HÄRING, Bernhard

La Ley de Cristo

Tomo I y II, Ed. Herder, 4ª ed., Barcelona 1965, 888 y 716 páginas respectivamente (Versión española del P. Juan de la Cruz Salazar, sobre la 5ª edición de la obra original alemana Das Gesetz Christi, publicada en 1958 por E. W. Verlag, Friburgo, Alemania).[1]

 

CONTENIDO DE LA OBRA

El plan general de esta obra es descrito así por el autor:

“La disposición es la tradicional: moral fundamental o general, y moral especial. La moral fundamental se divide en seis grandes partes. Nos ofrece la primera el panorama histórico de la teología moral y qué es la responsabilidad ante el llamamiento de Dios:

Primera parte: El problema de la moral.

La segunda estudia al hombre llamado al seguimiento de Cristo: es la antropología cristiana o teología del hombre.

Parte segunda: el sujeto moral.

La tercera presenta la forma cómo se intima al cristiano al divino llamamiento. Esta forma se concreta en la ley.

Parte tercera: deberes del discípulo de Cristo. El objeto moral.

La cuarta muestra al hombre rebelde al llamamiento de Dios por el pecado.

Parte cuarta: el abandono del seguimiento de Cristo. El pecado.

La quinta, casi absolutamente nueva en los manuales de moral, muestra cómo se reanuda el seguimiento de Cristo.

Parte quinta: La conversión.

La sexta, por último, muestra el coronamiento del seguimiento de Cristo por las virtudes.

Parte sexta: Las virtudes cristianas.

La moral especial presenta la vida real del hombre en su trato con Dios y con las criaturas. La primera parte estudia la vida propiamente religiosa del hombre; las pulsaciones del amor divino, de aquel vivir y estar en Cristo que se traduce en la fe, la esperanza, la caridad y la religión. Primera parte: la vida en comunión con Dios.

De esta vida propiamente religiosa dimana la estrictamente moral, que se actualiza por la caridad al prójimo y por los deberes que cubren los diversos ámbitos de la vida terrena y que concretamos en este epígrafe.

Segunda parte: La responsabilidad humana bajo el signo del amor” (p. 33).

TOMO PRIMERO

Introducción.

Libro primero: LA MORAL EN GENERAL

Parte primera: El problema de la moral.

Sección primera: Panorama histórico.

Sección segunda: Ideas centrales de la teología moral.

Parte segunda: El sujeto moral.

Sección primera: El hombre llamado al seguimiento de Cristo.

Sección segunda: La sede de la moralidad.

I. La libertad humana, raíz de la moralidad.

II. El conocimiento del bien como valor moral.

III. La conciencia, facultad moral del alma. Sindéresis.

IV. La acción moral.

V. Los sentimientos. Parte tercera: El deber moral del discípulo de Cristo. Objeto de la moral.

Sección primera: Norma y ley.

Sección segunda: El objeto moral considerado en sí mismo y en

 la situación.

Sección tercera: Los motivos morales.

Sección cuarta:  El problema de las acciones indiferentes. Parte cuarta: La negativa a seguir a Cristo. El pecado.

Sección primera: Naturaleza y efectos del pecado.

Sección segunda: Distinción de los pecados. Parte quinta: La conversión.

Sección primera: La imitación de Cristo.

Sección segunda: Los actos de la conversión. Parte sexta: Crecimiento y madurez en el seguimiento de Cristo.

Las virtudes cristianas.

Sección primera: Las virtudes en general.

Sección segunda: Las virtudes cardinales.

Libro segundo: MORAL ESPECIAL

1. La vida en unión con Dios.

Parte primera: Las tres virtudes teologales.

Sección primera: Las virtudes teologales en general.

Parte segunda: La virtud de la religión.

Sección primera: Adoración en espíritu y en verdad.

Sección segunda: La religión en los santos sacramentos.

Sección tercera: Pecados contra la esencia de la religión.

Sección cuarta:  La virtud de la religión  en sus manifestaciones particulares.

TOMO SEGUNDO

Libro segundo: MORAL ESPECIAL.

2. La responsabilidad humana bajo el signo del amor

Parte primera: El amor al prójimo.

Sección primera: Alcance positivo del amor al prójimo.

Sección segunda: Pecados contra el amor al prójimo.

Parte segunda: La realización del amor al prójimo en la vida presente.

Sección primera: La práctica del amor al prójimo dentro de la comunidad.

Sección segunda: La vida corporal y la salud ante la caridad cristiana.

Sección tercera: El matrimonio y la virginidad al servicio de la caridad.

Sección cuarta:  Los bienes materiales al amparo de la justicia y al servicio de la caridad.

Sección quinta: La verdad, la fidelidad y el honor bajo el signo del amor.

Sección sexta: Técnicas de difusión y comunidad personal dentro de la verdad, el bien y la belleza.

VALORACIÓN CIENTÍFICA

Häring define su obra como “un ensayo entre muchos otros, que no se excluyen, sino que se completan”, y, por ello, “está lejos de adoptar una actitud polémica o despectiva frente a otros tipos de teología moral” (p. 30). Sin embargo, en obras posteriores, el autor parece reclamar un cierto exclusivismo para el enfoque de la teología moral que propone, no dudando en afirmar que “la mentalidad de nuestros jóvenes seminaristas y de los laicos deberá ser modelada de tal manera que no acepten ya más los manuales de teología moral con una orientación diversa” (B. Häring, Toward a Christian Moral Theology, Notre Dame, Indiana, 1966 p. 14).

Sobre el modo en que el autor concibe la ciencia moral, puede señalarse que pretende hacer un tratado que venga a “conciliar diversos tipos de teología moral” en el que: 1º) se presente el ideal de una vida cristiana: seguimiento radical de Cristo (doctrina de las virtudes cristianas); 2º) se muestre la valla de la ley, pero sin exponerla como una moral legalista; 3º) se resalte el carácter dinámico de la moralidad (cfr. p. 31). Este afán de síntesis le llevará a sostener, no sin sorpresa para el lector, que “la escuela de Salamanca es una cumbre en la teología moral, en cuanto supo aunar en el cuadro de la doctrina de Santo Tomás las adquisiciones del nominalismo, el método positivo y la adaptación a los nuevos tiempos” (p. 61). Exponemos a continuación algunos aspectos más centrales de esta obra, cuyos enunciados no corresponden a divisiones del autor, pero agrupan —de algún modo— los conceptos centrales diseminados a lo largo de ella.

1) El seguimiento radical de Cristo, como pilar básico de la moral.

Este seguimiento es concebido de un modo muy peculiar: como contraponiendo —de alguna manera— el seguimiento de una persona al seguimiento de sus enseñanzas; cosa que, respecto a Dios, resulta imposible: el mero planteamiento oscurece ya la divinidad de Cristo. Afirmará que sus enseñanzas “están todas compendiadas en su anuncio de la buena nueva. La buena nueva no es propiamente una nueva ley; es más bien la irrupción de la soberanía divina en su Persona, la gracia y el amor de Dios revelados en su Persona” (p. 39). Por el seguimiento de Cristo, pues , “el cristiano debe acoger su palabra `activamente' y cumplirla de un modo responsable y conforme a las necesidades de la época; la imitación de los ejemplos de Cristo no ha de ser una copia servil, sino una adaptación a los dones particulares que constituyen la propia personalidad” (p. 98). Así lo “nuevo” que aportaría el seguimiento de Cristo a la vida moral, sería esencialmente una mayor responsabilidad, una actitud más consciente de los deberes morales de todo hombre con Dios. Sin embargo, estos deberes —según el autor— no lograrían sin la gracia un nivel propiamente moral: “sólo en Cristo alcanza nuestra vida moral el valor de una respuesta a Dios” (p. 99). Esta afirmación vendría a significar que el cumplimiento de la ley moral natural no es en modo alguno una respuesta a Dios. Y, en consecuencia, afirma —no se sabe bien si negando el orden moral natural, o identificándolo con el sobrenatural— que “cuando en las páginas siguientes consideremos al hombre, en todas sus relaciones, como portador y realizador del valor moral, lo haremos viendo en él al que ha sido llamado a seguir a Cristo. Sólo en tal calidad, como hombre verdadero y auténtico en su ordenación a Dios en Cristo, es portador de valores morales (subiectum morale)” (p. 102). Algo análogo cabe señalar en lo referente a la religión, pues parece negar todo espacio a una religión natural, por la que el hombre pueda dirigirse naturalmente a Dios: “la fe —afirma—, es condición indispensable de la religión, mientras, por su parte, la virtud de la caridad es su alma, su forma intrínseca” (p. 689). “Religión es, pues, liga y unión con Dios —ligare, relegere— mediante la vida divina de la gracia, encuentro personal con Dios mediante los actos de las virtudes teologales” (p. 688). Según esto, tampoco sería posible una vida religioso-moral si ésta no entra de lleno en el terreno sobrenatural, porque “la religión apenas puede concebirse, si no estamos orientados hacia Dios por la fe, la esperanza y la caridad” (p. 93); o, en otros términos, “basta que el hombre se resuelva de una vez a vivir bajo el impulso de las virtudes teologales, para que se eclipse la vida simplemente moral y se establezca la vida religioso-moral, caracterizada por el `sí' de aceptación ante Dios de las responsabilidades morales, abrazadas entonces a impulsos de la divina caridad” (p. 605); “gracias a ella, toda acción moral del cristiano, hijo de Dios, reviste un carácter religioso” (p. 669). “Vida religiosa significa vida en Cristo, Verbo de Dios hecho hombre” (p. 85). Este modo peculiar de plantear el seguimiento de Cristo, como responsabilidad más que como donación de nuevas fuerzas y contenido de nuevas exigencias —que no comprenderían en principio sino las comunes a todo hombre, sea o no cristiano— abriría la puerta al evolucionismo moral (cfr. p. 39). Peligro que aparece explícito en algunas expresiones de la obra, al tratar del hombre en su dimensión histórica. Así, citando a A. Delp, señala que “la primera ley de la condición fundamental del hombre es estar siempre en vía de realización: el hombre está siempre en marcha hacia su totalidad, hacia sí mismo, hacia una integración cada vez más perfecta” (p. 130). En consecuencia, afirma la necesidad de reelaborar la herencia moral y religiosa recibida del pasado. Esta herencia “reclama la acción de nuestra libertad en el ahora actual, para que le imprimamos nueva forma personal y responsable. A cada momento actual la `suerte' , tejida con las realizaciones de los que nos precedieron, fuerza y llama a la libertad a tomar una posición (...) Mas al tomar una determinación en el kairós traspasamos al porvenir esta herencia histórica recibida del pasado, pero transformada y como fruto de la propia libertad. Así, en el `ya' presente de su historia ha de responsabilizarse el hombre de su pasado y del de sus antepasados, y reelaborarlo” (p. 131). En este proceso de transformación de la herencia moral, acabaría entrando como una fase más —de especial valor si se quiere, pero no ya con la originalidad única de lo divino—, la misma Redención: “Al abrazarse Cristo con esta su `suerte' atormentada y dolorosa, el pasado adquirió un sentido totalmente nuevo: el pecado de Adán continuará obrando aún en el porvenir, pero ya en un sentido del todo distinto, como `destino' ya superado fundamentalmente y superable por cada uno a través de Cristo. (...) Cristo sí lo superó, mas lo hizo de una manera histórica, es decir, sin abolir esa suerte, sino remodelándola y transmitiéndola a la historia ulterior como un destino diferente; así, la culpa de Adán ha pasado al futuro, pero con un sentido y con un alcance cambiados” (pp. 133-134). Este último texto —lleno de vaguedad e imprecisión—, da pie, a que, en el seguimiento de Cristo, sus discípulos continúen transformando y reelaborando la herencia moral recibida (cfr. p. 131). A falta de una explicación más clara resulta difícil precisar qué alcance hay que atribuir tanto al proceso de transformación como al contenido del mismo: si es o no indefinido; qué elementos de esa herencia son reelaborados o superados; qué permanece intangible; etc...

2) El sujeto moral. Comunidad e historia. En el estudio de este aspecto esencial de la naturaleza humana ofrece el autor ideas que implican menoscabo de la realidad de nuestra libertad: así, por ejemplo, afirma que “la libertad humana queda profundamente coartada por la herencia biológica y psíquica, y por el ambiente, que impone al hombre sus motivos y deberes” (p. 147).

El ambiente histórico-social pasaría a ocupar un lugar primordial, tanto en la actuación moral del hombre, como en las determinaciones de las normas y deberes morales: “el devenir del hombre no se realiza nunca por un fieri fundado únicamente en sus propias energías intrínsecas; su crecimiento está condicionado por el tiempo y el espacio y depende del ambiente histórico” (p. 130). “La comunidad es la única que permite al hombre realizar su individualidad y personalidad con toda perfección” (p. 118), y sin ella no cabría una actuación propiamente moral porque “el hombre de las decisiones morales es siempre el hombre completo (...), el hombre mensurado por su individualidad y al mismo tiempo por la comunidad” (p. 142). En la vida moral la comunidad adquiriría así una fuerza casi análoga a la de la gracia, pues “el adelanto en la virtud, o los actos que la demuestran, los realiza el hombre, pero es la comunidad quien los procura” (p. 121). Y si “merced a la comunidad se desarrollan y mantienen los valores morales (...), la personalidad no puede llegar a su perfecto desarrollo mientras no encuentre o forme la comunidad que reclama fundamentalmente su naturaleza” (p. 120). Algo similar sucedería a la hora de determinar las normas de actividad moral: “el individuo debe estar sostenido por la comunidad y debe apoyarse en ella para el cumplimiento de los deberes de su propia vida moral, toda vez que sólo en ella se le manifiestan los valores y las leyes esenciales y universales” (p. 115). Y, entre los posibles caminos para conocer la voluntad de Dios, aparece —junto a la autoridad— la sociedad: “nadie puede atreverse a rechazar los medios establecidos por Dios para llegar a conocer su voluntad: la autoridad, la sociedad, los buenos y prudentes consejeros” (p. 94). En virtud de las ideas precedentes concluye afirmando que “puede decirse con Bergson que la moralidad tiene también una fuente social” (p. 121); o, expresado en otros términos, que “quien aplica el oído a la historia, escucha a Dios” (p. 132). Un ejemplo de esta normatividad moral basada en el sentir social, lo ofrece al afirmar que “el descuido y abandono de la tumba (de los padres) será pecado grave o leve, conforme, sobre todo , a la sensibilidad social que reine en el respectivo tiempo y lugar” (Tomo II, p. 169). Algo semejante establece el autor para el alcance y peligro de los pecados de deshonestidad. “ Estos peligros difieren de individuo a individuo según la excitabilidad personal (...), y según la mentalidad general de la época. Por este motivo, lo que autores de otra época y de otro ambiente señalan con justicia como gravemente deshonesto, pudiera merecer ahora un juicio más benigno y viceversa. Lo cual ha de tenerse particularmente en cuenta para los casos que señala San Alfonso precisamente en esta cuestión. Lo que él señalaba eran reglas de verdadera prudencia valederas para su tiempo y para su pueblo” (Tomo II, p. 376). Y, en conformidad con esta orientación, señala que “es, por lo general, pecado grave el ejecutar (...) lo que por sí o conforme a la mentalidad general del ambiente es indecente e indecoroso (...). Por el contrario, no sería pecado grave, y ni siquiera pecado, el ejecutar, por un motivo razonable, lo que por sí y conforme a la mentalidad general, es honesto; aun cuando fortuitamente causara algún movimiento libidinoso y hasta la polución involuntaria, y aunque la experiencia así lo hubiese comprobado” (Ibid., p. 376). En definitiva, pues, la sensibilidad social del momento histórico marcaría la pauta del carácter grave o levemente moral de determinadas acciones. Por eso, “lo que diremos enseguida acerca de la honestidad o deshonestidad de las miradas (...), lecturas, ha de entenderse siempre dentro de los límites que acabamos de señalar. Nuestro cometido será señalar las reglas generales de prudencia que pueden aplicarse a los pueblos de la civilización occidental en el siglo XX” (Ibid. p. 377). Por esta excesiva preponderancia que atribuye a la comunidad en la vida moral, ofrece Häring expresiones de clara ambigüedad. Por ejemplo, aunque dice que la comunidad “no puede tener conciencia de sí misma por falta de un `yo' personal”, a la vez afirma indirectamente que sí cabe en ella tal conciencia: “la comunidad no tiene conciencia de sí misma sino por los individuos y en los individuos, y sólo por ellos puede obrar” (p. 119). Igualmente se habla de los “valores morales de la comunidad” que “toman cuerpo en el `espíritu objetivo', en las obras de arte, poesía, filosofía, etc.; y sobre todo en los individuos marcados con el sello de la comunidad” (p. 120). Análogamente, augurando una “más viva participación común en la liturgia”, habla de la “comunidad celebrante” (p. 700) sin especificar el alcance que ha de atribuirse a esa expresión.

3) Las leyes divinas y el seguimiento de Cristo. La libertad.

La aludida contraposición entre seguimiento y mandamientos le lleva a señalar que, en su obra, “el hilo conductor no son los preceptos del decálogo, sino la vida en Cristo” (p. 34), haciendo que todo gravite progresivamente en torno al hombre: “al espíritu de responsabilidad” (p. 148) con que acoge la llamada, al “modo responsable y conforme a las necesidades de la época” (p. 98) con que debe actualizar la palabra de Cristo. Todo se desplaza hacia la respuesta humana: “aparece claramente que los conceptos propia salvación, leyes y mandamientos conservan toda su importancia. Pero en ninguno de ellos vemos la idea central de la moral católica. Más apropiado nos parece el concepto de responsabilidad, entendido en sentido religioso” (p. 92). Y más adelante señala que “en el seguimiento de Cristo se realizan perfectamente los caracteres esenciales de la religión, compendiados en la comunión amorosa con Dios; igualmente los de la moral, polarizados en la responsabilidad” (p. 97). El autor, al desplazar el centro de la moralidad hacia la respuesta y acción humanas, parece temeroso de que pudiese achacarse a las leyes divinas lo que él mismo denuncia en la moral kantiana: su carácter impersonal: “la ley kantiana se yergue entre Dios y la conciencia humana como una ley impersonal” (p. 915). No percibe Häring, sin embargo, que ese temor surge —en el fondo— del mismo planteamiento que él hace y que, en cierto sentido, viene a ser como una nueva versión del imperativo categórico kantiano: las leyes divinas naturales adquirirían fuerza y carácter personal en función de la respuesta humana a la gracia. De ahí el afirmar que “la ley y los mandamientos conservan todavía su valor en el seguimiento de Cristo. Mas no como fuerzas impersonales que se interpongan entre Dios y el alma, sino como palabras vivientes de Cristo, como llamamientos de su gracia, por los que nos excita a realizar su gran mandamiento —el del amor— conforme a la medida de la gracia que nos otorga” (p. 98). En otros términos, “sólo por la operación de la gracia de Dios adquiere la ley exterior su poderosa a la vez que dulce fuerza obligatoria” (p. 425). Todo esto significaría —análogamente a lo señalado en el parágrafo 1)— que, al margen de la elevación sobrenatural, las leyes divinas carecen de fuerza obligatoria; o bien, que la vida propiamente moral comienza sólo al nivel de la gracia; o, en fin, que fuera del orden de la gracia, esas leyes estarían desprovistas de un alcance personal y habrían de considerarse como “fuerzas impersonales que se interpongan entre Dios y el alma”. En tales supuestos —y los textos apuntados dan pie para sacar esas consecuencias—, habría que concluir que la gracia más que perfeccionar la naturaleza humana, vendría a sustituirla: un extraño modo de apreciar la dignidad del hombre. Este enfoque desvirtúa, en todo caso, la radical, intrínseca y amorosa ordenación del hombre a Dios por la ley moral natural, con independencia de la gratuita elevación sobrenatural; y la desvirtúa, precisamente, en función del antropocentrismo que en ese planteamiento subyace, al sustituir, en cierto sentido, la noción del Fin último —con la centralidad que tiene en la teología católica—, por la de “sujeto de moralidad”, por “la respuesta del hombre”, etc... El sujeto que realiza el seguimiento de Cristo, el sujeto responsable es —para Häring— la noción básica desde la que contempla las nociones de libertad (p. 144 ss.), conocimiento moral (p. 168 ss.), conciencia (p. 184 ss.) y acto moral (p. 235 ss.).

Todo viene a girar en torno al hombre y a la respuesta que debe dar a la gracia de Dios, al compás de las diversas situaciones históricas. “Uno de los principios inconmovibles del derecho natural es que el hombre ha de obrar siempre conforme exigen las circunstancias históricas, que es precisamente lo que no se deja fijar en forma única y definitiva, aplicable a todos los tiempos (...). Pues ni el derecho ni la ley naturales son, en absoluto, leyes escritas, sino una ley y un derecho no formulados, que presentan siempre una nueva lectura según las cambiantes circunstancias de la historia sobre el fondo de la naturaleza invariable.” (pp. 280-281). Formulación ambigua que le permite afirmar más adelante que “lo que hoy día es provechoso para el propio perfeccionamiento y para el servicio a Dios, pudiera ser mañana, en otras circunstancias, un verdadero impedimento, y debería, por tanto, abandonarse gustosamente (en este caso podrían estar no pocas prácticas ascéticas). Hay que hacer lo que en la situación presente se reconoce como voluntad de Dios; lo que mañana aparezca como tal, hay que estar de antemano dispuesto a realizarlo, pero siempre atentos a las nuevas disposiciones y avisos de Dios. Cualquiera otra manera de planear el porvenir lesionaría las exigencias de las diversas situaciones, que se presentan como momentos de la gracia divina, y favorecería una conducta egoísta” (p. 338). No se sabe qué cosas, en un tiempo provechosas para demostrar verdadero amor a Dios, pueden convertirse en un obstáculo para ese amor; pero no deja de ser sorprendente que, como ejemplo de lo que se debería abandonar “gustosamente”, se citen “no pocas prácticas ascéticas”.

4) Huida del legalismo. Responsabilidad y conciencia.

Con las bases precedentes, y bajo capa de huir del legalismo, se desfigura la libertad que ya no se pone en función respecto al Fin último y la ley, sino que se la sueña perfecta, como una responsabilidad que, desprovista de guía objetiva, se hiciera —cada vez más— autoafirmación. De ahí que el autor piense la verdadera libertad como aquella “que lleva al hombre, libre de la presión de la ley, a buscar en cada situación lo mejor, obedeciendo al espíritu de responsabilidad” (p. 148). Por eso, el autor gusta tanto de repetir que “aún las leyes positivas divinas son en su mayor parte imposición de un mínimo: lo muestra su forma negativa. No son más que una orientación que facilita a cada uno la recta inteligencia de lo que Dios le pide en particular, indicándole el límite negativo” (p. 90; cfr. también p. 40). Y siempre tiene ante sus ojos el temor de que esas leyes no sean suficientemente personales, y conduzcan a una actitud legalista, irresponsable. “La moral personalista y religiosa, por el contrario, coloca al hombre no sólo ante una ley general (huelga decirlo), sino ante un llamamiento personal de Dios, llamamiento que se trasluce en los talentos y energías de El recibidos y en las diversas situaciones en que se encuentra el individuo” (p. 91). La lógica consecuencia de los anteriores presupuestos, consiste en afirmar que para seguir a Cristo es suficiente un vago amor a Dios y al prójimo (sin especificar cómo ha de manifestarse ese amor): “el amor cristiano al prójimo reside principalmente en el sentimiento. Se asemeja, pues, al amor natural. Radica en el corazón del hombre, en los sentimientos naturales del amor, a los que da una nueva y más elevada orientación. El amor sobrenatural, así como el natural, tiene necesidad de manifestarse en obras de amor; pero sus motivos y su fuerza vienen de otro mundo” (Tomo II, p. 44). Con los planteamientos precedentes, la conciencia moral, en lugar de verse como lo que es —aplicación de ciencia moral al acto singular, que aprueba o reprende—, se torna facultad humana, con posibilidad de rebasar el alcance de su cometido: “la conciencia, facultad moral del hombre, es, junto con el conocimiento y la libertad, la base y la fuente subjetiva del bien” (p. 184). “Podemos definir la conciencia moral diciendo que es el instinto  espiritual de conservación que impele al alma a buscar la unidad total. Aspira el alma a su intrínseca unidad, mas no la consigue sino poniéndose plenamente de acuerdo con el mundo de la verdad y del bien” (p. 192); y concluye el autor: “la conciencia vuelve al hombre sobre sí mismo, pero en forma legítima. Pero este repliegue sobre sí mismo no alcanza su plena significación sino como concentración sobre los valores” (p. 194). Facultad, decíamos, con el peligro de rebasar sus propios límites, al otorgarle funciones arbitrales incluso con respecto a la ley divina: porque la función subsidiaria de la conciencia de resolver dudas morales en la aplicación de la ley humana, se extrapola indebidamente a las leyes divinas. “Siendo así que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en las cuestiones de justicia conmutativa y de la ley humana positiva— ley civil, ley eclesiástica—, no parece que haya inconveniente en aplicarlas también, en forma análoga, a la ley positiva divina, y aun a las leyes esenciales que dimanan del orden de la naturaleza y de la gracia” (p. 224); y es que, para Häring, “la ley y la libertad pueden considerarse como dos litigantes , cada uno de los cuales ansía defender sus derechos. En principio, la libertad 'posee' sobre la ley; goza del principio de presunción” (p. 224). Quizá para matizar estas palabras, indica que “entre la libertad humana y la voluntad de Dios no puede haber verdadera tirantez, pues esta libertad no puede saciarse sino con el bien, el cual se resume en la voluntad de Dios. Donde sí puede establecerse la tirantez, beneficiosa por otra parte, es entre la libertad humana, que quisiera aferrarse a la simple ley general y la que quiere descubrir la voluntad concreta y particular de Dios en cada situación, en cada `kairós' de la gracia” (pp. 224-225).

La sutil distinción que parece establecerse así entre ley general y voluntad de Dios, dejaría abierta la posibilidad para que la propia conciencia reinterprete la ley según la particular situación de cada uno. Aún más, para el autor resulta “un grave peligro para la moralidad cristiana, que es vida según la `ley de la gracia', el que el cristiano se oriente en un sentido puramente `jurídico' y 'legalista', de conformidad exterior a las leyes prohibitivas generales, y alegando la inexistencia de una ley general, pretenda mantenerse `libre' frente a la moción interior de la gracia, es decir, intente resistir a ella” (p. 296); de este modo se desligaría la gracia de los mandamientos (e incluso de los sacramentos, si llegamos a sus últimas consecuencias), y se la haría recaer exclusivamente en una moción interior, de fácil interpretación subjetiva. Resultaría prolijo extenderse más comentando otros aspectos de esta obra que, en su conjunto, supera las 1.500 páginas. Sin embargo, para terminar este apartado, puede ser útil señalar algunas apreciaciones del autor sobre diversos temas que, a nuestro juicio, suponen una valoración imprecisa de la doctrina tradicional, y que reflejan claramente la falta de rigor científico con que mezcla concepciones incompatibles entre sí, movido por cierto afán sincretista y por el deseo de mostrarse “al día”. Así, por ejemplo, al tratar de la naturaleza de los actos humanos señala, citando a Steinbüchel que “`el acto humano es la persona que afirma su vida intelectual' (...) En efecto, el acto no es un ser separable de la persona, puesto que es la persona misma puesta en actividad” (p. 236). En base a esto, resulta difícil establecer una neta distinción entre ser y obrar, a la vez que permanecen en la penumbra los elementos realmente constitutivos de los actos humanos. La misma imprecisión aparece al tratar de la posible disyunción entre el finis operis y finis operantis: “El motivo inmediato (de la acción) lo proporciona el objeto mismo de la acción, el finis operis. El motivo (o finis operantis) es bueno cuando coincide con aquél. Sin embargo, no toda discrepancia entre el motivo y la finalidad intrínseca de la acción constituye pecado; lo será sólo cuando el motivo está en oposición con un objeto de valor moral importante” (p. 353). Ciertamente, esa posible disyunción no tiene por qué constituir pecado; pero el punto central para dilucidarlo, resulta de una vaguedad notoria, pues la expresión “valor moral importante”, no precisa ni delimita la verdadera naturaleza del bien moral. Son frecuentes, en este libro, las referencias al valor y a los valores, pero adolece de la ausencia de un claro estudio sobre la naturaleza y fundamento del bien moral.

Al referirse al tema de las relaciones alma-cuerpo, salud y enfermedad, etc..., recoge expresiones que resultan equívocas. Así, cuando afirma que “el cuerpo no ha de independizarse nunca del alma y del espíritu” (Tomo II, p. 211), no señala qué significado atribuye a ambos conceptos, que continúan borrosamente delimitados cuando, más adelante, habla del psiquiatra como “medico del alma” (Tomo II, p. 241) y —al referirse a la salud como perfecta armonía entre las diversas fuerzas del hombre—, alude a “la mayor espiritualización posible del cuerpo y la mayor corporización posible del espíritu” (Tomo II, p. 236). No parece muy afortunada la referencia que hace —aunque sea en un entrecomillado que lo suaviza— del hombre como “`un ser para la muerte'” (Tomo II, p. 237). En el tema de la sexualidad son frecuentes las expresiones oscuras o equívocas que pueden ser fuente continua de desviaciones. “El sexo llama al eros; el eros, en el redimido, llama a la ágape” (Tomo II, p. 267); con ello desea significar que “la caridad divina (ágape)” aunque “procede por cauces muy distintos del de la sexualidad o del eros: es don del cielo” (Ibid., p. 272), debe guiar aquellas energías. Parece como si lo inferior, lo natural, “llame” a la gracia o, en otro sentido, eleve a lo superior: “aquí (en la unión amorosa dentro del matrimonio) la satisfacción sexual, partiendo de la esfera de lo sensible, penetrada por el eros, infunde nuevas alas a éste y al amor espiritual” (Ibid., p. 268).

Se observa en otros pasajes del libro una excesiva inquietud por adaptar el mensaje de la Iglesia al mundo moderno, que lleva al autor a afirmaciones claramente incorrectas: “la Iglesia se encuentra, frente a un mundo que cambia vertiginosamente, con la tarea excepcionalmente difícil de definirse y adaptarse...” (Tomo II, p. 591). No parece muy apropiado pensar que la Iglesia encuentre dificultad para “definirse”, puesto que tratándose verdaderamente de una realidad sobrenatural, sus elementos constitutivos —por voluntad de Cristo— están firme y claramente contenidos en las fuentes de la Revelación. La Iglesia no precisa buscar fórmulas que la definan frente a un mundo de cambio continuo, porque siendo obra de Dios, no persigue el visto bueno de los hombres. Se diría también que el autor concede mayor importancia —o al menos igual— a las técnicas humanas que a la eficacia de los medios sobrenaturales. Por ello, al referirse a la renovación litúrgica, las argumentaciones que ofrece para su adaptación al hombre de hoy —lengua vernácula, etc...—, giran en torno a los datos suministrados por los medios de difusión. Estos, “sobre todo las ilustraciones, el cine y la televisión modelan un tipo de hombre totalmente orientado hacia la intuición. (...) El sacerdocio ha de aprender del Evangelio y del modo de actuar de las técnicas de difusión un lenguaje apropiado al hombre moderno. La unión tan característica entre la palabra y la imagen, propia de estos métodos, puede ayudar grandemente a la renovación litúrgica. (...) Así, por ejemplo, la mejor película no consigue agradar del todo si no está hablada en la lengua del espectador” (Tomo II, p. 609); y, en una nota a pie de página, señala que esto “es un dato nuevo que ha de tenerse en cuenta para la solución del antiguo problema de la lengua nacional en la liturgia” (Ibid., p. 609).

VALORACIÓN DOCTRINAL

Buena parte de la exposición realizada hasta aquí, se ha centrado en las ideas contenidas en la primera mitad del Tomo I de esta obra; porque es en ella —principalmente— donde aparecen los planteamientos de fondo merecedores de reserva.

Los comentarios apuntados ya al hilo de la precedente valoración científica, nos eximen, en parte, de extendernos de nuevo ahora en el tema; pero, a modo de síntesis, se podrían señalar los siguientes aspectos centrales.

1) El tema del Fin último.

Resulta sorprendente que, en el extenso índice analítico de 60 páginas (cfr. Tomo II), sólo aparezca una única referencia al fin último que, en el texto, se traduce de hecho en brevísimas alusiones al mismo: cuando el autor habla de la teología moral de los siglos XVI y XVII, y señala que, en esa época, ya no se organiza la moral “alrededor de los grandes pensamientos de Sto. Tomás (De fine ultimo, etc...) puesto que de éstos se ocupa ya la teología especulativa” (p. 62); y cuando hace dos sucintos comentarios a propósito de la elección del último fin (cfr. pp. 149 y 247). El marginar de ese modo una cuestión tan esencial, prepara las ambigüedades que surgen en torno al concepto “seguimiento de Cristo”. Nadie duda de que la vida moral del cristiano consiste, ciertamente, en un “seguimiento de Cristo”, por medio de la gracia y su cooperación personal. Pero el seguimiento de Cristo supone saber que Dios es el último fin del hombre ya en el orden natural, y saber —por la fe— que ese Dios se ha encarnado y hecho hombre para enseñarnos a glorificarle y capacitarnos, por la gracia, para hacerlo de un modo nuevo: sobrenatural. El seguimiento de Cristo, pues, no excluye —todo lo contrario: supone y lleva a una nueva perfección— la consideración de Dios como Fin último, y el carácter creatural del hombre por el que éste se encuentra radical y naturalmente finalizado hacia Dios. Aparte de que sólo así es imposible el equívoco del seguimiento de Cristo —como algunos promueven— al modo del seguimiento de un puro hombre, el más grande reformador que ha tenido la historia; o un predecesor de Marx, como llegarán a decir otros.

La clara distinción entre orden natural y sobrenatural —con las respectivas exigencias que implican para el hombre—, no queda patente en La Ley de Cristo. Así sucede, por ejemplo, cuando el autor habla de la conversión sobrenatural del hombre a Dios, con la que parece iniciarse la ordenación de la criatura a Dios, como si ésta última no se diese ya a nivel meramente natural: “la esencia de una auténtica conversión consiste en que el hombre deja de considerarse como el centro, como medida y fin de sus pensamientos y acciones, y empieza a ordenarlo todo al Dios altísimo y santísimo” (p. 448). ¿Acaso, antes de la gracia de la conversión, no le es posible al hombre reconocer que no es centro, ni medida, ni fin de sus pensamientos, porque está intrínsecamente ordenado a Dios, por su condición de criatura? La misma ambigüedad se desprende al tratar de la fe que Häring, citando a Guardini, expresa en estos términos: “La fe `es la conciencia de la divina realidad, pero con el convencimiento de que mi ser subsiste por ella y en ella'. Cuando decimos: 'Creo en Dios' no queremos decir sólo o principalmente que creemos en cada una de las verdades reveladas por Dios, sino sobre todo que creemos estar unidos y ligados por todas las fibras de nuestro ser con Dios, autor de la revelación” (p. 615). El autor no menciona para nada la precisa definición que el C. Vaticano I da sobre la naturaleza de la fe. Y, sobre todo, es erróneo afirmar que lo esencial de la fe sea, precisamente, llevarnos a la conciencia de que nuestro ser subsiste por y en la divina realidad; este conocimiento —de modo menos equívoco— es ya posible alcanzarlo en virtud de una correcta metafísica del ser. Estamos de nuevo ante cuestiones íntimamente ligadas a Dios como Fin último y a las relaciones de dependencia con que la criatura está orientada a El. Y, todo ello a nivel meramente natural, previo a la vida de la gracia y al seguimiento de Cristo. Por lo tanto, el hombre no despierta a la vida moral sólo por la gracia, como parece afirmar Häring refiriéndose a los moralistas de la escuela de Tubinga, para quienes “la vida moral no es algo estático, una simple actitud de conformidad con unas normas generales y abstractas; es, por el contrario, algo dinámico, el combate de la gracia, que empuja hacia las cimas” (pp. 70-71).

2) Las leyes divinas y su interpretación.

Buena parte del juicio que —para Häring— merecen las leyes, se resiente del mismo vacío de fondo: la falta de unas cuestiones que contemplen el tema del Fin último, en su consideración natural y sobrenatural. Porque —como ya señalamos—, no queda claro en esta obra el carácter personal y amoroso de las leyes divino-naturales, como fuerzas perennes que, por ordenación divina, dirigen y orientan a todo hombre al Fin último.

Hay, a lo largo del libro, un equívoco hincapié en el carácter de “normas generales y abstractas” de las leyes (p. 70), al margen de la gracia; remarca sus aspectos de “coacción”, “amenaza”, o “presión externa” (cfr. pp. 148, 430), como si en el hombre, a quien van dirigidas, faltase ontológicamente una interior sintonía con la normatividad que esas leyes señalan; y, en consecuencia, con el peligro de contraponerlas así a la ley de la libertad y de la gracia. De ahí que Häring denuncie de continuo la “legalidad abstracta” de la ética kantiana, como si este reproche —como se señalaba antes— pudiera hacérsele a unas leyes divinas que —siendo trasunto de la infinita sabiduría y amor de Dios— no alcanzasen al hombre desde lo más íntimo de su ser, para orientarle a El, aun en el ámbito de la moral natural. Por eso, si de una parte reconoce el autor que “la ley nos obliga, desde luego, como expresión que es del amor de Dios”, sin embargo no le concede una exigencia personal porque “lo que a cada uno de nosotros incumbe y corresponde como a discípulo de Cristo , en forma enteramente personal, es su gracia, su amor y la misión especial que nos ha confiado” (Tomo II, p. 342). Según esto, sólo la gracia, y no la ley, nos incumbiría personalmente. Así afirmará Häring que “aunque es cierto que Cristo nos traza el camino para llegar allí (al cielo) en las leyes y normas generales, el eje alrededor del cual giran todas sus enseñanzas es su propia persona, modelo nuestro. Porque eso es precisamente la moralidad cristiana. Aquí no se trata de una simple legalidad abstracta. La ética cristiana se funda, ante todo, sobre una verdadera relación con una persona real, con Dios, con Cristo; por eso esa persona de Cristo que se nos ofrece como modelo, es mucho más esencial que todas las normas y leyes particulares” (Tomo II, p. 80). Esto parece indicar que las leyes divinas no implicarían verdadera relación con Dios. Pero es inexacto dar a entender que en ellas se contiene “una simple legalidad abstracta” sin referencia a un legislador personal y Supremo.

Además, la insistencia con que recalca el aspecto de las leyes generales divinas como exigencia o “imposición de un mínimo” (cfr. pp. 76, 90, 296 ss., 429 ss., 666 ss., etc...), para poner fuertemente el acento en la “ley de la gracia” y en las obras inspiradas por ésta, entraña un claro riesgo.

En efecto, no parece en absoluto que en aquellas leyes generales se haya de considerar tan sólo su aspecto prohibitivo o de exigencia mínima: basta tener presente el primer precepto del decálogo, su radicalidad, y la fuerza con que reclama a cualquier hombre. Pero sobre todo, si bien es cierto que la “ley de la gracia” impone nuevas exigencias morales que no se reducen sólo a lo “estrictamente preceptuado”, esto no impide que lo primero que alcance la ley de la gracia sea justamente lo mandado, sin que ello suponga una postergación menoscabo de la gracia y de sus nuevas y particulares exigencias. Y ahora baste pensar en las palabras de Cristo: “si diligitis me, mandata mea servate” (Ioann. XIV, 15), porque “qui habet mandata mea, et servat ea, ille est, qui diligit me” (Ioann. XV, 21; cfr. también I Ioann. II, 3-4; III, 22; V, 2-3; II Ioann. VI; I Cor. VII, 19, etc.). No hay amor de Dios, ni seguimiento de Cristo, si falta, en primer lugar el fiel cumplimiento de sus mandatos, de sus leyes; después —o mejor, al mismo tiempo— vendrá también la fiel respuesta a las exigencias y gracias particulares con que llama a cada uno. Por eso, no es del todo correcto afirmar como hace Häring, que “la nueva ley, siendo `ley de gracia', nos prohibe colocar en primera línea lo ético, o sea lo mandado, y considerar la gracia como algo secundario, o como simple medio que ayuda a cumplir la ley. El orden no es: 'ley y gracia', sino: 'gracia y ley'. Lo primero es `estar en Cristo' por la gracia merced al Espíritu Santo; lo segundo, las obras cuya ejecución nos inspire la gracia; nuestro deber y nuestra libre colaboración con la gracia, viene sólo en tercer lugar” (p. 297). Desde luego que la gracia no es algo secundario ni simple medio que ayude a cumplir la ley; pero tampoco es “pantalla” que minimice o postergue la ley, como reconoce Häring en otros pasajes del libro: “la ley moral es intangible, puesto que es la expresión de la sabiduría y del amor de Dios. Para quien ama a Dios con amor filial, no es más que la exigencia normal de la gracia” (p. 457). Aunque también habría que precisar que no todo lo contenido en la ley moral es exigencia exclusiva de la gracia; como puede advertirse, se hace necesario ir matizando expresiones para delimitar exigencias morales que, sin contraponerse en absoluto, corresponden a niveles diversos (gracia y naturaleza), y que el autor no precisa.

Finalmente, el situar por encima de todo —lejos del “minimalismo de la ley”, “libre de la presión de la ley” (p. 148); etc.—, la búsqueda de lo mejor para el hombre “obedeciendo al espíritu de responsabilidad” (p. 148), conduce al peligro de una conciencia que reinterprete continuamente la ley, para escapar al legalismo, a una moral “estática”, opuesta —como señala el autor— a la moral de responsabilidad. Una reinterpretación que se realizaría, al decir de Häring, “según las cambiantes circunstancias de la historia” (p. 281). De ahí que al tratar del papel de la prudencia, señale que “sólo es prudente aquel que sabe doblegarse a las necesidades del momento histórico, comprendiendo que la Providencia lo ha permitido tal cual es (...) El momento histórico es el que manifiesta y ofrece las posibilidades del bien” (p. 534).

Quizá, en esa misma línea, habría que situar el camino de evolucionismo moral que deja abierto Häring, cuando señala que “la moralidad tiene también una fuente social” (p. 121), en base “sobre todo, a la sensibilidad social que reine en el respectivo tiempo y lugar” (Tomo II, p. 169). Ya señalamos lo incorrecto de estas afirmaciones, que llevarían a una continua reinterpretación de los principios morales.

También resultan, al menos, confusas algunas cuestiones de moral matrimonial. Por ejemplo, la imagen trinitaria que Häring parece descubrir en la vida matrimonial: “Cuando el hombre y la mujer `se conocen' en el acto matrimonial llegan al punto supremo de aquella mutua y recíproca polarización personal: entonces se realiza el triple acorde misterioso: Dios creador está allí entre ellos, para llamar por su nombre a la vida el fruto de la unión de sus amores. Entonces el varón y la mujer, con el hijo que Dios les concede, realizan en una nueva forma la imagen de la vida trinitaria de Dios. El varón y la mujer son imagen de Dios por su espiritualidad; acaso habría que decir que lo son de manera muy particular por el modo como su sexualidad caracteriza su espiritualidad” (Tomo II, p. 265).

Ambiguo es también el juicio que hace el autor sobre el “amplexus reservatus”, señalando en primer término que “lo que hay de positivo en esta práctica es la decidida voluntad de no desperdiciar el semen, al no juzgar conveniente la concepción” (Tomo II, p. 332). Cuando menos, resulta extraño y llamativo, señalar facetas “positivas” —un tanto naturalistas, por otra parte—, en una práctica a la que el Magisterio de la Iglesia ha puesto muy serias objeciones, como el mismo Häring más adelante recuerda.

Para concluir, se puede afirmar que, en este libro, hay sobre todo enfoques, planteamientos y afirmaciones que presentan ambigüedades notables y suponen un abandono de principios fundamentales de la teología moral cristiana. Planteamientos equívocos que, llevados a sus últimas consecuencias, desembocan en conclusiones prácticas en contra de las enseñanzas de la Iglesia en cuestiones morales.

La evolución posterior de los escritos de Häring confirma los peligros que en esta obra ya apuntaban. Pueden, por ejemplo, confrontarse las posiciones a las que llega últimamente en materia de planificación familiar (Der Christ und die Ehe, Verlagsabteilung Düsseldorf 1964; El matrimonio en nuestro tiempo, Herder 1964); en la calificación moral del ateísmo y de la pérdida de la fe (Cristianos en un mundo nuevo, Herder, Barcelona 1965); sobre materias sexuales y, en concreto, sobre esterilización, el uso de contraconceptivos y el aborto (Medical Ethics, Fides Publishers, Notre Dame, Indiana 1973, cfr. en concreto las pp. 84, 88, 101, 113-115); negación del monogenismo (Sono veramente esistiti Adamo ed Eva?, en “Famiglia Cristiana”, 1971 nº 39 pp. 7 ss.); sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía (Quanto dura in noi la comunione?, en “Famiglia Cristiana”, 1971 nº 41 pp. 7 ss.); sobre la violencia (La violencia de los cristianos, Sígueme, Salamanca 1971), etc.; y, en un plano más general, la tendencia progresiva a reducir lo divino a lo humano, en El existencialismo cristiano. Realización de la personalidad moderna, Herder, Barcelona 1971.

J.A. G.-P.

 

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[1] Al transcribir frases textuales del libro hemos omitido bastantes subrayados, ya que se emplean con gran frecuencia; los que aparecen, son siempre del autor. Si no se indica expresamente otra cosa, las citas reseñadas corresponden al Tomo I de esta obra.