LEIBNIZ, Gottfried Wilhelm VON

Nouveaux Essais sur l'entendement humain

Esta obra puede encontrarse en:

— la edición crítica de la Academia de Ciencias de Berlín: Sämtliche Schriften und Briefe, vol.6 de la serie VI (escritos filosóficos), edit. A. Robinet, Darmstadt 1966.

— edición Gerhardt, C.J., Philosophische Schriften, 7 vol., vol. V, pp. 41-509, ed. Weidmann, Berlín 1875-1890; reimpresión ed. Heildesheim, Berlín 1960-1;

— edición Erdmann, J.E., Opera philosophica quae exstant, ed. Eichler, Berlín 1840, pp. 194-418; reimpresión Vollbrecht, R., (edit.), Berlín 1958. (Es ésta una edición más fiel al original aunque contiene menos obras que la Gerhardt).

— traducción española de Ovejero y Maury, E., ed. Aguilar, Madrid 1928, 494 pp. (En ocasiones es una traducción excesivamente libre, de modo que interpreta a su manera términos empleados por Leibniz).

Para elaborar esta recensión se han utilizado la edición Erdmann y la traducción castellana. Se indican el libro, capítulo, parágrafo y página de la traducción castellana. Cuando sólo se indica la página se quiere indicar que pertenece al Prefacio.

CONTENIDO

1. Objeto y estilo de la obra

Los Nuevos ensayos (=NE) intentan ser una réplica al trabajo de Locke Essay Concerning Human Understanding. Toda la obra gira en torno al origen del conocimiento humano, y, más concretamente, de las verdades universales y necesarias del entendimiento. Para el filósofo inglés —como para todo empirista— los conocimientos intelectuales provienen de la experiencia pero no superan los límites sensibles; en consecuencia, nada hay innato. En cambio, para el filósofo alemán, las verdades intelectuales son de naturaleza radicalmente distinta de los conocimientos sensibles, de las sensaciones. De ahí concluye (precipitadamente, como se verá) que también deben poseer un origen radicalmente diferente. En concreto, serían innatas.

Puesto que las posiciones de ambos filósofos son diametralmente opuestas, Leibniz debe admitir algún punto de partida común para poder comenzar su diálogo con Locke. Este punto de partida es el parecer del hombre de la calle, para quien algunos conocimientos toman su origen de la experiencia.

Esta prolija obra de madurez de Leibniz se transforma en una defensa del innatismo como solución a la pregunta: ¿cómo son posibles las verdades universales y necesarias?; ¿cómo son posibles las ciencias?

Los NE están escritos en forma de diálogo entre Filaletes (expositor de la doctrina de Locke) y Teófilo (el mismo Leibniz). Para hacer justicia a Locke, hay que decir que Leibniz no siempre entiende correctamente las opiniones del autor inglés, y por tanto en esas ocasiones tampoco le alcanzan sus críticas. Valga en su descargo que Locke nunca quiso responder a la correspondencia del filósofo alemán.

Los NE no son más que un comentario al texto de Locke, parágrafo por parágrafo. Pero más que procurar entender la posición del filósofo inglés, Leibniz busca exponer su propia teoría. De hecho, cuando la crítica de Locke se hace incisiva, elude el encuentro, pasando a otro punto.

El estilo dialogado hace que sea muy desordenado, repetitivo y con muchas disgresiones por campos carentes de interés. Esto hace que la lectura de la obra sea bastante pesada, que sea difícil hacerse una idea clara del sistema leibniziano, y poco fácil descubrir su auténtico pensamiento. Al respecto es mucho más útil consultar el largo Prefacio de la obra, donde expone linealmente su pensamiento y donde se encuentra la clave para interpretar la parte dialogada.

Una característica destacada de los NE es el frecuente recurso a los ejemplos físicos y matemáticos. Esta técnica ayuda a veces a clarificar la teoría expuesta, pero en muchas ocasiones lo dificulta, pues el comportamiento de la mente es bastante diferente del operar físico. Realiza también numerosas observaciones psicológicas muy agudas y acertadas.

Los NE están divididos en un Prefacio y cuatro libros.

El libro I —el más importante para el tema en cuestión— está dedicado a "las ideas innatas";

el libro II trata de "las ideas". En él estudia los distintos tipos de ideas (incluidos juicio y raciocinio) y el modo de adquirirlas;

en el libro III estudia "las palabras" y el lenguaje;

el libro IV, también interesante, versa sobre "el conocimiento": grados, extensión, realidad, ciencias, tipos especiales de conocimiento (Dios, lo extrasubjetivo, etc.).

En el Prefacio pasa revista a los principales presupuestos de su sistema. Presupuestos que conducen inexorablemente a la solución innatista.

2. La ley de continuidad

Quizá "uno de sus más importantes y constantes principios" (Prefacio, p. 16) sea la "ley de la continuidad", que puede ser enunciada así: natura non facit saltus. Esta ley es una generalización del cálculo infinitesimal descubierto por Leibniz. Indica que cualquier realidad macroscópica está realmente compuesta de infinitas realidades microscópicas; y que nada puede crecer sin pasar por los infinitos estados intermedios (Esto implica otra ley del sistema leibniziano: la "ley de la infinitud"). Para el filósofo alemán, "pensar de otra manera acusa un escaso conocimiento de la sutileza infinita de las cosas que siempre y por todas partes encierra en sí un verdadero infinito" (ibid.).

Aplicado al movimiento significa que ningún cuerpo se encuentra en reposo absoluto; las apariencias parecen sugerir lo contrario, pero eso se debe a que sus movimientos son imperceptibles. Al generalizarlo todavía más resulta que ningún ente está sin actividad. En concreto, el intelecto no puede estar sin pensamiento (contra Locke) (p. 13). Lo que sucede es que posee unas "pequeñas percepciones" o "percepciones imperceptibles" (cfr. p. 13).

Ante la crítica lockiana de que una percepción imperceptible es una noción contradictoria, Leibniz distingue entre poseer percepciones, o sea, simplemente "percibir", y poseer y ser consciente de tales percepciones, esto es,"apercibir". Pone el famoso ejemplo del ruido de la ola compuesto de la suma de los ruidos de cada gota de agua: cada una de éstas es inaudible aparentemente, pero actúa y contribuye al estruendo final. En definitiva, el conocimiento se divide en inconsciente o consciente; por tanto, ha trasladado la cuestión al plano psicológico.

3. La monadología

De la aplicación de ese principio a la realidad, resulta que cualquier ente está compuesto de infinitas realidades infinitesimales —todas básicamente idénticas— que denomina "substancias simples" o "mónadas". Éstas son "los verdaderos principios de las cosas" (I, 1, p. 31). Como la materia siempre es infinitamente divisible, resulta que esas substancias simples son inextensas e incorpóreas. De ahí resulta la paradoja de que la suma de substancias incorpóreas genera algo corpóreo.

Puesto que cada mónada es absolutamente simple, no puede aumentar ni disminuir; en otras palabras, no puede padecer ni actuar, en lo que a causalidad eficiente se refiere. Por este motivo la principal característica de las mónadas es que su incesante actividad es tan sólo interna y se reduce a tener percepciones. Esto se expresa en la célebre máxima: "las mónadas no tienen ventanas". En consecuencia no hay ningún tipo de interacción real entre ellas. Esta conclusión es de capital importancia para entender los NE, pues iluminan la cuestión de si los objetos reales, exteriores al sujeto, causan el conocimiento en la mónada.

El resultado de esta teoría es que cualquier cuerpo carece de una verdadera unión o conexión entre las mónadas que lo constituyen, de modo que todo lo más llegan a ser un agregado. Leibniz admite que una de esas mónadas tiene un papel preeminente; por esto, la califica de "mónada dominante" y la asimila a la forma substancial aristotélica. Las mónadas restantes constituyen su cuerpo, su materia. (Como se deduce de lo anterior, la forma substancial leibniziana y la aristotélica tienen funciones totalmente diversas).

Si la única actividad monádica es percibir —y aquí se advierte el principio cartesiano explicitado más tarde por Berkeley, y del que Leibniz no ha sabido desprenderse— entonces puede afirmarse que "las pequeñas percepciones son lo que constituyen uno y el mismo individuo" (p. 14). Si todas las mónadas son básicamente iguales, todas están constituidas por las mismas pequeñas percepciones. En efecto, "una mirada tan penetrante como la de Dios podría leer en la más humilde substancia (=mónada) la historia entera del universo" (p. 14). Cada una de las mónadas "está preñada del porvenir y repleta del pasado" (ibid.).

Si no hay interacción entre las mónadas, si no la hay entre ellas y su entorno, en una palabra, si no hay causalidad eficiente, entonces todo sucede de modo maravillosamente ordenado y coherente gracias a que Dios programa cada mónada desde su creación para que cumpla indefectiblemente su cometido. Cuando alguien introduce la mano en el fuego, en realidad no es quemado, sino que siente en ese mismo instante un dolor. Empleando el conocido símil, es como si Dios —relojero perfecto— hubiese construido infinitos relojes sincronizados pero independientes. En esto consiste la doctrina leibniziana de la armonía preestablecida.

Esta doctrina tiene inmediatas repercusiones sobre el realismo leibniziano. Si bien Leibniz es realista convencido, en teoría al menos alimenta serias dudas: "No es imposible metafísicamente que esta vida sea un sueño. Tan sólo es improbable" (IV, 2, &14, p. 334). Todo lo más llegamos a alcanzar una certidumbre práctica, a posteriori, debido a que todo concuerda (ibid. y IV, 12, &10, p. 415). Mas esa concordancia se basa en la armonía preestablecida y ésta, en último término, en la bondad divina que "no actúa por capricho" (p. 15). El paso siguiente será decir que tal realidad es incognoscible en sí. Es lo que concluirá Kant en su teoría del noúmeno.

La pregunta que surge inmediatamente es la siguiente: si el ser de las mónadas se reduce a percibir, y si cada una de ellas contiene en su interior las percepciones que describen la historia del universo, ¿qué es lo que las diferencia entre sí? La respuesta de Leibniz es que se diferencian en el grado de percepción, o sea, de conciencia de tales percepciones. De modo que una mónada parece ejecutar una acción cuando tiene una percepción clara y distinta; y sufrir una pasión cuando posee una percepción confusa. "Por las percepciones imperceptibles explico yo también aquella armonía preestablecida entre el cuerpo y el alma, y aun de todas las mónadas o substancias simples" (p. 15). En definitiva, cada mónada "representa la unidad (y totalidad) del universo desde un punto de vista diferente" (I, 1, p. 32).

4. El innatismo

El principio de la continuidad es aplicado asimismo a la gnoseología. Nunca puede haber dos individuos que posean exactamente el mismo grado de percepción; por tanto, no hay jamás dos individuos perfectamente idénticos (principio de los indiscernibles). Esto significa que sus intelectos nunca pueden poseer un estado idéntico, cosa que sí sucedería si se admitiese la teoría aristotélica y lockiana de que el intelecto es al comienzo como una tabla rasa en la que nada hay escrito: "Mi afirmación destruye la concepción del alma como una tabla rasa" (p. 16).

Esta conclusión es lógica desde su perspectiva, pues si "la actividad pertenece a la esencia de la substancia" (p. 25), no puede haber un intelecto sin actividad, tamquam tabula rasa. La descripción detallada de esta actividad es la teoría del innatismo, a la que dedica el resto de la obra.

Leibniz distingue las sensaciones de sus correspondientes ideas, y las verdades particulares y contingentes (a las que denomina verdades de hecho y ejemplos) de las verdades universales y necesarias (o verdades de razón).

Pone de relieve que una colección de "ejemplos" no es una verdad de razón: conocer que este animal es herbívero, y aquél y aquel otro, no equivale a afirmar que los animales son por esencia herbívoros. Es decir, diferencia correctamente la universalidad según la extensión y según la comprensión.

Insistiendo en la enorme distancia que separa ambos planos llega a negar la posibilidad de saltar tal distancia. En concreto niega la abstracción e inducción aristotélicas. Para explicar el origen de las ideas y de las verdades de razón sólo resta una vía: mantener que el intelecto las posee desde el inicio. En una palabra, que son innatas.

Por esto puede escribir que el adagio escolástico debe ser corregido como sigue: "nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu, excipe: nisi ipse intellectus. Por consiguiente el alma contiene (las ideas de) el ser, la substancia, lo mío, la identidad, la causa, el pensamiento y una multitud de otros conceptos que los sentidos no nos podrían suministrar" (II, 1, &2, p. 71). Tal adagio reformado es plenamente concorde con su doctrina de la perpetua actividad del intelecto y con la de la incomunicabilidad de las mónadas. La dificultad estriba en dilucidar cuál es este tipo de innatismo.

Es un innatismo material porque contiene las ideas de todo el universo, pero no es actual pues no conoce en acto todas las cosas. A Locke, que le opone que es contradictorio tener un conocimiento y no saber que se tiene, le responde con una observación psicológica: no siempre se es consciente de poseer lo que se conoce (I, 1, &5, p. 39). Mas reconoce —sin resolverlo— que "el nudo de la cuestión" (II, 1, &11, p. 73) está en "comprender cómo un ser puede pensar sin saber que piensa" (ibid.).

5. El Papel de la experiencia

En resumidas cuentas, el intelecto posee desde el comienzo todas las ideas de modo inconsciente, y en el transcurso del tiempo devienen conscientes. La cuestión se plantea ahora en los términos siguientes: ¿la realidad exterior necesita intervenir para hacer consciente el conocimiento? En otras palabras, ¿cuál es el papel de la experiencia?

De acuerdo con la metafísica leibniziana, reafirmada en los NE, la realidad no puede actuar sobre la mónada. Esto es lo que suele denominarse innatismo metafísico, y ésta es la respuesta definitiva del filósofo alemán. Sin embargo, tal solución parece estar en desacuerdo con expresiones presentes en los NE. Muchas de ellas recuerdan la reminiscencia platónica: "El alma contiene originariamente las razones iniciales de diferentes nociones y doctrinas, que sólo con ocasión de los objetos exteriores se despiertan en ella" (p. 8); "lo exterior despierta lo latente en nosotros" (I, 1, &4, p. 36). En realidad el término "ocasión" tal como es empleado por Leibniz corresponde mejor a la conditio sine qua non.

Sin el apoyo de tal "ocasión" el conocimiento latente no se hace consciente: "Hay ideas y principios que no proceden de los sentidos que encontramos en nosotros que provienen del propio fondo del alma; y que los sentidos son sólo ocasión para adquirir conciencia de ello" (i, l, &1, p. 34). Por tanto, "los sentidos son necesarios pero no suficientes" (p. 9). No son suficientes porque no fundamentan la universalidad del conocimiento, tan sólo lo confirman a posteriori" (p. 9) y lo despiertan a priori (cfr. p. 10).

¿Por qué es necesaria dicha ocasión? Parece que bastaría la reflexión intelectual entendida como "examen atento de lo que sucede en nosotros mismos" (p. 11), pues lo que no procede de los sentidos es fruto de la reflexión (cfr. ibid.). De hecho, "si ponemos atención a lo que ya está en el espíritu y lo ordenamos, podemos actuarlo sin necesidad de ninguna noción adquirida por experiencia. Ya lo hizo Platón en el Menón" (I, 1, &5, p. 38).

La causa es la limitación del intelecto humano que requiere la ayuda de lo exterior para concentrar su atención en un determinado pensamiento latente: "Reconstruimos las ciencias matemáticas encerrados en una habitación, aunque necesitamos sentir esos objetos (exteriores) para considerar tales ideas" (ibid.).

Esta doctrina es aparentemente idéntica a la platónica. Sin embargo, Leibniz se separa del fundador de la Academia cuando afirma que esa teoría "carece de justificación" (id., p. 39). ¿En qué se diferencia su propia doctrina de la platónica? Pues en que Leibniz no atribuye al término "ocasión" o conditio sine qua non el sentido tradicional, porque no le asigna un papel real. Esto se entiende bien a la luz de la doctrina monadológica y de la armonía preestablecida: "Pues en virtud de una admirable economía de la naturaleza, no tenemos ningún pensamiento abstracto que no se apoye en algo sensible, aunque sea en signos sensibles, como letras y sonidos; pero adviértase que entre los signos —que son arbitrarios— y las ideas no existe ninguna relación necesaria" (I, 1, &5, p.38).

Si en rigor el intelecto contiene las ideas y no necesita de la experiencia, ¿de qué modo las contiene? Dicho de otro modo, ¿ante qué tipo de innatismo nos encontramos? No se trata de un intelecto totalmente en potencia, pues "no se trata de una mera facultad, de la mera posibilidad de comprender" (id., p. 41); ni totalmente en acto, sino de un intelecto que las contiene virtualmente, esto es, sin su virtus, en su poder: "Se trata de una dote, de una capacidad, de una preformación que determina a nuestra alma y hace que ésta pueda formar las ideas" (ibid.).

Sucede algo similar en un animal que va desarrollando en el tiempo una pauta de comportamiento determinada (en el sentido determinista del término), según el patrón de su especie. Y sin embargo no posee impresa la secuencia de todos los actos concretos que realizará. Le basta su virtus, su instinto. Por esta razón quizá Leibniz califica algunas veces esa capacidad intelectual como un instinto (I, 1, &4, p. 36). La determinación la proporciona Dios al crear la substancia simple. En otras ocasiones ejemplifica ese determinismo del intelecto recurriendo al símil del mármol veteado: cuando éste es golpeado se cuartea precisamente por las vetas. Y los golpes del cincel quieren significar el esfuerzo por concentrar la atención. Algunas veces ese instinto es calificado como "inclinaciones, disposiciones, hábitos o virtualidades naturales; pero no como actividades o funciones" (p. 12). Mas hay que reconocer que los instintos y hábitos siempre están disponibles para su dueño: los puede utilizar a voluntad. En cambio, no se conoce ningún ciego de nacimiento que posea la ciencia de los colores. En resumidas cuentas, el innatismo leibniziano es refutado por la experiencia.

Uno de los motivos que llevan a Leibniz a rechazar la doctrina del Estagirita es una concepción de la facultad intelectiva aristotélica como una "capacidad simplemente pasiva de recibir conocimientos" (I, 1, &5, p. 40). Concepción diametralmente opuesta a su propia teoría: la actividad de las substancias. Al no aceptar que el intelecto sea simultáneamente agente y paciente —aunque no bajo el mismo aspecto— debe optar por uno de los dos extremos. Y elige obviamente la actividad. De este modo termina en una concepción errónea del conocer como producción de ideas. Ciertamente en el hombre hay una fase de "producción" de la especie impresa (abstracción), pero lo esencial del conocimiento no es eso, sino contemplar. Esta concepción del conocimiento es típicamente racionalista y se basa en la espontaneidad de la inteligencia. Es éste otro motivo para no necesitar de la experiencia.

Otra razón, íntimamente conectada con la anterior, es no comprender bien la doctrina de la potencia y el acto. El intelecto —dirá— debe poner los conocimientos en acto porque no los puede tener en potencia. Y no los puede poseer en potencia porque no puede pasar de la potencia al acto. Esto es debido al cumplimiento de la ley de la continuidad: el paso de la potencia al acto es esencialmente discontinuo. Además, no diferencia entre acto primero y acto segundo (u operación) del intelecto.

6. Las ideas

El libro II habla de las ideas en general. Trata de la interacción alma cuerpo y la intenta resolver basándose en la distinción entre percepciones claras y confusas. Para Leibniz la acción y pasión entre alma y cuerpo es algo sólo aparente pues "tomando la acción por un ejercicio de la perfección, y la pasión por lo contrario, no habrá acción en las verdaderas substancias sino cuando su percepción se desarrolla y se hace más distinta, como no hay pasión sino cuando se hace más confusa" (II, 21, &72, p. 170). Este modo de ver la acción-pasión es sumamente importante para reconciliar el innatismo metafísico con el psicológico: cuando el filósofo alemán mantiene que hay ideas provenientes de los sentidos, de hecho sólo quiere indicar que se perciben ideas intelectuales confusas; no pretende afirmar que provengan stricto sensu del exterior de la mente.

7. El lenguaje

El libro III esboza una teoría del lenguaje. Acerca de los significados de las palabras escribe; "Las substancias y los modos están igualmente representados por las ideas y las cosas, tanto como las ideas, en uno y otro caso, son significadas por las palabras" (III, 2, &6, p. 243). Como puede observarse, Leibniz todavía quiere permanecer realista mientras realiza una filosofía racionalista. Puede verse aún más claramente, cuando habla de los términos generales o universales: "La generalidad consiste en la semejanza de las cosas entre sí, y esta semejanza es una realidad" (III, 3, &12, p. 248).

8. El conocimiento

El libro IV es el más extenso de todos. En él expone su criterio de verdad: "La correspondencia de las proposiciones que están en el espíritu con las cosas de que se trata" (IV, 5, &11, p. 357). Hace también una prolija exposición de las verdades de razón y de lo que entiende por inducción, que considera como un tipo de demostración; en consecuencia, niega la validez de la auténtica inducción (cfr. IV, 11, &13, p. 407).

VALORACIÓN DOCTRINAL

A primera vista el defecto más notable de los NE es la ausencia de razones probativas del innatismo. Cuando se enfrenta con el núcleo de la cuestión, se escapa diciendo que la solución aristotélica no tiene por qué ser la única (I, 1, p. 39). La única razón es la invalidez de tales doctrinas.

Afirma que es la respuesta correcta, pero no explica cómo ocurre. Esta tarea fue realizada por Kant mediante su teoría de las formas a priori.

Esta actitud —disculpable en cierto modo, dado el estilo de la obra— se reitera a lo largo del trabajo en otros temas. Por ejemplo, la reminiscencia platónica, la abstracción y la inducción, etc.

Leibniz usa la palabra "innato" sin especificar si la utiliza en sentido metafísico o psicológico. Así surge una ambigüedad que dio lugar a confusiones desde el mismo día de su publicación y que todavía permanecen. Es interesante percatarse de que la mayoría de los temas donde menciona el innatismo metafísico se hallan en el prefacio. En cambio, la mayor parte de los que tratan del innatismo psicológico se encuentran en la exposición dialogada. Como ayuda al lector de los NE, pueden enunciarse las dos reglas siguientes:

i) donde se trata del origen del conocimiento sin distinción entre entendimiento y experiencia, hay que entender innato en sentido metafísico;

ii) donde se menciona el origen del conocimiento distinguiendo entre entendimiento y experiencia, y también donde se habla de la cualidad cognoscitiva del conocimiento, debe entenderse innato en sentido psicológico.

Sin embargo, como se decía anteriormente, el pensamiento de Leibniz en esta cuestión se identifica con el innatismo metafísico; es decir, que la experiencia en cuanto necesaria para concentrar la atención no es más que un modo metafórico de hablar, al igual que lo es hablar de las impresiones del cuerpo sobre el alma, o del movimiento del sol (I, 1, &1, p. 34). Y no pasa más allá de una concesión para poder dialogar con Locke (ibid.).

Leibniz es el último de los grandes filósofos que utiliza todavía terminología clásica, por lo que es muy fácil comprenderlo. Pero el contenido de esos términos ha sido considerablemente modificado, pues inserta en ellos principios racionalistas.

Más concretamente, los NE pueden llevar a engaño porque muchas expresiones, ejemplos, etc., se parecen en gran medida a los tradicionales. Sin embargo, como se ponía de relieve anteriormente, es una obra perfectamente concorde con sus restantes escritos filosóficos, y a ellos hay que remitirse para lograr un entendimiento cabal de los NE.

Se observa, en cambio, una preocupación por conciliar los principios racionalistas con la realidad del mundo exterior, aunque no llegue a dar una respuesta satisfactoria. La explicación del mundo exterior descansa en la armonía preestablecida. Mas esta armonía no es sino una suposición intrínsecamente inverificable en el sistema leibniziano, pues cada mónada está cerrada a todo lo demás. Resta, por tanto, suponer que Dios haya querido otorgar una realidad a las representaciones de cada mónada. En consecuencia, Leibniz no ha podido superar a Descartes resolviendo el "problema del puente".

El autor trata de mantenerse dentro del respeto al dogma católico. Es más, pretende explicar con su filosofía temas que —según él— no han quedado claros: composición de los ángeles, resurrección de los cuerpos, etc.

No obstante, su filosofía encierra los gérmenes del idealismo. Basta recordar cómo lo califica Fichte: "idealismo de la armonía preestablecida".

Algunas posturas erróneas que defiende, aunque sólo las mencione, son:

— el innatismo;

— el animal —y por tanto el hombre— es un agregado que no forma una unidad substancial, sino accidental;

— la unión cuerpo-alma es aparente;

— los animales son inmortales, "no mueren definitivamente" (p. 15), pues lo son sus componentes o mónadas. La muerte es tan sólo una recombinación de mónadas;

— todo ente —excepto Dios— tiene alguna potencialidad, lo cual significa para Leibniz materialidad. Materialidad entendida como conocimiento confuso. Por esto afirma que el alma humana y los ángeles tienen cuerpo o materia, todo lo sutil que se quiera;

— la libertad humana queda en entredicho, en virtud del determinismo de cada mónada;

— la negación de la causalidad eficiente real;

— la negación de la abstracción e inducción aristotélicas;

— la reducción de todo conocimiento a conocimiento silogístico. Todas las proposiciones universales y necesarias son resultado de demostraciones propter quid a partir de verdades innatas. No puede haber ciencia experimental; toda ciencia es deductiva;

— además algunas expresiones de los NE pueden leerse casi textualmente en Kant.

No obstante, aun siendo una obra algo confusa, todos esos errores son fácilmente detectables y rebatibles para un lector con una buena preparación filosófica. Como antídoto bastaría recomendar la lectura de una buena crítica general del sistema leibniziano y de la doctrina positiva sobre algunas cuestiones concretas: doctrina de los universales, abstracción, inducción.

Como contrapartida, los NE tienen el mérito de rechazar con válidas razones la postura empirista. Sin embargo, en esa batalla Leibniz parece dejarse arrastrar por el error contrario eliminando la sensibilidad. Puede decirse igualmente en su favor que admite la causalidad final, aunque la entiende determinísticamente.

 

                                                                                                      J.V. y H.W. (1984)

 

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