HESSE, Herman

El lobo estepario

Alianza Editorial, 19ª ed., Madrid 1984, 235 pp.

CONTENIDO

Hesse recurre para esta novela a un artificio tradicional: la historia del Lobo Estepario —como se llama a sí mismo el protagonista, Harry Haller— se narra en unas "Anotaciones" autobiográficas, un manuscrito que "con pocos renglones me dedicó a mí, con la observación de que podía hacer con él lo que se me antojara" (p. 24). Se trata del sobrino de la señora que hospeda a Haller durante unos meses. Aunque escribe en primera persona, es también un personaje de ficción. Dentro del tono de narración subjetiva de casi todo el resto de la novela, sus observaciones se sitúan en un plano exterior al protagonista y contribuyen así a dar más veracidad al personaje, y a delimitar su carácter y conducta. Dichas observaciones se hacen en la "Introducción", que no se puede desgajar del resto de la novela. Esta no tiene la convencional división en capítulos, y consta sólo de cuatro partes —en realidad, la segunda y la cuarta forman una unidad— de muy irregular longitud: "Introducción" (21 pp.), "Anotaciones de Harry Haller" (18 pp.), "Tractat del lobo estepario" (28 pp.) y "Siguen las anotaciones de Harry Haller" (160 pp.). Junto a la acción propiamente dicha, se narran descripciones de estados de ánimo y reflexiones filosóficas, sociológicas, psicológicas, culturales y morales que constituyen la trama central del libro y su razón de ser. Toda la novela es, en el fondo, una pesimista reflexión del autor sobre la sociedad y la cultura, y una propuesta frustrada de solución.

I. Introducción

El autor de la "Introducción" siente la necesidad de agregar "a las hojas del lobo estepario algunas, en las que he de procurar estampar mi recuerdo de tal individuo. No es gran cosa lo que sé de él, y especialmente me han quedado desconocidos su pasado y su origen. Pero de su personalidad conservo una impresión fuerte, y como tengo que confesar, un recuerdo simpático" (p. 7). A continuación, hace la primera descripción de las varias que aparecen en el libro y que son como aproximaciones sucesivas al personaje: "El lobo estepario era un hombre de unos cincuenta años... Vivía muy tranquilamente y para sí, y a no ser por la situación vecina de nuestros dormitorios, que trajo consigo algún encuentro casual... no hubiéramos acaso llegado a conocernos pues... era muy insociable, en una medida no observada por mí en nadie hasta entonces; era realmente, como él se llamaba a veces, un lobo estepario, un ser extraño, salvaje y sombrío, muy sombrío, de otro mundo que mi mundo. Yo no supe, en verdad, hasta que leí estas anotaciones, en qué profundo aislamiento iba él llevando su vida a causa de su predisposición y de su sino, y cuán conscientemente reconocía él mismo este aislamiento como su propia predestinación" (pp. 7-8).

Narra la llegada de Harry Haller a su casa: "¡Oh!, aquí huele bien" (p. 8). Expone su deseo de alquilar una habitación: cortés y sonriente, recorre la casa: "todo parecía gustarle y, sin embargo, al mismo tiempo le parecía en cierto modo ridículo" (p. 9); actúa "como si le fuera extraño y nuevo alquilar un cuarto y hablar en cristiano con las personas, cuando él estaba ocupado en el fondo en cosas por completo diferentes" (ibíd.).

El inquilino despierta paulatinamente la curiosidad del sobrino de la señora, que llega incluso a espiarlo. Vive en un desorden notable, sin hora fija para levantarse ni comer. Toda la habitación está llena de libros en número creciente, botellas ceniceros llenos a rebosar cubiertos por los papeles en que escribe, fotografías por las paredes... Observa que está enfermo y anda con dificultad. Su aspecto exterior es "de un hombre superior, nada vulgar y de extraordinario talento", poseedor de "aquella segura reflexividad y sabiduría que sólo tienen las personas verdaderamente espirituales, a las que falta toda ambición y nunca desean brillar, ni convencer a los demás, ni siquiera tener razón" (p. 12). Cierto día, le sorprende sentado en un descansillo de la escalera, contemplando un rincón de una vivienda. Haller le explica: "Bien es verdad que yo vivo en otro mundo diferente, no en éste, y tal vez no sería capaz de aguantar ni un sólo lo día siquiera en una vivienda con tales araucarias. Pero aunque yo sea un pobre y viejo lobo estepario, no dejo de ser al mismo tiempo hijo de una madre, y también mi madre era una señora burguesa y cultivaba flores y cuidaba de las habitaciones y de la escalera, de muebles y cortinas, y procuraba dar a su casa y a su vida tanta pulcritud, limpieza y honestidad como era posible. A esto me recuerda el vaho de tremendina y araucaria, y por eso me quedo sentado aquí alguna que otra vez, mirando este pequeño y callado jardín del orden y alegrándome que aún haya estas cosas en el mundo" (pp. 19-20).

En una ocasión, consigue convencerlo de que le acompañe a una conferencia: "Cuando el orador subió a la tribuna y comenzó su discurso, defraudó, por la manera presumida y frívola de su aspecto, a más de cuatro oyentes, que se lo habían figurado como una especie de profeta. Cuando empezó a hablar, diciéndole al auditorio algunas lisonjas y agradeciéndole que hubiera acudido en tan gran numero, entonces me echó el lobo estepario una mirada instantánea, una mirada de critica de aquellas palabras y de toda la persona del orador... La mirada era más triste que irónica, era insondable y amargamente triste; su contenido era una desesperanza callada, en cierto modo irremediable y definitiva, y en cierto modo también convertida ya en forma y hábito. Con su desolador resplandor iluminaba no sólo la persona del envanecido conferenciante y ridiculizaba y ponía en evidencia la situación del momento, la expectativa y la disposición del público y el título un tanto pretencioso del discurso anunciado; no, la mirada del lobo estepario atravesaba penetrante todo el mundo de nuestro tiempo, toda la fiebre de actividad y el afán de arrivismo, la vanidad entera y todo el juego superficial de un espiritualismo fementido y sin fondo. ¡Ay!, y por desgracia la mirada profundizaba aún más; llegaba no sólo a los defectos y a las desesperanzas de nuestro tiempo, de nuestra espiritualidad y de nuestra cultura: llegaba hasta el corazón de toda la humanidad, expresaba elocuentemente y en un sólo segundo la duda entera de un pensador, de un sabio quizá, en la dignidad y en sentido general de la vida humana" (p. 13). En otra ocasión le oye decir, refiriéndose a los hombres: "Y naturalmente no quieren pensar; como que han sido creados para la vida, ¡no para pensar!" (p. 20). "Me daba cuenta —dice— de que aquel hombre estaba enfermo, de algún modo enfermo del espíritu, del ánimo o del carácter" (p. 14), lo que le despierta un sentimiento de "simpatía, que tenía por base una gran compasión hacia este grave y perpetuo paciente, de cuyo aislamiento y de cuya muerte interna yo era testigo presencial" (p. 14). "Pude comprobar que Haller era un genio del sufrimiento" (p. 15).

Aventura una hipótesis: piensa que Haller "fue educado por padres y maestros amantes, pero severos y muy religiosos" (p. 15), y así, "en lugar de destruir su personalidad, sólo se consiguió enseñarle a odiarse a sí mismo" (ibíd.). "Y de este modo, fue toda su vida una prueba de que sin amor de la propia persona es también imposible amar al prójimo, de que el odio de uno mismo es exactamente igual que el egoísmo más rabioso" (pp. 15-16).

Un día Haller le deja el manuscrito y desaparece. "No creo que se quitara la vida", aunque "llevaba la vida de un suicida" (p. 24). No es posible comprobar la veracidad del manuscrito: "No dudo de que en su mayor parte son ficciones" (p. 25) que parecen corresponder a la época más reciente; en esa época estaba cambiado, pasaba mucho tiempo fuera de casa y había abandonado los libros. Parecía rejuvenecido y alegre, alternando con períodos de depresión. Es la época que se narra en el manuscrito.

Los párrafos finales de la Introducción resumen el pensamiento básico de Hesse que se desarrolla a lo largo de la novela:

"en ellas (las Anotaciones) veo... un documento de la época, pues la enfermedad psíquica de Haller es —hoy lo sé— no la quimera de un sólo individuo, sino la enfermedad del siglo mismo, la neurosis de aquella generación a la que Haller pertenece, enfermedad de la cual no son atacados sólo las personas débiles e inferiores, sino precisamente las fuertes, las espirituales, las de más talento" (p. 26). En palabras de Haller: "La vida humana se convierte en verdadero dolor, en verdadero infierno, sólo allí donde dos épocas, dos culturas, dos religiones se entrecruzan... Hay momentos en que toda una generación se encuentra extraviada entre dos épocas, entre dos estilos de vida... Una naturaleza como Nietzsche hubo de sufrir la miseria actual con más de una generación por anticipado; lo que él, solitario e incomprendido, hubo de gustar hasta la saciedad, lo están soportando hoy millones de seres" (p. 27).

II. Anotaciones de Harry Haller. Sólo para locos.

Haller comienza sus recuerdos en la tarde de un día que había transcurrido tranquilo, sin dolores físicos —de cabeza, producidos por la gota— ni angustias especiales. Un día, piensa, en el que se tiene la tentación de entonar un salmo mesurado de gratitud del hombre mediocre al dios de la mediocridad, la tentación de la autosatisfacción, porque no han gritado ni el placer ni el dolor. "Ahora bien —dice— yo no soporto con facilidad precisamente esta semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante" (p. 31). Si se prolonga la situación de "los llamados días buenos", prefiero sentir "arder un dolor verdadero y endemoniado", un "fiero afán de sensaciones", la "rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas" (ibíd.). Siente el deseo frenético de hacer polvo alguna cosa... unos grandes almacenes o una catedral, o a mí mismo (ibíd.), de cometer inmoralidades y violencias diversas, que se complace en enumerar, "porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente" (ibíd.).

"Insatisfecho y asqueado por mi poquito de trabajo y descorazonado" (p. 32), sale de casa al anochecer dispuesto a emborracharse. Trota sobre el asfalto, envuelto en bruma, con fingida alegría. Va recordando fugaces momentos de felicidad: quince minutos de un concierto, en que "vi a Dios en su tarea"; los versos bellísimos que improvisó en voz alta una noche; "¡Ah, es difícil encontrar esa huella de Dios en medio de esta vida que llevamos, en medio de este siglo tan contentadizo, tan burgués, tan falto de espiritualidad, a la vista de estas arquitecturas, de estos negocios, de esta política, de estos hombres! ¿Cómo no había yo de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención?" (p. 35). "Con estas ideas habituales seguí andando por la calle humedecida" hasta que se encuentra frente a una vieja tapia en un viejo barrio "gozando tranquila de su paz" (p. 36). Algo ha cambiado en ella: "Vi una pequeña y linda puerta en medio de la tapia con un arco ojival y me desconcertó, pues no sabía ya en realidad si esta puerta había estado siempre allí... vieja parecía, sin duda" (ibíd.). Tiene una guirnalda de colores, y "en el verde parduzco y viejo de la tapia, un espacio tenuemente iluminado, por el que corrían y desaparecían rápidamente letras móviles de colores, volvían a aparecer y se esfumaban" (p. 37); con dificultad lee las fugitivas palabras: "Teatro mágico. Entrada no para cualquiera. No para cualquiera" (ibíd.).

Intenta, ilusionado, abrir la puerta. No lo consigue. Cesan las letras. Espera largo rato. Por fin caen sobre el asfalto, luminosas y de colores, estas palabras: "¡Sólo... para... lo... cos!" (ibíd.). Sigue la espera, sin fruto. Está mojado. "Me helaba y seguí andando... suspirando por la puerta de un teatro mágico, sólo para locos" (p. 38), en contraste con las salas de fiesta que le circundan, que sí son para cualquiera. "A pesar de todo, mi tristeza estaba un poco aclarada: ¡como me había tocado un saludo del otro mundo!" (ibíd.).

Busca una taberna pequeña y antigua: "no había muchedumbre, ni gritería, ni música" (ibíd.), sólo unos pocos parroquianos taciturnos. Hace un elogio de la bebida modesta y la comida sencilla. Recupera el buen humor; con el alimento y el vino "en mi cerebro se habían animado mil imágenes" (p. 40).

Vuelve a salir a la calle y busca la vieja tapia: la puerta ha desaparecido. Sonríe y saluda a la tapia en voz alta.

Le asusta un individuo de paso cansino que surge ante él de una oscura bocacalle. Es un hombre-anuncio. Tras intentar leer su rótulo, le ruega que se detenga. Lee: "VELADA ANARQUISTA TEATRO MÁGICO. ENTRADA NO PARA CUAL...

_He estado buscando a usted —grité radiante—. ¿Qué es esa velada? ¿Dónde? ¿Cuándo es?

El volvió a su camino:

_No es para cualquiera —dijo indiferente, con voz de sueño— y apretó el paso" (p. 45).

Intenta detenerlo. El otro le ofrece un pequeño folleto y desaparece por una puerta. Haller corre a casa y saca el folleto, un librito mal impreso que inspira poca confianza. "Pero cuando me hube acomodado en la butaca, y me puse las gafas de leer, vi con asombro y con la impresión de que de pronto se me abría de par en par la puerta del destino, el título de la cubierta de este folleto de feria:

"Tractat del lobo estepario. No para cualquiera."

"Y lo que sigue es el contenido del escrito, que yo leí de un tirón, con tensión siempre creciente" (p. 46).

III. Tractat del lobo estepario. No para cualquiera

"Erase una vez un individuo, de nombre Harry... andaba en dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un lobo estepario" (p. 47). Así comienza el folleto; "... para él era completamente indiferente que el lobo se hubiera introducido en su persona por arte de magia o a fuerza de golpes, o que se tratara sólo de una fantasía de su espíritu... No conseguiría ahuyentar al lobo de su persona... tenía, por consiguiente, dos naturalezas: una humana y otra lobuna; ése era su sino... no corrían el hombre y el lobo paralelamente, y mucho menos se prestaban mutua ayuda, sino que estaban en odio constante y mortal" (p. 48). "Cuando era lobo, el hombre en su interior estaba siempre en acecho, observando, enjuiciando y criticando, y en las épocas en que era hombre, hacía el lobo otro tanto" (p. 49).

Describe el lobo: nocturnidad, independencia a cualquier precio: "El hombre poderoso en el poder sucumbe... el que busca el placer, en los placeres. Y así sucumbió el lobo estepario en su independencia... en medio de la libertad lograda se dio bien pronto cuenta Harry de que esa su independencia era una muerte, que estaba solo. Porque ya resultaba que la soledad y la independencia no eran su afán y su objetivo, eran su destino y su condenación" (p. 35).

"Otro (de los caracteres de su vida) era que había que clasificarlo entre los suicidas... estas naturalezas... ven la redención en la muerte" (pp. 54-56). Los suicidas saben que es una salida vergonzante e ilegal, y luchan contra esta tentación. Harry, a los 47 años, decidió que a partir de los cincuenta sería libre "de utilizar la salida" (pp. 56-57).

El Tractat aborda ahora "el fenómeno específico del lobo estepario y, sobre todo, su relación particular con la burguesía" (p. 57). Sin vida familiar ni relaciones sociales, "Se sentía en absoluto como individualidad aislada, ya como ser extraño y enfermizo anacoreta, ya como hipernormal, como un individuo de disposiciones geniales y elevado sobre las pequeñas normas de la vida corriente... despreciaba al hombre burgués, y tenía a orgullo no serlo" (ibíd.).

Pero en muchos aspectos vive como un burgués: ahorra, viste decentemente, evita problemas con las autoridades; "... lo atraía también un fuerte y secreto afán... hacia las tranquilas y decentes casas de familia, con... toda su modesta atmósfera de orden y pulcritud... De esta manera, reconocía con una mitad de su ser... lo que con la otra mitad negaba y combatía" (p.58).

"Lo burgués no es otra cosa... que el afán de un término medio de avenencia entre los diversos extremos y dilemas contrapuestos de la humana conducta" (p. 59). "A costa de la intensidad, alcanza seguridad y conservación; en vez de libertad, comodidad; en lugar de placer, bienestar; ... es consiguientemente por naturaleza una criatura de débil impulso vital, miedoso, temiendo la entrega de sí mismo, fácil de gobernar. Por eso, ha sustituido el poder por el régimen de mayorías, la fuerza por la ley, la responsabilidad por el sistema de votación" (p. 60).

La fortaleza de la burguesía no le viene de sí propia, sino de los muchos lobos esteparios que no se atreven a desvincularse de ella: "Unicamente los más vigorosos... traspasan la atmósfera de la tierra burguesa... todos los demás se resignan o transigen, desprecian la burguesía y sin embargo pertenecen a ella, la robustecen y glorifican, al tener que acabar por afirmarla para poder seguir viviendo" (p. 61). Para los primeros, el destino es la tragedia: "consiguen desgarrarse con violencia, logran lo absoluto y sucumben de manera admirable" (ibíd.). A los segundos, se les ofrece, "cuando su espíritu se ha fortalecido y se ha hecho elástico en el sufrimiento, la salida acomodaticia al humorismo... siempre un poco burgués, aun cuando el verdadero burgués es incapaz de comprenderlo" (p. 62). El humorismo es "un mundo imaginario, pero soberano" (ibíd.), y tiene la facultad de plegar hasta juntarlos los dos polos extremos del hombre, el santo y el libertino, e incluir al mismo tiempo en la afirmación al propio burgués, su tibio término medio. El lobo estepario que alcance el humorismo está salvado; ciertamente quedará siempre dentro de lo burgués, pero sus tormentos serán llevaderos: "Su relación con la burguesía, en amor y odio, perdería la sentimentalidad, y su ligadura a este mundo cesaría de martirizarlo constantemente como una vergüenza" (p. 63).

El Tractat concede a Harry esta última oportunidad "bien porque caiga en sus manos uno de nuestros pequeños espejos, o porque tropiece con los inmortales, o porque encuentre quizá en uno de nuestros teatros de magia aquello que necesita para la liberación de su alma abandonada en la miseria" (ibíd.). Palabras oscuras que sólo más adelante, en la misma historia de Harry serán explicadas.

Y ahora el Tractat da un paso más y cambia notablemente de perspectiva, al hacer una aclaración: "queda por resolver una última ficción" (p. 64), aceptada hasta ahora para facilitar la exposición: el lobo estepario es una mentira, una ficción metodológica. "La bidivisión en lobo y hombre, en instinto y espíritu, por la cual Harry intenta hacerse más comprensible su sino es una explicación muy grosera... Harry no está compuesto de dos seres, sino de cientos, de millares... es una necesidad innata y enteramente fatal en todos los hombres representarse cada uno su yo como una unidad" (p. 65). "Cuando, por consiguiente, un hombre se adelanta a extender a una duplicidad la unidad imaginada del yo, resulta casi un genio" (p. 65). "Pero en realidad ningún yo, ni siquiera el más ingenuo, es una realidad, sino un mundo multiforme... un caos de formas, de gradaciones y de estados, de herencias y posibilidades... La ilusión descansa en una sencilla traslación. Como cuerpo, cada hombre es uno; como alma, jamás" (p. 66). "los héroes de las epopeyas indias no son personas, sino nudos de personas, series de encarnaciones" (p. 67). "El hombre es una cebolla de cien telas, un tejido compuesto de muchos hilos. Esto lo reconocieron y lo supieron con exactitud los antiguos asiatas, y en el Yoga budista se inventó una técnica precisa para desenmascarar el mito de la personalidad" (p. 68). "El hombre no es de ninguna manera un producto firme y duradero, es más bien un ensayo y una transición; no es otra cosa sino el puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el espíritu" (p. 69). El concepto burgués de hombre es una convención para "frustrar tanto a la perversa madre primitiva Naturaleza como al molesto padre primitivo Espíritu en sus vehementes exigencias, y lograr vivir en un término medio entre ellos" (ibíd.). Hesse hace aquí suya esta oriental y maniquea explicación "sexual" de la naturaleza humana y de la creación.

"El hombre no sería, pues, algo ya creado, sino sólo una exigencia del espíritu... una posibilidad lejana, tan deseada como temida" (ibíd.); "... el desesperado no querer morir, rasgar el velo del arcano, ir buscando eternamente mutaciones al yo, conduce a la inmortalidad" (p. 70).

"El camino hacia la inocencia, hacia lo increado, hacia Dios, no va para atrás, sino hacia adelante" (p. 72). "Tampoco con el suicidio, pobre lobo estepario, se te saca del apuro realmente" (ibíd.). "Nacimiento significa desunión del todo, significa limitación, apartamiento de Dios, penosa reencarnación. Vuelta al todo, anulación de la dolorosa individualidad, llegar a ser Dios quiere decir: haber ensanchado tanto el alma que pueda volver a comprender nuevamente al todo" (ibíd.).

"Hablamos aquí del hombre en sentido elevado, del término del largo camino de la encarnación humana, del hombre verdaderamente regio, de los inmortales" (ibíd.). Del resto, se dice que "da lo mismo un par de millones más o menos; son material, nada más" (ibíd.). "El lobo estepario Harry, a nuestro juicio —continúa el Tractat— sería genio bastante para intentar la aventura de la encarnación humana, en lugar de sacar a colación lastimeramente a cada dificultad su estúpido lobo estepario" (ibíd.).

Y por fin, en un nuevo rizo del pensamiento, llega el elogio del lobo frente al hombre: "Un hombre capaz de comprender a Buda, un hombre que tiene noción de los cielos y los abismos de la naturaleza humana, no debería vivir en un mundo que domina el common sense, la democracia y la educación burguesa. Sólo por cobardía sigue viviendo en él, y cuando sus dimensiones lo oprimen, cuando la angosta celda del burgués le resulta demasiado estrecha, entonces se lo apunta a la cuenta del lobo y no quiere enterarse de que a veces el lobo es su parte mejor" (p. 73). "Todo lo cobarde, todo lo simio, todo lo estúpido y minúsculo, como no sea muy directamente lobuno, lo cuenta al lado del 'hombre, así como atribuye al lobo todo lo fuerte y noble sólo porque aún no consiguiera dominarlo" (pp. 73-74).

Y termina el Tractat: "Nos despedimos de Harry. Lo dejamos seguir solo su camino. Si ya estuviera con los inmortales, si ya hubiese llegado allí donde su penosa marcha parece apuntar, ¡cómo miraría asombrado este ir y venir, este fiero e irresoluto zigzag de su ruta, cómo sonreiría a este lobo estepario, animándolo, censurándolo, con lástima y con complacencia!" (p. 74).

IV. Siguen las anotaciones de Harry Haller. Sólo para locos

Haller medita: o morir por propia mano o, fundido "en el fuego mortal de una nueva auto inspección... sufrir otra vez una autoencarnación" (p. 76). Cree saber lo que es eso: "cada vez me había hecho traición un trozo favorito y especialmente amado de mi vida y lo había perdido para siempre" (ibíd.). Ha perdido sucesivamente fortuna y fama, esposa y amistades, el sentido de una vida noble y dedicada a ejercicios intelectuales, "cierta tranquilidad y alteza en el vivir" (p. 77). A esto lo llama ir arrancándose caretas, siempre precedido por "este horrible vacío y quietud (en que ahora se encuentra)... este triste y sombrío infierno de la falta de afectos y de desesperanza, como también ahora tenía que volver a soportar" (ibíd.). Siempre ha ganado algo, en su opinión, "de espiritual, de profundidad, de liberación", pero también "de soledad... de desaliento" (ibíd.). "Aunque en todas mis dolorosas transformaciones hubiera ganado algo invisible e imponderable, caro había tenido que pagarlo, y de una a otra vez mi vida se había vuelto más dura, más difícil, más solitaria y peligrosa" (p. 78).

Piensa que el suicidio es "más prudente y sencillo" (ibíd.), aunque fuese "estúpido, cobarde y ordinario", "vulgar y vergonzante" (p. 79). Decide que el suicidio quede como última salida, sin tener en cuenta plazos de edad, como proponía el Tractat.

Vuelve a leer alguna vez el Tractat; en ocasiones, con devoción y gratitud, como si supiera de un mago invisible que estaba dirigiendo sabiamente mi vida" (p. 81); otras veces, con desprecio por ser una mera y fría generalización, incapaz de representarle realmente.

Con más hondura, le preocupa el recuerdo de la puerta en la tapia, la danzante escritura de luces: "¡No para cualquiera!"; "¡Sólo para locos!". "Loco, pues, tenía yo que estar, y muy alejado de 'cualquiera' si aquellas voces habían de llegar hasta mí, y hablarme de aquellos mundos" (p. 81). "Y, sin embargo, en lo más íntimo de mi ser comprendía perfectamente la llamada, la invitación a estar loco, a alejar lejos de mi la razón, el obstáculo, el sentido burgués, a entregarme al mundo hondamente agitado y sin leyes del espíritu y la fantasía" (ibíd.).

En los días siguientes, pasa con frecuencia ante la tapia. Busca en vano al hombre-anuncio. Un día tropieza con un entierro. Se une a la comitiva "siguiendo un capricho". En el cementerio, considera ridículos los gestos de los enterradores, hipócritas los rostros de los deudos y ridícula la perorata del predicador. De pronto, cree reconocer en uno de los asistentes al hombre-anuncio. Corre tras él y le pregunta: "¿No hay velada esta noche?". "¿Velada? —gruñó el individuo, y me miró extraño a la cara— Vaya usted al Águila Negra, hombre, si se lo pide el cuerpo" (p. 83).

Sigue callejeando. Se ha equivocado, llevado de sus fantasías; "sentía cómo el asco creciente desde hace tiempo alcanzaba su máxima altura" (ibíd.). Corre furioso a través de la ciudad gris. Pero ante la Biblioteca encuentra un viejo conocido, un profesor, que le invita a pasar la velada con él. Los dos Harrys luchan, y acepta. Se despiden y él se reprocha "haber cargado con una invitación para... contemplación de dicha extraña" (p. 86). El profesor se aleja "con el paso bonachón y algo cómico de un idealista, de un creyente" (ibíd.).

Acude a la invitación. Mientras le anuncian ve un grabado de un "melifluo y almibarado Goethe de salón" (p. 92), una "reproducción vanidosa" que le parece "un desacorde fatal" (p. 89). Y toda la velada es una suma de desarmonías: la señora alaba su buen aspecto, contra toda evidencia; le pregunta por su mujer y le contesta que la abandonó; el profesor comenta con desprecio un articulo del periódico escrito por un tal Haller, sin sospechar que es él. Come demasiado en la cena; se ve obligado a mentir ante diversas preguntas; intenta bromear y no encuentra el tono justo: "a los postres estábamos todos, los tres, bien silenciosos" (p. 91). Durante el café expone su opinión sobre el grabado de Goethe y ofende a la señora, su autora. Se despide: "Pido a usted y a su señora mil perdones, tenga la bondad de decirle que soy esquizofrénico" (p. 92). El profesor intenta salvar la situación, y en tono grosero Haller replica que es el autor del artículo, y le informa de cada una de las mentiras que ha dicho esa noche. "Salí corriendo... era el último fracaso... mi despedida del mundo burgués" (p. 93). "¿Habría alguna razón para echar sobre mí más días como éste?" (ibíd.). Recorre las calles furioso y triste, y decide volver a casa y suicidarse. Pero sigue callejeando porque descubre que tiene miedo a la decisión que acaba de tomar y no se atreve a volver a casa. Bebe en diversos bares.

Horas más tarde, se encuentra ante un restaurante desconocido, donde hay música y juerga: "El Águila Negra". Entra. Apretado por la multitud, se deja caer en un diván junto a una muchacha bonita y pálida. Esta le trata con desenvoltura, le hace comer y beber y le dice: "Vamos a apostar a que hace mucho tiempo desde la última vez que tuviste que obedecer a alguien" (p. 97). Haller asiente. La muchacha adivina su idea de suicidio y su miedo. Le invita a bailar. No sabe. "De modo que has hecho siempre cosas difíciles y complicadas, y las más sencillas ni las has aprendido" (p. 99). Harry le cuenta los sucesos de esa tarde. Ella resume: "Si Harry fuese prudente se reiría... Si fuese un loco, le tiraría su Goethe a la cara. Pero como no es más que un niño pequeño, se va corriendo a casa y quiere ahorcarse" (p. 102). Él le pide que en adelante le diga siempre lo que debe hacer. Ella sale a bailar y le dice que duerma. Obedece, y sueña una conversación con Goethe, a quien reprocha haber "expresado fe y optimismo" pese a conocer lo efímero del hombre. La muchacha le despierta, "tengo una cita", y le pide dinero para pagar. Harry no quiere perderla, ve en ella una tabla de salvación: "una persona viva que rompe la turbia campana de cristal de mi aislamiento" (p. 112). Quedan para unos días más tarde.

El tiempo pasa deprisa y descubre que es más amable con todos. "Lo esperaba todo de ella... temía a la muerte... Ella tenía que enseñarme a vivir o enseñarme a morir" (p. 115), "... de donde venía la magia... daba igual" (p. 116).

Acude con flores a la cita. Ella se alegra y dice: "Yo vivo de los hombres, pero de ti no quiero vivir" (p. 117). Pregunta a la chica su nombre: "Tal vez puedas adivinarlo... Fíjate un momento y mírame bien. ¿No has observado todavía que yo alguna vez tengo cara de muchacho?" (p. 118). La mira y recuerda a un amigo de la infancia: "Si fueras un muchacho... tendrías que llamarte Armando... ¿Te llamas Armanda?" (ibíd.). Ella provoca que vuelva a decir que la obedecerá en todo. En tono solemne, añade: "Recibirás muchas órdenes mías, y las acatarás, órdenes deliciosas, órdenes agradables... y al final habrás de cumplir mi última orden también, Harry" (p. 120). "No estoy enamorada de ti, Harry, tan poco enamorada como tú de mí. Pero te necesito, como tú me necesitas... Te daré mi última orden cuando estés enamorado de mí... Cumplirás mi mandato y me matarás. Eso es todo. No preguntes nada" (p. 121). Inmediatamente vuelve a bromear. Harry duda entre la irrealidad y la fatalidad de lo que ha escuchado. Le habla del Tractat, pero ella cambia de tema: debe aprender a bailar.

Al día siguiente, visitan muchos comercios y compran un gramófono. Armanda dice: "Comprar divierte, y lo que divierte hay que saborearlo" (p. 130). Le empieza a enseñar a bailar. Lo cita para bailar al día siguiente; quiere rebelarse pero "me recordó mi voto de obediencia" (p. 131).

El baile es en un hotel. Armanda le hace bailar con una bella muchacha que despierta su sensualidad. Se sientan con el saxofonista, "el lindo y joven señor Pablo" (p. 134). No le gusta: "visto desde cerca era el bello semidios exótico un joven alegre y un tanto consentido, de maneras agradables y nada más... entre él y yo parecía no haber nada en común" (p. 135). Más tarde, Armanda le contará un comentario de Pablo sobre él: "Pobre, pobre hombre. Mira sus ojos. No sabe reír" (p. 135). Vuelve a bailar, sensualmente, con Armanda. Luego hablan. Armanda se muestra de acuerdo con el Tractat y su teoría de las mil almas: "El pensador Harry tiene cien años, pero el bailarín Harry apenas tiene medio día. A este vamos a ver si lo sacamos adelante, y a todos sus pequeños hermanitos" (p. 137). Harry piensa: "Diariamente se mostraban en mí, junto a todas las antiguas, algunas nuevas almas más" (p. 139). Aunque a veces se siente traidor a sí mismo, va creciendo en él el asco de su antigua personalidad.

Trata con frecuencia a Pablo, que "no daba nunca una verdadera respuesta" (p. 142), ni discute nunca. "Cuando una vez, en uno de estos diálogos sin resultado, me irrité y me puse grosero, me miró consternado y triste a la cara, me cogió la mano izquierda y la acarició, y me ofreció de una pequeña cajita dorada algo para aspirar... me refresqué y me puse más alegre: probablemente había algo de cocaína en el polvo" (ibíd.). Luego sabe que tiene "remedios para aletargar los dolores, para dormir, para producir bellos sueños, para ponerse de buen humor, para enamorarse" (ibíd.). Un día Pablo le muestra su filosofía: él no habla nunca de música; se trata de "hacer música, tan bien, tanta y tan intensiva como sea posible" (p. 143); "sin embargo —dice Harry— no es posible colocar en un mismo plano a Mozart y al último fox trot" (p. 144). Pablo sonríe y concede escépticamente: "Ah, caro señor; con los planos puede que tenga usted razón por completo" (ibíd.).

Un día de abatimiento encuentra en su alcoba a María, la muchacha del primer día de baile, y sabe desde el primer momento que se la envía Armanda. Hace una apología de esta relación, que describe con morosidad: "Mi alma respiraba de nuevo" (p. 153) y renace su aspiración a ser "inmortal" (ibíd.). Alquila un cuartito para sus citas.

Armanda sigue dándole clases con vistas a un baile de máscaras para el que faltan tres semanas. Le parece una temporada "extraordinariamente hermosa" (p. 154), fundamentalmente por la relación con maría, que le hace frecuentar el trato con Pablo. Este le ofrece con frecuencia sus remedios, sus drogas. Se entera, con decreciente estupor, de que en este ambiente nuevo para él la homosexualidad es moneda tan corriente como cualquier otra, y sus nuevos amigos hablan de todo ello con desparpajo. "Ante mí surgían relaciones y nexos nuevos... y pensé en las mil almas del tratado del lobo estepario" (p. 159).

Siguen las clases de baile. Armanda y él conversan: "No estoy contento con ser feliz —dice Harry— ... la desventura que necesito es otra... que me hiciera sufrir con afán y morir con voluptuosidad" (p. 160). Armanda contesta: "tu fe ya no tenía aire para respirar" (p. 161). Harry se autocalifica como "hombre con una dimensión de más" (p. 163). Armanda se incluye en el grupo de esos, y añade: "Siempre ha sido así, y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderamente hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte" (p. 164). Entiende la muerte como sinónimo de eternidad, como liberación del tiempo, y Harry concluye que la eternidad es la retransformación del tiempo en espacio. Ya a solas, piensa en los inmortales, "en la forma en que viven en el espacio sin tiempo, desplazados, hechos imágenes" (p. 167). Les dedica una poesía mientras espera a María. Por la muchacha, sabe que algo especial se prepara para el baile del día siguiente, o a su terminación.

Cuando acude al baile ignora qué disfraz llevará Armanda, que ha hecho de esto un secreto y una sorpresa. "En todas las estancias del gran edificio había fiebre de fiesta" (p. 174). Allí está Pablo, en una de las orquestas. Recorre el edificio buscando a Armanda y a María. Bebe para infundirse ánimo, se siente fuera de lugar y vuelve al guardarropa. No encuentra la contraseña de su gabán. Lee: "Esta noche, a partir de las cuatro Teatro Mágico —sólo para locos—. La entrada cuesta la razón. No para cualquiera. Armanda está en el infierno" (p. 176). Corre hacia allá (es un sótano decorado). Descubre a Armanda disfrazada de muchacho. "¿Es este el traje, Armanda, con el que quieres hacer que me enamore de ti? (p. 178). Beben. Se enamora de ella, haciendo alusión a cierta magia hermafrodítica. Por su disfraz no puede bailar. Bailan los dos con muchachas. "Todo era juego y símbolo" (p. 180). Nuevas alusiones a la homosexualidad. El baile se prolonga, agotador e incansable, hasta la madrugada, en la "embriaguez de la comunidad de una fiesta, el secreto de la pérdida de la personalidad entre la multitud" (p. 181). Pablo, desde su estrado, está feliz de verle bailar así. Armanda cambia de disfraz y bailan. Comienza a amanecer. Quedan pocos bailarines. Al fin, la última orquesta guarda sus instrumentos. La descripción de la fiesta ha sido muy sensual.

"En alguna parte, abajo, oí cerrar una puerta, romperse una copa" (p. 185). Armanda y él están solos: "¿Estás dispuesto?... y se disipó su sonrisa" (p. 186). Aparece Pablo, con un batín de seda: "Hermano Harry, invito a usted a una pequeña diversión. Entrada sólo para locos, cuesta la razón. ¿Está usted dispuesto?" (ibíd.). Conduce a Harry y a Armanda a una pequeña habitación redonda, alumbrada de azul, casi vacía. "¿Donde estábamos?" (p. 186).: "en una capa de realidad que se había hecho muy tenue" (p. 187). Pablo les da a beber y fumar extrañas drogas, que aligeran y ponen alegre. Pablo habla: "yo no puedo darle nada que no exista ya dentro de usted... sólo la ocasión, el impulso" (p. 188). En un espejo le hace verse: "Así se ha visto usted hasta ahora" (ibíd.). Ve a Harry y dentro de él a un lobo.

Pablo "abrió una puerta, descorrió una cortina y nos encontramos en un pasillo redondo, en forma de herradura, de un teatro, exactamente en el centro" (ibíd.), con innumerables puertas de palcos a cada lado: "detrás de cada puerta os espera lo que vosotros vayáis buscando precisamente" (p. 189). Pero antes ha de avisar a Harry para que no esté atado "por lo que viene usted llamando su personalidad... Por eso se le invita a que... tenga la bondad de dejar esa honorable personalidad en el guardarropa, donde volverá a tenerla a su disposición en el momento en que lo desee. La preciosa noche de baile que tiene usted tras de sí, el Tractat del lobo estepario y, finalmente, el pequeño excitante que acabamos de tomarnos, le habrán preparado sin duda suficientemente. Usted, Harry, tendrá a su disposición el lado izquierdo del teatro; Armanda, el derecho; en el interior pueden ustedes volver a encontrarse cuantas veces quieran" (ibíd.). Armanda se va. Pablo informa a Harry de que tiene que empezar a aprender a reír, con un suicidio aparente, "porque todo humorismo superior empieza porque ya no se toma en serio a la propia persona" (p. 190). Le vuelve a enseñar su imagen en el espejo. Harry ríe, y la imagen desaparece. "Bien reído —gritó Pablo—; aún aprenderás a reír como los inmortales. Ya, por fin, has matado al lobo estepario. Con navajas de afeitar no se consigue esto... Enseguida podrás abandonar la necia realidad"; pero le avisa: tu suicidio no es definitivo... aquí no hay más que fantasías, no hay realidad" (p. 191).

Le pone ante un gran espejo. Ve miles de Harrys de distintas edades y composturas. Uno de ellos, un chico, se lanza por el pasillo, leyendo, "ávido, las inscripciones de todas las puertas" (ibíd.) y desapareciendo por una. Harry hace lo mismo. Le atrae una inscripción: "¡A cazar alegremente! Montería de automóviles" (p. 193). Abre la puerta y entra. Ve la lucha entre los hombres y las máquinas en una ciudad; hay disparos y desorden: "la destrucción general del mundo civilizado de hojalata" (p. 194). Encuentra a un compañero de colegio. Matan al conductor de un pequeño automóvil y en él abandonan la ciudad. Suben a un árbol. Desde allí, y alegres como niños, van disparando sobre los coches que pasan por la carretera. Hablan jocosamente con los moribundos. Las conversaciones son desquiciadas, pero flota en el ambiente una sensación de acabamiento y de revancha sobre la técnica. La ciudad, al fondo, se incendia. Sienten hambre, bajan del árbol, y Harry se encuentra de nuevo en el pasillo de los palcos.

Pasa ante muchas inscripciones, muchas de ellas en la línea de sus elucubraciones a lo largo del libro. "Una decía: 'Instrucciones para la reconstrucción de la personalidad. Resultado garantizado.' Esto se me antojó interesante y entré en aquella puerta" (p. 205). Ve a un hombre sentado al estilo oriental frente a una especie de gran tablero de ajedrez. Cree reconocer a Pablo. El otro lo niega: "aquí no tenemos nombres " (p. 206). Le pide a Harry "un par de docenas de sus figurines" (ibíd.). Le pone un espejo delante y toma de él unas cuantas, pequeñitas. Le explica que el hombre tiene muchas almas, muchos 'yos', y que no está determinado necesariamente a un orden férreo y único para esos componentes; se puede lograr una ilimitada diversidad del juego de la vida (cfr. p. 207). Le hace una demostración combinando de varios modos sus propios yos. Le regala esas figuritas. Harry lo agradece y sale al pasillo de nuevo.

"Un anuncio flameaba llamativo a mis ojos: 'Maravillosa doma del lobo estepario'... con mano temblorosa abrí la puerta y entré en una barraca de feria" (p. 209). Un domador con aire pretencioso y charlatán que se le parece muchísimo lleva un lobo atado con una cadena. Hace demostraciones portentosas de doma. Después, deja el látigo al lobo, y este hace también una espléndida demostración de doma del hombre. "Espantado salí huyendo por la puerta" (p. 211).

Entra ahora en otra puerta: "Todas las muchachas son tuyas" (ibíd.). Allí vuelve a vivir todos los encuentros de su vida con mujeres a las que no se atrevió a manifestar su intención. Todos los deseos de sus fantasías se hacen ahora realidad. vuelve el tono sensual, y la alusión a promiscuidades y conductas aberrantes. De todos esos lances, dice "surgir callando, tranquilo, animado, saturado de ciencia, sabio" (p. 218). Al fin aparece Armanda: "recobré la conciencia... pues a ella no quería encontrarla en el claroscuro de un espejo mágico" (ibíd).

Se encuentra en el pasillo de nuevo. Lee el letrero más cercano "y me horroricé: 'Cómo se mata por amor', decía allí" (ibíd.). Recuerda las palabras de Armanda en su segundo encuentro. Siente angustia. Mete la mano en el bolsillo "para sacar las figuras y hacer un poco de magia y permutar el orden de mi tablero" (ibíd.). Pero no están allí, y lo que saca es un puñal.

Corre por el pasillo. Se detiene ante el gran espejo: su imagen, primero lobo y después hombre, le habla de la muerte: "Ya viene" (p. 220).

Oye música de Mozart por el pasillo, y una carcajada: Mozart aparece sonriente y sereno. Mozart le habla de que hay que purgar los pecados de la época, de la sociedad en que se vivió, y después, si los hubo, los estrictamente personales. A sus preguntas, Mozart le explica: "se nace, y ya es uno culpable. Usted tiene que haber recibido una mediana enseñanza de Religión, si no sabe esto" (p. 222). Se ríe de él y de su obra de escritor. Harry lo coge por la coleta, enfadado, y se le convierte en una cola de cometa, desde la que cae de nuevo en el pasillo, frente al espejo.

Se ve reflejado: viejo y cansado. Escupe al espejo, le da una patada y se hace añicos. Está cansado. Recorre el pasillo buscando a Armanda. Va melancólico. Abre la última puerta. Encuentra a Armanda durmiendo en brazos de Pablo. Apuñala a Armanda. Pablo despierta, sonríe, cubre a Armanda con un tapiz y se retira.

Entra Mozart vestido a la moderna. Se afana con unos aparatos y monta una radio. Se oye música de Haendel gangosa por el altavoz. Harry le reprocha el crimen musical. Mozart se ríe y hace una comparación: como la radio puede desfigurar la música pero no puede matar por completo su espíritu, así también la "llamada realidad" —técnica, industria, incultura— distorsiona la vida. "Aprenda a tomar en serio lo que es digno de que se tome en serio, y ríase usted de lo demás" (p. 229). Mozart le reprocha la muerte de Armanda. "No anhelo más que expiar" (p. 230), dice Harry. Mozart dice burlón: "¡Qué patético se pone usted siempre! Pero aún ha de aprender usted humorismo" (ibíd.). Y le invita a hacerlo en el patíbulo. Un rótulo se enciende: "Ejecución de Harry" (p. 231).

Se encuentra ante una guillotina en un patio. Una docena de caballeros. Se arrodilla. El juez carraspea: le acusa de "abuso temerario de nuestro teatro mágico... no sólo ha ofendido el arte sublime, al confundir nuestra hermosa galería de imágenes con la llamada realidad, y apuñalar una muchacha fantástica con un puñal fantástico; ha tenido, además, la intención de servirse de nuestro teatro, sin la menor pizca de humorismo, como de una máquina de suicidio" (ibíd.). La pena : "castigo de vida eterna y pérdida por doce horas del permiso de entrada en nuestro teatro" (ibíd.). Se le castiga también con una unánime carcajada.

Vuelve en sí. Mozart, a su lado, le reconviene: "Usted ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír" (p. 232). Le ofrece un cigarrillo y ya no es Mozart, sino Pablo, el mismo del ajedrez de figuritas. Le reprocha: "has andado pinchando con puñales y has ensuciado nuestro bonito mundo alegórico con manchas de realidad" (p. 233). Recoge a Armanda del suelo y la guarda, hecha figurita, en el bolsillo: "A esta figura, desgraciadamente, no has sabido manejarla; creí que habías aprendido mejor el juego. En fin, podrá corregirse" (ibíd.).

"Oh, lo comprendí todo; ... sabía que estaban en mi bolsillo todas las cien mil figuras del juego de la vida... Alguna vez llegaría a saber jugar mejor... Alguna vez aprendería a reír. Pablo me estaba esperando. Mozart me estaba esperando" (pp. 233-234).

VALORACIÓN LITERARIA

Más que novela, El lobo estepario es un artificio novelado, en el que Hesse expone diversas elucubraciones que, puestas en boca de distintos personajes, pueden ser no coincidentes, deliberadamente unas, otras como fruto de la propia confusión de Hesse. La acción es muy leve, y sólo aparece bien avanzada la obra. Casi no hay interacción de personajes en sentido estricto. Las ideas no alcanzan al lector a través de la acción; al contrario, la acción está al servicio de la idea. Es, en definitiva, un libro de tesis.

Pero es una obra plenamente literaria. Aborda los grandes temas de la literatura universal: el bien y el mal, el valor y sentido de la vida humana, el sentido del dolor, certeza y apariencia, espíritu y materia, individuo y sociedad, historia y cultura, política, etc. Y los aborda a través de una ficción que aspira a tener valor universal. Estas son, sin duda, características de los clásicos.

Comparte, además, las características comunes a la literatura más significada de la primera mitad de nuestro siglo: la preocupación por la crisis de valores morales y culturales de la sociedad, un evidente pesimismo, un intento de dar salida —si no siempre solución— de tal crisis.

La obra se articula principalmente a base de monólogos del protagonista. La inserción del Tractat puede ser, en parte, incapacidad del autor para dar cauce a esas ideas a través de personajes; pero puede ser también un deliberado medio para crear la peculiar atmósfera del libro. En todo caso, su existencia y extensión quitan equilibrio a la narración. Si se acepta que la de la obra abarca hasta el final del Tractat, resulta entonces que un tercio de la obra es introducción, lo que sin duda es desproporcionado. Por otra parte, lo esencial del contenido del libro ya está expuesto en dicha parte: en cierto modo, lo que a continuación gana de narrativo lo pierde en intensidad. Son dos partes yuxtapuestas, difícilmente unificables.

Algunos personajes se sostienen con dificultad: tales como el propio protagonista, Armando y Pablo principalmente; es decir, los centrales, y es que la trama de la obra está forzada. Llama la atención que "una cortesana de mediano buen gusto" (p. 162), tal como se autodescribe Armanda, haga filosofía de la historia y se presente como paradigma de sentido común y de penetración de espíritus. La trayectoria de Harry parece dirigida por una providencia que queda sin explicar satisfactoriamente. Pablo es omnisciente, pero no se libra de la ambigüedad de un santón así que, al mismo tiempo, es saxofonista de cabaret: ¿de dónde le viene una "sabiduría" que, según la tesis misma del libro, no se alcanza sino tras penosos esfuerzos y, por tanto, no parece patrimonio adecuado para un "bello semidios exótico y degenerado?"

Los personajes secundarios tienen mayor coherencia: María, cortesana que no filosofa y tiene buenos sentimientos; el profesor y su mujer, en su vida tranquila, ordenada y sin grandes perturbaciones; Gustavo, el vitalista compañero de montería automovilística, antiguo amigo de infancia de Harry... Alrededor de ellos, la narración se hace más fluida, y es que son personajes sencillos y sin ambigüedades.

Sin embargo, por encima de elucubraciones y de lo forzado de la trama, por encima de la difícil unidad de la obra, ésta capta al lector. La razón hay que encontrarla en la fuerza de la palabra que posee Hesse, y en su pasión de escritor. Los estados de ánimo del protagonista, sus altibajos de humor, su sombría tristeza y su trágica alegría están muy bien descritos. La antinomia lobo-hombre es un signo de gran eficacia dramática. Los pasajes puramente narrativos tienen una gran frescura. Los diálogos, tantas veces densos, consiguen por la forma ser espontáneos y directos, verosímiles. Los símbolos, el ámbito surrealista de la narración, en la que la barrera entre la realidad y el ensueño o lo directamente onírico no existe, son méritos de Hesse. Es un mago de la palabra que arrastra al lector por caminos insospechados incluso aunque lo repruebe. El vehículo literario funciona. Lástima que la carga conceptual lo lastre tanto. Y lástima que Hesse se prodigue en la descripción de actos, hábitos y actitudes totalmente inaceptables. Lástima, en definitiva, que un buen narrador haya sentido la tentación de filosofar, tarea para la que ya no está tan bien dotado.

VALORACIÓN DOCTRINAL

"Novela psicológica, la más conocida del autor. Próximo al existencialismo, trata el tema de la soledad e incomunicabilidad del hombre; un hombre que lucha angustiosamente entre sus tendencias más altas y espirituales y sus instintos más bajos, su 'alma' animal o lobo estepario. El escape que se apunta, casi con carácter redentor, es el suicidio que el protagonista —Harry Haller— no llega a perpetrar, sumergiéndose en un mundo onírico, con grandes componentes de sexo y alcohol y homosexualidad. La falta de sentido de la vida, la incomunicabilidad, el pesimismo angustioso y el absurdo; el sincretismo y la simplificación deformadora del mensaje cristiano hacen que esta obra sea gravemente perturbadora y, por tanto, rechazable" (Revista Palabra, julio de 1984, p. 31).

En El lobo estepario, confluyen varias corrientes de interpretación del ser del hombre y su sentido, junto a experiencias y conclusiones personales del propio Hesse. Se trata de un mosaico no del todo coherente de doctrinas e hipótesis —aunque esa falta de coherencia también tiene su fundamentación teórica como veremos—, que ponen de manifiesto la característica fundamental de Hesse: su sincretismo de pensamiento. Hay tal vez dos puntos centrales: la constatación de la crisis de los valores tradicionales y la búsqueda de soluciones fuera del Cristianismo, que se le ofrece como insuficiente o superado. Y, en esa búsqueda, aparecen notables influencias de Nietzsche y de la religiosidad oriental, especialmente del budismo.

El Tractat es la fundamentación teórica del pensamiento de Hesse. La historia de Harry, un intento de demostración práctica de esa teoría, aunque también en ella hay mucho de especulación teórica. En ambos, se reproduce el esquema nietzscheano: un primer estadio de crisis de los valores tradicionales, con desorientación y pérdida de sentido; un segundo estadio de distanciamiento respecto del pensamiento —básicamente cristiano— que fundamentaba esos valores; y un tercer estadio de nueva valoración, una nueva perspectiva: los nuevos valores son, como en Nietzsche, fuerza, amor, pasión, placer, fantasía. Y la nueva perspectiva, también como en Nietzsche, la "pluralidad de perspectivas" —condición de realidad, diría Nietzsche—: la realidad vital será devenir y perspectiva, y múltiple el ser del hombre, al ser considerado poseedor de una pluralidad de impulsos e instintos, cada uno con su perspectiva propia y en constante lucha entre sí: ninguna de esas perspectivas debe tener prioridad sobre las otras, o quedar establecida como lo único determinante, dirá Nietzsche; eso acarrearía el menosprecio de todas las demás perspectivas y de su inagotable afluencia cambiante. Aquí se encuentra la fundamentación de la incoherencia a que antes hacíamos alusión.

Pero Hesse introduce elementos que no son de Nietzsche: la esperanza de inmortalidad, la concepción de ésta como un singular estado espacial en comunicación con la "totalidad" omnicomprensiva —idea muy próxima al "nirvana"—; y el "juego de la vida", en que rompiendo barreras espacio-temporales pueden vivirse todas las perspectivas ya citadas —las "mil almas" de un hombre— a modo de diversas encarnaciones en el ámbito de una única vida: una especie de metempsícosis en que quedara eliminada la necesidad de vivir temporalmente cada encarnación aunque su resultado enriquecedor y de aproximación al "nirvana" sea el mismo.

Dada la forma confusa, desordenada y tumultuosa, en que se vierten los conceptos en el libro, trataremos de delimitar aquí los que ofrecen más interés para este estudio.

Cristianismo: Hesse critica realmente el luteranismo, y más en concreto que sus padres le transmitieran una visión pesimista: condición irredenta de la culpabilidad humana, rigor pietista de la educación recibida, sentido negativo de la ascesis... Todo esto son errores que Hesse identifica con el cristianismo globalmente considerado. En algún momento, el cristianismo aparece sólo como un sistema de pensamiento con influencia en la vida cultural. En ningún momento se hace referencia a realidades sobrenaturales; se ignora la realidad de la Gracia, la filiación divina, etc., únicas verdades que hubieran dado a Harry la solución tan patéticamente buscada. Respondiendo a una de sus más falsas acusaciones, hay que decir que nunca el verdadero cristiano ha predicado el odio de uno mismo, y mucho menos la destrucción de la personalidad; al contrario, la Gracia enriquece, eleva, la personalidad de un modo insospechado para quien no tiene esa experiencia, y el cristiano así enriquecido es fermento de toda la sociedad y la cultura.

Ascesis: Desde este concreto punto de vista, el cristianismo propone: la negación de uno mismo para dar entrada a Dios. Hesse, con la religiosidad oriental, hace consistir a Dios en la negación de uno mismo: ascesis negativa, una vaciedad a la que identifica con la divinidad. La esperanza, así, no se orienta a la posesión del Ser, sino a la pacífica disolución del yo.

Los diversos episodios que jalonan el fracaso vital de Haller no son hitos de una ascesis, como se nos quiere hacer creer; en primer lugar porque no son voluntarios. Son consecuencia de sus errores personales, intelectuales y prácticos, y de su incapacidad de hacer frente a contrariedades comunes de la vida humana. De ahí que "esas dolorosas transformaciones", como él las llama, le lleven a un individualismo cada vez más feroz, a una desnudez rabiosa, a la desesperación y, finalmente, a la degradación más absoluta.

Cultura: El análisis del fenómeno de la masificación y de la decadencia de valores culturales y del auge de la adoración a la técnica es acertado. El error está en no ver que el problema surge precisamente por la desconexión de la cultura occidental con los valores morales y religiosos del cristianismo a partir de la Ilustración. La solución no es despreciarlos como inútiles ni destruirlos, sino reinsertarlos de nuevo en la base de la vida individual y colectiva.

Aristocratismo: Haller, hombre selecto, ha cultivado el espíritu, en el sentido intelectual, no en el moral —que es cosa de la voluntad—. Es un tremendo egoísta cargado de orgullo intelectual —de ahí su desprecio del vulgo, de lo burgués—, que tiene que aceptar el fracaso de su vida práctica. El Tractat atribuye algo de heroico a eso, y aplica la teoría del Superhombre, según la cual Harry deberá abandonar sus escrúpulos, por un lado, y su amor a la cultura, de otro, corrigiendo su trayectoria y pasando a la afirmación de la voluntad irracional que se justifica por la exaltación de la "creatividad", la afirmación entusiasta de la vida terrenal y el "eterno retorno". Es la moral del "hombre superior" frente a las artimañas de los débiles de espíritu. Todo esto es de Nietzsche. Pero entre el ejercicio unilateral de la dimensión puramente intelectual y la afirmación absoluta de una voluntad irracional —formas de elitismo las dos, por distintas que se ofrezcan—, se encuentra precisamente el comportamiento moral, en el que la voluntad se inclina al bien que le es presentado por el entendimiento.

Por otro lado, en el concepto de "burgués" que utiliza Hesse, están mezclados el aburguesado —para el que son válidas algunas observaciones que hace— y el hombre corriente que adecúa su conducta a una norma moral: no debería despreciarlos conjuntamente. El burgués puede ser libertino, porque, contra lo que se dice, nada hay de heroico en eso; y también un hombre corriente puede ser santo, con su heroísmo escondido. Nada hay que justifique esa moral del hombre superior, salvo la decisión de eliminar trabas para una actuación degradante. Es significativo que la conducta moral de Haller fuera ya reprobable antes de su "conversión". Pero la soberbia le impide llamar a las cosas por su nombre, y busca subterfugios.

Suicidio: En la línea del aristocratismo, se condena el suicidio por lo que tiene de vulgar. Es cierto que no se oculta que el suicidio es la expresión máxima del fracaso vital y de la desesperanza, pero en algún momento se le quiere hacer pasar como la última solución de un espíritu selecto. El suicidio nunca será la última solución, porque no es solución en absoluto, es un error muy grave. Por otra parte, precisamente un cristiano nunca tendrá motivos objetivos para la desesperanza.

Placer y sexo: Lo presenta como alternativa al suicidio, liberadora y enriquecedora. Es cierto que su uso elimina las preocupaciones y sufrimientos producidos por el intelecto, pero por vía de destrucción de una potencia superior del hombre. Más que "maduro" o "sabio", la palabra que Harry debió haber empleado era "ahíto".

Documento de la época: Lo real y lo imaginado —onírico— mezclan sus planos de modo deliberado, hasta crear una atmósfera surrealista, rica en símbolos, sí, pero asfixiante. Se confunden los planos del ser real con el ser pensado, al que se quiere dar "carta de naturaleza" de real. Contra lo que se dice en la Introducción, un sueño morboso no puede ser documento de la época, ni merecen confianza las reflexiones del enfermo cuando está aparentemente lúcido. Sin embargo, es cierto que la novela pone de relieve algunos aspectos parciales de esa época; pero, al ser parciales, son menos fidedignos.

Dualidad: El pretendido avance que apela a la cultura hindú no es más que un retorno a religiones míticas ancestrales de pueblos sencillos, que antropormizan espíritu y naturaleza, que reducen creación a procreación, único modo de engendrar que conocen por experiencia. Se vuelve así al concepto maniqueo, gnóstico, de la naturaleza o materia como opuesta al espíritu, y aún así, ayuntados para dar lugar al hombre.

Reencarnaciones: El mismo retroceso a religiones míticas se produce al apelar a este concepto, propio de religiones que carecen de la noción de un Dios personal y remunerador.

"El juego de la vida": Romper la unidad del alma humana en una constelación de formas, estados, herencias y posibilidades es reducir la libertad al azar combinatorio, diluir la responsabilidad, romper la continuidad del proyecto vital, establecer como principio la provisionalidad de las situaciones, anular el valor de la conciencia, dar como bueno lo irracional y cambiante. En contra hay que decir que no sólo es uno el cuerpo y una el alma, sino que ambos constituyen una unidad: la experiencia psicológica de todo hombre le lleva a entender esto como evidente. Porque cuando se dice que las pasiones, instintos, deseos, etc., "tienden a dividir" a alguien, en primer lugar se está hablando de esa conciencia de unidad.

Harry no debería reír porque la muerte de Armanda fuera un crimen "fantástico": él lo cometió convencido de su realidad. Pero "el juego de la vida" le ofrece la oportunidad de escurrir el bulto a la responsabilidad y a su conciencia. Su risa es una traición a sí mismo, pero él ya está lo suficientemente degenerado para no darse cuenta.

Acción: Es lo único que importa. No tiene sentido la cuestión de los planes entre Mozart y el fox trot: lo importante es hacer música, dice Pablo. Después de todo, ninguna perspectiva —dirá Nietzsche— debe tener prioridad sobre las otras, lo importante es el devenir. Todo es relativo, es inútil hacer juicios de valor, y sobre las conclusiones del intelecto lo único que cabe es el escepticismo, el humorismo.

Humorismo: "Vosotros hombres superiores aprended a reír" (Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 1975, p. 174). La alegría de vivir, no importa que vida o, mejor, cualquier vida. El vitalismo irracionalista de Nietzsche es recogido textualmente por Hesse, mixtificando el fracaso vital de Harry. Pero es una amarga risa la del escéptico que no puede ya creer en nada y se aboca a no tener ya más horizonte que las sensaciones.

En definitiva, la obra es un intento de novelar una teoría, con innegables apuntes autobiográficos. Ya hemos visto que el intento se libraba del fracaso —incluso con brillantez— tan sólo por el dominio de los recursos narrativos de que hace gala el autor. La historia misma es el mejor alegado contra la teoría: el protagonista se hunde cada vez más en la práctica de conductas indignas de lo humano, que sólo un deforme puede aceptar como paradigma. Queda en pie, tan sólo, la denuncia de una cultura que, perdido el contacto con sus raíces, es también aberrante, insatisfactoria y frustrante.

CRÍTICA GLOBAL DE LA OBRA DE HESSE

"Adolescente en sueño": Si encuentra usted a un adolescente (hombre o mujer, de 13 a 45 años), soñando con ser 'todo', con un libro en la mano, puede apostar veinte contra uno a que está leyendo un libro de Herman Hesse.

Hesse es el único gurú que ha producido Occidente. Se ha convertido para muchos jóvenes en un no-maestro de conducta, porque la gran habilidad de Hesse consiste en permitir todo y dar a esa permisión el diploma de lo 'humano grande'.

¿Quién no intenta realizarse? Pues Hesse lo proclama abiertamente en una de sus novelas: "Somos perecedores, somos seres en devenir, somos posibilidades; para nosotros no hay perfección ni un ser cabal. Pero allí donde pasamos de la potencia al acto, de la posibilidad a la realidad, tomamos parte en el verdadero ser, nos asemejamos un grado más a lo perfecto y divino. Esto es realizarse."

Es un gran malabarista Hesse. Realizarse es hacer cualquier cosa, pasar de la potencia al acto. No nos dirá de la potencia de qué, porque esto sería concretar y el que concreta no se realiza. Permanezcamos en la indeterminación, para que todo valga: "Desde el momento en que el hombre intenta realizarse utilizando como medios los dones que le ha dado la naturaleza, hace lo máximo y lo único sensato que puede hacer."

Aquí hay de todo: naturaleza, lo divino, hacer lo que cada uno vea, sensatez. Hesse juega siempre a todas las bandas. Pero siempre se reserva un as. Nada puede ser bueno si significa negarse a sí mismo. Negarse a sí mismo, privarse de algo no sólo es molesto (Hesse no toca la tecla del utilitarismo), sino que es negarse al Gran Todo. Y el malabarista empieza a llenar los sueños de miles de adolescentes: "Cada uno de nosotros tiene que encontrar por sí mismo lo que es lícito y lo que es ilícito para él. Cabe no hacer nunca nada prohibido y sin embargo ser un gran infame."

En lo último de acuerdo, señor Hesse. Pero es mucho más corriente la pequeña-gran infamia de hacer sólo lo que le apetece al 'sí mismo'. La filosofía de Hesse está produciendo una cultura adolescente: la cultura del 'para mí'. Para mí, la verdad es esto; la religión es el contacto directo con lo divino.

"¡No digas de ningún sentimiento que es pequeño, ni indigno! Cada uno es bueno, muy bueno, también el odio, la envidia, los celos y la crueldad. No vivimos de otra cosa que de nuestros pobres, hermosos y magníficos sentimientos, y cada uno de ellos contra el que cometemos una injusticia es una estrella que apagamos."

El capricho inmediato, pequeño, tonto se convierte en la regla de la virtud, hasta con un lenguaje edificante: que se apagan 'estrellitas' en nuestro firmamento particular.

Hesse, a su modo, se ha convertido en un clásico: el clásico de la ambigüedad. Todo es posible para él, y en su supremo lance de pensamiento, aceptará la contradicción, con la socorrida metáfora de que de la contradicción nace la vida, el Gran Todo, el Único Objeto. Todo menos la coherencia.

"Soy un admirador de la infidelidad, del cambio, de la fantasía. No veo ningún valor en fijar mi amor en cualquier rincón del mundo. Aquello que amamos lo considero siempre y únicamente como una metáfora. En cuanto el amor se queda amarrado a algo y se torna fidelidad y virtud, se me hace sospechoso."

Así el adolescente mientras no consigue pasar a la juventud y después a la madurez. El mundo de Hesse es por eso un mundo de adolescentes en sueños, de un bigote que se resiste a afirmarse, de una barba que no quiere acabar de salir. Aunque lo desea, como quiere que el amor sea firme. Pero vuelve una y otra vez el miedo a ser, a elegir, a ser libre: "Una profesión es siempre una desgracia, una limitación y una resignación."

El drama de Hesse es que eligió una profesión muy concreta: ilusionista de adolescentes perpetuos." (Rafael Gómez Pérez, Raíces de la Cultura, pp. 51-54).

DATOS BIOGRÁFICOS DE H. HESSE

Herman Hesse constituye un ejemplo acabado de cómo un escritor se revela en sus obras a sí mismo y a sus propios orígenes. Nacido en Calw (Wurtenberg, Suabia) en 1877, su padre era de ascendencia germano-rusa y su madre oriunda de la India, país en el que ambos trabajaron durante un tiempo como misioneros protestantes; una de sus abuelas había nacido en la zona francesa de Suiza. Su educación, muy rígida, culmina con el ingreso en el seminario protestante de Maulbronn, del que huye a los catorce años, escondiéndose durante dos días hasta que un guardabosques lo devuelve a su familia, que llama a un exorcista para que saque al diablo de su cuerpo.

En 1911 realiza un viaje a la India que dejará una profunda huella en su vida y en su obra. En 1912 fija su residencia cerca de Berna; allí le sorprende el estallido de la primera guerra mundial. En 1923 adquiere la nacionalidad suiza. Se establece, en 1919, en Montagnola, no lejos de Lugano, donde fallece 1962. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1946.

Todas estas circunstancias, de influencia muy determinante sobre los temas que Hesse va a desarrollar en su labor literaria, son asimiladas por una sensibilidad afectada por un cierto irracionalismo, un individualismo autosuficiente y un pesimismo de raíces calvinistas, quizá exacerbado por la lectura de Nietzsche, por quien confiesa su admiración. A ello se suman un acusado sentido aristocrático y una actitud filantrópica, aunque distante, que desembocan en un hondo sentido de soledad.

No es fácil situar a un escritor de personalidad y preocupaciones tan complejas en una corriente literaria determinada. Algunos críticos han considerado a Hesse como un romántico tardío, al advertir en sus obras ciertos elementos que podrían adscribirse a tal escuela, como la exaltación de la naturaleza o esa incapacidad de adaptación para la vida práctica que genera impulsos de huida, sensación de incomunicación o ideas de suicidio: buena prueba de ello son "Gertrude", "Peter Camenzind" o "El lobo estepario". Sin embargo, la reacción de Hesse al intentar sobreponerse a esos estados de ánimo —en definitiva, al destino— por medio de la forma es de tenor impresionista, con aproximación al surrealismo en algunos momentos ("el lobo estepario"). En todo caso, no se deja arrastrar por los excesos de ninguno de estos movimientos y escribe con acentos propios, que han propiciado su redescubrimiento por las actuales generaciones jóvenes.

Las dolorosas experiencias de su niñez determinaron una preocupación constante del escritor por los problemas de la adolescencia. "Peter Camenzind" (su primer éxito, novela publicada en 1904), "Bajo las ruedas", "Demian"... , son la crónica amarga de unas vidas atormentadas, la constatación de una búsqueda de sí mismo que estalla en rebeldía y en un deseo de evasión que a veces se paga con la vida. En cambio, cuando el ansia de libertad se une a la atracción de lo lejano, a la nostalgia por unos horizontes más amplios, da lugar a páginas plenas de lirismo, donde el placer de caminar sin rumbo fijo adquiere caracteres de verdadero protagonismo ("En el balneario", "Viaje a Nuremberg", "Tres momentos de un vida", "El caminante", que ilustra con sus propias acuarelas).

Aparece ya aquí un nuevo motivo, desarrollado en "Narciso y Goldmundo", o en "El arte del ocio" y "Pequeñas alegrías": la importancia de las satisfacciones íntimas, saboreadas a solas, la contraposición del activismo y el amor a la contemplación. Es precisamente en este sentido en el que se despliega su ardorosa defensa de la naturaleza, como una manifestación más de continua búsqueda de una humanidad pura, no contaminada por la civilización tecnificada y, por ello, artificial, esterilizadora de las raíces naturales y de las más profundas aspiraciones humanas.

Las dos guerras mundiales, que pusieron fin a todo un modo de vivir e entender la vida, produjeron un impacto definitivo sobre el pensamiento de Hesse. En el terreno político, su toma de postura vendrá dada por el pacifismo, el rechazo del nacional-socialismo y un anticomunismo centrado más en una denuncia de los excesos stalinistas que en una crítica de fondo del marxismo. Pero las reflexiones del escritor discurren preferentemente por la vía cultural: es el espíritu europeo lo que se encuentra en juego. Advierte Hesse los peligros de un saber disperso, escindido en ramas que se ignoran entre sí, y que se va apartando de la misma naturaleza a la que pretende aprehender. Es preciso un retorno a las esencias, imposible de lograr apelando a un espíritu que parece haber agotado sus recursos. Por ello —concluye— el hombre occidental habrá de volver su mirada hacia el Oriente.

Ésta es, en el fondo, la tesis de "El juego de abalorios", novela utópica cuya acción se desarrolla hacia el siglo XXV, cuando un grupo de sabios ha realizado la síntesis de todos los saberes, y se organiza en una especie de república de las artes y las letras con reminiscencias eclesiales. Repite Hesse aquí su sueño, ya enunciado en "El viaje a Oriente", de una comunidad espiritual de almas selectas. Pero es consciente de que ser dueño del saber no basta por sí solo para garantizar un proceso creativo y liberador, si ese progreso no está acompañado de un respaldo ético que impida el desencadenamiento de las fuerzas más peligrosas para el hombre. Es en la conjunción de la filosofía occidental con las doctrinas panteístas del Oriente donde Hesse cree encontrar el modo de evitar la deshumanización de una técnica que, al alejarnos de la naturaleza —dice—, nos aleja también de la verdad. El camino que propone será un conocimiento, una comprensión del universo, en cierto modo mística, en la que estribaría la plenitud. Así, el juego de abalorios, símbolo de la búsqueda de la perfección, será válido sólo en cuanto "tentativa para acercarse al espíritu que, por encima de todas las imágenes y las pluralidades, es uno en sí mismo, y por lo tanto a Dios", pero no cuando, por reducir lo humano a lo intelectual, se convierte en un engaño, en un "sueño con el todo".

El peso de la religión oriental es decisivo y patente en toda la producción literaria de Hesse posterior a su primer contacto con la India. El influjo del pensamiento budista e hindú se asienta sobre su educación pietista, sentimental y estoica, con ribetes humanitarios, y le lleva a un sincretismo muy personal —a una auténtica religión personal— que propugna el retorno al contacto directo del alma con Dios. De nada sirven los dogmas fijos: "cualquier religión es aproximadamente tan buena como las demás", y es un signo de pereza mental pretender aferrarse a una doctrina. De nada sirve tampoco la Iglesia para "una capa de gente situada en un nivel superior", en la que Hesse —naturalmente— se incluye, aunque puede ser válida para los pueblos, que "necesitan de la magia y de las mitologías".

Este es el itinerario interior que manifiesta Hesse en sus escritos. Observando una realidad que enjuicia con amargura, establece un diagnóstico certero de la situación espiritual del hombre y de la cultura europeos, pero yerra en sus conclusiones que se desvían por unos derroteros sin salida, de signo inmanentista: la vuelta a la sencillez de la naturaleza para entrar con ella en una suerte de comunión mística o de fusión cósmica, que es tanto como decir de disolución en la nada." (Fermín Polo, Herman Hesse, en revista Palabra, julio de 1984, p. 31).

Nota bibliográfica: convendrá recomendar a quienes tengan que consultar esta recensión que conozcan de modo crítico, utilizando un buen manual de Historia de la Filosofía, el pensamiento de Nietzsche y de Schopenhauer, que influyeron notablemente en Hesse.

 

                                                                                                                 J.I.P. (1982)

 

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