IRAZÁBAL, Carlos

Hacia la democracia. Contribución al estudio de la historia económico-político-social de Venezuela

Ediciones Centauro, Caracas 31974, 282 pp.

(José Agustín Catalá, editor; tercera edición, corregida y ampliada por el autor. Caracas, Venezuela, 1974, 282 pp.)

 

INTRODUCCIÓN

Hacia la Democracia era un libro, hasta esta tercera edición, mencionado por muchos y de pocos conocido. Posee en la actualidad, sobre todo, una importancia cronológica, por haber sido el primer intento de análisis marxista de la historia de Venezuela. Es un prototipo de historia adjetiva, elaborada sobre prejuicios y cartabones. En ella no se trata de mostrar el hecho histórico en sí, para conocerlo y valorarlo adecuadamente. Por el contrario, busca la reiterada afirmación de un molde apriorístico, de un corsé metódico con aspiraciones de absoluto «científico» que aprisiona los hechos. De tal aprisionamiento surge la deformación instrumental buscada por quien piensa que para el historiador lo importante no son los hechos vistos en el contexto real de un proceso, sino el corsé en sí, porque a él corresponde —praesumptio iuris et de iure— la «verdad científica».

Esta tercera edición ha sido corregida y ampliada por el autor. Sin embargo, las correcciones y ampliaciones no varían sustancialmente el texto original de 1939. En el prólogo a la primera edición el mexicano Luis Chávez Orozco alababa la «madurez científica» del trabajo, porque, en su opinión, él mismo «insinúa de manera muy clara que el pensamiento revolucionario de Latinoamérica no solamente se ha adueñado ya de la disciplina dialéctica, sino que tiene ahora la capacidad suficiente para aplicarla a nuestra realidad social» (p. 5. Todas las referencias de páginas se hacen en base a la tercera edición de 1974). Por su parte, en la Nota preliminar a la primera edición el propio Irazábal reconocía «las innumerables fallas y lagunas de este estudio», subrayaba su carencia de pretensión y afirmaba que su único mérito residía «en el esfuerzo inherente a su realización» (pp. 7-8).

El porqué de esta tercera edición está expuesto en la nota que para ella escribe el autor. Sostiene que las tesis fundamentales de su libro conservan vigencia. Cita, en su apoyo, el comentario que sobre él trae Germán Carrera Damas en Cuestiones de Historiografía venezolana (UCV, Caracas, 1967, p. 138): «La historiografía marxista venezolana aparece como producto definido, con la obra ya mencionada de Carlos Irazábal, Hacia la Democracia (cit. por Griffin, p. 14). Esa obra, publicada en 1939, ha tenido una indudable repercusión en los estudios históricos venezolanos, pero no por su aportación original en cuanto al estudio de los fondos documentales de archivo (nada contribuye en ese sentido), ni por la maestría en el manejo de las categorías del materialismo histórico (es más bien principista y mecanicista). Su repercusión se ha debido a que representa, y de allí su gran valor historiográfico, el surgimiento de una nueva concepción de la historia aplicada a Venezuela» (cit. en p. 10).

Irazábal concede toda la razón a Carrera Damas, no sin señalar que, en su criterio, ningún historiador venezolano ha logrado la maestría en el manejo de las categorías del materialismo histórico.

El autor forma parte de la llamada Generación de 1928, que insurge contra la tiranía de J. V. Gómez. Sufre prisión, bajo ella, en Puerto Cabello y Barquisimeto. Al salir de la cárcel termina sus estudios y obtiene el doctorado en ciencias políticas y sociales en la Universidad Central de Venezuela (Caracas). Emigra a España, volviendo a Venezuela a la muerte de Gómez (diciembre de 1935). Expulsado del país, bajo la acusación de comunista, en 1937, por López Contreras, penetra clandestinamente en Venezuela por la frontera con Colombia. Es nuevamente detenido y expulsado, residenciándose entonces en México. En esa época publica Hacia la Democracia. De su agitada y radical vida política de juventud viró posteriormente hacia posiciones más moderadas. Así, ha ocupado destacados cargos diplomáticos representando a su país desde 1958. Actualmente, Irazábal es embajador de Venezuela en Trinidad-Tobago.

PLAN DE LA OBRA

El libro está compuesto por un capítulo introductorio (Revolución, fenómeno natural e histórico, pp. 13-20), un brevísimo capítulo conclusivo (Hacia la Democracia, pp. 261-265) y cuatro grandes partes, divididas en capítulos de la siguiente forma:

La Colonia

I. Las luchas económicas de la nobleza territorial venezolana (pp. 25-51).

II. Las luchas políticas de la nobleza territorial venezolana (pp. 55-69).

La Independencia

I. Régimen económico-político de las colonias españolas de América (pp. 75-95).

II. La Independencia de Venezuela (pp. 99-107).

III. La Independencia realizada por las masas populares (pp. 111-119).

El Régimen Democrático no se estabiliza

I. La Dictadura de 1828 y la desmembración de la Gran Colombia (pp. 125-141).

II. La pervivencia de las relaciones de producción coloniales (pp. 145-155).

III. El «Gendarme Necesario», una tergiversación histórica (pp. 159-164).

IV. La Federación (pp. 167-197).

La matriz del absolutismo

I. El «Gomecismo» (pp. 203-209).

II. Consecuencias económicas y políticas del régimen de propiedad latifundista (pp. 213-231).

III. La penetración imperialista (pp. 235-257).

ANÁLISIS DEL CONTENIDO

Como observación genérica, antes de proceder al análisis crítico de cada una de las partes del libro, puede apuntarse que la obra de Irazábal, siendo principista (para usar uno de los calificativos que le da Carrera Damas) —por no decir elementalista— no supera, ni él se lo propone (porque no es un teórico marxista que haya superado los linderos que —refiriéndose a su evolución personal— Lukács denominaba del aprendizaje), la antinomia filosófica radical entre materialismo y dialéctica. El equilibrio entre materialismo y dialéctica no está conseguido en Hacia la Democracia. Si tal conciliación es el talón de Aquiles de reputados teóricos marxistas, el mismo se hace más patente en la obra de Irazábal. Hacia la Democracia es un trabajo más materialista que dialéctico. Quizá por la constatación de tal hecho, Carrera Damas lo califica también, no sin razón, de mecanicista.

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El capítulo introductorio (Revolución, fenómeno natural e histórico) es una explicación elemental, divulgativa, donde en base a citas de Bujarín, Plejanov y Engels pretende establecerse la evidencia incontrastable —y, por tanto, el valor absoluto— del materialismo histórico y dialéctico. Su esquema es simple y la exposición va acompañada de ejemplos muy gráficos (el agua y el vapor para explicar el cambio cualitativo; el pollo que rompe el cascarón para explicar y justificar la violencia revolucionaria). Irazábal declara en la nota a la primera edición (cfr. pp. 7-8) que el destinatario de su libro es «el pueblo», a quien desea ayudar a interpretar «realistamente» el pasado. Eso explica el estilo, pues la obra parece estar dirigida a un lector de mentalidad más imaginativa que abstracta o especulativa. Sostiene que las revoluciones son fenómenos históricos. En la naturaleza hay cambios no sólo cuantitativos, sino cualitativos. «Las revoluciones políticas en las sociedades equivalen a los saltos en la naturaleza». «La evolución económica... plantea las revoluciones políticas» (p. 17). La sociedad está dividida en clases. El antagonismo entre los intereses de clase es la causa de la violencia revolucionaria. Las revoluciones, como movimientos de masas, vienen dadas por el proceso histórico. «No estallan al conjuro de individualidades o grupo de individualidades por geniales que sean. Estallan cuando la evolución la ha preparado, cuando las ha puesto en el orden del día de la Historia. Por eso es que ningún salto en la Naturaleza o en la sociedad puede tener lugar sin una causa suficiente, que reside en la marcha anterior de la evolución natural o social. Como en las sociedades en vías de desarrollo esta evolución jamás se detiene, se puede afirmar que la Historia está constantemente ocupada en preparar los saltos y las conmociones» (p. 20).

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La primera parte (La Colonia) comprende dos capítulos, dedicados, respectivamente, a las luchas económicas y a las luchas políticas de la nobleza territorial venezolana. Irazábal advierte en nota a pie de página (p. 23) que al hablar del «proceso de diferenciación clasista» que se opera, en su opinión, en la Colonia, lo divide «sólo por un propósito didáctico» en los dos capítulos antedichos. «En verdad —dice— es práctica y teóricamente imposible separar tajantemente el proceso económico del político, pues se entrelazan y, siempre, la reivindicación económica tiene implicaciones políticas y viceversa». Si tal observación parece colocada para salir al paso de cualquier señalamiento que un marxista ortodoxo pudiera hacer al autor por «impureza metódica» (producto, para esa «ortodoxia», de una actitud idealista, o conducente a una actitud idealista), dada la interpretación instrumental que Irazábal deseaba hacer de la historia de Venezuela, en mi opinión, exigía tal distinción. De no hacerlo así, el fácil esquematismo presentado como científico quedaría burdamente al descubierto. No es, por lo tanto, en mi criterio, solamente el propósito didáctico lo que lleva al autor a tal consideración diferenciada. Es ella —llevando las cosas a un límite— la única posibilidad de Irazábal de dar la apariencia de una mínima coherencia en su perspectiva de análisis del proceso histórico que abarca los tres siglos de presencia de España en América, en general, y en Venezuela, en particular.

El capítulo dedicado a las luchas económicas de la nobleza territorial venezolana está enriquecido en la edición que se comenta con numerosas citas tomadas de la Economía Colonial venezolana, de Eduardo Arcila Farías, editado por el Fondo de Cultura Económica. Lo sustancial del capítulo es de Arcila, no de Irazábal. Partiendo de la afirmación de que «una clase social está integrada por los individuos que ocupan idéntico sitio en el proceso de la producción y distribución de la riqueza de la sociedad» (pp. 27-28), afirma que la propiedad de la tierra generó la clase de los latifundistas. «Apareció una clase definida, separada de las otras, con intereses permanentes que le daban homogeneidad y hacía de ella una clase en sí. Luego, el choque de los intereses de esa clase en sí contra los intereses de los otros sectores sociales le forjaron su conciencia de clase. Es decir, la conciencia de sus intereses, de su función social, de su papel histórico. Entonces se hizo una clase para sí, que sabía lo que era, a dónde iba, no sólo económicamente, sino también en el terreno de la política» (p. 28). De más está decir que Irazábal no se preocupa en lo más mínimo de analizar la diversa estructura social de España respecto a Europa en la época precedente al descubrimiento de América y cómo y en qué medida tal hecho influye en la estructura de la sociedad colonial. En efecto, la estructura estamental que se da en la Europa transpirenáica a fines del medioevo y que está presente a comienzos del período renacentista, no se opera en la Península Ibérica, entre otras cosas, por un fenómeno histórico que abarca ocho siglos y que culmina en forma coetánea al descubrimiento de América: la Guerra de Reconquista. Irazábal, además, no se molesta en probar que en la Colonia existieran clases en el sentido en que él las define. Simplemente lo afirma. La historiografía venezolana del siglo XIX habló de clases al referirse a la sociedad colonial, pero sin dar al término el sentido marxista. La historiografía positivista utilizó indistintamente los términos de grupo, casta y clase. La historiografía contemporánea, usando los términos con mucha más precisión sociológica, prefiere hablar de grupos sociales al referirse a la sociedad colonial, incluso en el caso de los historiadores marxistas, porque el concepto de clase —incluso en el caso de la simplista definición de Irazábal— mal puede aplicarse con rigor para la plenaria comprensión de la estructura y la dinámica social, tanto en Venezuela como en el resto de Hispanoamérica. No está de más señalar que a lo largo del libro el propio Irazábal utiliza a beneficio de inventario (es decir, cuando le conviene) el propio concepto de clase que asienta en este capítulo I de la primera parte. Al lector crítico le resulta molesto el apriorismo del autor. De las escasas veinticinco páginas que dedica a «las luchas económicas de la nobleza territorial», sólo analiza algunos fenómenos del siglo XVIII venezolano. Y en esos casos, lo de mayor relieve son las citas de Arcila y de Polanco. Las tres primeras páginas (25-27) se dedican a comentarios de índole general y reflexiones vagas, rehuyendo toda precisión, sobre la Cuba de Castro y el Chile de Allende. Evade lo que de engorroso pudiera tener para un analista marxista el período de la Conquista con una frase: «Para nuestro estudio es inútil hacer un relato de la Conquista» (p. 28). Y agrega, como quien simplemente recuerda una verdad apodíctica —refiriéndose al período de la Conquista—: «Basta pensar, para comprenderlo claramente, que el mundo europeo resultaba demasiado pequeño para las exigencias de la expansión capitalista de aquella época» (p. 28). En quien así hace historia no es de extrañar que en una página escasa (pp. 28-29) considere suficientemente expuesto lo atinente al régimen de propiedad de la tierra y al surgimiento del latifundio. Todo el complejo proceso de fusión de culturas y de razas que se opera en la Colonia sufre en el análisis de Irazábal un tratamiento semejante: abarca, con tono científico, dos páginas y media (pp. 30-32). Como es esa la verdad dialéctica, cualquier interpretación contraria será reaccionaria. Así, pues, en cinco páginas, Irazábal asienta lo único que según él interesa de dos siglos. Su enfoque del siglo XVIII (pp. 32-51) está caracterizado por un pespunte de hechos económicos ciertos que no poseen, sin embargo, el rango de absoluto causal que el autor pretende darle. La incidencia de la Compañía Guipuzcoana en la estructuración social, económica y política de lo que a partir de 1777 sería la Capitanía General de Venezuela no es un hecho que permite una consideración asermonádica, totalmente desvinculada del proceso que vivía la España peninsular y la Europa de la época; y el proceso —típico en cada caso— de las distintas latitudes de la España americana. La comparación entre la gestión de la Compañía Guipuzcoana en el siglo XVIII y la de las Compañías Petroleras en el siglo XX (pp. 44-46) no resiste un análisis hondo. Aparte de que traspasaría los límites de cualquier proporción pretender comparar la influencia de las compañías del petróleo en la estructuración de la Venezuela contemporánea con la influencia que tuvo la Guipuzcoana en el siglo XVIII (la Universidad de Caracas, la Real Intendencia, la Real Audiencia y la creación de la Capitanía General, para citar sólo los hechos de mayor relieve, se dan durante su presencia) baste simplemente recordar, para ponderar en sus justos límites la ingenuidad histórica de la analogía, que en el caso de la Guipuzcoana se trataba de una empresa española que gozaba de un monopolio en territorio entonces español, mientras que las compañías del asfalto y del petróleo que han operado y operan en Venezuela son empresas transnacionales que forman parte del oligopolio petrolero internacional.

En el capítulo II de la primera parte (Las luchas políticas de la nobleza territorial venezolana), Irazábal considera «luchas políticas» la búsqueda de la preeminencia social de los mantuanos, no la conquista del poder político en sentido estricto. Su análisis es incompleto y parcial, como el del capítulo precedente. Se refiere sucintamente a los Cabildos (pp. 55-59), a la situación de los esclavos y al antagonismo social entre pardos y mantuanos (pp. 60-61), y a la polémica por la Real Cédula de las Gracias al Sacar (pp. 62-70).

La fácil lectura de esta primera parte de Hacia la Democracia puede dar al lector desprevenido la idea de que el esquema que presenta Irazábal es el correcto. Fusiona, además, no sin habilidad, hechos ciertos, escogidos ad hoc con su elemental esquema interpretativo. No se interroga sobre la complejidad causal de los fenómenos históricos que fraccionadamente cita. La receta interpretativa está dada; es ella la que confiere rango científico al análisis; los hechos que en ella no encajan no demuestran la incapacidad del método, el substrato idealista (en el sentido filosófico del término) de quien lo aplica, la necesidad de someter a crítica al método mismo, sino simplemente que los hechos que no encajan en la perspectiva merecen el total desprecio, su catalogación de «irrelevantes», su ignorancia marginante, el dejarlos a un lado, porque su no explicación por la que se considera la única explicación científica (vale decir, marxistamente «dialéctica»), evidencia que están de más para la comprensión de lo real concreto, del devenir dialéctico.

Cuando al final del capítulo I cita a Domingo Alberto Rangel —marxista sui generis al igual que Irazábal es, como él, brillante a ratos, más intuitivo que sistemático, contradictorio tanto en su construcción teorética como en su evolución política—, en el sentido de que sólo al final del siglo XVIII aparece en Venezuela una clase dominante y el imperio de una hegemonía de clase (cfr. nota 2, pp. 50-51, tomada de Capital y Desarrollo de la Venezuela Agraria, vol. I, Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, UCV, Caracas, 1969), la lógica pregunta que surge, que ni Rangel ni Irazábal responde, sino atendiendo solamente al proceso estructural de la propiedad agraria, es la plenaria explicación causal del proceso histórico de los dos siglos precedentes.

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La segunda parte se titula La Independencia. Su primer capítulo (Régimen económico-político de las colonias españolas de América, pp. 75-95), comienza con una afirmación tan rotunda como ingenua: «El materialismo histórico o concepción dialéctica de la historia asestó un duro golpe a la concepción idealista que dominó hasta Marx el estudio y la interpretación del proceso histórico de la humanidad» (p. 75). Por lo tanto, para Irazábal, conciencia histórica, desde un punto de vista científico, sólo existe después del Marx-profeta. La prehistoria de la humanidad llega hasta Marx. Sólo con él la «verdad» dialéctica fue revelada. Sólo sus fieles seguidores se arropan bajo el manto de la ciencia. Para Irazábal no cuentan ni siquiera los materialistas mecanicistas, de los cuales está más cerca de lo que supone o esté dispuesto a admitir. Dedica a la exposición elemental (demasiado elemental) del materialismo histórico tres páginas (75-77). Se basa en el Anti-Düringh de Engels. «La raíz —escribe— de ese proceso (el histórico) reside fundamentalmente en la economía y no en la cabeza de los hombres; en las relaciones económicas y no en la filosofía de la época de que se trata» (p. 77). Incurre en defectos similares a los ya señalados respecto a los dos capítulos de la primera parte. Irazábal habla en muchas oportunidades de «nobleza territorial», de la «clase decadente que gobernaba a España», de «los otros grupos sociales», sin precisar cuál era la clase decadente que gobernaba a España, la distinción (si es que en su criterio la hay, cosa que no queda clara) entre clase y grupo, por que los propietarios agrícolas eran «nobleza», etcétera. Y concluye con rotundidad: «En consecuencia, existía en nuestra América una contradicción que era preciso resolver: la nobleza territorial, estamento dominante dentro de la economía, era una clase políticamente oprimida por la metrópoli. La solución de ese antagonismo fue uno de los móviles más importantes que empujaron a esa clase al movimiento de independencia» (p. 95). Tal tesis de la metrópoli como antítesis de la nobleza territorial dentro de un análisis que pretende ser un intento de interpretación dialéctica (marxista) de la historia de Venezuela no deja de ser paradójico. Porque el sentimiento de opresión que podían sentir los mantuanos criollos no era precisamente de índole económica; lo que buscaban era un poder político cónsono con su preeminencia social. Si los mantuanos (a los cuales Irazábal llama, reiterativamente nobleza territorial, aunque la mayoría no eran nobles en sentido estricto) tenían para fines de la Colonia el mayor poder económico y social y la parte del poder político que suponía el control de los Cabildos, mal puede alguien que afirma —como lo hace Irazábal— que el dinamismo de la historia encuentra su motor en el interés contrapuesto de las clases sociales, colocar como antítesis de la nobleza territorial (entendida como clase) a la metrópoli (entendida geográfica, humana y políticamente como el conjunto de la España peninsular). Incluso en el supuesto negado (pues tal cosa no aparece en Hacia la Democracia; y si apareciera sería la más absoluta violación de la evidencia histórica) de que con el término metrópoli el autor haya querido referirse a la clase dominante en España, la afirmación no dejaría de ser paradójica para un marxista «ortodoxo». La dificultad para Irazábal y para quienes han seguido sus huellas radica en que el esquema clasista, so pena de caer en ligerezas inadmisibles desde un punto de vista académico, no es aplicable para la interpretación de la evolución histórica de la Venezuela Colonial. Es cierto que hubo un antagonismo entre mantuanos criollos y españoles peninsulares (antagonismo que alcanza su cima en la crisis de auctoritas del poder real en el reinado de Carlos IV; circunstancia que coincide con la mayor influencia de la Ilustración, justamente en los mantuanos). Lo que constituye una falacia histórica es la interpretación acomodada de Irazábal al subordinar los hechos a un «purismo» metódico (que en su caso no es tan puro), al materialismo histórico. Porque lo históricamente relevante, al punto de que retrasa la Independencia (el inicio de su proceso de obtención) y hace fracasar la República en dos oportunidades, es el antagonismo entre mantuanos y pardos. Pero unos y otros no son clases, son grupos sociales. La verdad es que la mayoría parda, inicialmente, no quería la Independencia y respaldaba al español peninsular contra el mantuano criollo. Pero tampoco sería serio sustituir un esquema por otro, la «dialéctica» de clases por la «dialéctica» de grupos. Si los pardos denuncian a los mantuanos en la Conjura de 1808, son en su mayoría antirrepublicanos en el bienio 1810-1811, y nutren casi en su totalidad las tropas que al mando de Boves aniquilan entre 1813 y 1814 el orden colonial en Venezuela, la verdad histórica es que, tanto en el bando realista como en el bando republicano figuraron integrantes de todos los grupos sociales; y que la Independencia sólo adquiere posibilidad de triunfo una vez que es bandera no sólo sostenida por la mayoría mantuana. No está de más mencionar, para que se vea la esterilidad de tales simplismos esquematizadores, que el Precursor de la emancipación continental, Francisco de Miranda, aunque era hijo de español no era mantuano; y que, documentalmente, está suficientemente probada su constante afirmación (frente a proposiciones de Inglaterra y de Francia —país de cuyo ejército llegó a ser Mariscal—) de que sólo lucharía contra España por causa de la Independencia de América. Para Irazábal resultaría imposible explicar coherentemente alzamientos como los de chirinos, en Coro, o Pirela, en Maracaibo, en los cuales la influencia de la Revolución Francesa, a través del movimiento de independencia haitiano parece suficientemente demostrado en la historiografía venezolana contemporánea. Al igual que su enfoque es radicalmente inaplicable para comprender el llamado Movimiento de Gual y España, el más importante de la pre-emancipación —donde fueron españoles peninsulares sus auténticos artífices (el más destacado, sin duda, Picornell)—. Irazábal no observa, por voluntaria miopía, el proceso característico de España durante los siglos XVI y XVII para comprender sus tensiones históricas características en el XVIII y en el primer tercio del XIX. De más está decir que tales fenómenos han sido, con brillantez, realzados por la historiografía —tanto española como latinoamericana— contemporánea.

En el capítulo II de esta segunda parte (La Independencia de Venezuela, pp. 99-107) y en el III (La Independencia realizada por las masas populares, pp. 111-119), Irazábal adecua el complejo proceso de la emancipación a los a priori marxistas. La corta extensión que dedica —insisto— a la no fácil temática enunciada en los títulos es la mejor demostración de que el criterio «científico» de este autor, que se dice dialéctico, radica:

a) En haber expuesto previamente qué es lo que está en la historia: las tesis categóricas del materialismo histórico, que no se discuten, se afirman como ciertas y basta: es decir, se da, como supuesto de hecho, la seudo-ontologización de la dialéctica en el devenir histórico venezolano.

b) La exposición, parcial, superficial y deformada, de algunos hechos, destinada no a esclarecer la verdad histórica, sino a apuntalar esos apriorismos.

El capítulo III es, en buena parte, una reflexión sobre la visión de Juan Vicente González del inicio del movimiento emancipador. Como González estuvo vinculado al llamado partido conservador, Irazábal lo cita y glosa a su manera, siempre resaltando lo que conviene a su cristal de mira. Lo que dice González lo han repetido multitud de historiadores. Pero la instrumentalización de Irazábal es original. Porque es cierto (y queda ya dicho) que los pardos (la mayoría de la población venezolana) eran antirrepublicanos y partidarios de Fernando VII, monarca español, porque preferían la sujeción a los españoles peninsulares que la subordinación a los mantuanos, españoles americanos como ellos, pero con muchos mayores privilegios que ellos. Tal hecho, llamado por Mancini el «lealismo a la corona» condujo, en efecto, no sólo al fracaso de movimientos tan importantes como el de 1808 (ignorado por Irazábal en esta tercera edición, corregida y ampliada, aunque la publicación completa de la documentación de tal Conjuración de Caracas data de 1968), sino que incluso está presente —cosa que sí resalta siguiendo a González— en el fin de la I República y en el fracaso de la mal llamada II República —1813-1814— (la II República será con propiedad la de 1819). Aunque Irazábal utiliza a su criterio el título que González da a Boves —«primer jefe de la democracia venezolana»—, lo que no explica es que sean justamente los pardos, en medio de una pavorosa guerra social (sobra bibliografía documental al respecto) los que aniquilan el orden colonial —«han muerto tres siglos de cultura», dirá Bolívar— al paradójico grito de Viva Fernando VII; y que la «Expedición Pacificadora» de Morillo —la más grande expedición de España a América en el proceso de la emancipación— se dirigiera, no al Río de la Plata, donde los partidarios de la independencia aparecían pujantes, sino a Venezuela, donde la república había fenecido. Explicar tales hechos, donde lo importante llegó a ser no la clase, como diría Irazábal, sino el color de la piel (hechos tan dramáticos y sangrientos que al decir de Parra-Pérez, sólo en el año 1813-1814 murió más gente en Venezuela que en toda la Revolución Francesa; afirmación corroborada por el testimonio horrorizado del Fiscal Real Level de Goda, quien, además de constatar los excesos de la Guerra a Muerte por parte de algunos realistas —similares a los excesos por parte de algunos republicanos—, dice con estremecimiento que, después de las victorias de Boves, en todo el Oriente del país contó sólo cinco blancos sobrevivientes) resulta imposible para un marxista —más aún si es principista y mecanicista, según Carrera Damas— que ya ha asentado que la contradicción dialécticamente básica para comprender la independencia estaba entre la nobleza territorial criolla y la metrópoli.

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La tercera parte (El Régimen Democrático no se estabiliza) comprende cuatro capítulos. El primero lleva por título La Dictadura de 1828 y la desmembración de la Gran Colombia (pp. 125-141). Constituye un análisis superficial y preconcebido de La Cosiata. Cuando Irazábal habla, p. e., de las clases «superiores» ( p. 133), o de la clase dirigente de Venezuela (p. 134), lo hace en un contexto tal que pareciera que el término clase está allí usado en un sentido tan vago y genérico como pudieron utilizarlo los historiadores conservadores o liberales del siglo XIX. En todo caso, sobre todo en lo que se refiere a Venezuela, es improbable, por no decir imposible, que si se lo hubiera propuesto hubiera logrado una coherente aplicación del concepto de clase asentado en las pp. 27-28, para la plenaria explicación de la configuración y actuación de la nueva élite socio-política —de extracción militar y estilo caudillista; subproducto sociológico de la guerra de independencia, según Mijares— que protagoniza históricamente el proceso de superación de la Gran Colombia. Pretender reducir La Cosiata a una maniobra de intereses económicos de oligarquías locales, única y/o primordialmente, es una postura que no resiste una crítica documental [1].

Si Irazábal pretende emitir juicio sobre la dictadura de 1828, como lo hace, debe hacerlo con fundamento y no uniendo deslabazadamente cuatro o cinco aspectos que no permiten la percepción global del hecho, sino su deformada visión. Las tesis de Irazábal sobre el Bolívar de la dictadura sólo tienen parangón con los clisés, volterianos y románticos de los historiadores liberales de Colombia... y la Autobiografía de Páez, citada como argumento de autoridad por Irazábal. Pero los historiadores liberales de Colombia habrán escrito la historia liberal de Colombia, pero no la Historia de Colombia. Igual podría decirse de los historiadores conservadores. Porque en el país vecino —salvo honrosas excepciones— el matiz político de las banderías de los partidos tradicionales ha llevado a que los unos se proclamen santanderinos (los liberales) y los otros se digan bolivarianos (los conservadores). Sin caer en la mitificación de Bolívar, podía Irazábal criticar si quería el período de la Dictadura, pero no hacerlo cayendo en la repetición de lugares comunes que ni siquiera son «dialécticos», sino liberales ortodoxos. Que discrepe si quiere, pero que al menos cimente su opinión en criterios de solidez politológica, pues en el campo de las ciencias políticas existen abundantes títulos que abordan el tema de la dictadura, desde Roma hasta nuestros días, y es elemental que, en sentido estricto, no pueden identificarse dictadura y tiranía, dictadura y autocracia; o que parta de elementos documentales más consistentes.

No creo que haya historiador medianamente serio que tenga hoy la audacia de escribir lo que Irazábal escribió en 1939 y mantiene en 1974: «La dictadura no fue un régimen exclusivamente personalista. Tenía naturalmente un sustantivo contenido de clase y actuó en función e interés de determinados sectores sociales. Lo más reaccionario desde el punto de vista económico, político y social. Aislado del pueblo cayó Bolívar en las redes de la reacción y, entonces, impuso ese régimen dictatorial que, aunque sinceramente lo creía favorable a los intereses granocolombianos, sólo podía cohonestar las ideas e intereses de los estamentos sociales más retrógrados» (p. 141). ¿En qué estamento social ubicaría «dialécticamente» Irazábal a la oligarquía liberal de Cundinamarca, la históricamente vinculada a los señores de Bogotá que se dirigieron a Carlos III en 1777, protestando por la creación de la Capitanía General de Venezuela, los mismos que tienen buena parte de culpa en el fermento de La Cosiata y el entierro de la Gran Colombia (sin que les corresponda, claro está, la exclusiva de tan triste galardón)? Porque la inconsistencia en la utilización de los patrones del juicio histórico está en que los historiadores liberales que en Colombia han defendido las tesis que en Hacia la Democracia expone Irazábal, se cuidan muy mucho de medir con el mismo metro, de mirar con el mismo cristal, fenómenos mucho más cruentos y dolorosos, aparte de más prolongados en el tiempo, que ni siquiera pudieran ser llamados dictadura, en el sentido politológico del término, sino que con toda precisión pudieran ser llamados tiranía o autocracia. Por ejemplo, la autocracia liberal de Tomás Cipriano de Mosquera. Lo que pasa es que para juzgar el personalismo que lleva a la Guerra Federativa en Colombia —coetánea a la Guerra Federal venezolana—, y a su posterior consecuencia histórico-política, los criterios de valoración se invierten. Cuando los liberales de Colombia o los seudo-marxistas venezolanos juzgan los hechos de la historia, la ley fundamental de su «objetividad» no es ninguna de las de la dialéctica, sino la del embudo; la dictadura de Bolívar es mala, pero la de ellos es buena —expresión de un «neo-maniqueísmo» histórico-político—. Y con tal simplismo axiológico se ha ido escribiendo en nuestras tierras mucha historia de fulano de tal, pero no la historia, la que no teme toparse con la plenaria realidad de los hechos.

El capítulo II (La pervivencia de las relaciones de producción coloniales, pp. 145-155) es un tendencioso capítulo anticlerical donde, con citas entrelazadas asistemáticamente, se reitera la tesis marxista de que las variaciones del modo de producción es lo que determina históricamente la variación de las épocas.

El capítulo III (El «Gendarme Necesario», una tergiversación histórica, pp. 159-164), constituye una apasionada polémica contra las tesis sociológicas e histórico-políticas de Laureano Vallenilla Lanz. No es un estudio a fondo del pensamiento positivista de Vallenilla. Es una crítica superficial, mas adjetiva que sustantiva, de una de sus obras más conocidas, Cesarismo Democrático. Este capítulo aparece sin variaciones en esta tercera edición, «corregida y ampliada por el autor». Tal circunstancia sólo es explicable por la variación de actitudes políticas que, desde el 39 a esta parte ha evidenciado Irazábal (lo cual se patentiza en la nota conclusiva del libro referente a la Revolución de Octubre de 1945 y a la evolución democrática de Venezuela desde 1958 hasta el presente). En efecto, genera extrañeza, porque de 1936 a nuestros días, el neo-marxismo venezolano ha variado de raíz su actitud crítica. Irazábal asienta (p. 20), al referirse al «carácter ineludible e inevitable de las revoluciones» el punto de contacto entre marxismo y positivismo, y cita como ejemplo a Vallenilla. «Algunos profesantes de concepciones filosóficas ya superadas —escribe—, han llegado a la conclusión, como es el caso del venezolano Laureano Vallenilla Lanz —teorizante político reaccionario— de que las revoluciones como fenómenos sociales, caen bajo el dominio del determinismo sociológico en que apenas toma parte muy pequeña la flaca voluntad humana». Desde la década del 50 a esta parte la tendencia reivindicatoria (no de sus periplos políticos, sino de su actitud teorética) de Vallenilla y de los más conspicuos representantes de las dos grandes generaciones positivistas que sirvieron de escabel intelectual a las tiranías venezolanas de Guzmán Blanco a Gómez, está dirigida por quienes siguen en sede académica, en mayor o en menor medida, los principios del método «dialéctico» al cual pretendía adherirse en 1939 Irazábal2.

El capítulo IV (La Federación, pp. 167-197) se dedica al análisis de la mayor convulsión político-social de la Venezuela independiente. Irazábal desarrolla su enfoque en veinte páginas —uno de los de mayor extensión de todo el libro— tomando en cuenta, básicamente, las opiniones y datos de L. Alvarado, J. Gil Fortoul y J. S. Rodríguez. De la obra de J. S. Rodríguez extrae, sobre todo, referencias documentales; de la de Gil Fortoul, los comentarios donde el tono romántico de este positivista adquiere mayor realce; y de la obra de Alvarado —hasta el presente la más completa Historia de la Guerra Federal que se haya escrito— se limita a referencias a lo accidental que no a lo sustancial. Porque también en este capítulo es constante la instrumentalización selectiva de los hechos para resaltar el apriorismo que guía al autor. Sin necesidad de ser un erudito o un especialista, cualquiera que haya leído el Guzmán, de Díaz Sánchez (prescindiendo aquí de críticas que pueden y deben hacérsele a dicha obra, sin que pierda por ello su rango de ensayo de primera categoría), está en capacidad de constatar lo superficial y endeble del análisis de Irazábal.

*   *   *

La cuarta y última parte (La matriz del absolutismo) es, quizá, la de máxima intencionalidad política y la de mínima seriedad histórica. Comprende tres capítulos (El «Gomecismo», pp. 203-209; Consecuencias económicas y políticas del régimen de propiedad latifundista, pp. 213-231; La penetración imperialista, pp. 235-257). En ella, junto a algunas consideraciones sobre el acontecer venezolano se mezclan referencias a la revolución mexicana, a la España republicana, a la Guerra Civil Española, al Eje Roma-Berlín-Tokio, al peligro del nazismo para América Latina, etc. Aparte de la constante marxista de su análisis en lo referente al siglo XX venezolano, esta parte de Hacia la Democracia es la de menor coherencia porque Irazábal escribe en plan de divulgador cultural de las líneas políticas de la Internacional Comunista del período de Stalin. Tales comentarios tendrían una importancia para los afiliados a la IC en el período de «la lucha internacional contra el fascismo» (aunque Irazábal no menciona en esta tercera edición, ni por asomo, el Pacto Stalin-Hitler, suscrito por los Ministros de Relaciones Exteriores de la URSS y del III Reich, Molotov y von Ribbentrop, respectivamente, en el mismo año —1939— de la primera edición de Hacia la Democracia), pero en 1974, en una edición «corregida y ampliada», se ven, al menos, como un anacronismo. Si la intencionalidad de dejar tales cosas en la tercera edición fue de índole pedagógica, para que los jóvenes lectores del presente no olvidaran el desvarío anti-humano que supuso el régimen nazi, considerando loable tal deseo pienso que la forma de actualizarlo positivamente no era repitiendo lo que en desarrollo de la estrategia de la III Internacional escribió en 1939. Vista la evolución política personal de Irazábal, pienso que hubiera sido más pedagógico y honesto colocar junto a la crítica al nazismo la crítica al comunismo y, en especial, la crítica al período staliniano. Pero no es así, porque al parecer la «democracia» hacia la cual apuntaba Hacia la Democracia no era la democracia a la cual ha servido Irazábal desde 1958, sino la «democracia popular», fórmula semántica con la cual la ortodoxia staliniana sustituyó definitivamente (la invención es de Lenin) la expresión menos eufemística, pero de más pura raíz marxista, de «dictadura de proletariado».

Quien conozca La caída del liberalismo amarillo, de R. J. Velázquez —en mi concepto, el ensayo histórico-político más importante que se ha escrito en Venezuela en los últimos diez años—, podrá ponderar por sí mismo, en lo que atañe al último tercio del siglo XIX venezolano y los comienzos del XX, el valor (escaso, por no decir nulo) de la obra de Irazábal. Sobre el período gomecista y la Venezuela del 36 a nuestros días hay ya abundante bibliografía —aunque aún no existe una obra de síntesis— para que el lector pueda formarse un equilibrado (y no políticamente interesado) criterio sobre el proceso reciente. Cuando se escribe historia encadenando el intelecto a intereses y prejuicios sectarios, se escriben obras como la de Irazábal, en las cuales lo que queda patente no es la historia en sí, sino la esterilidad de un empeño que no por llamarse científico alcanza a serlo.

No está de más resaltar que el punto de partida para la comprensión de la historia venezolana contemporánea —el parto histórico de la Generación del 28 y el desarrollo de su lucha antigomecista— está (al parecer deliberadamente) omitido en Hacia la Democracia, a pesar de ser Irazábal uno de los integrantes de la Generación del 28. Irazábal publica por primera vez Hacia la Democracia diez años después de la publicación en la República Dominicana de En las huellas de la pezuña, de Rómulo Betancourt y Miguel Otero, obra esta que, con prólogo de Pocaterra, constituye la primera historia de los sucesos del 28. El silencio de Irazábal sólo es explicable por la imposibilidad de aplicar a la insurgencia generacional los esquemas «clasistas». En efecto, los sectores más adictos a la Internacional Comunista, —los que andando el tiempo fustigaría Betancourt con su típico estilo llamándolos «vestales del zurdismo»— siempre intentaron no sólo minimizar la trascendencia histórico-política de los hechos de la Semana del Estudiante de 1928, sino el valor mismo de una generación que desde el post-gomecismo hasta 1968 fue el quicio humano de nuestro accidentado devenir como pueblo. Tal actitud produjo la ruptura cuasi-definitiva entre los dirigentes del PRV (Partido Revolucionario Venezolano) —G. Machado, S. de la Plaza, etc.— y Rómulo Betancourt.

Impresiona también notablemente que cuando Irazábal publica por primera vez Hacia la Democracia en 1939 ya habían ocurrido todas las incidencias que caracterizaron el intento del Partido Único de las Izquierdas, el PDN (Partido Democrático Nacional), el cual, en su fase vulgarmente conocida como legal (para distinguirlo del clandestino, que se entronca históricamente con el nacimiento de AD) evidenció con una magnitud hasta entonces no vista las contradicciones ideológicas del atomismo que, desde entonces, ha caracterizado a los sectores marxistas venezolanos. Ya en los años de la pre-guerra el pensamiento marxista europeo no soviético, partiendo del postulado marxista de la identidad entre teoría y praxis, no se limitaba a enjuiciar adjetivamente el momento histórico, sino que procedía —dentro o fuera de la III Internacional— a la discusión del pensamiento, de la acción y de la organización partidista. Baste citar, a modo de ejemplo, dos obras de 1922: la Crítica de la Revolución Rusa, de Rosa de Luxemburgo (todavía, por entonces, vinculada al sector menchevique) y la obra de György Lukács, Historia y conciencia de clase. Pues bien, Irazábal no dice, ni en 1939 ni en 1974, nada del proceso de estructuración del Partido Comunista, ni de las polémicas teórico-prácticas entre los diversos sectores marxistas, ni realiza un somero balance de la estrategia y táctica seguida por aquellos con los cuales se identificó durante el agitado y apasionante trienio 1936-1939. Por fortuna, hay ya una extensa y diversa producción (en calidad y matiz ideológico) que ha dotado a quienes investigan la historia contemporánea de Venezuela de un rico material para el análisis serio, científico, el que no se encuentra en la obra de Irazábal.

Irazábal toma del marxismo los errores más de bulto. Porque Irazábal no es filósofo, y mal podrá entender y aplicar a Marx quien no conozca a Hegel y Feuerbach. Su marxismo es un marxismo vulgar, principista y mecanicista. Si como señala Carrera Damas la obra de Irazábal tuvo «una indudable repercusión», son perfectamente comprensibles, no sólo el bajo tono teórico, sino los múltiples errores prácticos de quienes han pretendido ser los oráculos del marxismo criollo en la Venezuela post-gomecista.

J.R.I.

 

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[1] Una fuente básica para la revisión histórico-crítica de tal proceso está en este momento en vías de traducción para su posterior edición en el Congreso de la República. Me refiero a los once volúmenes de las Actas originales del Congreso de 1830, que guardan en taquigrafía Martí las incidencias de la Constituyente y que nunca hasta ahora (los trabajos de traducción se iniciaron en 1972) han sido publicados. En un país como Venezuela donde la aparición de importantísimas fuentes documentales hace urgente la revisión crítica de la historia, sin prejuicios como los que patentiza Irazábal, obras como Hacia la Democracia, más que ser un aporte constituyen una rémora.

2 Véase, al respecto, El Concepto de la Historia en Laureano Vallenilla Lanz, de Germán Carrera Damas, Carlos Salazar y Manuel Caballero, editado por la Escuela de Historia de la UCV en 1966. Para el neomarxismo venezolano, fueron los positivistas (Vallenilla entre otros) quienes procuraron, antes que ellos, un conocimiento «científico» de nuestro proceso histórico como pueblo.