HABERMAS, Jürgen

Historia y crítica de la opinión pública: la transformación estructural de la vida pública

Esta edición castellana de "Strukturwandel der Öffentlichkeit. Untersuchungen zu einer Kategorie der bürgerlichen Gessellschaft" de Jürgen Habermas, se inicia con una advertencia del traductor, Antoni Doménech, en la que aclara que el título español ha sido impuesto por la editorial, si bien él propone la versión literal "El cambio estructural de la publicidad. Investigaciones sobre una categoría de la sociedad burguesa", o, para evitar equívocos, la que aparece como subtítulo: "La transformación estructural de la vida pública".

Sigue a la advertencia un prólogo de 25 páginas escrito por el mismo traductor, en el que se realiza —en síntesis— una crítica de las desviaciones e incoherencias de Habermas respecto de la ortodoxia marxista. Esta crítica está plagada de tópicos ("casta de dominadores", "rentas imperiales", "lucha de clases", etc.) usados de modo dialéctico, en un intento de demostrar que el alejamiento de Habermas, a lo largo de los años, de su primitiva fuente de inspiración, exige una "revisión critica". Para Doménech, las influencias recibidas por Habermas de Piaget, Parsons y Apel, o de la fenomenología, le convierten, de algún modo, en un autor "sospechoso", no obstante lo cual se anima a "redimir" al libro traducido, por sus valiosos aportes —que Habermas ni se propuso ni imaginó— contra la actual "barbarie neoliberal" que refuerza la "explotación por los países imperialistas a través de las empresas transnacionales" del "excedente existente en los países subdesarrollados del recurso hombre". De más está decir que, además del escaso valor e interés científico de este prólogo, las palabras de Doménech contienen graves errores doctrinales, que hacen temer la interpolación de prejuicios a la hora de efectuar la traducción. De hecho, comparando esta versión castellana con otras en lengua francesa o inglesa, se comprueba que no se ajusta al original alemán en algunos pasajes.

En cuanto a la obra en sí, consta de un prefacio con las correspondientes advertencias metodológicas —que se resume en una confluencia de enfoques "sociológicos y económicos, jurídico-estatales y politológicos, histórico-sociales e histórico-ideales"—, una introducción delimitadora del tema estudiado, seis capítulos, y una amplia bibliografía (donde prevalecen ampliamente obras de inspiración marxista y neo-marxista).

La introducción contiene un (pulido) estudio de la evolución del sentido de la noción de lo público, desde la época de la "polis" griega, pasando por el Imperio Romano, la Edad Media y el nacimiento de los modernos "Estados" nacionales, hasta la Revolución francesa. El autor acota el aspecto de esa noción que le interesa analizar acudiendo al término "publicidad representativa", como categoría típica de la época del surgimiento y desarrollo de la sociedad burguesa. Con ello pretende poner de manifiesto un tipo de publicidad en la cual queda anulada, de algún modo, la armonía entre lo público y lo privado, entre la "potestas" imperativa y la "auctoritas" dominativa, entre legalidad y legitimidad, entre "physis" y "nomos". En la Iglesia, según Habermas, se da esa ruptura que impide una auténtica participación: los laicos quedan excluidos de la publicidad, aún cuando pertenecen a la Iglesia; la liturgia y la misa son meras representaciones de un "arcanum" que se conserva celosamente mediante el uso del latín, y no del lenguaje del pueblo (p. 48). Y ello porque, en la publicidad representativa, los "arcana" cobran cada vez mayor valor; lo público —también en el orden temporal— se va privatizando, como se privatiza la religión y, en general, toda actividad social —especialmente la económica— de esa nueva "sociedad burguesa" contrapuesta al Estado. Entretanto, se desarrolla el capitalismo y, con él, el tráfico de mercancías y de noticias, tráfico que fomenta el colonialismo y la transformación de la economía en economía política, fenómeno que conlleva, a su vez, la "publicitación" de lo privado. La actividad económica, reservada hasta entonces al dominio señorial, pasa a ser de dominio estatal y, como lo "público" había quedado reducido a la esfera del Estado (entendida como "administración" diferenciada de lo social), puede hablarse del traspaso de una buena parte de la actividad privada a un ámbito público.

La publicidad, por lo tanto,continúa siendo representativa: antiguamente, las representaciones cortesanas se manifestaban al pueblo, reunido como "público" contemplativo y aquiescente de la majestad del príncipe, en las fiestas de palacio; ahora el "público" es receptor de las noticias presentadas a través de la prensa periódica sujeta al control y censura del Estado. En ambos casos, la participación activa de las personas en el gobierno es nula, pasividad agravada por el hecho de que el nuevo "público" no incluye al conjunto de la burguesía, sino a los letrados juristas, médicos, curas, oficiales y profesores, es decir, a los "sabios".

No obstante, esa "burguesía" —que no es tal, en el sentido tradicional del término (habitante del burgo)—, va tomando conciencia, según Habermas, de su papel de competidor frente al Estado: como "público", se opone al poder público, en el marco de un nuevo tipo de publicidad: la "publicidad burguesa", eminentemente crítica en la medida en que, a diferencia de la anterior "publicidad representativa", comienza un proceso de "autocomprensión" de un "público raciocinante" que ha de resolver dialécticamente la antítesis creada por el incipiente capitalismo entre el ámbito privado —el de la sociedad— y el público —estatal—. Con ello se abren las puertas a la Revolución, en el convencimiento de que corresponde al pueblo legitimar a sus autoridades; éstas no se justifican más por su sometimiento a un orden superior, sino por el seguimiento de una opinión pública fruto de la "volonté génerale".

Cabe advertir que, si bien Habermas no se aparta en este capítulo introductorio de las tesis que se encuentran habitualmente en la bibliografía que estudia estos fenómenos históricos, se echa en falta una óptica que destaque la dignidad de la persona humana frente a lo social y lo público. Habermas incurre, en este sentido, en un colectivismo larvado, acentuado, a su vez, por otros presupuestos ideológicos de cuño marxista: da especial relevancia a los modos de producción —en particular, los capitalistas— como configuradores de la sociedad, y tiende a subrayar los conflictos y enfrentamientos entre clases, de modo que la "publicidad", tal como él la entiende, aparece —en principio— como una vía no violenta para alcanzar la deseada sociedad sin clases. Esta solución, sin embargo, encierra una utopía: la historia misma ha demostrado que a través de un raciocinio hecho público —por medio de la prensa— por el conjunto de la sociedad, no se desemboca necesariamente en una auténtica legitimación del poder público, sino —a veces— en una manipulación masificadora. Ignora Habermas que la única fuente de legitimación del poder radica en una voluntad justa realmente existente y, por lo tanto, en el reconocimiento de un orden natural trascendente. Ello no significa dejar inermes a personas e instituciones frente al gobernante: por el contrario, el hecho de comprometerse —por ejemplo, por medio del voto en un sistema democrático— a obedecer las decisiones de un poder constituido, no implica negar un derecho de resistencia y, llegado el caso, el uso de la violencia por parte de los ciudadanos. De ahí que pueda ponerse en duda la capacidad legitimante de una "voluntad general" de inspiración rousseauniana, como lo es la "publicidad" o la "opinión pública" de Habermas: el poder no viene, en última instancia, de "abajo", sino de lo alto, aun cuando quien lo ejerza sea elegido por varios libre y consensualmente. Y, para acotar al máximo la violencia, la filosofía política clásica siempre ha valorado, además de una legitimidad de ejercicio, la legitimidad de origen fundada en vínculos sociales de amistad, es decir, en ámbitos públicos también acotados naturalmente por lazos familiares, relaciones de vecindad, vínculos profesionales, etc.: la mediación, en suma, de múltiples instituciones sociales o "grupos intermedios". Sólo así queda garantizada la libertad —y la responsabilidad— personal.

El segundo capítulo de la obra de Habermas nos introduce en una amplia temática en torno a las estructuras sociales de la publicidad. Analiza, pues, los fundamentos que encuentra la categoría "publicidad burguesa" en las modificaciones que sufren instituciones sociales como la familia, la educación, la economía, etc. durante la época de la Ilustración. No se detiene aún en el pensamiento de los autores que más influyeron en esa transformación, sino que se limita a describir acontecimientos históricos que ya recoge una amplia y variada bibliografía, añadiendo una interpretación personal acerca del sentido de dichos cambios.

Así, Habermas muestra en primer lugar la transformación operada en un ámbito público, donde se polarizan Estado y sociedad, y, acto seguido, la transformación del ámbito privado, donde los miembros de la familia logran análoga polarización respecto de la autoridad paterna. En consecuencia, surge del primer proceso un nuevo ámbito público, diferente de la tradicional esfera pública de tipo "representativa": es el ámbito de lo social, que implica una emancipación económica, y que supone un creciente interés público-político por cuestiones que afectan a la burguesía emergente. Paralelamente, con el segundo proceso se abre paso un nuevo ámbito privado, con un sentido completamente distinto del hasta entonces vigente: es un ámbito también social, que surge como fruto de una emancipación psicológica, y que conlleva la aparición de un reducto íntimo, como núcleo de la esfera privada de la nueva familia pequeño-burguesa.

La primera transformación se manifiesta a través de ciertos síntomas tales como el uso del salón en las ciudades con fines críticos —concretamente, de crítica literaria— en reemplazo de la sala de las antiguas cortes donde sólo se registraba una conversación (no crítica). Todo ello significará que en el ámbito público-cortesano regía una radical desigualdad entre los personajes, mientras que en el nuevo ámbito social-público del salón ciudadano, como consecuencia de la emancipación de mecenazgos, se proclama una igualdad social frente al Estado y fuera de él. Se verifica así una polarización entre Estado y sociedad. Cabe apuntar que este punto de vista resulta radicalmente contrario al que sustenta H. Arendt en "La condición humana", refiriéndose a la "polis" griega. Para esta autora, el ámbito público de la antigüedad suponía una plena igualdad entre sus participantes, frente a la sociedad y fuera de ella, mientras que el ámbito social —ámbito de las diversas esferas privadas de la familia, la economía, la educación, etc.— se manifestaban las desigualdades entre el amo y sus esclavos, el señor y su mujer e hijos, etc. Esto significa, en rigor, que ni siquiera había igualdad en la esfera pública, en la medida en que quedaban excluidos de ella los no libres, y, también, que la igualdad de pocos en la actividad política (según Arendt) es reemplazada por Habermas por la igualdad de muchos en la actividad social crítica que aspira a ocupar totalitariamente el ámbito público desplazando la dominación y el poder. Sin embargo, es ésta —la de Habermas— una aspiración utópica, según hemos visto, y según analizamos con mayor detenimiento más adelante (en todo caso, baste decir por ahora que la desigualdad existencial es conditio s.q.n. de la actividad política). Para Habermas, en cambio, la igualdad racionante supone una paridad donde puede prevalecer la autoridad del (mejor) argumento, y viene a suprimir y reemplazar la dominación estatal. Se sigue, como consecuencia, un proceso de mutua ilustración entre los ciudadanos, donde están ausentes todas las mediaciones coactivas: sólo perdura la persuasión, en un público tematizador de si mismo (que se interesa cada día más por la psicología —para conocerse, comprenderse, expresarse mejor, etc.—). Habermas niega así, de algún modo, que un público pueda ser sólo espectador de una verdad intuitiva, no racional, y presupone, en cambio, que discursivamente la alcanzará, en principio con certeza. En otros términos, el autor, si bien apunta correctamente hacia la necesidad de diálogo práxico-social, elimina implícitamente la posibilidad de referir dicho diálogo a principios teóricos cuya autoridad nunca puede ser fruto de acuerdos racionales o de la mutua persuasión. Asimismo, rechaza toda coacción, a pesar de que la experiencia demuestra que la naturaleza humana está sujeta a limitaciones que reclaman la violencia restaurativa en que consiste el ejercicio del poder. Por último, Habermas supone a la totalidad de los ciudadanos con suficiente patrimonio e instrucción, mientras que la historia desmiente ese presupuesto de igualdad radical entre los hombres.

En cuanto a la segunda transformación, operada en el seno de la familia, se manifiesta a través de síntomas arquitectónicos: el patio de la casa de la gran familia de la antigüedad, que se prestaba también a una publicidad representativa (y forzaba a vivir una intimidad por necesidad —"intimidad juguetona"— no recluida en otros aposentos), es reemplazado por el salón, en el que ahora se desarrolla una actividad social, abierta a la publicidad burguesa, y las habitaciones individuales donde es posible vivir una intimidad duradera —"intimidad libre y colmada"—, propia de la pequeña familia emancipada psicológicamente. Habermas cree encontrar, tras esta transformación, tres notas características de esta nueva familia: libertad fundacional, amor unitivo libre y formación "autónoma" de la prole, de tal modo que esta institución quedaría emancipada de finalidades y objetivos fijados externamente. Una vez más el autor desprecia toda una dimensión de la personalidad humana, negando, de algún modo, que la "auctoritas" paterna pueda ser compatible con la amistad en el seno familiar y, por tanto, raíz y fruto del auténtico amor. Habermas parece desconocer la fuerza del amor, que prescinde de mediaciones discursivas para alcanzar "emancipaciones" de la "subjetividad". Para él, por el contrario, esta nueva familia corona su emancipación psicológica mediante discursos autocomprensivos tematizadores de la subjetividad, como lo son los novedosos "diarios íntimos" y las novelas que publican los mismos contenidos. Estos lograrían una mutua compenetración entre los sujetos, sin recurso alguno a la coacción, sino precisamente mediante la ficción (recurso análogo a la persuasión). Con la aparición de esta nueva familia, pues, la antigua esfera privada que la albergaba queda escindida entre una esfera íntima y otra social (social-privada, en cierta medida), y se produce el desdoblamiento del hombre (entre la intimidad y la "privacidad" ahora extinguida) y del propietario (entre esa "privacidad" y la publicidad "social"). Que el hombre y el propietario, sin embargo, se identifiquen ficticiamente, no es un hecho accidental: en el fondo, según Habermas, lo privado se ha pulverizado; sólo subsisten lo íntimo y lo público, entendida esta última esfera como el ámbito de la actividad social, comenzando por la económica, antes reservada a la familia, y siguiendo por la educativa, que —aunque el autor no lo sostenga explícitamente— desaparece del ámbito natural de la familia y se polariza entre la íntima autoformación ilustrada, y la instrucción pública "social", facilitada por la aparición de los primeros teatros, museos y librerías públicas.

Vierte, desde luego, Habermas otras afirmaciones de corte ideológico acerca de la familia, tales como su papel conservador y valorizador del capital mediante los procedimientos hereditarios y la dependencia de la mujer y los hijos: el enlace matrimonial sólo tendría sentido en función de ese mantenimiento y reproducción del capital (matrimonio de conveniencia) y la educación quedaría determinada por ese mismo fin, reduciéndose a la mera instrucción posibilitadora de oficio. No obstante, el autor parece inclinarse por aquella otra interpretación según la cual, a pesar de esas contradicciones de la familia burguesa, prevalece la convicción de que puede alcanzarse una "redención" respecto de estas constricciones "sin evadirse en un más allá", mediante las ideas de libertad, amor y formación que permitan una nueva experiencia acerca de la "Humanität", del "Humanismo" vivido íntima (y no públicamente, como en la antigüedad griega).

Como consecuencia de estas transformaciones, Habermas concluye que el nuevo ámbito social modifica los temas de la publicidad: si antes se limitaban a la administración de justicia en el interior y a la autoafirmación en el exterior, ahora interesa la seguridad del tráfico mercantil. Para ello, la actividad política, dejará de estar fundamentada en actos de voluntad (propios de una dominación absoluta) y pasará a ser regida por principios generales: las leyes o reglas racionales nacidas de una opinión pública que polemiza con el soberano. Olvida Habermas, sin embargo, que los "actos de voluntad" antiguos se fundamentaban a su vez en los "arcana imperii", actos sapienciales, y que las nuevas leyes requerirán de un poder ejecutivo que mande obedecerlas.

En el tercer capitulo de su obra, Habermas atiende a las funciones políticas de la publicidad. No se refiere ya a lo que podríamos denominar causa material de la publicidad: una cierta estructura social —transformada— que le da origen, sino a su causa final: aquello a lo que tiende y sirve la nueva publicidad burguesa. Para su análisis, el autor recurre a los modelos británico —insular—, y a los —continentales— francés y alemán, y se detiene en el estudio de las nuevas relaciones jurídicas y económicas que "emancipan" a la sociedad burguesa, determinando el surgimiento de la publicidad política.

El caso inglés resulta paradigmático por ser pionero en la conformación de la institución parlamentaria, y evoluciona en tres fases entre los siglos XVII y XVIII, siempre bajo el signo —según Habermas— de "conflictos de intereses" capitalistas y procesos de "tomas de conciencia". Cabe destacar que en este proceso se verifica por primera vez la identificación entre intereses político-partidarios (de oposición) y el "public spirit" —espíritu u opinión pública popular—. Lo que no es más que un punto de vista particular más o menos compartido, pero enfrentado al gobierno, pasa a considerarse mediante un curioso mecanismo —que no es otro que las insistentes proclamas sofísticas y demagógicas a través de la prensa— en un punto de vista general, con pretensiones de validez global y, en consecuencia, con la ambición de ocupar el poder. Nace, pues, el periodismo como "cuarto poder".

De las tres fases mencionadas, tiene gran importancia en primer lugar la parlamentarización del poder estatal: el Parlamento se afianza —en Inglaterra— como institución decisiva. En segundo lugar, este Parlamento se convierte en órgano de la opinión pública, de tal modo que puede hablarse de una transformación del poder público o político; éste es ahora "público" en un doble sentido: porque se ocupa de cuestiones de interés general, y porque intervenía decisivamente el público en su resolución, de un modo abierto y desenfadado (nada podría desde entonces quedar oculto al comentario y a la crítica). Por último, esa primitiva función de control político asignado a la prensa se transforma en dominación de la opinión pública: la opinión pública, ahora "soberana", discute sobre cuanto asunto se somete a discusión política, y decide ella misma. Para Habermas, la opinión pública consigue así eludir un cierto carácter "acrítico", de apoyo o rechazo a personas, postulando —en última instancia— una especie de democracia radical soberana, donde no comparece un gobernante que decida con virtud. Independientemente de las dificultades prácticas que pueda significar la concreción de un tal sistema de gobierno, aparece aquí una faceta más de la "nueva" ilustración sugerida por el autor: la creencia —una fe ciega— en una razón infalible, capaz de resolver cuanto problema (incluso de orden moral) se presente a discusión. La responsabilidad del gobernante se difumina, y se prescinde del hábito prudencial para guiar las decisiones políticas. Toda persona —afirmaría probablemente Habermas— tiene no sólo un derecho a opinar sobre toda cuestión política, sino también a decidir mediante el nuevo mecanismo de "cogestión política": la opinión pública.

En cuanto a las variantes continentales, Habermas repara en el caso francés, analizándolo "desde el punto de vista de la teoría de clases": es Necker, al dar publicidad al presupuesto nacional, quien primero "rompe" con la estructura de la "clase" política —la Corona—, la "clase" económica —la burguesía— y la "clase"de la sociedad civil —la nobleza—. La Revolución logra constitucionalizar la función política de la publicidad, favoreciendo así, más que en la Inglaterra coetánea una "autoconsciencia" más radical de esas funciones. El modelo alemán, por el contrario, no se ajusta a las "etapas del desarrollo social" presupuestas y deseadas por Habermas: ahí la nobleza juega un papel —como grupo intermedio— que no encaja en los esquemas de la teoría de clases, y, por lo tanto, la publicidad se desarrolla en ámbitos acotados tales como las sociedades privadas de lectores y las comunidades de suscripción. No obstante, Habermas deduce de todo este proceso —tanto en Inglaterra, como en Francia y Alemania— que la nueva función de la publicidad tiene algo de artificial y, por tanto, algo de contradictorio, dado que "sólo puede entenderse en el contexto de una específica fase de la historia de la evolución de la sociedad": aquella en la que la sociedad burguesa tiene unas necesidades coincidentes con el poder estatal, es decir, la propia de la formación de los Estados burgueses de derecho con forma parlamentaria.

En efecto, sólo en apariencia hay un incremento de publicidad, y lo público gana terreno. Lo que está sucediendo en realidad, según Habermas, es una privatización creciente de lo "social-privado" o, en términos positivos, un incremento de autonomía de lo "social". Lo que en el capítulo anterior el autor había caracterizado como pulverización de la esfera privada (intimidad, educación, economía), subsistiendo únicamente lo íntimo y lo público, es ahora revisado al tener en cuenta nuevos matices. La mayor publicidad derivada del "reconocimiento" de la función política de la publicidad misma, no es tal, en la medida en que el Estado burgués de derecho aparece como una superestructura "mínima" al servicio de los intereses puramente privados de la burguesía, asegurados por nuevos vínculos jurídicos y económicos. Así, los modos de producción y de propiedad capitalistas imponen la ley del mercado y del "laissez faire" (tanto dentro del Estado como entre los Estados), de tal manera que la economía no se convierte realmente en un asunto público —por lo tanto, públicamente discutible por todos— y las relaciones jurídicas se establecen sobre la base de una supuesta paridad, al punto que en lugar de relacionarse las personas según su "status" social y sujetas a imposiciones estamentales o estatales, se garantiza una esfera privada donde los sujetos sólo contratan entre sí, eludiendo un auténtico tráfico (jurídico) público. En otros términos, el derecho y la economía están al servicio de los intereses de una burguesía ya establecida, que se sirve a su vez de la publicidad política para reasegurar dichos intereses por la vía de un poder legislativo controlado y orientado por la opinión pública. Ésta codifica y normativiza toda la realidad social en la medida en que se opone al "establishment". La publicidad es, por tanto, aparente: está sujeta a una esfera privada ampliada —aquella que sostiene la emancipación de la sociedad burguesa—.

Hay que objetar, sin embargo, esta visión de las cosas: Habermas realiza difíciles equilibrios y malabarismos para encorsetar la realidad histórica dentro de sus presupuestos teóricos, y se esfuerza, en consecuencia, en mantener a ultranza un juego de ficciones y realidades. Es cierto —y así lo han señalado numerosos críticos del liberalismo individualista— que el Estado burgués de derecho fue concebido como un "mal menor" que permitiera el despliegue de las fuerzas sociales, especialmente en el plano económico. Pero es falso —y en esto parece errar Habermas— que toda actividad social pueda ser reducida a una lucha de intereses inconfesables y, por lo tanto, puramente privados. La actividad social puede integrarse legítimamente —y así ha sucedido históricamente— en diferentes  ámbitos públicos, con un mayor o menor grado de publicidad según la dignidad de cada actividad. En este sentido, no puede considerarse gratuitamente a la época de la Ilustración como una excepción: también entonces, como en toda época histórica, pudo verificarse una legítima publicidad, tan legítima como la esfera de la actividad privada. Y es que Habermas tiende a borrar toda diferenciación entre lo público y lo privado, postulando una publicitación total que erradique cualquier posible relación de dominio: todo lo privado es dominativo, implica coacción y, en consecuencia, resulta injusto e ilegítimo.

Por otra parte, se resiste Habermas a reconocer el papel que la voluntad debe jugar en la vida pública y en la privada, resistencia que se podría parangonar con la insistencia en sentido opuesto, propia del pensamiento de Nietszche. Como ya se ha dicho, Habermas ignora lo que puede significar un uso amoroso o afirmativo de la voluntad en la vida privada, y deduce de ahí que nada ni nadie puede quedar fuera de la publicidad: todo ha de ser público. Pero esa publicidad, a su vez, no puede quedar sujeta, según él, a la ley entendida como manifestación de la voluntad, porque también aquí, en la vida pública, no cabe ningún uso de la voluntad: ni el puramente afirmativo, ni otro dominativo o creador. La ley ha de ser exclusivamente fruto del raciocinio, de modo que regule la convivencia convencionalmente, sin coacción potestativa alguna. Ahora bien, ¿no implicaría esa convención o convenio un uso de la voluntad? ¿no sería ese uso solamente desiderativo, de modo que la aspiración a la convivencia resultaría tan solo una expresión de deseos? ¿no supondrían esos deseos una negación explícita de todo pasado histórico, postulado únicamente para sostener una vez más esa peculiar concepción del hombre, de la conciencia y de la historia que Habermas mantiene?

Como moderno "ilustrado", Habermas predica la autonomía de la conciencia; no cabe entonces la relación mando-obediencia (es decir, la existencia de una autoridad y su consiguiente reconocimiento), y no cabe —en su terminología— la separación de "Estado y sociedad". Así, el autor cree estar fundando su postura en auténticas "ideas" —aquellas que desembocan en Kant—, mientras la realidad histórica (que para él es "apariencia") se basa en "ideologías" —las que derivan de Hegel—. Sin embargo, cabe preguntarse si no es el mismo Habermas quien se encuentra ideologizado al aspirar a una eliminación del poder y a una reconducción "de la voluntas a ratio, ratio que se elabora con la concurrencia pública de argumentos privados en calidad de consenso acerca de lo prácticamente necesario en el interés universal".

En síntesis se puede afirmar que Habermas denuncia con razón las contradicciones características del liberalismo capitalista y de sus supuestos, aunque las consecuencias que se derivan —que se derivaron— de este sistema en el ámbito de la publicidad, no son valoradas con rigor y precisión. La publicidad burguesa, concluye Habermas, es ficticia pues, según sus propios presupuestos, "el interés de clase es la base de la opinión pública", y entonces se verificó un "progresivo dominio de una clase sobre la otra", del propietario e instruido —verdadero "hombre"— sobre el ciudadano iletrado y desposeído, a pesar de que se pretendió insinuar la identidad entre "homne" y "citoyen". "Se fundó —pues— un orden político cuya base social, sin embargo, no hacía de la dominación algo superfluo".

El capítulo cuarto de su obra, lo dedica Habermas al estudio de la evolución del pensamiento, en torno a esta cuestión, de autores como Hobbes, Locke, Rousseau y Kant, hasta Hegel, Marx, Mill y Tocqueville. Cabe señalar que el autor sigue en gran medida las ideas y aportaciones de Reinhart Koselleck, en su escrito "Crítica y crisis del mundo burgués" (ed. Rialp, Madrid 1965), pensador de gran valía intelectual y sólidos presupuestos científico-doctrinales, cuya lectura aparece como muy conveniente para una comprensión más profunda de lo que Habermas trata sucintamente, en particular, lo que se refiere a la "prehistoria" de la noción de opinión pública y su "formulación clásica" en Kant.

Las guerras de religión habían llevado a Hobbes a proponer una escisión entre política y moral: las cuestiones doctrinales y morales debían quedar recluidas a la esfera privada si se pretendía seriamente mantener un estado de paz. La conciencia no podría así tener manifestaciones externas, es decir, en el ámbito de la política. Kant propone —un siglo después, cuando el proceso de la "crítica" desde el ámbito privado se había consolidado— una reconciliación de política y moral mediante la publicidad. En efecto, la crítica ejercía ya de hecho un control sobre la actividad legislativa, de modo que esta opinión pública, esta publicidad, podía servir para solidarizar el "bien del pueblo" y la "fortuna del Estado". Ahora bien, si en la antigüedad clásica, lo público era lo que debía ser expresado y comunicado públicamente, y lo que de hecho se expresaba y comunicaba porque afectaba a toda la comunidad, con Kant se hace público todo lo que puede ser expresado y comunicado. Lo privado es, por un mero postulado, lo inexpresable. Debía ser expresado, antes, lo que portaba dignidad; tales, las virtudes encomiables y las decisiones políticas que obligaban a todos porque suponían un acto prudencial y justo. Ahora, como lo que obliga a cada uno —en virtud del "imperativo categórico"— es un asunto moral (y no político), son muchas las cosas que obligan: todos los juicios decisivos de cada hombre. Estos son, según Kant, necesariamente expresables porque sólo lo racional puede obligar, y todo lo razonable es expresable; el uso de la razón equivale a su uso público. Los "malos sentimientos", por el contrario, son asunto privado y, por un injustificado axioma, son inexpresables.

Así llega Kant a concebir una opinión pública razonable que elimine la dominación del poder político. No es que la opinión pública tome directamente el poder para llegar a una situación, como quería Rousseau en que todos gobiernen, sino que la publicidad, como tal hecho, gobierna indirectamente, sin necesidad de un acatamiento voluntario de cada individuo. Esta fórmula presupone además que los intentos de no acatamiento, de desobediencia civil, son sólo fruto de una falta de Ilustración, de los "malos sentimientos" que se anulan automáticamente en el ámbito privado, ámbito de los contratos jurídicos particulares en relación con el tráfico mercantil. El libre juego de la economía y la competencia "absorben" los malos sentimientos y aseguran un ámbito público libre de posibles desobediencias porque ese "mercado" es —también por axioma— esencialmente justo. Los vicios privados, en definitiva, sólo pueden generar beneficios públicos. Habermas no deja, por supuesto, de criticar estos puntos de vista, aunque se funda para ello en criterios de "interés de clase". No obstante hay que afirmar en rigor que Kant se equivoca, porque esa libre concurrencia, que él reconoce justa pues lleva automáticamente a una "igualdad de oportunidades", debe ser corregida por cuerpos sociales intermedios que pongan en práctica el llamado principio de subsidiariedad. Sólo así es posible evitar la paradoja a la que llega Kant: que unos pocos propietarios actuales tengan real acceso a la publicidad, en detrimento de los propietarios "potenciales", y se supera la crítica ineficaz de Habermas, que no logra superar la escisión hombre-propietario burgués, del reino de la libertad y el reino de la necesidad.

Habermas advierte, por otra parte, la circularidad del pensamiento kantiano, que incurre en una petición de principio. El confiado optimismo de Kant postula un "orden natural" que se identifica con una "situación de derecho" —la "res publica phenomenon"— que "progresa" realmente gracias a la Ilustración racional: hay un proceso de creciente "autocomprensión" o "autoconciencia" que supone un progreso de la "legalidad". Todo ello opera como un presupuesto social de la actividad política, gracias al cual es posible una "constitución social" en un "orden cosmopolita" auténticamente moral. Pero la actuación política se concreta en leyes positivas obligantes que no pueden, sin embargo, modificar —en el sentido de mejorar esa "situación de derecho" primitiva. La publicidad de las leyes aparece, por un lado, como el medio conciliador de moral y política pero, por otro lado, no se concibe un progreso de la moralidad a través de la publicidad, es decir, a partir de las leyes originadas en el poder político de la "res publica noumenon". A pesar de la contradicción, quedan sentadas las bases para un espacio público ampliado, en el cual podrá desplegarse el positivismo del siglo siguiente. En efecto, esta corriente jurídica supone una tal publicidad absoluta, en la medida en que sus leyes deben ser escritas, conocidas públicamente. La ley natural, por el contrario, está inscrita en los corazones, es decir, en la intimidad, de modo que quien guía su conducta a partir de ella, publica sólo actuaciones: el espacio público es el ámbito de las virtudes, el ámbito de los actos voluntarios. Además, para el positivismo el espacio público es el ámbito de la razón, del discurso —por consiguiente, de las dudas—, de lo opinable, de los "mundos posibles", de lo realizable (y no de lo realizado), y como todo es realizable —nuevamente según Kant— porque todo es racional, lo público se convierte en lo totalizante, totalizador y totalitario "de modo que la prohibición de publicidad impide el progreso de un pueblo hacia algo mejor".

Hegel denuncia las falacias kantianas y, en particular, su optimismo en relación con la sociedad burguesa, sus intereses, y el papel mediador de la publicidad. No caben intereses comunes de los propietarios privados políticamente raciocinantes: hay intereses meramente particulares. Por lo tanto, la opinión pública no goza de "una base para su unidad y su verdad": "acabará recalando —afirma Habermas, comentando a Hegel— en la etapa de un subjetivo opinar de muchos". Hegel pretende, en consecuencia, evitar que esa "desorganización de la sociedad burguesa" se introduzca en el "Estado orgánico" confundiéndose con éste, y postula una "prevención policial". La opinión pública ha de ser un principio de integración "desde arriba", una "oportunidad de conocimiento (...) para aprender a conocer y a observar (...), un escenario honorable (...), un medio de salvación" para el ciudadano. La publicidad sirve así, según Habermas, "meramente a la integración del subjetivo opinar en la objetividad, puesta por el espíritu en forma de Estado". Esto responde, claro está, a la peculiar concepción hegeliana del Estado que Habermas, una vez más, no comparte. Reconoce que Hegel ha vislumbrado las contradicciones burguesas, pero le reprocha el no resolverlas sino acudiendo nuevamente a la coacción.

De ahí que Habermas pase rápidamente a considerar los puntos de vista del joven Marx, quien busca las condiciones sociales de posibilidad para la realización "no burguesa" de la publicidad. Para ello denuncia lo que de "falsa consciencia" tiene la publicidad burguesa: su carácter de "máscara del interés de clase burgués". Hay que destacar en este punto, la coincidencia de Habermas con el pensamiento de Marx. Lo que hasta ahora era un estudio histórico-crítico sobre la noción de opinión pública, pasa a ser un análisis histórico-apologético: Habermas subraya el "acierto" de la diagnosis y la terapia marxistas, que avanzan aún más en la línea de hacer desaparecer toda relación de dominio. No basta, dirá Marx, la Ilustración asegurada por la publicidad, porque los antiguos estamentos políticos se han integrado en el ámbito social y pretenden actualmente conservar sus anteriores privilegios en la denominada esfera de la "autonomía privada" que reduce el Estado a un mínimo. Por el contrario, es el ámbito público el que debe ampliarse, absorbiendo la esfera de la autonomía privada, y un público también ampliado debe convertir todo lo social en asunto público. Esta sería —será— la nueva "publicidad democrático-revolucionaria", llamada a reemplazar a la "publicidad burguesa", arrastrando consigo la eliminación de toda (justa) iniciativa privada y sofocando a la persona y a los grupos sociales intermedios. "Con tales presupuestos, afirma Habermas, puede entonces también la publicidad realizar seriamente lo que siempre había prometido: la racionalización del dominio político como un dominio de hombres sobre hombres". En efecto, Marx aspira a anular todo dominio del hombre sobre el hombre a cambio de la "administración sobre las cosas", pero en realidad lo que logra hacer desaparecer es al hombre mismo. Ya no hay más poder político, sino poder público-administrativo sobre individuos-asociados que logran su autonomía pública (¡no privada!) mediante la publicidad (pueden, por ejemplo, "sugerir" fórmulas sobre cómo aumentar la productividad...). He ahí la "libertad" conquistada publicitariamente: que el "hombre" y el "ciudadano" se identifiquen, quedándole al primero —luego de satisfacer el trabajo social (el "reino de la necesidad")— un "tiempo libre de ocio" (que también le servirá, aparentemente, sólo para pensar en nuevas fórmulas para aumentar la productividad...).

En el modelo socialista de Marx, "la clásica relación entre la publicidad y la esfera privada se invierte": "la libertad del hombre privado se determinará según el roll de los hombres como ciudadanos sociales; no se determinará ya el roll del ciudadano según la libertad de los hombres como propietarios privados". Y, "con la eliminación de la propiedad privada caen también, como Engels anticipó (...), la vieja base y la función, mantenida hasta el presente, de la familia, la dependencia de la mujer respecto del varón, y de los niños respecto de los padres". Ya no está la sociedad al servicio de la persona para ayudarle a alcanzar su propia perfección, y esto a través de diferentes ámbitos públicos en los que el hombre pueda integrarse progresivamente para "personalizar" el conjunto de la sociedad, sino que el individuo se coloca al servicio de una colectividad, porque —según los presupuestos materialistas— el hombre no tiene entidad propia ni fin personal. De la relativa accidentalidad de la esfera pública en la antigüedad clásica se llega así a una substancialización absoluta de lo social y de lo público. Ahora bien, esta nueva "publicidad revolucionaria" no cumple ya función legitimante alguna: como interesan las "cosas" más que los"hombres", no se requiere poder ni autoridad en la vida social. Y eliminado el poder, resulta superflua una función legitimante o justificadora. Desaparece la necesidad de un juicio, más o menos público, que discierna el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo conveniente de lo dañino. La publicidad será un problema meramente técnico, poético, artístico, orientado a la producción y no a la acción (entendiendo estos términos, claro está, en sentido clásico). La opinión pública tendrá mucho —o todo— de "pública" y poco —o nada— de "opinión" sin ninguna referencia a la conciencia —como quería Hobbes— porque los hombres pueden ¡al fin! prescindir de la moral. Más aún, la publicidad ya no asume un papel de control o de reparto de poder, ni siquiera el de su eliminación: por el contrario, la "destrucción de la burocrática maquinaria estatal" ha de preceder a la realización de la idea de la publicidad total, que desde entonces funcionará —y aquí sí discrepa Habermas con Marx— al estilo de la publicidad burguesa, sobre el supuesto de un "orden natural" preexistente, cual es el mero postulado de una "sociedad sin clases" y sin conflictos de intereses.

En este sentido la realidad histórica ha demostrado, según Habermas, que la misma sociedad capitalista de clases ha conseguido "introducir" dentro de sus estructuras algunos elementos correctivos. A ellos aluden Mill y Tocqueville, liberales, al criticar el Estado intervencionista y el "dominio" de la opinión pública. En efecto, el "acceso de las masas al dominio público" ha sido un hecho real vituperado por Ortega a comienzos del siglo XX, pero condenado también a mediados y fines del XIX por la misma corriente ideológica que alentó su surgimiento. Así, quienes habían postulado una publicidad con capacidad para enfrentar y controlar al poder político estatal, se vieron en la necesidad de volver sobre sus pasos, pregonando la conveniencia de nuevos equilibrios de poder. Tocqueville, motejado por Mill como el "Montesquieu de nuestra época", y el mismo Mill, reclamando tolerancia no a los censores de la OP, sino a la propia OP en sus acometidas contra los inconformistas, buscan acotar nuevamente la publicidad para evitar el despotismo de las nuevas mayorías incultas.

Por lo tanto, concluye Habermas, ni el modelo liberal —nacido con Kant y continuado por un lado por Hegel, y por otro, por Mill y Tocqueville— ni el modelo socialista, permiten a la publicidad constituirse en un principio de notoriedad y de crítica, sino que la reducen a una de sus características: la de ser una esfera, más o menos amplia, en pugna con el ámbito privado. Ni en Marx, ni en Mill o Tocqueville, puede la publicidad "desenmascarar" y construir una sociedad igualitaria en la que las personas privadas reunidas en calidad de público puedan raciocinar de modo que prevalezca el mejor argumento en torno a las decisiones que se deben tomar acerca de las cosas públicas. De ahí que Habermas proponga, para los últimos capítulos de su obra, un estudio de las transformaciones sociales y políticas que deben permitir el cumplimiento de la "auténtica" función publicitaria.

El capítulo V del trabajo de Habermas se dedica en primer término, a la diagnosis de las transformaciones sociales —durante el presente siglo XX— de la función publicitaria, para poder ofrecer en consecuencia una terapéutica adecuada. Básicamente, lo que ocurre en estas décadas (Habermas escribe a comienzos de los 60) es una modificación de las relaciones sociales existentes en el Estado burgués de derecho. En efecto, por un lado, el capital se concentra cada vez más y apela subrepticiamente al Estado —que se convierte en "Estado intervencionista"—, para morigerar las desigualdades socio-económicas, es decir, para resolver conflictos de intereses y mejor conservar así el "statu quo", el "establishment". Esto supone un "ensamblamiento" de las esferas pública y privada, por cuanto —siguiendo a Karl Ranner— se crea un ámbito de "poder quasi-público" en la esfera social: aquel "poder de dirección públicamente delegado" que el derecho privado confiere a los capitalistas mediante las garantías a la propiedad de los medios de producción (libertades de empresa, de contrato y de herencia). Estas garantías quedan subsumidas en el derecho público, que las recoge en las normas reguladoras de las relaciones Estado-sociedad, tanto cuando el Estado contrata con particulares como cuando delega en éstos la realización de tareas propiamente públicas, etc. Como resultado, se confunden de algún modo derecho público y derecho privado, de manera que puede hablarse, según Habermas, de una "publificación del derecho privado" y de una "privatización del derecho público" a tal punto que el antiguo Estado burgués de derecho (público) ya no puede distinguirse de la sociedad (lo "privado"): hay una socialización del Estado y una estatalización de la sociedad. La concentración del capital y el "Estado intervencionista" suponen, pues, el origen de una nueva esfera: "En el centro de la esfera privada públicamente relevante —sostiene Habermas— se forma una esfera social repolitizada, en la que las instituciones estatales y sociales van de consuno, (y) se encadenan a un marco funcional ya no diferenciable de acuerdo con criterios de público y privado" (entendiendo estos términos, claro está, en el estricto sentido que les atribuye Habermas). Podría decirse que se ha llegado a una tal "alienación" de la realidad, a un tal "enmascaramiento", que lo máximamente privado se oculta en, y se confunde con, lo máximamente público, alcanzándose las más altas cotas de "mixtificación" y "mitificación" de la publicidad. Se ponen así de manifiesto, una vez más, los presupuestos marxistas del autor: la "praxis" en sentido clásico, es decir, la vida, lo privado, es absorbida (por culpa de las "relaciones de producción" impuestas por el sistema capitalista) por la "poiesis", es decir, por el trabajo y el producto del trabajo, lo público. El capital, formado por la "plusvalía", cobra "vida" propia —se debe su propia vida, su autonomía— a costa de la vida del trabajador explotado y reducido a mera "cosa". Y como el Estado no es sino "superestructura" representante del capital, este último adquiere un (ficticio) carácter público que oculta su auténtico carácter privado. Por último, Estado y capital se identifican con la "organización", esa entidad que, a juicio de Habermas, no es pública ni privada, y que constituye —en la actualidad— una nueva esfera "quasi" o "pseudo pública". Con ello, la verdadera "publicidad" queda vaciada de contenido, en un proceso que, como Habermas procura demostrar a continuación, vació de contenido a la "privacidad", reduciéndola a pura intimidad.

En efecto, toda la actividad económica productiva, antiguamente nucleada en la familia (que funcionaba, mediante la noción de propiedad, en sentido capitalista) se va trasvasando a la sociedad y al Estado, es decir, a las "organizaciones". Sólo le queda a la familia un papel consumidor, porque también la función "distribuidora" le ha sido quitada por el creciente intervencionismo estatal y la previsión de todo riesgo. Como además la familia pierde su carácter formativo de la personalidad, al ser transferida la educación a instancias tales como la escuela —formalmente— y a las "anónimas fuerzas ajenas al hogar" —informalmente—, esta institución comienza "a disgregarse individualizadoramente", restándole tan sólo una esfera íntima asociada al consumo y a la "cosificación de las relaciones familiares". Pierde el hombre una instancia —ese "agente social primario" que es la familia— desde la cual pueda proyectarse en la vida pública. Y esto, afirma Habermas con razón, "sólo en apariencia es un perfeccionamiento de la intimidad". La "felicidad en el rinconcito", en efecto, impide al hombre su apertura a un diálogo público y a una personalización de la sociedad. Pero hay que destacar que para Habermas este diagnóstico tiene un significado peculiar derivado de sus presupuestos ideológicos. Como la "praxis emancipadora" y liberadora, según él, es la acción comunicativa en un (único) ámbito público, es decir, la publicidad, resulta que aquel individualismo cerrado conspira contra la integración del hombre en ese único ámbito, entre otros motivos porque ese hombre tiende a "consumir" comunicación en vez de producirla. En lugar de acoplarse la privacidad en la publicidad, el proceso se invierte: es cierta "publicidad" la que invade la pseudo-privacidad. Las actividades grupales, según Habermas, no bastan para integrar la persona en la política: más bien le "distraen" y ocupan su tiempo de ocio, sin permitirle ver la complejidad de las estructuras sociales existentes y las funciones que políticamente le competen. La cultura de masas consumidoras que alimenta esas actividades de grupo impide "la formación de una ética política", ejerciendo una presión publicística sobre el ámbito privado: asume una función configuradora tan fuerte que hace del hombre un ser incapaz de estructurar y organizar él mismo la esfera pública.

Habermas destaca, pues, dos fenómenos paralelos, uno económico y otro cultural, que —en pleno siglo XX— vacían de contenido a la institución familiar. En este sentido hay que reconocer el acierto de su diagnóstico (independientemente de las premisas de las que parte, y de las hipótesis que parece intentar fundamentar): sus observaciones son agudas y precisas. Es verdad que la esfera social, que irrumpe en la configuración de la convivencia humana tras la Ilustración, y que se consolida en el presente siglo, se ha "ensanchado" hasta límites insospechados, "ahogando" de algún modo el ámbito familiar y dificultando la tarea personalizadora del conjunto de las instituciones tanto privadas como públicas. De ahí que sociólogos contemporáneos, como Donati, puedan plantearse si la tensión entre lo privado y lo público ha desembocado hoy en el "fin de una alternativa". Ahora bien, según nuestro autor, lo social no sólo socava (solapadamente) a la familia, sino que también afecta e influye en el ejercicio del poder político en la medida en que la publicidad queda transformada en su estructura y funciones. Lo social se sitúa "por encima" de la publicidad, para ejercer poder de modo directo, obviando la participación de voces autorizadas legitimantes mediante esa esfera pública. La nueva publicidad se autolegitima ante el público, a quien manipula. Y los medios de comunicación de masas, tal como hoy se encuentran sistematizados, animando al "don't talk back" mediante recursos estilísticos e ideológicos de forma y de contenido, "sirven de vehículos para que estas instituciones (las organizaciones sociales) consigan la aquiescencia o, cuando menos, la resignación del mediatizado público". La publicidad crítica —concluye Habermas— es desplazada por la publicidad manipuladora.

Sin embargo, hay algunos errores en este planteamiento habermasiano, que dan origen a una serie de interrogantes sin respuesta satisfactoria. Es criticable, en primer término, el "ensanchamiento de lo social" en la medida en que destruye la familia e impide una auténtica personalización de las instituciones. Pero Habermas no repara suficientemente en este aspecto; a él le preocupa, más bien, la pulverización del Estado y de la publicidad crítica por esas instancias sociales, pues aspira a refundir la esfera privada en un único ámbito público: el estatal. No obstante, ha de tenerse en cuenta, en este sentido, la legitimidad de la existencia de múltiples esferas, tanto públicas como privadas y/o sociales. Si esto es así, la publicidad —debidamente adecuada a cada esfera— no debe, siempre y en todo caso, "imponerse como medio de influencia política". Por lo tanto, no debe asociarse, como parece sugerir Habermas, "publicidad" con "globalidad" o "totalidad": la publicidad, entendida como un "hacer público", o como una "publificación", implica un proceso gradual —cuantitativa y cualitativamente— de búsqueda de reconocimiento, búsqueda que supone una actividad tendencial, volitiva, concretada en una donación, en una actitud de servicio. Surgen entonces algunas cuestiones tales como: ¿quién dona? o ¿a quién (se) dona?, e incluso, ¿dónde —en que ámbito— (se) dona?

Habermas propone que sea un (único) público quien done, de acuerdo —nuevamente— con sus premisas, y critica, en consecuencia, que ese público sea "completamente relevado de esa tarea por otras instituciones" (entendiendo, además, que esa donación es "ejercicio y compensación políticamente relevantes del poder"); niega así legitimidad representativa, como ya se ha señalado, a las instituciones sociales; no descubre en ellas ámbitos o esferas específicamente públicas (aunque se puede cuestionar con él, la funcionalidad de los partidos políticos democráticos). Aquí cabe reseñar también la peculiar teoría de los intereses del conocimiento de Habermas, bien estudiada por Innerarity y que influye decisivamente en su concepción de los intereses de los individuos y los grupos sociales, intereses privados que resultarían inconfesables y no "emancipadores".

A la pregunta: ¿a quién (se) dona?, Habermas respondería: al Estado. Otra vez recurre a la globalidad ("la publicidad... media entre el Estado y la sociedad"), acorde con su interpretación de la publicidad como "ejercicio del poder" o, en otros términos, como "publicidad crítica". Al no admitir otro uso de la voluntad que no sea el dominativo, no hay nada ya dado digno de aprobación, ni hay posibilidad estricta de una donación amorosa, de un servicio a personas e instituciones: sólo cabe construir el Estado, racionalizando la dominación política. Con ello, Habermas sustenta una interpretación "espacial-territorial" de lo público, cerrándose a otro tipo de instancias políticas —de base personal, familiar, laboral, profesional, etc.— que le permitirían reconocer la posible apertura del espíritu a una multiplicidad de ámbitos, y no sólo al estatal.

En cuanto a la pregunta acerca de los ámbitos de donación, se deduce la respuesta de Habermas: ninguno. Al no concebir, tal vez por cierto exceso de agudeza y por una paralela falta de audacia, la función personalizadora de la familia en la sociedad, el filósofo de Frankfurt reduce sus intereses al ámbito del poder, desentendiéndose de la envergadura del problema que ha llegado a atisbar. De ahí que se centre en una consecuencia grave, pero secundaria, de las transformaciones estructurales de la sociedad, a saber: la publicidad manipuladora, pero no hace entrar en juego ciertos principios elementales de la misma estructura social, ahogados pero latentes, como el de la solidaridad y el de la subsidiariedad.

Baste, sin embargo, resumir de momento lo dicho, subrayando la validez del diagnóstico habermasiano en lo que se refiere a la inflación de la esfera social y sus repercusiones tanto culturales como económicas en el ámbito de la familia, pero señalar, al mismo tiempo, la inconsistencia de la terapéutica insinuada. En el capítulo siguiente de la obra en estudio, nuestro autor concluye su examen del tema (para pasar a un epílogo sistematizador sobre el concepto de opinión pública) analizando con más detalle las transformaciones funcionales de la publicidad política en este mismo siglo XX.

Para referirse a esas transformaciones políticas de la función de la publicidad, Habermas recapitula en primer lugar, y brevemente, la historia de los medios de comunicación de masas. Éstas, y concretamente la prensa, surgen con una clara función comercial, de intercambio de noticias que facilitarán el tráfico mercantil. La rentabilidad de la empresa periodista era atendida por el editor para asegurar la valoración del capital invertido. Con el tiempo, no obstante, surge un "periodismo de escritores", según Bucher, con la aparición de la figura del redactor: tienen entrada en las columnas del diario las páginas de opinión y la editorial sobre asuntos políticos. La crítica, antes expresada privadamente, ocupa su apropiado (?) espacio público y las empresas (periodísticas) abandonan su anterior finalidad crematística, infringiendo las normas más elementales de rentabilidad. Los partidos y clubs políticos tienen interés por sacar adelante estos órganos de prensa, mediante los cuales las personas privadas se comunican libremente reunidas en calidad de público. Regía entonces la censura, pero tras la Revolución Francesa pronto se legaliza este tipo de actividad publicística crítica. Con ello, la prensa puede retomar sus primitivos intereses crematísticos en la medida en que puede abrir sus páginas a los anuncios de "reclamo publicitario". Hacia 1830 aproximadamente, la prensa de opinión se convierte en una "prensa-negocio", en la cual la crítica y la opinión política van de la mano con los anuncios comerciales, consiguiendo una reducción de los precios de venta al público del ejemplar y una ampliación notable de la difusión y de la clientela. Esto exige una mayor tecnificación y capitalización de las empresas, que les lleva a cuidar muy atentamente su rentabilidad por la elevación de los riesgos. De ahí que la empresa vuelva a convertirse en una institución de carácter privado: ya no se busca y defiende el interés público sino, fundamentalmente, intereses privados. Y, como es lógico, se trata de intereses privados "privilegiados", puesto que no todo el público tiene acceso a estos órganos. La autonomía del redactor queda sensiblemente limitada, y comienza el proceso de concentración "horizontal" y "vertical" de los medios de comunicación: se forman "cadenas" de periódicos, y se integran agencias informativas, prensa diaria, agencias de publicidad y distribuidoras, además de los nuevos medios audiovisuales que van surgiendo ya en el siglo XX; radio, cine, televisión. En este mismo siglo, por último el Estado intervencionista toma cartas en el asunto, reaccionando frente al poderoso robustecimiento de esta actividad publicística en manos privadas, supervisando, controlando y hasta gestionando las empresas informativas.

Según Habermas,"se invierte (así) la base originaria de las instituciones publicísticas (...): de acuerdo con el modelo liberal, las organizaciones del público raciocinante estaban protegidas y a resguardo de las intromisiones del poder público en tanto se encontraran en manos de personas privadas. (Ahora) es precisamente su permanencia en manos privadas lo que amenaza por todos lados a las funciones críticas de la publicística". El problema, no obstante, no radicaría tanto en que esto sea ocasión para un intervencionismo estatal en este campo, sino en la desnaturalización de la función política (crítica) de la publicidad al ser ocupada la esfera pública por (ciertas) personas privadas, que llevan a ella sus propios intereses privados, "distrayéndola" de la atención de las cuestiones públicas. Este es un proceso ineludible, según nuestro autor, que se sigue del desarrollo del capitalismo: el capitalismo avanzado o tardío no puede detener su producción y debe lanzar estrategias de mercado a largo plazo asegurando el consumo. De ahí que, para ilustrar este fenómeno, Habermas introduzca la sugerente afirmación de David Riesman: "en nuestros días, la futura profesión de cualquier niño es la de consumidor cualificado". A esta estrategia publicitaria de orden económico se añade la de las "public relations" que "legitiman" esta intromisión de intereses privados en ámbitos públicos, mediante una justificación del "big bussines". Se procura "cuidar la imagen" de las grandes empresas y "crear opinión" en torno a sus intereses para que se reconozca que coinciden con el bien común. Así, no sólo se busca asegurar un conjunto de consumidores sino también un conjunto de ciudadanos, un público legitimante, que no lee tan sólo un anuncio o reclamo publicitario, sino auténticas noticias sobre el interés de las empresas por el bien público, suscitando así un respeto por el "sistema" similar al que se tiene por las autoridades públicas. Según Habermas, se vuelve así a una publicidad representativa preburguesa, y se consigue una "refeudalización" de la publicidad en la que hay muchas "opiniones" pero éstas no tienen nada de "públicas".

La invasión de la esfera pública-política por estos intereses económicos hace que, por un lado, esa esfera se amplíe, pero, por otro lado, la convierte en un campo donde deben resolverse conflictos de intereses que antes se ajustaban en la esfera privada mediante los mecanismos del mercado. Trabajadores y empresarios buscan ahora llevar sus pretensiones a esa esfera pública y discutir sus reivindicaciones en términos políticos. Estado y sociedad se interpenetran, y los interlocutores del diálogo público no son más los representantes parlamentarios sino el conjunto de organizaciones, administraciones y partidos fuera del Parlamento que realizan un "intercambio directo de favores y compensaciones e indemnizaciones particulares". Para Habermas, estas fuerzas de carácter privado configuran (manipulan) la opinión pública, sin dejarse controlar por ella. A su vez, el Estado sólo recurre a ese público considerándolo como un conjunto de consumidores, ya que éste actúa pasivamente prestando "crédito público" y aquiescencia a las diferentes posiciones sustentadas por esas fuerzas sociales. Ya no hay discusión pública sino representación pública del propio prestigio para su aclamación. Lo que busca notoriedad es la reputación de los poderes sociales, "fabricada" ad hoc. Lo mismo sucede a los partidos en los debates parlamentarios: se convierten en shows.

Hay que advertir, en este punto, que Habermas no se plantea, sin embargo, qué tiene que ver esta "publicitación" del poder económico (social) con la familia, por ejemplo, o con la relación entre el "reino de la necesidad" y el "reino de la libertad", o entre lo que sea la mera supervivencia y la "vida buena". ¿Debe ser —o puede ser— el poder económico un garante o asegurador de un "mundo común", entendido como ese conjunto de "objetos" y "acciones", y no como "espacio" (Arendt)? ¿Por qué pueden interesarle al poder económico esas noticias internacionales que hoy se difunden dispersas y sin sentido? ¿Le aseguran "mercados", o es un novedoso proceso "catártico" mediante una filantropía panfílica? ¿Le aseguran mercados, al "conservar" una publicidad máxima, totalizante? Parece, en efecto, que esta "publicidad" anula en gran medida la capacidad crítica legitimante (porque narcotiza, masifica, y fomenta el consumo) y que también dificulta u obtura la posibilidad de un ejercicio justo del poder (que asigne o distribuya bienes y servicios, v. gr.). En el mejor de los casos, el "organization man" mediante su aura de buena voluntad y su prestigio (apariencia de virtud y de saber) asume una función política distributiva (en lo que se refiere a la renta de la actividad económica: el beneficio), sin participación de la familia.

Esta realidad tiene, además, otra faceta: es el "trabajo" o el "mundo del trabajo" lo que ahora presenta su "excelencia" en la esfera pública. Cabe sostener que el trabajo debe ser integrado en la propia vida y en la vida pública, hasta llegar, de algún modo, a "materializar" la vida pública y a "transformarla". Esto es así porque el trabajo tiene un sentido personal, y puede así "personificar" la sociedad y el mundo. De ahí, tal vez, que Habermas pueda decir (aunque en tono crítico) que "la publicidad tiene que hacerse, no está dada". En otro orden de cosas, debe advertirse que lo que hoy parece trascender a la publicidad es el sentido objetivo del trabajo, es decir, el trabajo objetivizado y considerado en cuanto cosa, y no su sentido subjetivo o personal. Si el trabajo puede entenderse como "escuela de virtudes", parece lógico que pueda y deba acceder a la esfera pública (y, concretamente, a través de la moderna "esfera social" de públicos diferenciados). Porque el trabajo tiene una virtualidad legitimante (justificante= "hacer" justo) puede dar sentido a realidades personales y sociales e incluso políticas. Lo que hoy accede a la publicidad es, más bien, el fruto material del trabajo, y no su "producto inmaterial": su sentido. De ahí que el trabajo publicitario induzca al consumo, por ejemplo, y no hacia otro tipo de conducta: las acciones auténticamente personales.

En lugar de todo esto, Habermas propone otro tipo de soluciones. Para ordenar esta invasión de la esfera pública por parte de los poderes sociales, el filósofo de Frankfurt ignora el valor del sentido personal del trabajo y toda otra instancia de orden personal o familiar que procure integrar paulatinamente la sociedad y el gobierno político. Lo que él propone es, en cambio, una publicitación radical de todas las instituciones que intervienen en la vida pública, para que su vida interna sea conocida por todos. Ahora bien, esto implica no sólo un problema de instrumentación jurídica (que Habermas admite), sino también un problema fáctico. Exigiría una progresión al infinito en la línea de la "publificación" para lograr esa "democratización de las organizaciones que actúan en relación al Estado". Y esto no es sino recaer nuevamente en una publicitación global o totalitaria, ignorando la legitimidad de esferas parciales, o acotadas, de publicidad. Paralelamente, esta búsqueda de "racionalización del poder" —ahora, tanto el social como el político— supone una racionalización sin límites que niega un uso contemplativo del intelecto, y la referencia, en última instancia, a unos fines ya dados. Se trata de un nueva Ilustración que bien podría describirse como una "idolatría del igualitarismo", pues no tolera un uso aprobatorio de la voluntad y el reconocimiento obediencial de decisiones prudenciales —más o menos— justas.

En este sentido, la publicitación global de Habermas no resuelve el problema de la indiferencia política, que él mismo menciona, sin demostrar por qué mecanismo la mera publicitación de los "arcana" políticos consigue revertir la indiferencia. En otros términos: ¿de qué modo el raciocinio público logra comprometer la voluntad de todos y cada uno de los miembros de una población? Porque, para alcanzar una "racionalización del dominio" universal, hace falta eliminar previamente las indiferencias.

De modo similar, al analizar Habermas la conducta electoral de la población, no indica cuáles son los limites para el uso de la razón discursiva. La opinión pública se forma según él, mediante un proceso en el cual no se distingue cuándo se trata de una mera opinión (aparentemente, según Habermas, ésta se da cuando varios individuos tienden a confirmarse recíprocamente en sus convicciones o cuando las discusiones políticas se limitan a "ingroups", a la familia, al círculo de amistades y al vecindario, de modo que constituyen un "clima de opinión homogéneo") y cuándo de una opinión pública. En algún momento todo hombre debe decidir su voto y cerrar una deliberación. ¿Cuál sería ese momento? ¿Por qué ha de producirse en un antes o en un después? ¿Cuándo puede decirse que un elector fluctuante se ha dejado influir al punto que comience a formar una opinión pública? Los "impulsos volitivos" de que habla Habermas no siempre generan un "consensus ficticio", pero el autor se esfuerza en atribuir estas "distorsiones" a las transformaciones estructurales y funcionales de la publicidad, tildando de "inconscientes" e "ideológicos", cuando no "confesionales" (en sentido peyorativo, irracional) a los motivos que mueven a la voluntad a obrar.

Llevando este argumento al extremo, Habermas considera manipulativas las ofertas de un político aspirante al gobierno que coincidan con necesidades reales de la población, por el mero hecho de no haber surgido (esas propuestas) de la opinión pública. Esas propuestas, concluye, no son racionales, "por objetivamente finaliformes que puedan ser", ni garantizan el bienestar, ni corresponden a "intereses objetivos". Hay, pues, una obsesiva preocupación habermasiana por la "formación democrática de la opinión y de la voluntad mediante la publicidad". Esta preocupación responde, es cierto, a su deseo de lograr la "racionalización del dominio", objetivo loable, aunque utópico: sólo un uso afirmativo de la voluntad puede evitar la coacción, pero ello se sigue de una contemplación, alternativa que Habermas rechaza de plano. Por otro lado, le interesa un "desenmascaramiento" público. Pero esto es cuestionable, en la medida en que la integración de las facultades humanas racionales, intelecto y voluntad, se realiza desde la intimidad, y no a partir de la publicidad.

La concepción antropológica de Habermas adolece de errores. Para volver a un ejemplo ya comentado, la satisfacción de necesidades percibidas subconscientemente por la población, resulta para nuestro autor un mero mecanismo coactivo, pues resulta de una propuesta "fabricada" frente a una "opinión no pública" (?). Se identifican, así, publicidad y conciencia (Kant) como si todo el ámbito del conocimiento reflexivo fuera —y debiera ser— incluible en la esfera pública, negando además capacidad de raciocinio a quien no pudiera —o no quisiera— exteriorizar su pensamiento. Tan es esto así en Habermas, que una causa estructural puede impedir "la formación de una opinión pública en el sentido estricto de la palabra", es decir, un factor extrínseco a la persona sería capaz de eliminar un conocimiento reflejo de la realidad, y, en consecuencia, la posibilidad de una conducta responsable. De este modo, obediencia y responsabilidad personal se tornan actitudes irreconciliables. Asimismo, resulta imposible una opinión pública auténtica en la medida en que perduren individuos indecisos o desinteresados: es el público —una nueva "mano invisible"— quien en última instancia logrará remover los espíritus, provocando el diálogo.

Este público, según Habermas, no se ha formado ni siquiera en el Estado social de Derecho. En éste perduran las mismas concepciones que alimentaban el Estado liberal burgués de derecho, en la medida en que el Estado social viene a cubrir ciertos defectos de su antecesor, sin reparar en las causas: hace "justicia" dominativamente, sin abrir canales de participación efectivos en la formación de la opinión pública. Y eso porque la esfera pública ya está ocupada por organizaciones y partidos interesados en la permanencia del "statu quo". La alternativa de Habermas, citando a Abendroth y a Forsthoff es, pues, la constitución de una sociedad estatal, y no un Estado social: o la gran masa de los miembros de la sociedad se someten a los intereses y al poder formalmente privado de monopolios y oligopolios, o se ha de pensar en la "planificación de la producción social y de la vida social" y en el "control común de todos los miembros de la sociedad implicados en el proceso de producción comunitaria, sociedad cuya más alta instancia de decisión es el Estado".

Habermas propugna, pues, una transformación del Estado-social que permita una eficaz racionalización de todo dominio: en la sociedad estatal, todas las asociaciones estarían abiertas al proceso crítico de la publicidad y a la notoriedad. Para ello sería necesario deshacerse de los "antagonismos estructurales entre los intereses" provocados por la "creciente burocratización de las administraciones del Estado y de la sociedad", cosa posible mediante un consenso: "una coincidencia basada en criterios generales y obligatorios". Y a esto se llega, según Habermas, gracias al hecho de que la técnica permite hoy reunir las condiciones de una "sociedad de la abundancia" que elimina los precarios equilibrios de intereses debidos a los "medios escasos". Se llega también a ello por el temor a los usos militares de ese potencial técnico, con las amenazas de una autoaniquilación total. Ambas realidades permiten relativizar los conflictos estructurales de intereses alumbrando un "interés general reconocible".

Ahora bien, a pesar de la insistencia del filósofo de Frankfurt en el sentido de que esta propuesta no es utópica ni irrealizable, se pueden presentar numerosos argumentos que, cuando menos, obligan a replantear las hipótesis. La técnica no asegura la abundancia de medios, ni el temor da al traste con los conflictos de intereses, sean éstos estructurales o no. Lo curioso, en todo caso, es que Habermas postule además un consenso basado en "criterios obligatorios" que impliquen, a la vez, la eliminación de todo dominio. Todo ello hace pensar en conclusión, que, fiel a sus presupuestos, Habermas no está proponiendo sino un nuevo paraíso en la Tierra, en el cual cierto tipo de "visión beatífica" asegura un uso acertado de la voluntad: una razón infinita es capaz de obligar a la voluntad, permaneciendo ella misma libre. Habermas niega también el carácter ideológico de su propuesta: en todo caso, se trata del estadio final de la dialéctica entre la idea de publicidad y su degradación a mera ideología. Hay que sostener, sin embargo, que por todo lo visto hasta aquí, Habermas no logra desprenderse él mismo de premisas ideológicas. Su sistema cerrado, no abierto a la trascendencia, le conduce a pseudo-soluciones atractivas, es cierto, aunque totalitarias.

Llegado a este punto, Habermas concluye su trabajo con una breve recapitulación de las ideas expuestas y un intento de clarificación final sobre el concepto de opinión pública. Hay, según él, dos posturas contrapuestas: la opinión pública entendida como crítica, y la opinión (no pública por no ser universal sino mediatizada por instituciones o ficciones de derecho) manipulativa o representativa. No ha de considerarse a la primera como una norma ideal, y a la segunda como un hecho no deseado: ambas actúan en la realidad. Así y todo, la opinión pública es para Habermas la "única base reconocida de la legitimación del dominio político". Si se niega esta afirmación, se sostiene "una idea ingenua respecto de la racionalización del dominio político". Habermas insiste, pues, en la imposibilidad de una decisión y de un gobierno justo, independientemente de su formación a través de un proceso crítico. Pero ¿qué ha sucedido en la realidad? Los estudiosos de la opinión pública han asociado la opinión a una mera expresión sobre un asunto controvertido, a la expresión de actividades y, finalmente, a una mera actitud. Y, paralelamente, han identificado la publicidad de la opinión con fenómenos de masas o con conductas grupales. Así, opinión pública ha venido a ser considerada como una actitud grupal cualquiera, sin referencia a procesos de racionalización del dominio. Este desarrollo epistemológico ha sido consecuencia, según Habermas, de lo problemático de la noción y del hecho de haberse convertido la opinión pública en una ficción en la actividad política concreta de los Estados de derecho: o la opinión pública legitima el poder luego de un proceso en el cual el paso inicial lo dan unos pocos sujetos ilustrados, o la opinión pública se forma a través de un juego entre partidos políticos y medios de comunicación mediadores. En ningún caso se trata de un proceso universal y directo, neutralizándose, por tanto, la función política de la publicidad.

Se comprueba, pues, que para Habermas toda actividad grupal y toda institución mediadora de la sociedad se debe localizar en la esfera privada siendo incapaces de albergar y de resolver en su propia esfera cuestiones auténticamente públicas. Se reducen a "opiniones informales, personales, no públicas" con una fuerte dosis de irracionalidad y de prejuicios, y a "opiniones formales" institucionalmente autorizadas pero que circulan por los medios de comunicación que las ofrecen unidireccionalmente para ser "consumidas". Las "opiniones informales" se refieren a asuntos privados (tematizan la intimidad y las relaciones entre los hombres) y las "opiniones formales" tratan ora sobre cuestiones públicas (pero no se forman públicamente), ora sobre el intercambio entre opiniones formales e informales, convirtiéndose en meras "opiniones públicamente manifestadas" (aunque tampoco participan realmente en la toma de decisiones políticas racionales) desarrolladas manipulativamente por los medios de comunicación. Con esto, Habermas termina por admitir expresamente la existencia de "grados de publicidad" diversos, con una "publicidad interna a las organizaciones" sociales y una "publicidad externa, formada en el tráfico publicístico, vehiculado por los medios de comunicación de masas, entre las organizaciones sociales y las instituciones estatales".

No obstante, hay que hacer unas últimas precisiones: si Habermas asume que la opinión pública puede mediatizarse a través de las Organizaciones sociales (sometidas éstas a un proceso de crítica interna), es decir, mediante esferas públicas acotadas (aunque él no las llame así), ¿esa opinión debe tender también a una racionalización del dominio político? ¿No es la función de las organizaciones una función pública no necesariamente política? Una respuesta correcta a estas preguntas, que Habermas no se plantea, debe tener en cuenta el llamado "principio de subsidiariedad", del cual se desprende que todos aquellos problemas de integración de intereses privados en el bien común que puedan resolverse en instancias no-político-arbitrales, deben: permanecer ajenos a injerencias estatales. No deben, pues, refundirse el Estado y la sociedad. Por otra parte la opinión pública canalizada a través de instituciones públicas no-estatales puede tener, sí, una repercusión política que "racionalice el dominio" autónomamente y con plena legitimidad. Lo que no puede pretender esta opinión es, precisamente, el convertirse en poder (o "contra-poder") "politizándose". Ello no obsta desde luego, para que ante una actitud público-estatal limitativa y claramente injusta o intolerable, se procure por otros medios, específicamente políticos, la promoción de una opinión público-política en un ámbito máximo de publicidad (ejerciendo el derecho de resistencia a la opresión). Estos principios, olvidados por Habermas, se desprenden del deber (universal) de obediencia, de la legitimidad de un poder (justo) y —en fin— de un "no-deber" (general) de mando, que debe reservarse en unos casos, a los más virtuosos o, en otros casos, a cualquier persona elegida consensualmente. No todos y no todo ha de politizarse y publificarse si se ha de resguardar la libertad.

Por todo esto, puede concluirse que a Habermas le preocupa, con justicia, la falta de Ilustración de las masas, la manipulación desde el poder político, la irrupción de "particularismos" (triunfo de intereses particulares ilegítimos), la actuación guiada por meros prejuicios, etc., lo que —en suma— él llama "opiniones exteriormente gobernadas". Lo preocupante, sin embargo, tal vez sea que Habermas no se preocupe más que de eso: ¿por qué no profundiza en los contenidos (tantas veces verdaderos) de las opiniones que gobiernan? ¿por qué no penetra en el problema del ejercicio justo (y virtuoso) del poder? ¿por qué no habla de libertad?

 

                                                                                                             C.M.T. (1986)

 

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