INSTITUTO DE INVESTIGACIÓN SOCIAL DE FRANKFURT

Lecciones de sociología

(Edición preparada por Max Horkheimer y Theodor Adorno)

 

(Título original: Soziologische Exkurse, 1956, vol. 4° de los «Frankfurter Beiträge zur Soziologie» del Institut für Sozialforschung de Frankfurt am Main, editados por Theodor W. Adorno y Walter Dirks.)

 

ÍNDICE

                                                                                        Página

I. La idea de sociología .................................................... 13

II. Sociedad ..................................................................... 29

III. Individuo .................................................................. 51

IV. Grupo ....................................................................... 69

V. Masa .......................................................................... 87

VI. Cultura y civilización ............................................. 103

VII. Sociología del arte y de la música .......................... 117

VIII. Sociología e investigación social empírica ............ 133

IX. Familia .................................................................... 147

X. Estudios de comunidades .........................................167

XI. Prejuicio ..................................................................191

XII. Ideología ............................................................... 205

 

CONTENIDO DE LA OBRA [1]

En los doce capítulos que componen esta obra aparecen conceptos y presupuestos comunes, que se afirman y ejemplifican de modo continuo, íntimamente relacionados entre sí. Por eso, en la exposición del contenido, no nos ceñiremos en modo estricto al orden de exposición que aparece en el Índice.

 

a) Tareas de la sociología.

Se resume aquí el contenido de los capítulos I, II y VIII. Se puede decir que el libro es una continua ejemplificación y aplicación de la concepción sociológica del instituto, cuyos «principios» guían el análisis de cada argumento tratado. Estos principios aparecen de modo especial en estos capítulos.

Según el estilo común a toda concepción historicista, no son las definiciones —consideradas como demasiado rígidas e inmóviles— las que ilustran los conceptos, sino que el modo habitual en el que se exponen las posiciones propias es a partir de la historia del concepto y de la exposición polémica de las ideas de los adversarios.

En esta concepción, se considera como adversaria la tendencia (común a Comte, Durkheim, Weber, Pareto) a limitarse a explicar lo que sucede en la sociedad sin contribuir a que cambie: «el impulso a la posible transformación del ser por obra del deber ser, propio de la filosofía, cedía el paso al sobrio celo del que acepta el ser como deber ser» (p. 19). Se puede encontrar aquí, en modo bastante explícito, la concepción marxista según la cual la teoría debe unirse a la praxis, pues su objetivo es cambiar el mundo, y no sólo limitarse a contemplarlo.

Sin embargo, para efectuar cambios radicales en la sociedad es necesario poseer una visión de conjunto, de modo semejante a las imágenes que siempre han presentado las diversas filosofías. La sociología, efectivamente, al pretender fundarse exclusivamente en los datos positivos —a diferencia de la filosofía—, ha perdido de vista el nexo de totalidad de la sociedad. La instancia positiva, el método científico, resultó muy pronto un fin en sí mismo, especialmente en la sociología empírica americana, que es criticada por uno de sus máximos exponentes (Lynd): «olvidado el empeño ético de ayudar a los hombres en la solución de sus asuntos más importantes, la colección de conocimientos ha llegado a ser, según la crítica de Lynd, un falso fin en sí mismo» (p. 20).

La sociología debe ser una ciencia inmediatamente práctica, pero también crítica, y no puede reducirse a una simple técnica al servicio de la administración del sistema (cfr. p. 143), no debe quedar reducida a una investigación social empírica, que es un simple instrumento de control de una teoría más amplia sobre la sociedad. La reducción de la sociología a social research es explicada como una renuncia del cuerpo social a las reformas radicales, con la consecuente resignación a tareas más limitadas: «la posibilidad de aplicación práctica de la ciencia a la sociedad depende fundamentalmente de las condiciones de la misma sociedad (...); los intereses comienzan a ser discordes precisamente en el momento en que ya no se trata de eliminar algún inconveniente, sino de modificar la estructura de la sociedad» (p. 143). Se puede ver cómo late en esta concepción la misma confianza absoluta del iluminismo en su capacidad de resolver los problemas sociales a la luz de las propias teorías; y de hecho los autores declaran que también en la realización de sus promesas, la investigación social debe tener un «espíritu iluminista y anti-ideológico», entendiendo por ideológico toda actitud de la ciencia que sólo pretenda explicar los hechos sociales. Así, los autores rechazan la neutralidad de la sociología y también la proposición de Lundberg, sociólogo americano, según la cual «los resultados de una sociología rigurosamente científica deben ser tales que puedan ser aceptados igualmente por un fascista, un comunista o un liberal» (p. 146). La sociología, a través de la social research, debería poner de manifiesto las fuerzas objetivas que mueven a los hombres a asociarse, «la relación activa entre el hombre y la naturaleza, y las formas objetivas de asociación humana no reconducibles al espíritu como estructura interior del hombre» (p. 140), reconociendo a lo más, las necesidades psicológicas indicadas por el psicoanálisis.

Esta insistencia por lograr una visión total de la sociedad exige un estudio interdisciplinar, pero los autores insisten en que no se puede confundir esta colaboración entre diversas ciencias con la verdadera síntesis que, a partir de ellas, ha de lograrse sobre la sociedad, y que debe tener un carácter «filosófico». La acusación que se lanza a las teorías filosóficas sobre la sociedad es, precisamente, su carácter pre-sociológico: «mientras la gran tradición filosófica trazaba la doctrina de la sociedad en relación a un ideal obtenido a partir de los principios absolutos del ser (...), la sociología se jacta de haberse liberado, igual que las ciencias naturales, de toda teología y limitarse a la constatación de nexos causales regulares» (pp. 18-19).

Los autores distinguen entre sociedad y estado. El estado, entendido como institucionalización de la sociedad, tiende según su concepción a absorber en sí a la sociedad, y el papel de la sociología sería observar las relaciones entre ellos: «la sociología se convierte en crítica de la sociedad en el mismo momento en que no se limita a describir y ponderar las instituciones y procesos sociales, sino que los confronta con este sustrato, la vida de aquellos sobre los que se imponen ...» (p. 36). Entienden la sociología como algo esencialmente dinámico, y rechazan el «dualismo científico» entre estática y dinámica social que se encuentra no sólo en Comte, que lo enuncia explícitamente, sino también en Marx, que contrapondría «las leyes naturales e invariables de la sociedad con las propias de cada fase de desarrollo» (p. 38).

 

b) Sociedad y grupos (cc. III, IV y V).

 

La tendencia a la socialización es explicada no como un fenómeno general, sino como un fenómeno cualitativo, que afecta también a la misma interioridad del hombre, degradándolo: «En este proceso, la progresiva racionalización, en cuanto standarización del hombre, va acompañada de una regresión igualmente progresiva» (p. 45), pues en este proceso el individuo pierde su libertad. Los autores explican esta pérdida de la libertad en clave psicoanalítica: la socialización comportaría un control cada vez mayor de la esfera de los instintos, que no iría acompañada de la necesaria compensación equivalente del yo, engendrando una rebelión de los instintos reprimidos, lo cual les lleva a concluir que «la socialización crea el potencial para la propia destrucción, no sólo en la esfera objetiva, sino también en la subjetiva» (p. 45).

El aumento de socialización daría lugar a la integración que se manifiesta, según Spencer, «en la formación de una masa más grande y en el progreso de esta masa hacia una coherencia debida a las íntimas conexiones de sus partes» (p. 42). Sin embargo, los autores no aceptan la teoría —también de Spencer— de la diferenciación, porque ésta sólo se daría en algunos momentos de la sociedad liberal-burguesa con un alto grado de desarrollo (cfr. p. 43).

Respecto al concepto de individuo, los autores afirman que es un mérito de la sociología el haber conseguido eliminar las pretensiones de autonomía respecto a la sociedad, que asignaban al individuo las filosofías modernas de Descartes, Leibniz, Kant y Fichte. Para la sociología, el hombre «antes de ser —también— individuo, es uno de los semejantes, y antes de referirse explícitamente a sí, es un momento de las relaciones en que vive, antes de que eventualmente pueda alcanzar su propia autodeterminación» (p. 53). En definitiva, lo que mantienen los autores, es que el hombre vendría constituido por sus relaciones con los demás.

De modo semejante, el concepto de persona también es reducido a «una categoría social, determinada sólo por la correlación vital con las demás personas (...); y sólo en esta correlación, en unas condiciones sociales dadas, su vida alcanza sentido» (p. 55).

Así, el mérito de la sociología sería el haber revelado la importancia del contexto social para entender el individuo, que con excesiva frecuencia se ha querido entender exclusivamente en términos psicológicos (cfr. p. 60). Los autores, sin embargo, ven en su insistencia por afirmar el papel de la sociedad en la formación del individuo un posible peligro, el de favorecer el totalitarismo. «Esta objeción es de gran peso y hay que tenerla en cuenta: el concepto puro de la sociedad es tan abstracto como el concepto puro de individuo, y lo mismo el de una eterna antítesis entre los dos» (p. 60). En realidad, no responden a la objeción que ellos mismos se plantean, precisamente por el determinismo social que profesan. Esto les obliga a decir que el individuo sólo puede realizarse en un estado justo, precisando que el estado burgués no puede ser justo, porque enfrenta las necesidades individuales a las colectivas (cfr. p. 61).

Para los autores, el grupo no es un conjunto de personas unidas por un fin común, sino simplemente un conjunto de personas unidas por breve tiempo o casualmente (se rechaza todo fin). Aceptan la división clásica de los grupos en «grupos pequeños», como elemento originario de cualquier desarrollo social; «grupo primario» (familia, vecinos, compañeros de juego...); y «grupo secundario» (el estado, el partido...) (cfr. pp. 72 ss.). La función de los grupos sería satisfacer las necesidades psicológico-afectivas de los individuos, que necesitan de unos mediadores entre sí y la sociedad. De este modo, todos los grupos —también la familia— son artificiales, son un producto de la sociedad: «la familia no es una categoría originaria (...), ella misma es un producto de la sociedad» (p. 81).

A continuación, analizan el fenómeno de la masificación bajo una perspectiva psicoanalítica, encontrando en él una función positiva que sería la sublimación de los impulsos agresivos, que haría posible el nacimiento de la cultura y de la comunicación interpersonal. La masa no sería un grupo de individuos unidos casualmente, sino que sus componentes, según los autores, tienen unos ideales comunes. Siguiendo a Freud, clasifican como «masas altamente organizadas, artificiales y de gran duración» a la Iglesia y el ejército, llegando a identificar los ligámenes de obediencia al jefe —tanto en la Iglesia como en el ejército— como un producto de lazos libidinosos (cfr. p. 93).

Pero la masificación abriría las puertas a la manipulación, obra de la presión del grupo y de la clase más fuerte (cfr. p. 95) y, sobre todo, de la disposición inconsciente de la masa a dejarse manipular. Para evitar la masificación, el individuo debería conocer «qué es lo que le lleva a hacerse masa, para así oponer una resistencia consciente a la ‘tendencia’, al comportamiento de masa» (p. 96). De nuevo es Freud el que proporciona los medios para lograr esa resistencia: la tendencia a la masificación se origina en la necesidad de sublimar las propias pulsiones sexuales mediante la identificación con un jefe y con los demás individuos de la masa. También se sirven de la teoría de otro psicoanalista, Numberg, que resuelve en la debilidad del yo frente a la sociedad, la abdicación de las responsabilidades personales en la sociedad (cfr. ibid. ).

 

c) Cultura y civilización.

 

Los autores entienden por Kultur la cultura del espíritu, «los valores de civilización» (p. 110), y por Zivilisation todo aquello que permite un progreso material de la humanidad.

El adversario polémico en esta ocasión es —in genere— la exigencia de redescubrir una cultura que humanice la civilización y, más concretamente, se polemiza con la obra de O. Spengler La decadencia de Occidente, publicada en 1918, que denunciaba los males de la sociedad occidental, que estaría perdiendo los valores campesinos, e identificaba cultura con campo y civilización con ciudad.

Los autores afirman que «no es lícito invocar la cultura contra la civilización» (entendiendo por cultura una especie de espiritualismo descarnado e inútil); es más, hacerlo supondría la disgregación de la sociedad. Pero admiten que «también es verdad que la actividad de la civilización, como producción y uso cultivado de meros objetos instrumentales y en muchas ocasiones superfluos, se ha convertido en un fin en sí misma en una medida intolerable, y que los hombres ya no son, o casi no lo son, dueños de ese aparato, sino sus funcionarios, o consumidores coaccionados de lo que aquél produce» (p. 108). Describen estos y otros males producidos por la civilización, pero para subsanarlos afirman que no es necesaria una revalorización de los bienes espirituales, sino que bastaría con un genérico esfuerzo «por empujar el actual proceso de civilización, de modo positivo, más allá de sí mismo» (p. 109).

 

d) Sociología del arte y de la música.

 

En relación con el arte, la sociología no se debe «limitar a las condiciones del contexto social en las que operan las obras de arte, sino que debe profundizar en el sentido social de esas obras (...), tomar el arte como objeto de una investigación que descifre en él una inconsciente historiografía de la sociedad». Esta exigencia habría sido realizada por Arnold Hauser en su Sozial Geschichte des Kunst und Literatur (1953), que es una interpretación en clave marxista de las obras de arte: «su método —dicen los autores— es dialéctico en el sentido más estricto, y le permite desarrollar las formas artísticas a través de todas las mediaciones, y en su completa diferenciación específica, de las condiciones sociales, tanto del trabajo como de las relaciones de dominio en las diversas fases históricas. El primado permanece en la producción, sin olvidar la distribución y recepción; explica el arte a partir de la totalidad social, pero sin sacrificar el lugar y función específica de cada fenómeno singular» (p. 119).

Los autores no encuentran una obra de arte o un estilo artístico que no dependa del contexto social: incluso las manifestaciones que se presentan como ajenas a la sociedad, son calificadas como «locuras de la asocialidad», y ponen como ejemplos algunas poesías de Trakl, el Guernica, de Picasso, algunas composiciones musicales de Schonberg, etc., y además habría que entenderlas exclusivamente como expresiones del malestar que origina la civilización contemporánea con su aparente normalidad. También este tipo de arte tendría una función social: «ser piedra de escándalo desde dentro de la sociedad actual y de su vida uniformada, provocando la ira de la ‘normalidad’ que, de este modo descubre algo de su falsedad» (p. 121).

La «explicación social» del arte también serviría para la música. Así, la gran música coral simbolizaría y consolidaría la integración del individuo en el orden social constituido (cfr. p. 125); la música de Stravinsky pondría de manifiesto que el dominio totalitario también se prepara desde el interior, y no sólo se impone desde el exterior (cfr. p. 127); y el jazz expresaría la anulación del individuo en el sistema social americano (cfr. p. 129).

 

e) La familia.

 

Tras mencionar brevemente alguna teoría que reconoce el origen natural de la familia, los autores desarrollan su propia concepción. Consideran que la familia está esencialmente ligada a la sociedad, de modo que hasta la misma intimidad familiar tendría este origen (cfr. p. 151).

También el buen funcionamiento de la familia dependería exclusivamente de la estructura social, y tratan de probar cómo el desarrollo social ha terminado con formas familiares que se creían «naturales»: el ejemplo —ya típico en este tipo de trabajos— es el de la desaparición de la familia patriarcal monogámica, debido al desarrollo social de la mujer: «hasta que la familia garantizó a sus componentes protección y calor, la autoridad familiar estaba justificada; además, la propiedad privada constituía un sólido motivo de obediencia para los herederos» (p. 155). Es, en definitiva, la concepción marxista sobre la familia, que la hace proceder de la sociedad capitalista y de la ley de la propiedad privada: cambiando las estructuras, cambiará también la familia.

A los autores no les queda más remedio que conceder que «también de la familia burguesa» han salido algunos personajes con «capacidad de amar y coherentes» (p. 160), y por eso afirman que «cualquier ideología, también la familiar, no es una simple mentira. Cuando el culto a la familia, y en primer lugar a la ‘virtuosa esposa y madre’, atribuía a los oprimidos que estaban obligados al sacrificio, el halo de la bondad y de la dedicación voluntaria, esto no era un simple homenaje verbal a los vencidos, sino la atribución —idealmente— de una dignidad» (p. 157). En definitiva, los valores familiares naturales son presentados como la sublimación de las duras exigencias que la sociedad capitalista imponía a los individuos, pues al basarse en la competencia con los conflictos que de ahí surgen, necesitaba de este tipo de familia rigurosa que servía como preparación para el ingreso en la sociedad.

A consecuencia de la caída de la familia burguesa, la sublimación del padre, que era la causa de que se le obedeciera, fue trasladada al Estado, y de este modo se explicaría la formación de los estados totalitarios (cfr. p. 160), y en concreto del nazismo (p. 161).

El tipo de familia ideal que proponen los autores es la «familia de iguales», en la que ya no exista el autoritarismo. Pero para lograrlo se necesita antes el cambio de estructuras de la sociedad opresiva, para que también la familia deje de serlo respecto a sus miembros.

 

f) La comunidad.

 

A partir del concepto de comunidad como «pluralidad de hombres dotados de intereses, sentimientos, comportamientos y finalidades comunes, debido a la común pertenencia a un grupo social» (p. 172), los autores utilizan una encuesta sociológica hecha en Darmstadt, para obtener las conclusiones sobre el concepto de «humanidad campesina» y sobre las características de la juventud alemana de la inmediata postguerra.

Para los autores los avances tecnológicos agrícolas obligan a eliminar el concepto de «humanidad campesina», pues prácticamente han desaparecido las diferencias entre el campo y la ciudad, y los aspectos que estaban ligados a la tradición se han unido a otros aspectos modernos, creando conflictos entre sí, de tal modo que se ha producido un retraso cultural, en el que los autores señalan «uno de aquellos peligrosos vacíos de ideales en los que penetra con tanta facilidad la propaganda totalitaria» (p. 178).

La conclusión de esta investigación sobre los campesinos es que «la transformación de la superestructura cultural se desarrolla más lentamente que la transformación de las condiciones materiales de producción» (p. 178), que está en sustancial acuerdo con la tesis marxista de la dependencia de los valores culturales del sustrato económico.

La encuesta sobre la juventud de Darmstadt mostraría una fuerte tendencia a la americanización, «un sentido a menudo exagerado de todo lo que es práctico», materialismo vulgar, inseguridad, unida a la necesidad de apoyo «quizá en nuevos poderes totalitarios», debido a la debilitación de los vínculos familiares (cfr. p. 181).

Como se puede observar, todas las conclusiones coinciden con los presupuestos previos de los autores, siendo esta encuesta un ejemplo patente de la posibilidad de manipulación —de sobra conocida— de este tipo de instrumentos.

 

g) Prejuicio.

 

El objetivo de esta investigación era definir «las contrarreacciones humanas desplegadas en todos los casos de notable expansión de movimientos totalitarios y de su propaganda» (p. 191), y más en concreto el estudio del «odio de raza y en particular el antisemitismo».

El origen de estos odios hacia minorías también habría que buscarlo en una peculiar conformación psicológica de los componentes de la mayoría opresora, que estarían dotados de una «personalidad autoritaria».

El análisis de la «personalidad autoritaria» mostraría las siguientes características (que los autores ven confirmadas tras el análisis del Mein Kampf, de Hitler):

—Una profunda debilidad del yo, que necesita identificarse con el orden constituido, «incapaz de satisfacer las exigencias de autodeterminación frente a las fuerzas e instituciones avasalladoras de la sociedad» (p. 198).

—Incapacidad de relaciones no superficiales con los demás, a causa de carencias afectivas debidas a traumas infantiles (cfr. p. 199).

—«Deseo inconsciente de destrucción, también de sí mismo», con tendencia al cinismo y desprecio por los demás hombres (cfr. ibid.).

—Pensamiento estereotipado (por ejemplo: dividir el mundo en buenos y malos), sadismo enmascarado, adopción de la fuerza, reconocimiento ciego de todo lo que es eficaz, etc. (cfr. p. 196).

En pocas palabras, la «personalidad autoritaria» presentaría una acentuada falta de diferenciación, de tal modo que puede haber individuos con estas características y que sostengan ideologías completamente opuestas (cfr. ibid.).

Especialmente se encuentran personalidades autoritarias —según los autores— en los países industrializados, precisamente por la necesidad de simplificar los juicios, debido a la complejidad de las estructuras sociales. Un juicio autónomo en estas situaciones, además de ser muy difícil resultaría también muy incómodo, pues obligaría a marchar contra corriente. El fenómeno del ticket-thinking, del pensamiento estereotipado, sería casi un mecanismo de defensa, dado que los individuos «para enfrentarse con las exigencias que surgen en cada esfera de la vida deben mecanizarse y standarizarse a sí mismos en un cierto grado» (p. 201).

 

h) Ideología.

 

En este capítulo se expone la tesis que fue desarrollada por Adorno y Horkheimer en su obra Dialéctica del Iluminismo, según la cual el pensamiento se habría convertido en mera ideología, es decir, historicidad y practicidad totales, incapaces de contener una verdad en sí.

Para los autores la ideología es el producto necesario de una sociedad que tiene una economía de mercado desarrollada y, a la vez, una «conciencia objetivamente necesaria, y al mismo tiempo falsa, como un entramado indiviso de verdad y anti-verdad, que se distingue tanto de la verdad plena como de la mera mentira» (p. 212). La ideología sería, sobre todo, una justificación, que presupone una condición social problemática.

Los autores ofrecen una rápida visión histórica de las ideologías, hasta llegar a la ideología de la industria cultural, que sería la más pobre de todas y, ante la realidad de la situación social, «se refugia en el pobre axioma de que no podía ser de otro modo» (p. 226). Esta ideología «ya no es un espíritu objetivo, ni siquiera en el sentido de cristalizar en modo ciego y anónimo en la base del problema social: al contrario, es algo que se ha adaptado a la sociedad de modo científico» (p. 223), a través de los medios de comunicación social, que serían el instrumento de «la producción sintética de la identificación de las masas con las normas y las condiciones vigentes de modo anónimo tras la industria cultural (...); toda voz en desacuerdo está sujeta a censura; el adiestramiento para el conformismo se extiende hasta llegar a las emociones más íntimas y sutiles» (p. 224).

 

VALORACIÓN

Sociologismo.

 

La sustitución de la filosofía por la sociología parece darse por descontada a lo largo de toda la obra, y particularmente en el capítulo I y XII, donde aparece de modo más explícito. Si Marx hacía de la economía la ciencia total y omnicomprensiva, estos autores toman a la Sociología como ciencia cumbre, desde la que se puede hacer la «crítica» del conocimiento y del estado de la sociedad. Como es sabido, el marxismo de las últimas décadas ha evolucionado bastante, en el sentido de integrar en sí otras formas de pensamiento, tendencias filosóficas y científicas, pero sin dejar sus principios esenciales, es decir, el ateísmo y el materialismo dialéctico. El modo de asimilar la sociología y la psicología para juntarla con la economía de Marx o con alguna otra economía más evolucionada, tomando estas ciencias tal como Marx había usado de la economía de su tiempo (por ejemplo, para hacer con ella la crítica de la religión), determina la variedad de marxismo teórico que se pueda formar. En este caso hay una unión entre la sociología y el psicoanálisis, que va a tener como consecuencia la visión deformada sobre los temas que se exponen a lo largo de esta obra. En el capítulo I se hace notar que no se trata ya de admitir «sólo» la sociología, como ciencia particular —eso sería el vulgar empirismo o positivismo—, sino de algo más radical: la sociología se hace «toda» la ciencia, el fundamento desde el que se juzgará a la religión, se hará la historia de la filosofía, se descubrirán las formas de la familia y qué pasos futuros ha de dar, etc., puesto que la familia, la religión, la filosofía, etc., no son más que manifestaciones de diversas situaciones sociales. Por tanto, se trata de una sociología práctica (en el sentido marxista de la praxis: creatividad del hombre social), en la que no hay nada de «ser», porque todo se resuelve en el «hacer» puesto por el hombre. Es así como han de entenderse esos ambiguos términos —casi siempre los mismos— que suelen usar estos autores como resolutivos del discurso: «cambio», «actitud crítica», «dinamismo». Igualmente, ciertas expresiones como «visión de conjunto», «totalidad», etc., quedan en ellos vaciadas de contenido sustancial y remiten siempre al mismo postulado inicial. Se obtiene así una sociología que no quiere quedarse en la mera descripción, sino ser una ética, en la que equívocamente se habla de un «deber ser» que no es más que el imperativo de la praxis, contrapuesto a un «ser» que significa «los hechos», lo fenoménico, la situación existente. Se pasa luego, como es costumbre entre los autores marxistas, heredada del mismo Marx, a atacar la moral natural, la realidad del bien y del mal, las virtudes humanas, etc. Pero cuando se apura el significado de sus propuestas de «reforma», «crítica», etc., no tienen otra cosa que ofrecer más que las necesidades vitales primarias, particularmente las sexuales, sin hacer alusión a la transmisión de la vida, e interpretadas según las ideas freudianas. Junto a esto, esa «crítica» se queda en oponerse a ciertas condiciones de la vida actual —masificación, dominio abusivo de la propaganda— que son ampliamente conocidos por todos —en muchos casos han degenerado en tópicos de la prensa o de la conversación—, y que si son ciertas, no se resuelven sino gracias a la doctrina metafísica y cristiana del hombre y de la vida, pues requieren un profundo conocimiento moral.

 

El individuo resuelto en el anonimato social.

 

El juicio sobre el marxismo no se basa en el grado de violencia que pueden utilizar los comunistas para llevar a la práctica sus ideas —esa violencia es separable de la teoría dialéctica, que se sirve o no de ella según la conveniencia del momento— sino en la aberración de sus mismos principios. Ese carácter negativo se concreta en los capítulos II, III, IV y X, en el tema de las relaciones entre individuo y sociedad. La concepción materialista del hombre no permite resolver las antinomias que se quieren ver entre individuo y sociedad, sino que más bien las acrecienta. El individuo queda reducido en estas páginas a pura relación social y a exigencias instintivas: no es extraño que así se disuelva la libertad individual. Pero en el fondo, estos autores no hablan de la libertad —capacidad de querer o no querer, querer esto o aquello, ordenada al bien—, sino del instinto sin control (o con un control ajeno al bien, de pura conveniencia), porque sólo se busca la satisfacción sensible subjetiva, y choca con los demás sólo porque se encuentra un obstáculo en los instintos ajenos. Por eso esta obra tampoco habla de la verdadera dimensión social del hombre, que nace de una cooperación libre de muchos en orden a un bien común, sino que más bien concibe a la sociedad como un simple gregarismo, más o menos racionalizado desde fuera, y cuya mayor o menor cohesión (cuando es grande hablan de «comunidad») obedece sólo a factores exteriores, como son el medio geográfico (la vida en el campo, en la ciudad, etc.) o las características de los medios de la producción material.

La libertad verdadera del individuo singular viene dada por su naturaleza espiritual, que hace posible que cada uno actúe libremente, con decisiones sobre sus fines y sobre adherirse o no a Dios, el fin último de la vida. Es ésta la auténtica libertad, que no significa omnipotencia ni falta de condicionamientos para ejercerse ordenadamente. Pero si el hombre se reduce a vida animal, resulta inevitable perder del todo la libertad, aunque luego se pretenda recuperarla —falsamente— en el todo social. Se entiende así la afirmación netamente marxista de que «el hombre como individuo alcanza su existencia propia sólo en una sociedad justa y humana» (p. 61), en la que la palabra «justa y humana» no responde al contenido que le dan los autores. Al perder al hombre como persona subsistente y libre, se le viene a tratar casi como un accidente de la sociedad, y así se puede llegar a decir que las modificaciones sociales producen una transformación «cualitativa» (en el sentido de esencial) del hombre, poniéndolo en condiciones de «alcanzar su propia existencia». Este cambio o salto cualitativo —que en el vocabulario marxista recuerda el modo de producirse la evolución ascendente de la Materia— se realizaría sin la responsabilidad directa del individuo, pues tal responsabilidad queda transferida a la sociedad y no a cada persona.

Habría que recordar aquí que los demás pueden ser un obstáculo o una ayuda para que cada uno se encamine a sus fines, pero esos fines los alcanza cada persona con su iniciativa y su responsabilidad, y de modo particularísimo el fin último que es Dios, a quien cada uno puede y debe libremente reconocer como el fin de su vida, en cualquier situación social, temporal, material, etc., en que le toque vivir.

 

Situación del individuo: masificación y manipulación.

 

El reductivismo del hombre a su naturaleza inferior tenía que conducir a una interpretación unívocamente materialista de la masa, que resulta así manipulable como un conjunto gregario que se mueve por impulsos instintivos, según el esquema psicoanalítico (capítulo V). Es muy cómodo y simple aplicar después esta caricatura a sociedades amplias y universales, con fines espirituales, como la Iglesia (sociedad sobrenatural), o la nación, las instituciones, etc., que no son masa, aunque algunos de sus miembros pueden comportarse con menos responsabilidad, más pasivamente, por adherirse menos al bien común de tales sociedades. Los autores de esta obra no han estudiado la verdadera masa, fenómeno social secundario, derivado de personas reunidas sin una finalidad, o que por su poca categoría prefieren actuar en el anonimato, sin asumir responsabilidades personales. Una concepción tan pobre de la sociedad no tiene en verdad nada que ofrecer: los autores reconocen que es inútil querer salvaguardar la propia personalidad ante la masa devoradora, y proponen como único remedio el consuelo de «tomar conciencia de qué es lo que a uno le lleva a masificarse» (y esas razones, naturalmente, serán siempre de tipo sexual-morboso). Pero ésta no es más que la conclusión de un principio ideado: poniendo el hacer social como la esencia de la humanidad, los individuos quedan reducidos a sujeto pasivo de la «manipulación».

 

Cultura y civilización: la sociedad tecnificada, único horizonte del hombre.

 

Esta parte de la obra (capítulo VI) no hace más que volver a poner la técnica contra el humanismo (la «civilización» contra la «cultura»), con la sorprendente simplificación de asignar la cultura al campo y la técnica a la ciudad. No es nuevo este tipo de simplificaciones en el marxismo y en el sociologismo, que buscan explicar el origen de las actividades humanas sólo por el contexto social-geográfico o laboral de las distintas épocas, y vienen así a «contarnos» una historia de la humanidad, sencilla, superficial, casi como una fábula que puede quedarse fácilmente grabada en la mente de las personas que por su ignorancia no conozcan la realidad, pero que por su ingenuidad resultan así manipulables para la lucha política. Desde este «esquema», los autores se limitan a defender el mundo de la tecnificación, aunque —añaden— deberán tomarse precauciones para evitar ciertos inconvenientes que vendrían de un desarrollo descontrolado [2]. Estamos aquí en una sociedad, como es la marxista, cuyo único motivo de ser está en el progreso industrial, en el aumento de la producción.

 

Disolución de la familia.

 

La familia, institución natural que establece un vínculo indisoluble entre el varón y la mujer, en orden a la procreación y educación de los hijos, queda completamente desnaturalizada en esta obra, que la pone como esencialmente dependiente de las formas accidentales de la organización social. Tampoco es nuevo argumentar contra la familia, su unidad, su indisolubilidad, la autoridad de los padres y del cabeza de familia, con el apelativo de «familia burguesa» (se trata de una técnica bien conocida en los ambientes marxistas), para proponernos a cambio una animalización del hombre, aplicada ahora al matrimonio. Se acepta como postulado que la familia no puede tener otro fin objetivo que la utilidad económica de la sociedad industrial, ni otro estímulo subjetivo fuera del instinto. Aplicando la conocida técnica marxista de poner en ridículo las virtudes verdaderas del hombre —la lealtad, el sacrificio, la laboriosidad, etc.—, estos autores pretenden que tales virtudes habrían sido o un instrumento de la sociedad capitalista, o un consuelo de la gente oprimida, o una sublimación de fines menos nobles. Con este ardid dialéctico —que suele descender luego a las ejemplificaciones de casos anormales— se pretende que si los hijos obedecen a los padres, si respetan su autoridad, si el marido y la mujer se guardan mutua fidelidad, en realidad estarían actuando mal, y que lo bueno sería la rebelión contra los padres, la infidelidad de la mujer invocando el feminismo, etc. En una palabra, está aquí operante el postulado «revolucionario» del marxismo, que invierte todo el orden social, para terminar al final en una sociedad donde ya no existe la familia, sino sólo la procreación controlada, la educación a cargo del Estado, el autoritarismo sin límite de la programación técnica, la vida individual reducida a instinto, etc. Si subsiste algo de familia, es sólo en tanto sirve para los fines del desarrollo.

 

Prejuicio (capítulo XI).

 

Tema favorito de los estudios sociológicos. Pero, en vez de estudiar, por ejemplo, el prejuicio antirreligioso, el prejuicio de ver en todo un comportamiento sexual, o un motivo económico, este tema es ocasión para insistir en las mismas ideas, dirigiendo los ataques otra vez contra el autoritarismo, contra el nazismo, etc., según tópicos muy conocidos que en los últimos años han circulado en el ambiente de la opinión pública, y que a menudo han sido utilizados como instrumentos de propaganda para dejar mal a personas, instituciones, o a la correcta doctrina moral natural. De otro modo, no se entiende a qué viene hacer la descripción psicológica de una persona dominada morbosamente por el autoritarismo, olvidando también muchas otras deformaciones igualmente deplorables.

Esta parte de la obra lleva más claramente a poner en duda la seriedad de estos estudios, y la pretendida «objetividad científica», pues es indudable que las observaciones que hacen los autores, y el modo de interpretarlas, responde a ciertas ideas preconcebidas, y lleva a simplificar las cosas de una manera poco apropiada a la seriedad de una investigación.

 

Ideología de la industria cultural (capítulo XII).

 

Este último capítulo está en la línea de la frágil teoría del conocimiento que suelen ofrecer los autores sociologistas, bajo el nombre de «sociología del conocimiento». El conocimiento humano no daría noticia del ser de las cosas, sino que por su misma naturaleza sería sólo pensamiento reflejo del estado social, y entonces se le llama «ideología». De acuerdo con la doctrina marxista, esa conciencia sensible (que aparece como tal una vez que se ha desmontado el aparato de la «superestructura») no deberá comportarse pasivamente, es decir, «ser conformista» sino que deberá «criticar», para cambiar así dialécticamente el curso de las cosas y de la sociedad. El criterio no viene dado por el conocimiento de la naturaleza de las cosas mismas y de sus fines, sino por el simple «poner» o «querer» del pensamiento humano, fundamento de todas las cosas.

 

VALORACIÓN CONCLUSIVA

 

Esta obra viene a ser, en definitiva, una exposición de ciertos temas sociales hecha de acuerdo con criterios de interpretación marxista-freudianos. De ella no se pueden sacar conclusiones positivas, sino que más bien es una muestra de la disolución a la que conduce el pensamiento marxista, de por sí y al entrar en síntesis con otras formas de pensamiento afines, que tienen en común hacer del hombre el origen de toda verdad. Además de estos graves defectos de fondo, cabe señalar la falta de rigor científico con que se presenta esta obra y muchas parecidas, que las hacen poco merecedoras del título científico que llevan. Las conclusiones se apoyan en observaciones parciales, mal hechas, deformadas, a base de cómodas e injustas simplificaciones o de generalizaciones arbitrarias. Se trata de una falta de rigor que contrasta mucho con la gravedad de lo que se quiere concluir, y que hace pensar en aquellas palabras del Apóstol: «Porque vendrá tiempo en que los hombres no podrán sufrir la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a su gusto, que lisonjeen sus pasiones, y cerrando su oído a la verdad, se volverán a las fábulas» (II Tim. 4, 3-4).

 

A.C. y J.J.S.

 

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[1] No se trata de un manual de sociología, sino más bien —como dicen los autores— de «materiales y consideraciones que se refieren a nociones singulares y a campos específicos que, sin embargo, pueden proporcionar en sus relaciones de conjunto, una cierta visión del todo» (p. 8).

En la p. 9 se afirma que el autor de esta obra es todo el Instituto, que ha recogido manuscritos y breves conferencias para la radio alemana de Assia, de los años 1953-54, así como artículos para revistas de sociología (Prejuicio, Ideología) y voces de diccionarios (Sociología e investigación social empírica).

El método usado por los autores es, según sus palabras, la «compenetración de exposición, ejercicio y reflexión crítica» (p. 7).

[2] Está a la mano plantear inmediatamente la necesidad del control de nacimientos, para controlar los desórdenes de la «civilización», desórdenes juzgados tales por la medida de la economía, la nueva ética de estas doctrinas.