía moderna se ha producido un nuevo giro copernicano: no el paso del ser al yo (idealismo), sino del yo al . A Dios debemos verlo ahora como el Tú supremo. El precedente de esta doctrina —explica— fue Feuerbach, y autores modernos que la representan son Buber, Guardini, Gogarten.

Dios está presente en Cristo —continúa el autor—, y Cristo está presente en la Iglesia. En la p. 586 enumera ocho modos de esta presencia; el sexto indicado es la Cena eucarística, donde “se rememora su muerte partiendo el pan, signo personal de su muerte, y repartiendo el cáliz, signo personal de su sangre” (p. 587). En la p. 596 afirma como tesis que el sujeto primordial del encuentro del hombre con Cristo es la comunidad, no el individuo.

EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LA CRISTOLOGÍA

El autor llega a esas conclusiones partiendo de un análisis histórico. En primer lugar, examina la autoconciencia de Cristo. La humanidad de Cristo es autónoma respecto del Lógos (esto es fundamental —dice— para entender las relaciones Dios-mundo). La humanidad de Cristo seriamente pensada implica una evolución de la autoconciencia de Cristo respecto a la presencia de Dios en él. En este sentido, establece un corte radical entre su conciencia prepascual y su conciencia postpascual. La conciencia que la Iglesia tiene de Cristo resucitado ha hecho que se nos esfumara de alguna manera el Cristo histórico prepascual.

En base a estas ideas, hace una crítica de la cristología de Bultmann, de la cristología revolucionaria, etc., y propone volver al Cristo histórico, real y humilde, sin desfiguraciones. En esta vuelta al Cristo evangélico, el autor descubre lo que antes hemos expuesto sobre la filiación divina de Jesús. Los milagros —dice— testimonian un poder recibido del Padre; es posible que algunos de ellos los haya inventado la comunidad, pero es indudable que el contexto de la vida de Cristo implica milagros. Al manejar la Sagrada Escritura, no parece tener en cuenta la inspiración divina. Más adelante estudia la conciencia apostólica (que tenían los Apóstoles) de Jesús, en la que también distingue entre la época prepascual y postpascual .

Luego pasa al análisis de la conciencia eclesial, la idea que la Iglesia se va haciendo de Cristo, en la que se sitúa la tradición. El autor hace notar que hoy se ha superado una concepción intelectualista de la Revelación, según la cual ésta quedaría determinada por las proposiciones conceptuales en que se encarnó la predicación de Jesús y los Apóstoles. No es así según él, porque Cristo se prolonga eclesialmente, como Sacramento universal del encuentro con Dios.

Destaca especialmente en este estudio la referencia que hace el autor a la “cristología ontológica” del Concilio de Calcedonia, que pasó a la Edad Media como la “teoría de las dos naturalezas” (p. 16). Esta teoría, según su opinión, nos encauzó por un horizonte imaginativo donde lo divino y lo humano se yuxtaponían, dejando en la penumbra la unidad personal y psicológica de Cristo, que no puede ser sacrificada a ninguna teoría.

En el fondo, afirma el autor, la teología calcedoniana viene a decir simplemente que Cristo es “vere Deus, vere homo”, pero nada más. No se puede querer ver más en esas fórmulas, que hablaban para personas de una época determinada. Hoy este vocabulario es ajeno a la sensibilidad contemporánea; es más, si no lo entendiéramos en su contexto antiguo, hoy estas frases serían incluso heréticas. El autor propone traducir modernamente las definiciones de ese Concilio, diciendo que señalan la unidad indisoluble de Cristo, a la luz de lo que es la totalidad psicológica de un judío del siglo I. En otro lugar afirma que hay que repensar las fórmulas de Calcedonia, para superar el dualismo que contienen. Su finalidad no era doctrinal-teórica, sino eclesial-práctica. La divinidad de Cristo en último término sería “la forma concreta en que existe un hombre cuando es distendido hasta el borde máximo permisible a su finitud” (p. 316). No es esto, evidentemente, lo que profesa la fe católica. González de Cardedal ha vaciado así de contenido la afirmación de la divinidad de Cristo.

Según el autor, la Edad Media estaría inficionada de categorías griegas que impedían entender a fondo la Encarnación. Le repugna particularmente la tesis del Deus immutabilis, que respondería a una visión parmenidiana de la realidad, que privó de una auténtica noción personalista de Dios. La doctrina de Santo Tomás está afectada por una trabazón conceptual no conformada aún por el Evangelio (p. 242). Reprocha a Santo Tomás que llegue a afirmar que todo lo que en Cristo hay de movimiento, es humano, y que su divinidad está exenta de pasiones, relaciones y afecciones (pp. 242-243). Estas afirmaciones no dirían nada real de Dios, sino que responderían a una noción prefabricada de la divinidad. En el Evangelio no hay una concepción de Dios, añade, sino una experiencia histórica.

Con el advenimiento de la filosofía moderna, sigue explicando, la esencia es sustituida por la conciencia. La presencia de Dios en Cristo no se sitúa ya a nivel de naturaleza, sino de conciencia. Esto es para el autor un buen correctivo de las teorías anteriores. Otra vertiente de la concepción moderna es situar a Cristo en el orden ético: es la línea de inspiración kantiana y personalista, que habría influido positivamente en la formación de la nueva cristología. Según esta teoría, la dimensión divina de Jesús sería la ejemplaridad ética de su existencia como olvido de sí, como pura función para los demás.

González de Cardedal describe largamente las diversas teorías modernas sobre Cristo, sin identificarse con ninguna de ellas. La teología tradicional se equipara a esta variedad de corrientes, como una interpretación más que no responde a la sensibilidad actual.

La conclusión que saca el autor de esta floración de tendencias, es que actualmente falta una síntesis sobre Cristo. El hombre de hoy se sentiría atraído por ciertos aspectos de Cristo: su ser para los demás (más que para Dios); su función salvífica (más que ontológica); su mesianismo no ya intemporal, sino en un contexto socio-político concreto; su eficacia para los hombres como palanca de una pacificación universal. En este contexto de interrogantes el autor quiere proponer, según afirma, su aproximación cristológica.

Meditación teológica desde España

Es una recopilación de 19 ensayos, sin unidad temática. El rasgo general es la presentación apasionada de una nueva teología, en la que abundan las críticas a la teología tradicional. Hay que distinguir —dice— entre el núcleo de la fe y sus revestimientos históricos (prácticas de piedad y tradiciones, aristotelismos, aspectos folklóricos, romanidad, pecados de la Iglesia, etc.).

El ateísmo contemporáneo ha sido para el autor un fenómeno positivo, lógica reacción contra la tendencia antigua de querer encasillar a Dios en moldes conceptuales, de objetivizar lo que es esencialmente personal. El ateísmo sería como una noche oscura del alma, que nos permitió pasar de un Dios-idea a un Dios-persona. Para el autor no es posible, como intentó la Escolástica, un acercamiento conceptual a Dios. Los senderos antiguos, filosóficos y teológicos, son impracticables (p. 143).

Otra característica de esta obra es la función peculiar que se asigna a la esperanza, situada por encima de la fe. El contexto en que González de Cardedal insiste en la esperanza es el historicismo escatológico, en el que todo lo bueno se coloca en el más allá del porvenir. La Iglesia debe mirar al futuro, asumiendo la categoría, antes rechazada, del Progreso, que es “norma absoluta que ha de decidir del valor y de la legitimidad de todas las realizaciones históricas” (p. 173). Hasta ahora la Iglesia se habría anclado en el pasado de Cristo Redentor, olvidando la tensión hacia la Segunda Venida de Cristo. Este desenfoque se debería en parte a la definición dogmática de Benedicto XII sobre la inmediatez de la visión beatífica después de la muerte. El autor es reacio en admitir que con Cristo la Redención culmina, que la Iglesia tiene un depósito definido que salvaguardar.

La Iglesia (que el autor escribe casi siempre con minúscula) es vista en un cuadro historicista. Su ser misterioso no es abarcable por nociones filosóficas, ni por estructuras sociales históricas. Por eso al autor le resulta difícil admitir una doctrina eclesiológica perenne. La infalibilidad del Papa parece relativizarse a una infalibilidad de la Iglesia: “no existirá una infalibilidad pontificia (...) sino como cristalización capital de la infalibilidad del colegio, que a su vez lo es de la infalibilidad de la iglesia” (p. 224). No parece que la Iglesia pueda poseer verdades dogmáticas seguras: “la imperfección del conocimiento en fe afecta no sólo al cristiano individual, sino también a la Iglesia, incluso en su actuación magisterial” (pp. 235-236). La Iglesia debería hacerse discípula de los hombres, incluso de los no-creyentes (pp. 264-265). Por eso resultó beneficiada de su contacto con la doctrina de los no-católicos: “si la actual eclesiología católica debe el redescubrimiento de la dimensión pneumatocéntrica y sacramental a una audiencia y diálogo con la teología ortodoxa, el redescubrimiento de la dimensión escatológica es fruto de su acercamiento a la eclesiología protestante” (p. 226). En este sentido, se puede aceptar la lucha por la justicia en unión con movimientos marxistas (p. 399).

La encíclica Humanae Vitae es considerada críticamente por el autor. Esa encíclica representó un “trauma eclesial”. Como creyente le presta religioso obsequio, pero como teólogo manifiesta una distancia crítica ante la decisión magisterial (p. 332). En la Humanae Vitae falta una conexión con la Iglesia y con la colegialidad. Su planteamiento estaría minado en la base (p. 314), porque se parte de un concepto inadecuado de naturaleza, que engloba al hombre con las demás realidades naturales, olvidando que el hombre racionaliza la naturaleza por medio de la ciencia. La regulación de la natalidad es un problema biológico que según el autor depende de la ciencia, no de la Iglesia.

Elogio de la Encina

Las características de esta obra son muy similares a las anteriores. Los autores más citados, como en las otras obras, son Unamuno, Murray, Tillich, Teilhard, Barth, etc. La noción de Iglesia queda muy confusa, y de ella es extraño el concepto jerárquico y la unidad en la fe. El autor cita a Hans Küng en favor de su concepto de Iglesia: “la iglesia es la reunión holgada de los que buscan a Dios. Iglesia, por tanto, del acogimiento, de la marcha hacia Dios, de servicio (véase la lúcida confrontación que hace H. Küng entre los imperativos del reino de Dios tal como los predicó Cristo y los imperativos de existencia concreta para la iglesia, en cuanto comunidad de servicio a este reino, cfr. H. Küng, La iglesia, 119-128)” (p. 387). Se insiste mucho en que los hombres oscurecen el mensaje de Cristo, crítica que envuelve también a la Iglesia docente.

Iglesia y política en España

Conferencia pronunciada en Friburgo, en el Foro II del Deutscher Katholikentag, el 14-IX-78. El contenido de esta conferencia es acentuadamente político. Por tanto, no salen con claridad aquí las ideas del autor acerca de cuestiones doctrinales; más bien se exponen valoraciones concretas sobre acontecimientos públicos de España desde la guerra civil hasta nuestros días. Se advierte cierta concepción política de la actividad eclesiástica.

El autor afirma que la Iglesia debe ser independiente de cualquier ideología política, pero esto se aduce en un contexto particular: el pluralismo aceptable por el Evangelio ha de ser tan amplio, que dé cabida incluso al marxismo: “el mejor resultado de esta real aceptación del pluralismo ha sido la existencia de cuatro grandes partidos (en España), ninguno de los cuales puede reclamar para sí el apoyo de la iglesia; ninguno de ellos en cuanto tal ha sido condenado por la iglesia, y en los cuatro militan activamente cristianos”, y el cuarto que menciona de éstos es el Partido Comunista (p. 331 en Ich will euch Zukunft und Hoffnung geben, 85. Deutscher Katholikentag, Freiburg 1978, Verlag Bonifacius-Druckerei, Paderborn 1978).

J.J.S. y J.M.

 

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