LENIN

El imperialismo, última fase del capitalismo

L´Imperialismo, ultima fase del capitalismo, La edición italiana, a cargo de Antonio D'Ambrosio y Luigi Cecchini. Ed. Fasani. Milán, 1946. La traducción de los textos al castellano es nuestra.

 

INTRODUCCION

Marx había afirmado en El Capital que, en una economía presidida por la libre concurrencia, se producirían necesariamente ―a partir de un momento dado de su desarrollo― una cantidad de bienes materiales muy superior a la capacidad de absorción del mercado. Las consecuencias de este hecho serían: las crisis de superproducción, la búsqueda afanosa de nuevos mercados y la lucha imperialista entre las grandes potencias por la conquista colonial y por el dominio y la explotación económica de los países todavía no capitalistas; una vez saturado el mercado mundial, sería imposible encontrar nuevas vías en las que hacer desembocar una producción continuamente creciente: se seguiría entonces una enorme crisis y la destrucción del sistema capitalista.

Más de medio siglo separa la obra de Marx del libro de Lenin del que ahora tratamos. Durante el último tercio del siglo XIX y la primera década del XX se transformó en muchos aspectos la situación económica y social de los países industriales.

Esta innegable transformación ―que en líneas generales recoge Lenin en el libro― al poner en entredicho las tesis de Marx provocó fuera del marxismo todo un mar de críticas, las más de las veces del todo inofensivas, en cuanto no estaban dirigidas contra el núcleo de la doctrina de Marx.

También dentro del marxismo se observan movimientos de revisión de muchas de las tesis de El Capital: ¿Siguen siendo válidas sus conclusiones en un sistema capitalista monopolístico, capaz, por tanto, de detener y regular la producción? ¿Es realmente inevitable ―desde un punto de vista histórico― el paso del capitalismo al socialismo, o bastaría con la sustitución de una economía de libre concurrencia por otra análoga, pero regulada?

Es fundamentalmente para combatir estas disidencias internas ―descalificándolas por heterodoxas― para lo que escribe Lenin su Imperialismo, última fase del capitalismo.

 

I. CONTENIDO

Con esta obra pretende el autor ayudar al lector «a comprender la cuestión económica esencial ... ; más exactamente, la cuestión de la naturaleza económica del imperialismo» (p. 10). Esto nos sitúa ―ya desde el Prefacio― en una línea de interpretación netamente marxista: lo real es economía, constante autotransformación dialéctica de la materia única por medio del trabajo humano; y este proceso unidireccional y continuo, regido por leyes determinadas y necesarias ―cuyo motor son las contradicciones intrínsecas―, constituye la misma historia de la Humanidad. Marx había establecido en El Capital un modelo de análisis de las contradicciones del proceso objetivo en un momento histórico determinado; Lenin pretende lo mismo ―«el análisis y la revelación de las profundas contradicciones internas»― en otro momento preciso: el del Imperialismo (p. 155).

Materialismo y dialéctica constituyen, así, la hermenéutica de fondo. Pero, todavía en el Prefacio de la obra, encontramos otra observación que ayudará bastante a captar todo su contenido ―el hecho de que haya sido escrita bajo censura―. «Por ello he debido estrictamente limitarme a un análisis teórico, sobre todo económico, de los hechos, y he podido formular el pequeño número de observaciones políticas indispensables sólo, con la máxima prudencia» (p. 9). Por ejemplo, «del hecho de que el imperialismo precede a la revolución socialista... he debido hablar en una lengua servil» (p. 10). Sin embargo, el fantasma de la revolución se hace continuamente presente ―como la meta que ha de ser necesariamente alcanzada, ejerciendo un influjo irresistible― en la consideración del capitalismo como un momento necesariamente superable; y determina, en último término, la construcción de toda la obra.

El libro, escrito en gran parte en tono polémico, comprende diez capítulos de una densidad ideológica muy desigual. Sin que pueda establecerse una neta separación ―pues la visión personal del autor sobre la realidad empapa desde la primera a la última línea―, no sería erróneo afirmar que en los seis primeros predomina el análisis de las características que definen el capitalismo de la época, mientras que los cuatro últimos reflejan la ideología que el autor vierte sobre esos datos.

Los títulos de los capítulos son:

I. La concentración de la producción y los monopolios          13

II. Las bancas y su nueva función                                          35

III. Capital financiero y oligarquía financiera                           59

IV. La exportación del capital                                               81

V. La división del mundo entre grupos capitalistas                 89

VI. El reparto del mundo entre las grandes potencias           101

VII. El imperialismo, fase particular del capitalismo              119

VIII. El parasitismo y la gangrena del                                  135

IX. Crítica del imperialismo                                                 151

X. El puesto del capitalismo en la historia                            169

 

1. La concentración de la producción y los monopolios.

La materia en movimiento adquiere sucesivamente formas concretas, que son las que permiten distinguir los distintos momentos de su evolución. Una de las leyes fundamentales de la dialéctica es la de que ―en determinadas circunstancias― un contrario se convierte en su opuesto, y pasa a ocupar la posición de éste: la transformación de la libre concurrencia en monopolio constituye «uno de los fenómenos más importantes ―si no el más importante― de la economía capitalista más reciente» (p. 16). Su estudio se convierte en la clave para la comprensión del momento histórico que nos ocupa.En Europa se puede estudiar con precisión este desarrollo cuya causa fundamental sería la concentración de la producción, articulado en tres fases:

«l) 1860‑1870: apogeo y límite del desarrollo de la libre concurrencia. Se advierte apenas el embrión de los monopolios.

2) Después de la crisis de 1873: período de gran desarrollo de los cartels, que, no obstante, son todavía excepcionales y poco sólidos. Constituyen un fenómeno transitorio.

3) Período de prosperidad hacia finales del siglo XIX y crisis de 1900‑1903. Los cartels se convierten en una de las bases de la vida económica. El capitalismo se ha vuelto imperialista» (p. 22).

En el momento que nos encontramos, la contradicción fundamental ―que en cierto modo define el conjunto― es la que existe entre la libre concurrencia y el monopolio. La inversión del dominio de uno de los aspectos de la contradicción sobre el otro origina un cambio en la naturaleza misma ―si de naturaleza cabe hablar en términos marxistas― de la cosa: con la conversión de la libre concurrencia en monopolio y el dominio de éste sobre aquélla, el capitalismo se ha vuelto imperialismo.

Una vez originados los cartels, se ponen de acuerdo entre sí sobre las condiciones de venta, sobre los vencimientos; se dividen los mercados y fijan la cantidad de los productos y los precios; se dividen las ganancias; y concentran gran parte de la producción total de un ramo de la industria, con lo que se aseguran beneficios enormes y pueden crear unidades de producción de una amplitud formidable. Las diferencias en la política económica de los diversos países capitalistas sólo producen mutaciones accidentales en la forma de los monopolios o en el momento de su nacimiento; pero el resultado es siempre el mismo: la conversión de la libre concurrencia en el monopolio ―su contrario― es «una ley fundamental del desarrollo contemporáneo del capitalismo» (p. 20).

Con sólo estas páginas se puede ya advertir la voluntad de Lenin de finalizar el proceso objetivo hacia la socialización. Los mismos capitalistas no pueden evitarlo; todo sucede como si éstos, «a pesar de su voluntad y su conciencia, entraran en un nuevo orden social, que señala la transición entre la libertad de concurrencia y la socialización de la producción» (p. 27).

Los grandes trusts ―no importa si por medios lícitos o ilícitos― obligan a las pequeñas empresas a someterse, a «organizarse», sofocando a los que no quieren aceptar su dominio; la razón de su triunfo no es tanto la calidad de la producción cuanto el genio financiero de sus dirigentes. El proceso sigue así su marcha siempre perfectiva hacia la socialización; pero «del inmenso progreso que así alcanza la humanidad sólo se benefician algunas minorías de especuladores» (pp. 29‑30): lo que no constituye sino una formulación particular ―adecuada precisamente al momento inmediatamente anterior a la revolución― de la teoría general de la alienación socio‑económica del género humano.

Según Lenin, esta alienación fundamental comporta, en contra de lo que sostienen algunos oportunistas dispuestas a toda costa a justificar el capitalismo, una enorme suma de violencias y de contrastes: la formación de monopolios en ciertos ramos de la industria intensifica el caos específico del conjunto de la producción capitalista, aumentando las diferencias entre industria y agricultura y entre unas ―las mejor trustíficadas― y otras ramas de la industria (cfr. p. 32). El aumento de los desequilibrios es proporcional al del capital y se ve favorecido por el desarrollo extremadamente rápido de la técnica; las crisis, a su vez, favorecen la tendencia a la concentración del capital, con lo que el cielo se reproduce.

2. Las bancas y su nueva función.

El estudio del monopolio proporciona ya una comprensión relativamente adecuada del fenómeno Imperialista; esta visión se acaba de aclarar, según Lenin, al considerar junto a él la función que en este tipo de capitalismo desempeñan los bancos.

La idea central de todo el capítulo es que también la misma banca se ha monopolizado; o, quizás más exactamente' se ha convertido en instrumento de monopolización: los datos que se recogen y las situaciones que se describen, se hacen converger todas en esta misma dirección.

En un primer momento, la función de los bancos era la de intermediarios en los pagos; pero, en la medida misma en que las operaciones bancarias se han ido desarrollando y concentrando en un pequeño número de organismos ―con un proceso similar al de las grandes potencias industriales―, se han convertido en «potentes monopolios que disponen de casi todo el capital, de casi todos los capitalistas (y de los pequeños propietarios), además de la mayor parte de los medios de producción y de las fuentes de materia prima del país y de distintos países» (p. 35).

De cada una de las grandes bancas ―y aquí el concepto clave es el de «participación»― dependen un número considerable de bancos de menor calibre ―nacionales y extranjeros― que dominan a su vez sobre un número mayor, y éstos sobre otros. «Es evidente que una banca situada a la cabeza de un tal grupo y que entre en relación con media docena de otros grupos que le hacen concesiones con vistas a grandes y ventajosas operaciones, como los préstitos de Estado, no es en absoluto un intermediario, sino que se ha convertido en instrumento de un grupo de monopolizadores» (p. 38),

Observa Lenin que la concentración bancaria se ha realizado con extraordinaria rapidez, alcanzando nivel internacional, en todos los grandes países capitalistas: Alemania, Francia... Gracias a ella, los capitalistas desperdigados forman una colectividad capitalista; y un pequeño número de plutócratas ―que controla todas las operaciones comerciales e industriales― conoce exactamente la situación de los capitalistas aislados, a quienes puede así controlar ―restringiendo o facilitando los créditos― y acaba por determinar enteramente su suerte, privándolos de capital o permitiendo que lo aumente en forma considerable.

El resultado de todo ello sería la exasperación de los contrastes y de la alienación humana en el seno del capitalismo: un grupo de monopolizadores se apropia del capital, que es un producto del género, colectivo, y del trabajo del resto. Marx había escrito en El Capital que las bancas crean la forma de una contabilidad general y de una repartición general de los medios de producción. Lo que se acaba de ver demuestra que esa contabilidad general es la de toda la clase capitalista; e incluso tiene una mayor extensión, ya que las bancas recogen temporalmente todo tipo de entradas financieras de pequeños propietarios, funcionarios, y un reducido estrato de la clase obrera. Sin embargo, el contenido de esta repartición no es en absoluto general, social, sino privado: conforme a los intereses del más grande capital y, sobre todo, del capital monopolizador. Y así, «las masas de la población apenas tienen de que nutrirse.... el desarrollo de la agricultura es claramente sobrepasado por el de la industria..., y la gran industria se hace pagar un tributo de todos los otros ramos de la producción» (p. 44).

Por otra parte, las bancas asimilan también las antiguas funciones de las Cajas de Cambio y de la Bolsa. Las operaciones financieras aumentan considerablemente y acentúan la creciente dependencia del capital industrial con respecto a las bancas: nace así una íntima unión de éstas con las mayores empresas comerciales e industriales, a través de la compra de acciones y de la participación de los directores de banca ―ahora especializados en cuestiones industriales o financieras― en los consejos de administración de las empresas industriales y comerciales.

La conclusión que Lenin obtiene de todos estos hechos es siempre la misma: «el antiguo capitalismo de la libre concurrencia y la Bolsa, su indispensable regulador, desaparecen» (p. 47), y «entra en su lugar un nuevo capitalismo, que parece algo transitorio y realiza una especie de combinación entre la libre concurrencia y el monopolio. La pregunta se pone por sí sola: ¿a dónde tiende este capitalismo transitorio? ¿Hacia dónde marcha esta transición del capitalismo más reciente, del capitalismo en su fase imperialista?» (p. 48). La marcha del proceso es para Lenin irreversible: «Los mismos dirigentes de las grandes bancas no pueden dejar de observar que de esta manera se están creando nuevas condiciones de vida económica. Pero frente a estos fenómenos ellos son impotentes» (p. 55). La razón de esta impotencia se encontraría en el carácter dialéctico de las leyes que rigen la evolución del progreso y en la inconciliabilidad de las contradicciones a él inherentes: después que la libre concurrencia ha evolucionado hacia su opuesto, el monopolio, es absurdo ―según Lenin― pretender la marcha atrás; la contradicción señalada por ambos coexistiría durante cierto tiempo ―exasperándose― hasta que se produzca un enfrentamiento violento ―inevitable― y un cambio cualitativo en la condición humana. La revolución, sin que Lenin la nombre explícitamente ―quizá por las razones que él mismo señala en el Prefacio―, marca, aquí como en el resto del libro, la dirección que debe seguirse. En el lenguaje velado de Lenin: «El viejo capitalismo ha tenido ya su tiempo. El nuevo constituye una transición hacia ciertas cosas. Encontrar 'principios sólidos y un fin concreto' para conciliar el monopolio y la libre concurrencia, es evidente intentar resolver un problema insoluble» (p. 56).

3. Capital financiero y oligarquía financiera.

Este capitalismo de transición propio de nuestro siglo se caracteriza porque «el dominio del capital cede el puesto al dominio del capital financiero» (p. 57).

El concepto de capital financiero lo tomó Lenin prestado de Hilferding; pero corrige su definición ―«el capital financiero es aquel del que disponen las bancas y que emplean los industriales»―, ya que ésta silencia uno de los factores más importantes: la creciente concentración de la producción y del capital, en proporciones tales de alcanzar el monopolio.

Es esta corrección lo que permite a Lenin establecer que la «dominación de los monopolios capitalistas se convierte inevitablemente, dentro del campo de la producción de mercancías y de la propiedad privada, en la dominación de una oligarquía financiera» (p. 60). «Es propio del capitalismo en general la separación de la propiedad del capital, de su aplicación a la industria; la separación del capital financiero, del capital industrial; de aquel que vive de rentas, del hombre de empresa; y de todos aquellos que de hecho participan de la gestión, de los capitalistas. La supremacía del capital financiero sobre todas las otras formas de capital significa la hegemonía de aquellos que viven de rentas y de la oligarquía financiera, así como la hegemonía de un pequeño número de Estados financieramente potentes» (p. 77). Lo que no supone para Lenin sino un agravarse ―a nivel nacional e internacional― de la profunda alienación que acompaña a todo el capitalismo: en el imperialismo esta situación se agudiza porque un número cada vez menor de Estados y de personas ―deshumanizados, al no participar directamente en la transformación de la naturaleza― se apropian del trabajo y de la producción de la casi totalidad de la población humana, deshumanizada porque se le priva del resultado de su producción, que son ellos mismos.

Los grandes oligarcas disponen de un medio eficacísimo para someter al resto de los capitalistas: la «participación» de unas empresas en otras por medio de acciones, junto con la posesión del «paquete de control». Por medio de este sistema, el grupo de capitalistas que controla la sociedad‑madre reina también sobre las sociedades filiales y, a través de ellas, extiende su dominio a otras muchas. La experiencia demuestra, observa Lenin, que basta disponer del 40 por 100 de las acciones para dirigir los negocios de una sociedad; consecuentemente, el que posea este paquete en la 'sociedad‑madre' controla ―de hecho― un capital veinte, cuarenta o incluso más veces superior al suyo. Y la 'sociedad‑madre' ―al no ser ante la ley responsable de las filiales― puede realizar operaciones poco limpias y vaciar los bolsillos del público (cfr. pp. 60‑63).

De este modo el capitalismo, que había comenzado su evolución con el pequeño capital usurero, la completa con la fabulosa usura del capital gigante. Las emisiones de acciones se convierten en los negocios más productivos; los capitales producen ganancias por sí solos; los períodos de depresión se convierten para las grandes empresas en fructuosas operaciones y excelentes ocasiones para someter a las pequeñas sociedades en dificultad...

Como es evidente ―en términos marxistas― esta situación no sólo trasciende la esfera de la economía, sino que empapa y condiciona la entera vida humana. El monopolio, afirma Lenin, «cuando está formado y cuando dispone de miles de millones, penetra ineludiblemente en todos los campos de la vida social, independientemente de las circunstancias políticas y de cualquier otra particularidad» (p. 74).

4. La exportación del capital.

La exportación de capital ocupa en el régimen imperialista el puesto que la de mercancías ocupaba en un capitalismo de libre concurrencia.

En términos de la dialéctica marxista, la existencia de un contrario es tanto la condición de posibilidad real de la existencia de su opuesto como la de la realidad misma y la de la superación dialéctica del sistema. Vemos a Lenin aplicar esta ley general a ese momento particular del desarrollo del proceso que es el imperialismo.

En este régimen es inevitable, según Lenin, el desigual desarrollo entre las distintas ramas de la economía y entre uno y otro de los países capitalistas. Lo que provoca ―en los países más desarrollados― una gran excedencia de capital. Este capital, en teoría, se podría emplear para elevar el nivel de las masas más pobres dentro del mismo país ―desarrollando, por ejemplo, la agricultura―; «pero entonces el capitalismo dejaría de serlo, porque la desigualdad de desarrollo y la condición miserable de las masas son las condiciones indispensables, las bases mismas de la existencia del sistema. Desde el mismo momento en que el capitalismo es capitalismo, la excedencia de capital no se destina a elevar el nivel de la existencia de las masas en un determinado país ―ya que entonces resultaría una disminución de las ganancias para sus posesores―, sino a aumentar tales ganancias con el empleo del capital en el extranjero, en los países más atrasados» (p. 82).

Esta exportación tiene además otra consecuencia: la inserción de los países menos desarrollados en el área del capitalismo. Con ello se consigue ―aparte de la explotación por parte de unos pocos países opulentos de la mayoría de los pueblos del mundo― que el capital financiero extienda sus tentáculos absolutamente por toda la tierra (cfr. pp. 83‑88).

5. La división del mundo entre agrupaciones capitalistas.

Acabamos de ver cómo los países capitalistas se dividen las áreas de influencia mediante la exportación de capital.

Además de esta división ―que Lenin llama trascendental― «el capital financiero ha conducido a una división también concreta del mundo» (p. 88). Los grandes trusts mundiales, estatales o privados ―así ocurrió, por ejemplo, con el de la electricidad―, se dividen el mercado mundial por medio de acuerdos; eliminan así la mutua concurrencia y hacen imposible ―dada la enorme potencia de estas agrupaciones― la de cualquier otra empresa más modesta (cfr. pp. 89‑96).

Esta situación, observa Lenin, ha llevado a algunos escritores burgueses a pensar que «los cartels internacionales, constituyendo una de las expresiones más acentuadas de la internacionalidad del capital, permitían esperar que se mantuviese la paz entre los pueblos en régimen capitalista» (p. 99). Lo que supone, ni más ni menos, la negación más radical del marxismo: la revolución se torna no‑necesaria, y también, por tanto, el paso de capitalismo a socialismo. No extraña, entonces, que Lenin afirme a renglón seguido: «Teóricamente esta opinión es absurda» (p. 99). Y lo es, porque ―en sede marxista― toda la realidad humana es economía; y la fuerza motriz que empuja el proceso económico es precisamente la lucha entre los contrarios: no se puede ser marxista ―y para Lenin el marxismo es, de modo dogmático, la misma «verdad»― e ignorar este profundo sentido de lucha: «Prácticamente no es sino un sofisma y un medio deshonesto para difundir el peor oportunismo. Los cartels internacionales demuestran hasta qué punto se han desarrollado los monopolios capitalistas y cuál sea el objeto de la lucha entre los grupos capitalistas. Esta última circunstancia es la más importante: ella sola nos revela el sentido histórico‑económico de los acontecimientos, porque las mismas formas de la lucha pueden cambiar y cambian constantemente: por causas varias relativamente temporales y particulares, mientras que el sentido de la lucha, su contenido de clase, no puede cambiar mientras haya clases» (p. 99). Es más: las variaciones en la forma de la lucha ―manteniendo siempre la intrínseca contradicción para Lenin― son inevitables y constituyen la posibilidad misma del avance histórico.

Es ese profundo «sentido de lucha» lo que de continuo tratarían de velar los escritores burgueses. Los capitalistas se reparten el mundo porque la concentración de capital les obliga a ello, si quieren obtener ganancias proporcionales a las fuerzas que poseen; «pero las fuerzas varían con el desarrollo económico y político. Para comprender lo que sucede es necesario saber qué problemas entran en juego como consecuencia de este cambio de fuerzas. El hecho de que estas variaciones sean «puramente» económicas o no económicas (por ejemplo, militares) es una cuestión secundaria y no puede modificar en nada nuestra opinión esencial sobre la fase más reciente del capitalismo. Sustituir la cuestión del objeto de las luchas y de los acuerdos entre los grupos capitalistas por la de la forma de estas luchas y estos acuerdos (hoy pacíficos, mañana bélicos, pasado de nuevo pacíficos) significa rebajarse a la función de sofista» (pp. 99‑100). Y no otra cosa harían, según Lenin, los escritores burgueses.

En resumen: el desarrollo objetivo del proceso económico se realizaría dialécticamente mediante constantes negaciones de la situación anterior; mediante enfrentamientos continuos ―violentos siempre en los momentos decisivos― entre las diversas formas que adquiere externamente este proceso. El desarrollo económico para Lenin determina y penetra las manifestaciones de cualquier otra esfera de la actividad humana, de la que ―en definitiva― constituye su infraestructura: «La época del más reciente capitalismo nos demuestra que entre los grupos capitalistas se establecen relaciones definidas, basadas sobre la división económica del mundo, mientras que, paralelamente y en relación a este hecho, se establecen determinadas relaciones entre grupos políticos, entre Estados, sobre la base de la división territorial del mundo, de la lucha por las colonias, de la lucha por el territorio económico»P100).

6. La repartición del mundo entre las grandes potencias.

Estudia Lenin en este capítulo las peculiares formas políticas ―sobre todo a nivel internacional― del imperialismo y su radical dependencia con respecto al momento actual del desarrollo económico.

A finales del siglo XIX, y por primera vez en la historia de la humanidad ―según Lenin―, el mundo se encuentra completamente dividido entre las grandes potencias capitalistas: «Atravesamos ahora una época original de política colonial universal, unida con los más estrechos vínculos a la fase más reciente del desarrollo capitalista: la del capital financiero» (p. 102).

El límite del desarrollo del capitalismo anterior al monopolio lo sitúa Lenin entre 1860 y 1870. Y es precisamente a partir de estas fechas cuando se iniciaría el desarrollo de las conquistas coloniales; y cuando la lucha por la división y repartición del mundo se tornaría extraordinariamente áspera. «Queda, por tanto, fuera de toda duda el hecho de que el paso del capitalismo de la libre concurrencia al monopolio, al capitalismo financiero, haya que unirlo a la intensificación de la lucha por la división del mundo» (p. 103). Esta afirmación de Lenin supone elevar ―gratuitamente y de un plumazo― a la categoría de causa absoluta y excluyente lo que ―en un análisis objetivo― no pasaría de ser un elemento lateral y coadyuvante. Atribúyase a los factores económicos toda la importancia que se quiera; déseles si se desea ―y es ya conceder demasiado― una influencia decisiva; pero nunca actuarán estos factores más que tamizados, por la radical libertad de las personas individuales.

El colonialismo actual reviste para Lenin un conjunto de características, derivadas todas ellas de las del actual capitalismo. Y éste tiene como base el monopolio, que nunca es más sólido y fuerte que cuando reúne en sí todas las fuentes de la materia prima: «Sólo la posesión de colonias da a los monopolios completas garantías de éxito contra todos los casos fortuitos en la lucha con los concurrentes, comprendiendo también la posibilidad de defenderse por medio de una ley que instituya el monopolio de Estado» (pp. 109‑110). Cuanto mayor es el desarrollo del capitalismo, tanto más crece la concurrencia, la falta de materia prima, su búsqueda incontrolada por todo el universo y, en consecuencia, la lucha por la conquista de las colonias.

Hasta aquí la influencia directa del proceso económico en la lucha por las colonias. Pero no es todo: en un materialismo dialéctico hay que considerar también la acción de retorno de los procesos conscientes sobre el desarrollo económico. Y así lo hace Lenin: «La superestructura no económica que se eleva sobre las bases del capitalismo financiero, es decir, su política y su ideología, refuerza la tendencia a las conquistas coloniales» (p. 113). A nivel internacional, esta supersestructura crearía distintas formas de dependencia de los gobiernos: además de la de colonizador a colonizado, la de aquellos países formalmente independientes, pero fuertemente condicionados por una estrecha red de relaciones financieras y diplomáticas (semicolonias y países libres).

7. El imperialismo, fase particular del capitalismo.

Con estas páginas inicia Lenin el balance y el resumen de todo lo dicho hasta aquí, poniendo de manifiesto, de modo más claro que hasta ahora, su pensamiento filosófico.

A lo largo de todo el capítulo se pueden rastrear las leyes de la dialéctica: «El imperialismo ha nacido como el desarrollo y la directa continuación de las características esenciales del capitalismo en general. Pero el capitalismo no se ha convertido en imperialismo capitalista, sino en un estadio definido, muy avanzado, de su desarrollo: cuando ciertas cualidades esenciales han comenzado a transformarse en sus propias antinomias, cuando se han delineado y revelado completamente los rasgos de la transición a una estructura económica y social más alta que el capitalismo» (p. 119).

Lo económicamente esencial en este proceso ha sido, según Lenin, la transformación de la libre concurrencia en su contrario, el monopolio; pero de tal modo que el monopolio no suprime la libre concurrencia, sino que coexiste con ella; y esta coexistencia genera todo un conjunto de contradicciones secundarias que acabarán por llevar al capitalismo, a través de la revolución, a un momento más elevado de la economía: el socialismo .

Lenin define económicamente el imperialismo como «el capitalismo en la fase de desarrollo en la que se constituye la dominación de los monopolios y del capital financiero, en la que la explotación del capital cobra una gran importancia, en la que comienza la división del mundo entre los grandes trusts internacionales, en la que se completa el reparto de todos los territorios del planeta entre las grandes potencias capitalistas» (p. 121). Definición que, como se ve, recoge los cinco caracteres esenciales examinados en los capítulos anteriores.

La postura de Lenin queda más clara cuando él mismo la confronta con la de Kautsky; de ésta afirma que «sirve de base a todo un sistema que se separa completamente de la teoría y de la práctica marxista. Lo importante es que Kautsky separa la política del imperialismo de su economía, habla de las anexiones como de una política «preferida» por el capital financiero y le opone otra política burguesa posible, así le parece, sobre la misma base del capitalismo financiero. El resultado es el de atenuar, el de cancelar las más graves y evidentes contradicciones de la fase más reciente del capitalismo, en vez de sacarlas a la luz en toda su profundidad. El resultado es, por tanto, en lugar del marxismo, un reformismo burgués» (p. 127).

Kautsky admite también la posibilidad de una nueva fase del capitalismo: el ultraimperialismo; en ella ―al unirse los imperialismos de todo el mundo por la proyección de la política de cartels en la política exterior― cesaría todo tipo de luchas. Pero esta teoría «rompe absolutamente, sin posibilidad de conciliación, con el marxismo» (p. 128); y rompe de modo tan absoluto porque niega la contradicción como algo intrínseco a la misma existencia de la realidad y como motor de la misma. Las ideas de Kautsky podrían hacer pensar que «el dominio del capital financiero disminuye las desigualdades y las contradicciones de la economía mundial, cuando en realidad las refuerza» (pp. 128‑129). ¿Es acaso conciliable ―en esquemas marxistas― el ultra‑imperialismo con la siempre cambiante proporción de fuerzas que procede de la extrema diversidad de situaciones económicas y políticas, y de la extrema desproporción en la rapidez de desarrollo de los diversos países? «El capital financiero y los trusts aumentan, en lugar de atenuar, las diferencias en la velocidad de desarrollo de los diversos elementos de la economía mundial. Cuando las relaciones de fuerza se han modificado, ¿en qué puede consistir, en el régimen capitalista, la solución de las contradicciones antitéticas si no en la fuerza?» (p. 131).

8. El parasitismo y la gangrena del capitalismo.

Según Lenin, «el fundamento económico más profundo del imperialismo es el monopolio. Y el monopolio capitalista, es decir, surgido del capitalismo, está ―dadas las condiciones generales del capitalismo, de las producciones de mercancías, de la concurrencia― en contradicción permanente e inconciliable con este estado de cosas» (p. 135).

De una parte el monopolio, y junto con él la posesión de colonias particularmente grandes y ricas, generaría inevitablemente ―para Lenin― una tendencia al estancamiento y a la detención del progreso. Esta tendencia prevalecería sobre la que busca el mejoramiento técnico que nace del deseo de aumentar las ganancias.

De otra, la concentración del capital en un grupo reducidísimo de personas y países capitalistas, junto con la exportación de capitales a países más pobres, produciría «el desarrollo inevitable de una clase, o más bien de una categoría social, la de aquellos que viven de rentas, del todo extraña a la actividad de cualquier empresa y cuya profesión consiste en el ocio» (p. 136).

La noción de «Estado que vive de rentas» es presentada por Lenin como algo común en la literatura económica que trata sobre el imperialismo. «El Estado que vive de rentas es el Estado parásito del capitalismo afecto de gangrena, y no puede dejar de influenciar todas las relaciones políticas y sociales del país y, en particular, las tendencias esenciales del movimiento obrero» (p. 139). El Estado parásito utilizaría sus colonias para enriquecer a las clases dominantes y corromper así a las inferiores, logrando acallarlas; en el seno del mismo movimiento obrero, los oportunistas trabajarían en el mismo sentido. De esta manera, el imperialismo permitiría la corrupción de algunos de los más altos estamentos de la clase proletaria, creando categorías privilegiadas entre los obreros, que se separan de las grandes masas proletarias: como resultado, según Lenin, se nutre, afirma y define el oportunismo (cfr. pp. 140‑146).

De esta forma se llegaría a la reproducción, a nivel mundial, de aquella situación que Marx y Engels denunciaron al estudiar las relaciones entre el oportunismo obrero y las particularidades del imperialismo inglés. En aquél, entonces, la explotación del mundo por parte de Inglaterra, su situación de monopolio sobre el mercado mundial y su monopolio colonial habrían producido ―de una parte― el aburguesamiento de la clase obrera, y ―de otra― la dirección del proletariado por elementos corrompidos por la burguesía o, al menos, pagados por ella. En el siglo XX, dice Lenin, se ha completado «el reparto del mundo entre poquísimos Estados, cada uno de los cuales explota (es decir, extrae el plus valor) una parte del mundo un poco más pequeña que aquella que explotaba la Inglaterra de 1858; cada uno de los cuales tiene, gracias a los trusts, a los cartels, al capital financiero, a las relaciones entre acreedores y deudores; una situación de monopolio sobre el mercado mundial; cada uno de los cuales, en una producción determinada, goza de un monopolio colonial» (p. 148).

Resumiendo, para Lenin el imperialismo agravaría el estado de alienación en que se encuentra la humanidad, en cuanto ―de un lado― aumentaría a nivel mundial el número de aquellas personas ―todas las que viven de rentas y todos los Estados parásitos― que se ven privadas del acto de producción; y ―de otro― privaría a la gran parte de la humanidad ―la de aquellos que trabajan― del resultado de su propia producción. El imperialismo retrasa también la llegada de la revolución socialista; pues produce la escisión del movimiento obrero y debilita así su radical contraste con la clase capitalista, de cuyo violento enfrentamiento debería nacer el socialismo: «La particularidad de la situación actual radica en las condiciones económicas y políticas que no han podido dejar de reforzar la incompatibilidad del oportunismo con los intereses generales y vitales de la clase obrera (...). El oportunismo no puede ya vencer completamente en el movimiento obrero de un país por largas decenas de años (...). Pero, en un cierto número de países, ha madurado, madurado excesivamente, se ha podrido y se ha confundido absolutamente, bajo forma de social‑chovinismo, con la política de la burguesía» (p. 149).

9. Crítica del imperialismo.

Lenin estudia aquí el conjunto de aquellas críticas influenciadas por la ideología capitalista. Según él, estas críticas constituyen una defensa global del capitalismo, camuflada normalmente bajo forma de ataques a algunos rasgos completamente secundarios y unida a fútiles proyectos de reforma: no se encontraría en ellas el «más pequeño indicio de haber comprendido el hecho de que el imperialismo está absolutamente ligado al capitalismo en su forma actual y que, por ello, la lucha directa contra él es absolutamente vana, a no ser que se limite a una reacción contra excesos aislados particularmente repugnantes» (p. 153).

Para Lenin «es fundamental, en la crítica del imperialismo, saber si es posible una modificación reformista de las bases del imperialismo, si es necesario continuar adelante, aumentando los antagonismos que causa, o volver atrás, disminuyéndolos» (p. 153). La respuesta marxista, por su concepción unidireccional del proceso económico objetivo y por su voluntaria decisión de finalizarlo en sentido revolucionario, no puede ser otra que la de continuar adelante; no se puede obrar de otra forma: en el materialismo dialéctico, el máximo de mal marca precisamente la única solución radical de la presente negación, y la exasperación de la contradicción conduce al enfrentamiento violento de los contrarios y a un avance substancial del proceso; sin embargo, son pocos los que «tienen el valor de reconocer que es absurda cualquier reforma de los caracteres fundamentales del imperialismo» (p. 152).

Algunos burgueses ―observa Lenin―, como reacción a la suma de violencias que el imperialismo comporta, pretenden oponerle una democracia de la libre concurrencia; y Kautsky con ellos: de esta forma «ha roto con el marxismo defendiendo, en la época del capital financiero, un 'ideal reaccionario, la 'democracia pacífica', la 'simple acción de los factores económicos'; porque este ideal, que aspira a un retorno del capitalismo de los monopolios a un capitalismo anterior' es un engaño reformista» (p. 157). «Los monopolios han nacido ya precisamente de la libre concurrencia. Y aunque actualmente su evolución se hiciera más lenta, eso sería un argumento en favor de la libre concurrencia, que se ha vuelto imposible una vez que ha generado el monopolio» (p. 158).

En otras palabras: el imperialismo constituiría la componente política indisolublemente unida a los monopolios; la democracia, por el contrario, estaría indisolublemente ligada a la libre concurrencia. La realidad económica, según Lenin, ha superado ya irreversiblemente el capitalismo de la libre concurrencia, para convertirse en capitalismo monopolístico: el retorno, tanto de los monopolios a la libre concurrencia como ―paralelamente― del imperialismo a la democracia, es, para él, sencillamente absurdo.

La única solución viable sería la del marxismo: de una parte ―y sería misión de los teóricos revolucionarios―, hacer patente la dialéctica inherente a las cosas y a los fenómenos; desvelar las profundas contradicciones que el imperialismo comporta y que ni el ultraimperialismo ni ninguna otra modalidad económica ―por lo menos en régimen capitalista puede hacer desaparecer. De otra ―y ésta es la misión que la Historia habría asignado a las clases proletarias― contribuir, mediante la acción revolucionaria, a la aceleración del proceso objetivo de la materia. Lenin lo expone con palabras de Hilferding: «No es función del proletariado oponer a una política capitalista progresiva la era ya superada de la libertad de comercio y de la hostilidad frente al Estado. La respuesta del proletariado a la política económica del capital financiero no puede ser la libertad de comercio, sino únicamente el socialismo. La restauración de la libertad de comercio ―convertida actualmente en un ideal reaccionario― no puede constituir un ideal al que mire como fin la política proletaria, sino únicamente la abolición completa de la concurrencia con la supresión del capitalismo» (p. 155).

Y es también hacia esta solución hacia donde ―según Lenin― tiende el mismo capitalismo. En efecto, éste exaspera ―hasta extremos insostenibles― toda suerte de antagonismos, tanto a nivel nacional como internacional: «El imperialismo es la época del capital financiero y de los monopolios, que introducen por todas partes no la libertad, sino sus aspiraciones al dominio. Reacciones en todos los campos, sea cual sea el orden político; extrema tensión de los antagonismos: ése es el resultado» (p. 166).

10. El puesto del imperialismo en la historia,

Intenta ahora Lenin examinar en toda su amplitud el significado histórico del imperialismo.

Este significado para él radica ―no cabría esperar otra cosa― en su naturaleza económica: «Hemos visto que el imperialismo en su esencia económica es el capitalismo de los monopolios. Su puesto histórico viene fijado por este hecho» (p. 169). Precisamente de que el imperialismo sea un capitalismo de los monopolios ―nacido sobre el terreno de la libre concurrencia y tomando origen precisamente de ella― se puede deducir que «es la transición de un orden social capitalista a un orden más elevado» (p. 169).

Para ver esto más claro, conviene recordar cuatro de las más importantes características, según Lenin, del capitalismo en el Estado actual:

1) El monopolio habría nacido de la concentración de la producción a un altísimo grado de desarrollo.

2) Los monopolios habrían conducido a la conquista de las más importantes fuentes de materia prima, en especial el hierro y el carbón: lo que supone un enorme aumento del poder del capital y, sobre todo, del antagonismo entre la producción trustificada y la no trustificada.

3) El monopolio habría nacido de las bancas. Con la creación del capital financiero nacería una oligarquía financiera que impone una estrecha dependencia ―asegurada por infinidad de lazos― a todas las instituciones económicas y políticas de la sociedad burguesa.

4) El monopolio habría nacido con la política colonial, llevada a cabo ―precisamente― según la política del monopolio (cfr. pp. 169‑171).

Y todo ello para Lenin ha conducido a acentuar, de manera extraordinaria, las contradicciones del capitalismo anterior: «Se sabe generalmente cuánto ha profundizado el capital monopolizador todas las contradicciones del capitalismo... Esta profundización de los contrastes constituye la más potente fuerza del período histórico de transición abierto por la definitiva victoria del capitalismo financiero mundial» (p. 171).

Lo que no impide, sin embargo, el desarrollo del capitalismo, que, en líneas generales, crece más rápidamente que antaño. Pero este crecimiento ―afirma Lenin― se hace cada vez más irregular y desemboca en la gangrena de los países capitalistas. El imperialismo acentuaría las contradicciones entre los países más ricos y los más pobres ―sean o no sus colonias―; contribuiría a crear una clase burguesa que ―independientemente de su orientación política― lleva impresas las marcas del parasitismo, y permitiría corromper a una buena parte de la clase obrera, creando un nexo indisoluble entre el imperialismo y el oportunismo. Con estas bases, Lenin concluye: «De todo lo que se ha dicho antes sobre la naturaleza económica del imperialismo, resulta que debemos caracterizarlo como un capitalismo de transición o, más exactamente, como un capitalismo morituro» (p. 173).

Este capitalismo morituro daría paso a la socialización. Es más: el proceso objetivo de la materia, según Lenin, ha entrado ya en esta fase; y si los escritores burgueses no quieren o no saben reconocerlo es porque están empeñados en cerrar los ojos a la «realidad». Estos escritores usan con frecuencia términos como «empalme» o «entrelazarse». Pero L e n i n objeta: «¿Qué significa el témino 'entrelazarse'? Este término no abraza sino un pequeño rasgo, que salta a los ojos, del proceso que se está realizando entre nosotros. Demuestra que el observador cuenta los árboles sin conseguir ver el bosque, y traduce servilmente lo aparente, lo fortuito, lo caótico. Denuncia, en el observador, un hombre aplastado por el peso de materiales no elaborados, un hombre incapaz de comprender el sentido y la importancia de lo que ve. La posesión de acciones y relaciones entre propietarios privados «se enlazan fortuitamente», fundiéndose. Pero lo que reside bajo este entrelazamiento, lo que constituye la base, son las cambiantes relaciones sociales de la producción» (p. 174). Las reacciones burguesas ―según Lenin― ante el «infalible avance de la economía pueden, a lo más, retrasar un tanto su ritmo nunca cambiar su dirección ni detener su marcha; teniendo  en cuenta las reales condiciones y características de la producción,  «resulta evidente que estamos en presencia de una socialización y no de un simple 'empalme', que las relaciones económicas privadas, así como las relaciones de propiedad constituyen un envoltorio que no corresponde ya al contenido, un envoltorio destinado a pudrirse, si se difiere artificiosamente! su eliminación; un envoltorio que podrá subsistir porun tiempo bastante largo en estado de gangrena, pero que sin embargo, inevitablemente eliminado» (p. 175).

 

RESUMEN

El imperialismo, última fase del capitalismo se sitúa así en un contexto filosófico en el que la vida del hombre ―de la humanidad como género― queda reducida al nivel, meramente  material, de las relaciones de producción. Cualquier otra realidad ―en la vida del hombre y en el mundo― «consiste en último término, se reduce al proceso histórico de la materia. Este proceso, mediante las sucesivas transformaciones que le impone el trabajo humano, avanza ―al son de la dialéctica― y crea indefinidamente una sociedad, que es también indefinidamente negada ―superada― en el momento  posterior inmediato.

De esta marcha ininterrumpida del proceso, Lenin pretende examinar el momento presente. El imperialismo se caracterizaría, en el plano económico, por el hecho fundamental de que la libre concurrencia ―que dominaba en el capitalismo anterior― cede su puesto de privilegio a lo que es precisamente su contrario: el monopolio. A este nuevo tipo de producción económica, y a la estructura social que de ella necesariamente se deriva, se superpondrían ―también necesariamente― una ideología y una política determinadas, cuyo elemento esencial se puede definir como «tendencia a la violencia y a la reacción» (p. 124). A nivel internacional, esta política «se reduce a la lucha entre las grandes potencias por el reparto económico y político del mundo, que suscita diversas formas de dependencia entre los gobiernos» (p. 113); a un nivel más reducido, « las relaciones de todo tipo y el reforzamiento de la opresión nacional... son los caracteres políticos del imperialismo» (p. 153).

Como consecuencia del capitalismo monopolístico se agravaría la alienación humana fundamental ―la naturaleza económica―, condición y motor, y en cierto modo resumen, de cualquier otra alienación, ya que un número cada vez más reducido de personas y países se apropia de la producción de la totalidad del género humano. A esta violencia de carácter primordial vendrían a sumarse todas las que producen la política y la ideología imperialistas. Y todo ello permitiría y obligaría a calificar al imperialismo de «capitalismo disolvente», que arrastrará necesariamente en su destrucción ―ayudada por la clase proletaria― a todo el régimen capitalista.

 

II. VALORACIÓN METODOLÓGICA

A) Importancia de los factores filosóficos,

A todo lo largo de la exposición del contenido se ha procurado ya mostrar cómo esta obra ―bajo su apariencia de mera técnica económica― es fruto y aplicación de una concepción filosófica bien definida acerca del hombre y la realidad. Recordarlo de nuevo puede ser útil, ya que muchas de las características formales del ensayo se comprenden mejor ―aunque no se justifiquen― considerando su verdadera naturaleza y fines.

Puede ayudar, en primer lugar, a comprender el hecho de que Lenin haga compatibles algunas correcciones propias a las teorías económicas de Marx, con sus protestas ―fervientes y repetidas― de la más pura ortodoxia marxista.

Lenin parece separarse de los diagnósticos de M.arx, por ejemplo, cuando afirma que la revolución proletaria y el socialismo triunfarán primero en uno o varios países ―aquellos a los que sus condiciones económicas hagan más vulnerables―, y sólo más tarde se extenderá al resto del mundo; cuando introduce ―con unas proporciones desconocidas en Marx― la, voluntad de finalización y la búsqueda consciente del socialismo; al sustituir las crisis periódicas del capitalismo anterior por un estado general de crisis interna; cuando postula ―con fuerza de principio irrevocable― la ley del desigual desarrollo económico y político de cada uno de los componentes del imperialismo...

Esta separación es posible porque Lenin ha descubierto que en la obra económica de Marx, lo fundamental no son los resultados concretos, sino la aplicación de la dialéctica hegeliana. Porque ha visto con claridad que el núcleo del marxismo no lo constituye una elaboración científica de la economía, sino una tesis filosófica; y que es precisamente la sólida captación de sus principios lo que permitirá ―de acuerdo con las circunstancias del momento― disentir más o menos del análisis estrictamente económico de El Capital. Con estas bases llegó a afirmar: «No se puede comprender plenamente El Capital, de Marx, y en particular el primer capítulo, si no se ha estudiado desde el principio al fin y no se ha comprendido toda la lógica de Hegel. Por consiguiente, desde hace medio siglo, ninguno de los marxistas ha entendido a Marx.»

Los «heterodoxos» marxistas, según Lenin, habían utilizado el análisis de El Capital para concluir con la formulación de una teoría del equilibrio capitalista. Y manifiestan así un absoluto desconocimiento del espíritu que anima la economía de Marx: renunciar ―como ellos hacen― a la inevitabilidad práctica de una etapa histórica superior al capitalismo a la que éste conduciría por su propia autodestrucción, supone abandonar lo que de más profundo tiene el pensamiento de Marx: su traslación de la dialéctica hegeliana ―de la lucha de la negatividad― desde el mundo de los conceptos hasta la «realidad» misma de las cosas, hasta el interior de los contrastes efectivos del mundo del trabajo.

Más adelante volveremos de nuevo sobre este punto. Ahora interesa sobre todo resaltar que Lenin ha descubierto, como lo más íntimamente marxista, una tesis que es de negación continua del presente y de constante afirmación de un futuro ―que es autoproducción del hombre en cuanto género, que se transforma a sí mismo transformando la materia―; y que a esta tesis filosófica es a lo que se debe ajustar ―en sede marxista― cualquier análisis teórico de las manifestaciones del proceso de la economía en cada momento concreto de su evolución.

Todo ello quita, en cierto modo, importancia ―por lo menos en un análisis como el que se intenta en esta valoración, que no es de naturaleza económica, y probablemente también en las intenciones del mismo Lenin― a todo un conjunto de «errores» de ciencia económica y de previsión histórica que aparecen con periodicidad a lo largo de esta obra.

Se cuentan ―entre otros― la calificación del imperialismo como un capitalismo parasitario y corrompido, y la serie de pasajes en los que aparece como un fenómeno morituro y generador inevitable de una tendencia al estancamiento y a la detención del progreso. Estas afirmaciones contrastan claramente con el posterior e impetuoso desarrollo económico y técnico, y contrastan también con la afirmación del mismo Lenin (p. 172) de que, en líneas generales, el capitalismo actual crece más rápidamente que el de antaño, aun cuando ―como hace el autor― se atenúe añadiendo que el crecimiento se torna cada vez más irregular y desemboca necesariamente en la gangrena de los países capitalistas más ricos.

Aquella tendencia a la opresión y al yugo nacional ―que Lenin parece descubrir como algo inherente a la política imperialista― sólo tuvo efectividad pasajera en algunos países, y quizás una influencia más duradera precisamente sólo en los de régimen comunista, mientras que en la mayoría el sistema democrático ―en sus diversas modalidades― se construyó, amplió y desarrolló, y creció también la influencia de los obreros; y de los estratos sociales y económicos menos dotados.

Asimismo se ve desmentida su tesis sobre el colonialismo por el hecho de que, tras la pérdida de las colonias, la situación social y económica de los países capitalistas no ha cambiado substancialmente; o, si acaso, lo ha hecho en el sentido opuesto a lo que las previsiones de Lenin harian esperar.

B) Excesivas simplificaciones.

Mayor importancia que los errores que acabamos de insinuar tiene, para una valoración de fondo, la serie de reducciones que el autor realiza ―en base a sus presupuestos ideológicos― a lo largo de todo el libro.

Reducción, en primer lugar, de todo su ángulo visual a lo meramente económico; se afirma en el prólogo: «No trataremos, sea la que sea su importancia, los aspectos no económicos de la cuestión» (p. 12). Y no es que esta intención sea, en sí misma, condenable; pero, una vez formulada, lo que habría que pedir al autor es que se mantuviera dentro de sus límites. Sin embargo, de un lado, parece que ese «limitarse a los aspectos puramente económicos» excluye sólo otras consideraciones de tipo político, con las que el cuadro se consideraría completo: «He debido estrictamente limitarme a un análisis teórico, sobre todo económico, de los hechos y he podido formular el pequeño número de observaciones políticas indispensables sólo con la máxima prudencia» (p. 9); de otro lado ―y esto es más grave― no se ve cómo puede conciliarse esa pretendida restricción a los factores meramente económicos y las constantes conclusiones que el autor extrae sobre la marcha del hombre y la sociedad.

C) La revolución.

La premeditada voluntad de que el ensayo concluya en sentido revolucionario obliga todavía a otra simplificación, ésta en el plano meramente positivo de la consideración de los hechos: se trata de un casi sistemático silenciamiento de lo que se podrían llamar «fuerzas de contrapeso»; de todo aquello que de alguna manera podría atenuar la gravedad de las contradicciones en las que, en clave dialéctica, se apoya la destrucción de la sociedad capitalista; por ejemplo, la creciente influencia del Estado en la vida económica, sobre todo en cuanto origina numerosas leyes laborales y sociales; el desarrollo y el fortalecimiento de los sindicatos, fuerzas que contrarrestan al capital, que ―en la clave en que está escrita el libro― significaría una disminución de la alienación fundamental del género humano; el crecimiento y la consolidación de los partidos obreros. ―que concluiría en el mismo sentido―...

La palabra «revolución» se cita expresamente sólo una vez ―en el prólogo del libro―, y precisamente para quejarse de no haber podido dedicar una atención más explícita a este fenómeno inminente. No obstante, el espíritu revolucionario impregna toda la obra: se hace presente a nivel de fundamento, siempre que se concluye ―en base a la consideración de las leyes esenciales del movimiento económico― con la necesaria autodestrucción del capitalismo; y aparece a un nivel más superficial, sobre todo, en el patetismo con que se declaran las profundas injusticias que las clases capitalistas infieren a las masas proletarias: se habla con frecuencia de «engaños» de parte de los grandes capitalistas (p. 29); de masas enormes de población que apenas tienen de qué nutrirse (p. 44); del enorme avance de la industria, realizado precisamente a costa de la agricultura; de masas en condición miserable (p. 82); de explotación ―en suma― de los más débiles por parte de los más fuertes... Son todas éstas, expresiones que apelan ―en el lector― a un conjunto de sentimientos humanitarios y de justicia ―totalmente ajenos, por otra parte, a la filosofía marxista―, y lo invitan a poner todos los medios para acelerar la destrucción del actual estado de cosas: sería la revolución externa, asegurada por el movimiento objetivo de la Historia.

D) Dogmatismo.

Sobre todo en los repetidos ataques que Lenin dedica a lo «heterodoxos» es fácil observar otra de las características que acompañan con frecuencia a las obras marxistas: su fuerte dogmatismo y su considerable sentido de escuela. Característica que procede, probablemente, de la misma consideración de la Historia como un proceso unidireccional, siempre perfectivo y ascendente; lo que asegura ―también en ese reflejo de la situación objetiva en el hombre singular, que constituye e conocimiento― el que un momento dado de la evolución recoja superándola, cualquier adquisición de las etapas anteriores.

Son relativamente pocas ―no pasarán de cuatro o cinco― las veces que Lenin cita textualmente a Marx en esta obra siempre para reafirmar la validez de sus conclusiones; las referencias genéricas al marxismo son, sin embargo, frecuentísimas; y las acusaciones que dirige a otros autores tienen constantemente como base los postulados del pensamiento de Marx.

No es nada infrecuente encontrar a un Lenin que, sustancialmente de acuerdo con la exposición de los hechos que realiza otro autor ―y conviene no olvidar que, en la elaboración de este libro, utiliza como base los trabajos de Hobson y de Hilferding―, lo rechaza en su conjunto: bien por no haber sabido extraer de ellos conclusiones que eran evidentes ―por haberse detenido en el «dato bruto»―, bien por haber concluido en un sentido diverso del marxista.

Todo esto, si bien es absolutamente conciliable con la concepción leninista sobre el conocimiento y la verdad, no deja de influir negativamente en la factura metodológica del libro, desproveyéndolo de valor probativo.

Lenin reconoce la existencia de una verdad objetiva, pero habría que entenderla en sentido inmanentista. Y concede también un valor a la sensibilidad ―baste recordar, dentro del desarrollo de la inmanencia, la reducción de toda la realidad humana a sensibilidad práctico‑activa que realiza el marxismo―; pero le niega de modo absoluto ese mismo valor en cuanto lo dado en la sensibilidad pretenda establecerse como criterio de verdad. La verdad nunca se alcanza en un contacto inmediato con lo singular: no es lícito detenerse en la «apariencia» de los hechos, sino que ―en su interpretación― éstos deben ser «mediados» por principios firmemente establecidos, hasta hacerlos así concluir en sentido materialista e histórico. Vemos aquí una victoria más de la dialéctica de Hegel, tal como llega al marxismo a través de Feuerbach: la exigencia de que en la conciencia singular ―que por sí sola carece de cualquier valor― medie el universal humano, constituido por la totalidad de los procesos de producción material.

Pero de esta manera, entre los hechos que se contemplan y su significado económico‑histórico, obtenido en virtud de la mediación, no existe mayor relación que la que el autor ―en su voluntad de afirmación inmanentista― ha querido «crear»

El autor puede así refugiarse en el baluarte de verdad que ha logrado construir a base de una múltiple petición de principio: el que no es marxista, está ya descalificado por el mero hecho de no serlo; y ―dentro ya del marxismo― no cabe una interpretación de la «realidad» diversa a la del autor, cuando el apartarse ―poco o mucho― de esta interpretación supone automáticamente negarse como marxista; extraer de unos hechos concretos conclusiones distintas a las que extrae Lenin significa sustituir el marxismo por un reformismo burgués (cfr. p. 159).

 

CONCLUSION

Llegados a este punto se podría intentar una valoración de conjunto de toda la obra de Lenin bajo su aspecto formal, dejando a un lado precisiones de detalle.

A primera vista, esta obra se presenta como un simple análisis de la realidad, como el estudio de un conjunto de factores y hechos de economía, a partir de los cuales se extrae una serie de conclusiones acerca de la marcha de la historia; se ha visto también cómo ―latentes, por miedo a la censurase― insinúan motivaciones que incitan hacia una praxis revolucionaria.

Se pueden desglosar un poco más estos tres aspectos:

1) Afirmación de un realismo de experiencia. Observación y exposición de algunos fenómenos político‑económicos, a partir de los cuales se pretende establecer un cierto número de postulados acerca de la verdadera estructura de la realidad.

2) Afirmación de un materialismo dialéctico en el seno de la inmanencia.

― La realidad fundamental es precisamente economía: los hechos y los valores económicos ―de naturaleza material sensible― son exactamente la misma consistencia de la realidad de la historia. Y el hombre es su autor exclusivo.

― Esa realidad no es estática, sino que está en constante evolución. Cabría hablar, por ello, de un realismo (economismo materialista) histórico.

― Las leyes que rigen esa evolución son precisamente las de la dialéctica: se trata, entonces, de un materialismo dialéctico.

3) Afirmación velada de una praxis revolucionaria, que es la única forma posible de acelerar el proceso objetivo.

No es necesario ―en una exposición de las características formales― llegar a la conclusión de que estos tres elementos se excluyan entre sí, sino simplemente hacer notar que su trabazón es arbitraria.

Se puede notar en primer lugar que no basta que un conocimiento tenga su origen en la experiencia para que pueda ser calificado de realista. Es cierto que el realismo tiene su inicio en los sentidos; pero no lo es menos que tanto se oponen a él el idealismo ―que atribuye un valor exclusivo a los productos de la mente― como el empirismo, que niega toda posibilidad de sobrepasar la esfera de la sensibilidad bruta.

Lenin, por su parte, tomando inicio en los hechos de experiencia, contempla implícitamente sólo dos posibilidades: la de dejar las observaciones económicas en su estado de dato puro, permaneciendo así en una ignorancia culpable, o bien la de ―«mediando» a través del género los datos de la sensibilidad singular― dar a la economía la consistencia de lo real, considerándola en su desarrollo histórico como una realidad en relación con los procesos sensibles de la producción y consumo de bienes. Y es, sin duda, esta segunda la que él recoge.

Pero esta opción queda absolutamente injustificada. No es legítimo establecer conclusiones de tipo histórico absoluto cuando no se tienen a la vista más que un conjunto de datos aislados, carentes de todo sentido si no se les supone ya interpretados precisamente mediante esos mismos principios que se presentarán luego como conclusiones: los del materialismo histórico. Esta interpretación, realizada según el esquema de la dialéctica hegeliana, sitúa por su parte a esta obra dentro de la filosofía de la inmanencia: y realismo e inmanentismo son radicalmente inconciliables.

El libro queda así escindido en dos mitades: una, la del inmanentismo dialéctico, y otra, la que toma origen de los sentidos y se pretende realista. Entre ambas media un abismo, que el autor pretende ficticiamente salvar siempre que establece la dependencia de la primera respecto a la segunda; cuando en realidad el único dominio lo ejerce ―en la mente del autor― aquello que pretende establecer como conclusiones sobre los datos objetivos: el inmanentismo dialéctico.

El tercer elemento que velamos aparecer es el de una praxis revolucionaria, extraña tanto en la perspectiva del empirismo como en la del inmanentismo dialéctico.

 

III. VALORACIÓN DE FONDO

A) El núcleo doctrinal de la obra ―como el de todo el marxismo― no se encuentra ligado ―como fundamento― a una determinada concepción sociológica o económica, sino a aspectos muy concretos de la filosofía contemporánea.

1) Inmanentismo.

Lenin ―en oposición a los «heterodoxos» marxistas― recupera de El Capital lo que en éste hay de más íntimamente marxista. A su teoría del Imperialismo Capitalista no ha llegado por un simple desarrollo de Marx en el plano económico, explicitando lo que en éste estaba implícito. La evolución ―todavía a un nivel puramente económico― no es lineal; se debe afirmar más bien que ―de la mano de Hegel― sube desde los simples contenidos hasta la fuente del método, conservando de Marx lo que no dependía de las circunstancias mundiales: su intención metodológica originaria.

Este método, que Lenin tanto alaba, tiene origen hegeliano. No debe extrañar, por tanto, aquella profunda admiración por Hegel, que le llevó ―en los últimos años de su vida― a recomendar encarecidamente a sus discípulos el estudio de este autor: porque había demostrado que «las leyes y las formas lógicas no son sobres vacíos, sino el reflejo del mundo objetivo. O, para ser más exactos, no lo ha demostrado, sino que lo ha adivinado genialmente *.

Todo ello sitúa a Lenin en la línea de aquella filosofía, que alcanza en Hegel un punto culminante y llega, a través de Feuerbach, a ser para Marx el fundamento de la concepción del mundo y de la historia. Y en el campo de la economía funda un tipo o sistema ―cuya primera muestra es El Capital― que consiste en la consideración de la sociedad capitalista desde el punto de vista de su destrucción necesaria. Lenin recupera la perspectiva desde la que la contemplación de la obra de Marx se vuelve fecunda: su verdadera herencia no consiste en el modo en que ha formulado las contradicciones propias de su tiempo, sino en la filosofía que la anima y en el método que permite ―en las nuevas situaciones que genera la Historia― formularlas de nuevo científicamente. De ahí los ataques furiosos a aquellos marxistas que, separándose por completo de la verdadera fuente, velan los contrastes más profundos, más esenciales del imperialismo.

El libro de Lenin acaba de comprenderse una vez colocados en la trayectoria de resolución‑disolución del cogito cartesiano. No es que Lenin no aporte nada nuevo a la formulación del marxismo contemporáneo; pero su elaboración ―en el plano teórico― afecta menos al núcleo, sus precisiones son más de detalle: Feuerbach se pretende más hegeliano que el mismo Hegel, y Marx más que ambos; Lenin pretende simplemente ser tan marxista como Marx. Por ello, el núcleo de su obra se sitúa en la última versión de la inmanencia, realizada por Marx: la de la afirmación y la apertura de los horizontes de la vida real del hombre considerado como conciencia sensible. El socialismo marxista es afirmación positiva de la autoconciencia sensible y práctica. Y esta afirmación positiva se presenta como negación de la negación; como negación de todo aquello que ―de acuerdo con la conciencia antropocéntrica materialista― niega la esencialidad del hombre; como negación de todo lo que suponga un límite a la relación del hombre con la naturaleza como única fuente y medida de valor.

2) Materialismo.

Esta reducción del hombre ―y de la conciencia― a sensibilidad teórico‑práctica, la reducción de la «realidad fundamental» a la esfera de las apariencias y producciones sensibles del hombre, supone la caída de la «filosofía de la conciencia» en el materialismo fenomenológico. Por ello, por ser afirmación constructiva del hombre como sensibilidad y por reducir a eso todo el contenido de lo real, conviene a la obra de Lenin el título de materialista.

Es, sin embargo, conocida la repugnancia de los marxistas ante toda acusación de simple materialismo. Como repetidas veces afirman, el suyo no es un «materialismo vulgar». Es, por una parte, asunción del materialismo en el seno de la inmanencia; y, dentro de ésta, en un ambiente hegeliano. Por otro lado, el materialismo y el mismo Hegel llegan hasta Marx ―y pasan a Lenin― a través del filtro de Feuerbach: toda la realidad es continuo devenir y actuarse del hombre como género (humano).

El resultado de esta fusión es el de una realidad que se actúa genéricamente en los intereses prácticos de naturaleza económica. Por tanto, materialismo; pero materialismo de signo hegeliano, en el que el género (el «Hombre») se actúa como tensión de desarrollo.

De este modo la economía llega a constituirse en base y fundamento para la comprensión de la Historia. Y no extrañan las continuas afirmaciones sobre la necesidad de estudiar las cambiantes relaciones sociales de la producción si se quiere conocer de modo adecuado la evolución del género humano; o sobre la ininteligibilidad de la guerra y la política actual sin la comprensión de la cuestión económica esencial; o, por último, la pretensión, explícita en el último capítulo de la obra, de extraer ―a partir de una consideración que se ha definido como exclusivamente económica y al margen de cualquier otro factor― conclusiones sobre la marcha global de la historia. Y extraña también menos que esas conclusiones sean ―en definitiva― sencillamente económicas.

Y es que ni historia ni economía significan en vocabulario leninista lo mismo que en el vocabulario corriente. Para el sentido común, y para una filosofía que esté en continuación con él, el hombre es una parte de la realidad que posee una esencia determinada e inmutable; y al que corresponde una capacidad de autodeterminación que ―en último término― le posibilita para «hacer» la historia. La secuencia podría ser: naturaleza humana‑libertad‑historia.

Para Lenin, el mundo no es más que la realidad material que se produce históricamente con ritmo dialéctico. Y ese autoproducirse de la realidad absoluta es autoproducción del hombre ―desprovisto, por tanto, de la inmutabilidad de la esencia―, en continua transformación de la materia ―que es transformación de sí mismo― y en perpetuo superarse una vez que se ha puesto como resultado: es economía.

Con otras palabras: Marx ha reducido la esfera de inmanencia al ámbito de la realidad sensible y al de la praxis ma terial y sensible del hombre. Y en este estado, la economía constituye el único punto de resolución de la antítesis de la materia y el espíritu; aunque a costa de empobrecer al hombre, reduciéndolo a un conjunto de relaciones materiales por las que queda exhaustivamente definido. Se comprende entonces que una relación humana que no sea de naturaleza económico‑política es ―dentro de la ortodoxia marxista―, impensable: todo, en el plano social e individual, se reduce a transformación material de la naturaleza, a relaciones de producción.

Sólo se puede dar un sentido histórico a la «exclusividad económica» cuando también la historia está exclusivamente hecha de economía. La conclusión es ―sin duda― coherente con los principios: si el ser se funda a partir de la conciencia del hombre, y el hombre se define esencialmente como sensibilidad ―que en perspectiva marxista es también transformación―, es decir, como relación al mundo sensible, es también evidente que un horizonte intencional distinto de la sensibilidad no puede existir ni tener ningún sentido.

3) Dialéctica.

El marxismo‑leninismo no queda suficientemente definido como asunción del materialismo dentro de una atmósfera antropocéntrica. Lenin ―siguiendo también en esto a Marx― acoge sin ambages, junto al materialismo humanista y dentro de él, la dialéctica hegeliana: y con ello especifica la «forma» en que evoluciona el proceso de la materia.

El materialismo de Lenin ―en esto tiene razón― no es un materialismo vulgar; es un materialismo dinámico en el que la materia evoluciona y la sensibilidad, desarrollándose, produce el pensamiento; porque dentro de él se ha introducido una oposición fundamental: la de la naturaleza con el hombre. Una naturaleza que es ―al mismo tiempo― el mundo en el que el hombre se encuentra, y el que él mismo debe crear ―negándose a sí mismo para después recuperarse superado por medio del trabajo. Y un hombre que ―tomando en cierto modo el puesto que en Hegel ocupaba el Absoluto― constituye todo el contenido de ese mismo devenir dialéctico; un hombre que no existe, por tanto, independientemente ni con anterioridad a la forma dialéctica, sino que se va creando a medida que ésta se actúa y mediante ella.

Entre los presupuestos de Lenin se cuenta, pues, el de la dialéctica: el de que la consideración de las cosas, no sub specie aeternitatis ―en comparación con una esencia trascendente e inmutable―, sino en su oposición y relación recíprocas, constituye la ley fundamental del pensamiento y del desarrollo de la realidad. Por ello no extraña la machacona afirmación ―con fuerza de ley― de que el capitalismo tiende necesariamente a superarse a sí mismo, destruyéndose. La única realidad sigue siendo aquí la coexistencia y lucha de los contrarios, continua negación y negación de la negación; aunque ahora el acento ―precisamente porque el Absoluto no tiene en Lenin una existencia independiente de la misma dialéctica― se ponga, más que sobre los contrarios, sobre su constante lucha, sobre la destrucción de unos por otros; y esto, en el plano económico, se refleja en la ley del necesariamente desigual desarrollo de las distintas potencias, fuente de continua ruptura del equilibrio de fuerzas, y fuente, por tanto, de enfrentamientos.

La noción de crisis del capitalismo alcanza ―dentro de esta visión dialéctica― su verdadero significado: el capitalismo está siempre e indefectiblemente en crisis por el carácter necesariamente antagónico de las relaciones que se desarrollan en su seno. La fuerza motriz de la autoproducción de la realidad, la fuente de vida ―más aún, la misma vida― son los contrastes internos que hacen avanzar el proceso. Ignorarlo sería, para Lenin, rebajarse a la condición de «sofistas»; pretender conducirlo a una etapa precedente, o detenerlo, sólo puede provenir o de la ignorancia más absoluta ―la de no advertir que la lucha de los contrarios ha hecho ya avanzar el proceso objetivo― o de consciente malicia y oportunismo; y ambas posiciones son inevitablemente estériles. La única postura fecunda ―en la que se hermanan las dotes de Lenin de profundo teórico con su espíritu revolucionario― consiste en ―produciéndolas― conocer y profundizar las contradicciones; en acelerar el proceso objetivo. Esta introducción ―que en Lenin alcanza dimensiones desconocidas para Marx― de una voluntad de finalización en el proceso objetivo de la materia constituye uno de sus errores más radicales.

B) Incompatibilidad mutua de estas tres componentes.

Una vez visto cómo Lenin utiliza en esta obra una doctrina que es conciliación de materialismo y dialéctica, se le podrían achacar ―con ciertas reservas― tanto los errores propios del idealismo hegeliano como los del materialismo vulgar; pero es en la inconciliable fusión de ambos elementos donde se encuentra su punto más débil y donde se descubre el forcejeo más violento con la realidad: a la ambigüedad básica que resulta de su raíz profundamente idealista se viene a sumar la que resulta de su materialismo. Hasta tal punto que ―y se han señalado antes reflejos de esta profunda contradicción incluso en el plano meramente formal― en esta doble derivación el marxismo se niega a sí mismo.

1) El materialismo hace imposible la dialéctica.

La auténtica dialéctica, que es tensión racional entre lo finito y lo infinito ―y de la que constituye un ejemplo acabado la cuarta vía tomista― no es posible donde toda la realidad se sitúa a un mismo nivel ontológico; en un contexto donde se admiten ―como máximo― ambigüas diferencias de tipo cuantitativo. Y es éste, sin embargo, el del marxismo que Lenin recoge en esta obra; Lenin reduce toda la realidad, la del hombre y la de cualquier otro bien al que éste pudiera aspirar, a sensibilidad dialéctica. Negando la distinción real entre Dios, ser espiritual infinito ―pero para los marxistas inexistente―; el hombre, ser espiritual, aunque limitado ―para los marxistas pura sensibilidad―, y la materia, niega en último término la posibilidad de una auténtica dialéctica real.

En otras palabras: no tiene sentido pretender recoger de Hegel su dialéctica y dejar de lado el Absoluto que ―para el mismo Hegel― la funda, tanto en su inicio como en su desarrollo y en su término. En Hegel, la dialéctica no mira directamente al Absoluto, sino que se refiere más bien al proceso de transformación o de paso de la realidad empírica finita al Infinito; sería la continua superación de la finitud ―marcada por la transformación y el paso de lo finito a lo finito― al entrar ésta en relación con lo Infinito. Pero el Absoluto no evoluciona; existe en sí y por sí, y es ―de algún modo― aquel núcleo inmóvil al que se refieren todos los momentos limitados. Hegel reconoce, en definitiva, la necesidad de un Absoluto que funde todo el proceso dialéctico, dándole dirección y llevándolo a término.

Y es precisamente ese Absoluto lo que rechaza Lenin. Y de este modo, la finalización del proceso ―que con tanta frecuencia se afirma en esta obra, hasta el punto de que se la puede considerar su tesis fundamental― resulta contradictoria. Esta contradicción se agrava ―aunque de modo accidental― al afirmar, junto a la necesidad de este proceso, la voluntad ―«condenable»― de los burgueses y revisionistas de detenerlo, desviarlo o regresarlo; y la de los marxistas ―loable y necesaria― de acelerarlo. El marxismo, ya que considera también el contenido como resultado de la dialéctica, permanece indefinido con respecto a cualquier término y abierto a toda posibilidad, incluso la más aberrante. No existiendo más ley de desarrollo que la misma «praxis» que lo causa, todo queda indeterminado, sin fundamento: la posibilidad de superar lo finito, el siempre tan vago y poco determinado socialismo, es una mera invención, una utopía.

La dialéctica marxista ―si quiere permanecer fiel a sí misma― excluye la supresión de las clases: por su falta de referencia a un Absoluto, sólo es capaz de establecerse como una dialéctica de la continua ruptura, de la violencia sin fin, de la superación permanente; pero siempre ―en su inicio y en su resultado― limitada.

La fuerza motriz de esta mecánica es el odio: el programa de todo teórico marxista será siempre el de desvelar ―con una propaganda en muchos casos rabiosa― las vejaciones a que se ve sometido el género humano en cada uno de sus individuos. Pero no para eliminarlas mediante reformas aisladas, que mantendrían en su conjunto lo esencial de la situación establecida, sino para ―incrementando su repercusión interna en los individuos― extremarlas hasta tal punto que la única solución viable sea la revolución total, la destrucción absoluta de cualquier residuo en el que todavía se manifestara el estado precedente. La exasperación de toda contradicción, el máximo de mal, pretenden adornarse ―lo encontramos también en esta obra― con signo positivo: su negación no puede dar ya como resultado otra realidad también negativa, sino sólo un nuevo estado de cosas en el que toda alienación, toda división interna en el género, habrá sido superada. En otros términos, el resultado de esta última negación no puede ser sino la plenitud de autoposesión de ese género que el hombre mismo produce en su constante papel de autonegación generadora.

Sin embargo, en una dialéctica como la marxista, en la que no hay referencia más que a lo limitado, se excluye toda posibilidad de superación que no sea la del puro devenir. Y en esto ―que es coherencia interna de su sistema, aunque no lo quieran advertir― tienen en cierto modo razón: lo finito, que en una visión realista no es meramente negativo, no puede nunca por sí mismo destruir su propio límite. Pero precisamente esa limitación, la falta de capacidad del ente finito para darse y mantenerse en el ser, lo que postula de modo necesario la presencia de un Absoluto, autosubsistente y perfectísimo, principio y causa del ser de todo lo creado, pero que nada tiene que ver con el supuesto irrealizable «absoluto» que los marxistas pretenden alcanzar al final del proceso dialéctico.

2) La dialéctica hace imposible el materialismo.

La irreconciliable oposición entre materialismo e idealismo, ya en el seno de la inmanencia, la vemos también aparecer en otra dirección, que niega el materialismo.

Lenin, siguiendo a Marx, rechaza el idealismo de Hegel. Pero permanece inmanentista; y más idealista de lo que pretende, por haber asumido la dialéctica hegeliana. Y el materialismo, en evidente oposición al idealismo, está también ―si se pretende realista― en profundo contraste con el principio de inmanencia. Esa radical oposición no se salva recurriendo a un «materialismo dialéctico», ya que éste no es otra cosa que la antropología de Feuerbach ―por tanto, idealista―, a la que se intenta poner en movimiento y hacerla socialmente normativa mediante un nuevo recurso al idealismo de la dialéctica hegeliana.

La lucha se presenta, así, entre la conciencia humana ―espiritual y superior a la materia― y las exigencias monistas del sistema materialista, que piden que también la realidad de la actividad humana se resuelva en materia; y ese dualismo de origen no se evita ―porque es afirmar y negar simultáneamente― incorporando a la materia la «lucha de los opuestos» como principio motor tanto en los procesos de naturaleza física como en las luchas de la Historia humana.

La asunción de la dialéctica dentro del materialismo conduce necesariamente a una radical ambigüedad en la concepción de la misma materia. Lenin defiende la aceleración del proceso de descomposición del capitalismo mediante la exasperación de sus contradicciones internas. Pero, en su doctrina, falta una verdadera distinción entre materia y espíritu; y, entonces, incluso la misma exigencia de evolución ―ya en el mismo proceso, ya en la actividad consciente de quienes intentan acelerarlo―, en cuanto indica un desarrollo de perfeccionamiento progresivo hacia una meta final, no puede nunca provenir de la materia tal como Lenin pretende concebirla. Nos encontramos con una materia que es al mismo tiempo lo opuesto a la conciencia humana y el principio de desarrollo por el que la misma materia llega a ser conciencia; y, por tanto, al mismo tiempo que su opuesto, es la misma sustancia de la conciencia. Con una materia que es la evolución natural del mundo natural ―distinta del desarrollo de las instituciones humanas― y al mismo tiempo idéntica a ellas en su fondo de proceso dialéctico material y necesario de la evolución social.

C) Ateísmo radical.

No es necesario señalar hasta qué punto una tal concepción sea extraña, no sólo al Cristianismo, sino a cualquier religión. Incluso la afirmación explícita de ateísmo resulta vana en un sistema que considera la negación de Dios como el primer presupuesto, como la radical posibilidad, del más estéril gesto de autoafirmación humana. En una doctrina semejante es esencial la renuncia a toda trascendencia religiosa y la afirmación absoluta de la inmanencia como posibilidad de recuperación del ser humano «alienado». Resulta superfluo abandonar a Dios cuando el voluntario encerrarse del hombre en  los límites de su sensibilidad creadora supone ya la perenne, actual y siempre más radical sepultura de toda trascendencia: cada nuevo paso del hombre en su devenir dialéctico va acompañado de una radical negación de Dios.

El materialismo dialéctico se puede calificar, por tanto, de doblemente ateo: primero, en virtud del principio de inmanencia llevado a sus extremas consecuencias o implicaciones; después, por la reducción de la esfera de la inmanencia al ámbito de lo sensible y al de la praxis material del hombre.

Dentro de estas coordenadas, la libertad individual del hombre se ve completamente comprometida; y éste queda reducido a un simple instrumento que se sacrifica en aras de una pretendida necesidad de desarrollo histórico‑económico.

 

CONCLUSION

Es útil advertir, después de todo lo dicho, el desenfoque fundamental del ensayo de Lenin: no siendo la vida del hombre ni la de la sociedad ―y esto lo advierte la razón natural y lo confirma la doctrina cristiana― de naturaleza simplemente económica, ninguna especie de «fisiología» económica puede determinar el fin último del hombre ni las leyes por las que su vida debe regirse.

En consecuencia, cualquier estudio de este tipo, al apoyarse sobre una concepción acerca de la naturaleza del hombre profundamente desviada en su raíz, y al pretender ―por otra parte― abarcar toda la realidad, fuerza y violenta ―junto a otros― el aspecto o formalidad parcial propio de esa ciencia particular que se llama economía. Y por ello, la pretensión de emplear la «ciencia económica» marxista, desligándola del resto de la doctrina, sería ―además de un atentado contra la religión cristiana― una prueba evidente de no haber sabido advertir el férreo ligamen entre la fundamentación teórica del marxismo y la concreta técnica económica que de ella deriva.

T.M.

 

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* Aus dem philosophischen Nach1ass, Berlín 1958, p. 98.