LEPP, Ignace

Atheism in Our Time

MacMillan, New York 1964.

(orig.: “Psychanalyse de l'athéisme moderne”)

 

CONTENIDO DE LA OBRA

El autor pretende analizar la función sociológica del ateísmo “desde un punto de vista rigurosamente subjetivo y existencialista” (p. 26). Con ello, espera facilitar el diálogo entre los católicos y los ateos, una vez que queden al descubierto los motivos de la fe en unos y los de su carencia en los otros. El libro consta de una introducción y siete capítulos cortos.

En la Introducción, Lepp expone los temas que piensa desarrollar, y justifica el enfoque del libro: como los ateos, dice, no niegan a Dios por motivos de tipo racional, habría que acudir a la psicología para hacer comprensible esa postura. Considera que su intento será de utilidad no sólo para quienes quisieran convertir a los ateos, sino sobre todo para los que se interesan en la “coexistencia pacífica y la colaboración eficaz entre los creyentes y los no creyentes” (p. 15).

Capítulo 1: “El ateo que yo fui” (The Atheist that I was). El autor presenta un análisis autobiográfico. Señala su completa carencia de formación cristiana desde pequeño, y el papel que tuvo el comunismo en su vida psicológica. Niega que él y sus colegas llegaran a ser hedonistas como consecuencia de no creer en una vida futura, en contra de lo que afirma San Pablo; para ellos, dice, era suficiente esperar en un mundo mejor, realizable a base de sus propios esfuerzos. Sólo cuando el comunismo dejó de llenarle pensó en que tendría que haber una razón para la existencia. Pero incluso después de su conversión, desde el punto de vista psicológico, la esperanza de la inmortalidad no le ha servido de motivación para hacer el bien y evitar el mal. Aunque acepta todo lo que enseña la Iglesia sobre la inmortalidad del alma y la vida eterna, dice que la salvación de su alma no es una fuerza que existencialmente dirija su actividad (cfr. pp. 24-32).

Capítulo 2: “Ateísmo neurótico” (Neurotic Atheism). Expone con cierto detalle cuatro casos de ateos neuróticos. Rebate la afirmación de Freud, según la cual la religión es una aberración psíquica. Tampoco se ha de equiparar el ateísmo a la neurosis, ya que hay muchos ateos que gozan de buena salud mental.

Capítulo 3: “El ateísmo marxista” (Marxist Atheism). El capítulo se divide en cuatro secciones: i) los fundamentos teóricos; ii) los apóstatas del cristianismo; iii) los comunistas que siempre han sido ateos; iv) los comunistas intelectuales. En la primera, habla de las fuerzas psicológicas y filosóficas que influyeron en Marx y demuestra que el ateísmo es parte esencial de su doctrina. En ii) estudia el caso de un individuo que renegó de la fe y terminó siendo comunista, sin que el cambio supusiera ningún daño psíquico. En iii) dice que las personas que han vivido desde su infancia con una carencia religiosa casi total, no experimentan ninguna alienación religiosa, sino que demuestran una completa indiferencia hacia la religión. En iv) Lepp examina algunos casos de intelectuales marxistas, para mostrar diversos grados de sentimiento antirreliogioso.

Capítulo 4: “El ateísmo racionalista” (Rationalist Atheism). La finalidad de este capítulo es mostrar la influencia de motivos psicológicos en las diversas posturas religiosas de científicos, que utilizan en su trabajo exclusivamente argumentos y métodos de razón. Comienza con una visión histórica muy breve sobre la doctrina de las relaciones entre fe y razón. Después pasa a estudiar con algún detalle el caso de Jean Rostand, como representante moderno del agnosticismo. Concluye que existen ateos de buena voluntad, sin prejuicios, para quienes los argumentos de razón para demostrar la existencia de Dios carecen de valor probativo.

Capítulo 5: “El ateísmo existencialista” (Existencialist Atheism). Se trata de una exposición del ateísmo de Sartre. La crítica de Lepp se reduce a los efectos negativos de ese autor entre la gente joven, que evidencian el fracaso del existencialismo ateo, en su intento de construir una civilización superior.

Capítulo 6: “Ateos en nombre del valor” (Atheists in the Name of Value). Se intenta probar cómo los fallos de los cristianos y de la Iglesia han influido psicológicamente en el ateísmo de Nietzsche, Malraux y Camus. A propósito de este último, Lepp afirma que se hubiese convertido al catolicismo, si no fuera por la condena de los católicos progresistas.

Capítulo 7: “La incredulidad de los creyentes” (The Unbelief of Believers). Es como un breve epílogo del capítulo anterior. Concluye que la desacralización del mundo se debe más a la falta de una fe viva por parte de los creyentes, que al ateísmo de los no creyentes. Espera que pronto aparecerá una elite cristiana capaz de vivir una fe verdaderamente espiritual, libre de la ganga de un contexto histórico pasado, que hará posible el diálogo fructífero con el mundo moderno, asegurando así la eficacia histórica del cristianismo.

VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLÓGICA

Es difícil saber si los casos presentados a lo largo de la obra, como ilustrativos del ateísmo, han sido estudiados con profundidad. El autor no presenta más opinión que la suya. Quizá por tratarse de una pequeña obra de divulgación, Lepp no haya sentido la necesidad de defender sus conclusiones.

El libro carece de método teológico, pues prescinde de la doctrina teológica sobre los puntos capitales que trata: relaciones entre lo natural y lo sobrenatural, acto de fe, valoración moral del ateísmo, etc. Parece que la única finalidad del autor es convencer al lector de que la incredulidad y el ateísmo no se deben necesariamente a mala voluntad.

Quizá lo más valioso sea su estudio del ateísmo marxista (primera sección del capítulo 3), pues llega a demostrar de modo bastante preciso que el ateísmo es esencial a la doctrina marxista. En cambio, los estudios sobre Rostand, Nietzsche, Malraux y Camus, parecen algo ingenuos o superficiales. Es insuficiente la crítica hecha a Sartre, referida sólo a sus efectos negativos.

VALORACIÓN DOCTRINAL

Queriendo afrontar desde un punto de vista psicológico, lo que no es explicable sólo desde esa perspectiva, silencia puntos capitales de la doctrina católica, produciendo un tono generalmente ambiguo y en ocasiones desviaciones doctrinales patentes.

En el fondo, está siempre presente la idea de la posible no culpabilidad moral del ateísmo. Y manifiesta algunos errores acerca de la relación entre el orden natural y el sobrenatural. Lepp reconoce que la fe es don de Dios; que sólo puede creerse en Dios por la fe. Sin embargo, parece considerar que el ateo —identificado con el no creyente— está en estado natural, mientras el creyente está en estado sobrenatural. De ahí que constantemente se plantee una separación o paralelismo entre la naturaleza y la gracia, en lugar de considerar ésta como sanante y elevante de aquélla. Lleva así a pensar que existen dos fines últimos: natural y sobrenatural, de tal modo independientes que pueden alcanzarse uno sin el otro. Del mismo modo, da a entender —sin decirlo expresamente que para quien de buena fe piensa que Dios no existe, la ley natural no es obligatoria.

La idea que se desprende del libro es que el ateo de buena voluntad no está en el orden sobrenatural (ni en gracia ni en pecado), sino en estado natural. De ahí lo irrelevante que le parece el afán apostólico de convertir a los ateos.

En semejante planteamiento —hoy día bastante extendido— hay dos errores principales. En primer lugar, esa ficticia separación entre lo natural y lo sobrenatural (y no sólo distinción), y en segundo lugar, la afirmación de que el hombre no está también por naturaleza ordenado a Dios, a quien puede conocer por la sola fuerza de su razón natural.

En contra de esos planteamientos, hay que afirmar que en el estado actual de la humanidad, todo hombre o está en gracia o en pecado. Es doctrina de fe definida que Dios, además de crear al hombre, destinó a todos los hombres, en Adán, a un fin sobrenatural, de modo que sólo hay un único fin último para todos los hombres, el sobrenatural; y un único orden de moralidad, aunque éste rija en diversos grados, en la medida en que no haya llegado a todos la predicación de Jesucristo (cfr. Conc. de Trento, decr. De peccato originali, can. 1-5: Dz 788-792).

El orden sobrenatural, no es paralelo al natural, sino que se constituye sobre él, sin eliminarlo: “lo eleva y perfecciona, y ambos órdenes se prestan mutua ayuda y como complemento respectivamente proporcionado a la naturaleza de cada uno, precisamente porque uno y otro proceden de Dios, el cual no se puede contradecir” (Pío XI, enc. Divini Illius Magistri, 31-XII-1929: Dz 2206).

Por otra parte, hay que afirmar también que todo hombre está ordenado hacia Dios por naturaleza: el ateísmo no sólo es contrario a lo sobrenatural, sino también contrario a la misma naturaleza humana: Vanos son por naturaleza los hombres que carecen del conocimiento de Dios... (Sap. 13, 1). Lepp, reafirmando que la fe es don de Dios, da a entender sin embargo que sin fe sobrenatural no es posible conocer a Dios, lo cual es obviamente herético: cfr. Conc. Vaticano I, ses. III, const. Dei Filius, can. 1 de revelatione: Dz 1806. En esa posibilidad real, en su ordenación también natural a Dios, está la máxima dignidad natural del hombre (cfr. Conc. Vaticano II, const. Gaudium et Spes, nn. 12 y 19).

También es errónea la afirmación de que puede haber ateísmo no culpable moralmente. Está expresamente revelado por Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento (cfr. Sap. 13, 8; Rom. 1, 20). Y en este sentido hay que entender el anatematismo dirigido contra el ateísmo por el Concilio Vaticano I: “Si alguno negare al solo Dios verdadero creador y señor de las cosas visibles e invisibles, sea anatema”; “si alguno no se avergonzare de afirmar que nada existe fuera de la materia, sea anatema” (Const. Dei Filius, can. 1 y 2 de Deo rerum omnium creatore: Dz 1801 y 1802).

Ciertamente, caben muchos grados diversos de culpabilidad —que en último término sólo Dios puede conocer—: nadie —salvo una especial revelación divina— podría afirmar con certeza que una persona concreta haya ido al infierno, a pesar de que haya muerto declarándose ateo; pero eso se debe a la imposibilidad de conocer perfectamente la conciencia ajena, y a que basta un instante para un posible arrepentimiento, que no tenga señales externas. Pero se ha de tener como cierto que si alguien niega a Dios hasta el final, es gravemente culpable siempre: lo que no sabremos con seguridad absoluta es si realmente lo ha negado hasta el final.

De ahí nace un espíritu apostólico verdadero. Sin menoscabo de la libertad personal de los demás, los cristianos tienen obligación de ayudar a que todos los hombres encuentren la verdad. No pretenden dar la fe, don que sólo Dios puede otorgar; pero tienen derecho —derivado de un mandato del mismo Cristo (cfr. Matth. 28, 19)— de ayudar a la búsqueda de la verdad con su palabra, y no sólo con su buen ejemplo (cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Dignitatis Humanae, n. 3). Derecho que a la vez es un deber de justicia, si se consideran los grandes males que la negación de la existencia de Dios y de su ley lleva consigo (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 215.

R.B.

 

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