LEVINAS, Emmanuel

Ideología e idealismo[1]

INTRODUCCIÓN

El libro De Dieu qui vient a l'idée está compuesto por una serie de artículos aparecidos en fechas diversas. Esta recensión trata del primero de ellos: Ideología e idealismo, procedente de una conferencia de junio de 1972. La parte primera del libro lleva como título Ruptura de la inmanencia, y expresa bien la intención de Lévinas en estos primeros artículos: romper la inmanencia que caracteriza a la filosofía contemporánea y abrirse a la trascendencia.

También el título del artículo que se analizará expresa en parte la intención de su autor. Se trata de escapar de la acusación de ideología, que invalidaría toda la ética moderna, a través del único camino posible que entrevé el autor: el idealismo trascendente de su propia posición.

Cabe distinguir dos partes en el presente artículo —si bien el autor lo divide en cinco apartados—: la primera es sobre todo crítica, y expone el desafío que la acusación de ideología supone para la ética (kantiana y de los valores); a la vez, los acusadores mismos —principalmente el marxismo— o quienes pretenden escapar al ideologismo a través de la ciencia, permanecen dentro del ámbito ideológico. La raíz en ambos casos de la invalidez de sus posiciones estaría en no saber librarse del discurso ontológico e inmanente.

La segunda parte del artículo corresponde a la respuesta de Lévinas a tales problemas; en definitiva, la apertura a la trascendencia del Otro es el único camino viable para la ética, una ética que no necesita de fundamentación ontológica alguna; al contrario, para poder sobrevivir debe prescindir de toda tentación ontológica. Lévinas rechaza toda pretensión metafísica desde sus orígenes griegos hasta sus epígonos contemporáneos.

Como se ve, en el artículo están presentes algunos de los temas y de las categorías centrales del pensamiento de Lévinas. La exposición de su contenido, servirá para acercarnos a ellos, sin pretender en estas páginas otra cosa que una visión general.

CONTENIDO

La sospecha de ideología habría puesto en crisis la ética; supondría el fin mismo de toda ética humana, la ruina de la teoría del deber y de los valores.

¿Cuál es el motivo de tal crisis? En el fondo —dice Lévinas—, es la aparición de una razón que se presenta como sospechosa. La ética, concebida como el conjunto de reglas de conducta fundamentadas sobre la universalidad de las máximas o como sistema de valores jerarquizados, supone la presencia en sí de la razón, capaz de captar bien el imperativo categórico o axiológico. Sin embargo, aun cuando tal razón pretenda escapar a las circunstancias sociales o económicas, cabe sospechar de su objetividad. Y cabe sospechar, aun cuando la misma razón intente explicar —como hace el idealismo y posteriormente el marxismo— la evolución histórica misma como manifestación de la razón, como racionalización progresiva del Sujeto.

Fueron los marxistas los que primero utilizaron la noción de ideología para atacar al humanismo burgués. Posteriormente la noción misma de ideología viene fortalecida, hasta el punto de hacer insuficiente la lógica para desmitificar la racionalidad mistificada. La mistificación lleva a mistificar a los propios mistificadores a causa de una intención inconsciente en el seno de la propia razón. La razón astuta parece quedar encerrada en un callejón sin salida; pretende desmitificar sin desprenderse de la causa mistificadora que se cela dentro de ella misma. Y no es sólo cuestión de sospecha ideológica desenmascarada en el ámbito filosófico; son los hechos mismos —la miseria moral de la era industrial— los que denuncian el escándalo, quienes ponen en crisis a la razón.

Los marxistas dieron vida a tal grito, pero tampoco ellos cesan de razonar con una voz que no logra articular un discurso coherente. La ética, con su actual desmoronamiento, pone en crisis no solamente a la razón, sino al filosofar mismo. El marxismo denuncia la filosofía anterior, pero él mismo sigue siendo filosofía. De una ética que pretende ser racional, se pasa, en el marxismo, a una ética en que la razón se convierte en astucia guerrera de una clase contra otra, conjunto de ilusiones dirigidas por los intereses y las necesidades de compensación. No escapa el marxismo a la ideología.

Con Althuser se introduce —en el análisis sumario que hace Lévinas— la ciencia como fuerza de ruptura de la ideología. La dependencia de la conciencia respecto a las condiciones objetivas o naturales —expresada por la ideología— puede ser vencida por la conciencia misma, que, con la ciencia, es capaz de captar en su objetividad tales condiciones de dependencia.

Ahora bien, esto supondría para Lévinas un desdoblamiento del sujeto, un juego entre él y la realidad. El problema estará en determinar la causa de tal escisión. En definitiva, esta escisión, o procede del sujeto mismo —y seguiríamos encerrados en el ámbito de la inmanencia—, o bien puede reconducirse a una diferencia originaria, previa, al ámbito de la trascendencia. Así caben dos posibles respuestas: la filosofía moderna —a través del neopositivismo— se orienta hacia la primera; Lévinas opta por la segunda.

Fijémonos con más detalle en la escisión. La ruptura entre el sujeto y el ser sería puesta de manifiesto por el continuo proceso de actualización de la ciencia. Pero no cabe una ciencia ya completa, un dominio, una objetivación de la realidad que permita al hombre vencer la continua amenaza ideológica. Cabe, eso sí, que aun habiendo vencido la ideología mediante la ciencia, el hombre siga viviendo de ilusiones desmitificadas. Una vida —como lo afirman los hechos— donde siguen teniendo espacio toda clase de locuras.

Volviendo a la pregunta anterior, ¿es el hombre quien excava el vacío entre él y el ser, o más bien tal vacío es anterior a las astucias e ilusiones de la razón? ¿No procedería de una interrupción de la esencia, de un intervalo previo, de la epochè abierta por el desinteresamiento?

La respuesta de la filosofía moderna sigue buscando del lado de la racionalidad y de la actividad técnica: neopositivismo y neocientismo. Todo, incluso las ciencias que tienen al hombre como su objeto, también las mismas ideologías, quiere ser sometido a la razón científica. El objetivismo matemático lleva el método hasta su extremo. Ya no hay valores. El valor sería la gran Mentira. Ahora todo quiere explicarse reduciendo al hombre a impulsos e instintos, a fenómenos desvelables objetivamente. Todo ello implica el inicio de la muerte de Dios, la dependencia de la ética del impulso, la supresión de toda instancia trascendente en el sujeto. Se vuelve al primado de la razón teórica; se deshumaniza el ser.

El paisaje espiritual del pensamiento actual es comparable al paisaje sideral que vieron los primeros cosmonautas. ¡Qué descubrimiento! Los problemas siguen sin resolverse, sólo se ha ampliado su horizonte, pero continúan encerrados en el ámbito de lo Mismo, de la inmanencia. ¡Qué inmanencia! Un horizonte encerrado en sí mismo, incapaz de salir de sí, incapaz de alcanzar el más allá del ser. A pesar de las afirmaciones de los cosmonautas Amstrong y Collins, se permanece en la más oscura inmanencia; sus afirmaciones siguen siendo ideología de pequeños burgueses americanos. Es la vuelta a la retórica ideológica, al poder ilusorio del lenguaje.

La ciencia moderna se muestra incapaz de romper el discurso ideológico. La ideología se agazapa en el fondo del lógos mismo. Continuando con el ejemplo, Gagarin afirma que no encuentra a Dios en el universo sideral. No cabe, ciertamente, encontrar lo Otro en un espacio donde no hay verdadera alteridad. La maravilla de la ciencia, de la técnica, no es capaz de abrazar el más allá donde tiene su origen la Ciencia. ¡Qué malvado infinito! El Otro, la alteridad, sigue siendo lo Mismo. Se hace necesario, pues romper la esencia y tal necesidad la manifiesta el espíritu propio de los tiempos modernos.

En los tiempos actuales, las manifestaciones objetivas del camino por el que el ser se desdobla, por donde llega la interrupción ontológica —epochè—, las encuentra Lévinas en los movimientos por una sociedad mejor. La reivindicación de justicia para el otro hombre supone la vuelta a la moral, a la moralidad de la moral. El otro hombre en su desnudez, en su no-instalación, en su condición no-condición de proletario. Ese interés escapa a toda formalidad sospechosa de ideología. La búsqueda del otro hombre, la relación que supone, es la vía que lleva a la trascendencia. Bajo las especies de relación con el otro hombre, en la desnudez de su rostro proletario, apátrida, llega la trascendencia, y por esa vía será posible la Ciencia en su objetividad y la humanidad a modo de mí.

El espíritu de nuestra época, la revuelta contra una sociedad sin justicia, expresa el camino hacia la trascendencia, la superación de la ideología. Detrás de todas las posibles manifestaciones de tal espíritu de revuelta estaría la búsqueda del otro hombre en su universalidad. Bajo las especies de relación con el otro, desnudo de toda esencia, se encuentra el más allá de la esencia, el des-interesamiento como supresión de la esencia.

Se trata de un idealismo, de un movimiento poco ideológico —poco parecido al reposo de una situación adquirida, al conformismo de sí— que supone la puesta en cuestión de sí mismo, que se encuentra de-puesto, para el otro. Puesta en cuestión implica responsabilidad por el otro, responsabilidad a la que estoy expuesto, no responsabilidad asumida como poder. Responsabilidad que implica sustitución por el otro. Trascender el ser bajo las especies de desinterés. Trascendencia que llega bajo las especies de un acercamiento al prójimo hasta sustituirlo.

Tal relación no es sólo aprehendida en los tiempos modernos, no sólo se manifiesta en el espíritu de los movimientos juveniles de nuestro siglo. Ya Platón señalaba cómo hay una justicia más allá de la justicia humana, una justicia que exige la desnudez de los juzgados. Exige que entre juez y juzgado no haya nada en común y, a la vez, sea posible la relación. Relación posible sin un plano común, relación en la diferencia. Diferencia que equivale a no indiferencia.

La ética aparece así como el ámbito primario del saber. No se superpone a la esencia como una segunda capa donde se refugiaría la mirada ideológica incapaz de mirar lo real a la cara. La ética y la ruptura de la esencia supone el fin de las ilusiones de su aparecer.

Ruptura de la esencia del ser, irreducible a ideología. Acercamiento al otro en la desnudez de su rostro, en su no condición de proletario. Más allá del ser; desinteresamiento que no espera nada del otro. Responsabilidad por el otro que no significa finalidad, sino apertura de sí, inquietud hasta la propia desnucleación.

El mundo contemporáneo, científico y técnico, se vacía sin término, sin Dios; no porque todo sea permitido y —por la técnica— posible, sino porque todo es igual, encerrado en la inmanencia. Lo desconocido se hace familiar, y lo nuevo, acostumbrado. Nada nuevo bajo el sol —como dice la Escritura—, porque todo es absorbido por lo Mismo, reduciendo la trascendencia a pura retórica, a juego.

Sin embargo, la alteridad del absolutamente Otro no es una quididad inédita. La diferencia absoluta no puede señalar al plano común respecto a las cosas de las que difiere. El Otro, absolutamente Otro, es Autrui. Autrui que no es un caso particular, una especie de alteridad, sino la original excepción del orden. La responsabilidad por Autrui es la trascendencia que permite algo nuevo bajo el sol.

La relación excepcional con Autrui da sentido al Mismo sin que el Otro se asimile con él. La ruptura del Mismo, de la inmanencia, rompe el sueño ideológico.

La Trascendencia es proximidad, responsabilidad por el otro, sustitución, excepción, comunicación —Decir—. Todas ellas son expresiones diversas de la trascendencia. Este es el Idealismo que Lévinas propone como anterior a la Ciencia y la Ideología.

Rasgos principales del pensamiento de Lévinas

Este breve artículo recoge sintéticamente algunos de los temas centrales del pensamiento de Lévinas, así como su pretensión última. La crisis de la ética por obra de la acusación de ideología y las diversas respuestas a ella, sirven de ocasión para que Lévinas insista en la necesidad de superar no sólo una u otra posible solución parcial, sino cualquier solución que pretenda una fundamentación ontológica con su correspondiente explicación lógica.

En este sentido, su respuesta quiere ser plenamente desmitificadora, en cuanto se opone a todo intento de aferrar y reducir la alteridad originaria, la trascendencia, a categorías lógicas. Toda filosofía, cualquier doctrina ética, supuestamente racional es, eo ipso, ideológica; ninguna escaparía a la radical acusación de Lévinas.

Tal vez sea éste uno de los puntos más característicos del pensamiento del autor; que no sólo consiste en la propuesta acerca de un pensar más allá del lógos y del ser, sino en una radical desmitificación del lógos y del ser, considerados por la filosofía occidental como algo propio de la dimensión metafísica del hombre y no como algo perteneciente a una cultura histórica. Para Lévinas, es aquí —en la permanencia dentro de las coordenadas del lógos y del ser— donde está la causa de la radical inmanencia de la filosofía, de su permanencia en lo Mismo y de la irrelevancia de todos sus esfuerzos por alcanzar la trascendencia y por superar las acusaciones de ideología.

La filosofía es metafísica no en cuanto filosofía del ser, sino —al contrario— en cuanto pensamiento de la ruptura del ser, de la ruptura de la totalidad, de la relación con lo infinitamente Otro del ser. La reflexión de Lévinas se centra, pues, en el intento de superar toda teoría —que, como tal, se haya ligada al lógos y toda presunta presencia, sea inmediata o participada, de lo trascendente —ya que, esta presencia aboliría la trascendencia misma; tal superación, sólo es posible en la ética. La ética se convierte así, según Lévinas, en el presupuesto mismo del ser y del lógos, y en la auténtica expresión filosófica, más allá de la filosofía misma. La ética es, consiguientemente, la salida del ser, el lugar de la metafísica como meta-teología, meta-ontología, meta-fenomenología.

Por tanto, la ética no puede ser concebida como el conjunto de reglas fundamentales de conducta, ni como un sistema jerarquizado de valores. La ética no es un corolario del pensamiento teórico, sino la apertura al otro, pues sólo el encuentro con el otro, en su radical alteridad y desnudez, presupone y refleja la alteridad originaria, lo trascendente, lo verdaderamente Otro del ser. El otro es, para Lévinas, la traza, el rastro del Infinito, un rastro no tanto de la presencia, sino de la ausencia del Infinito.

Así entendida, la ética consiste en la relación con el otro que —en terminología de Lévinas— es rostro, es el hombre cualquiera, el prójimo, el hombre indeterminado. Pero la relación con el otro, con el rostro, nunca es de expropiación, de dominio, sino de extensión de la propia subjetividad. Es ahí, en la relación de extensión, donde se constituye el discurso en sentido auténtico. El discurso con sentido ético es hacerse responsable del otro en su alteridad, es sustituirse al otro; de modo que cualquier otro intento de lenguaje sería puramente retórico.

Entre lo Mismo y lo Otro, la separación es radical, no cabe ninguna mediación posible; si la hubiera, la alteridad quedaría suprimida. Los intentos de mediación obrados por la filosofía occidental a través del ser, han cerrado el paso a la dimensión propia de la trascendencia, al Infinito como totalmente Otro del ser. Por eso, para romper la ontología —que constituye el horizonte de la totalidad—, se le debe oponer el Infinito totalmente Otro del ser, reconocido como alteridad. Sólo reconociendo y respetando la alteridad será posible superar la totalidad, pasar de la inmanencia a la trascendencia.

El discurso ético verdaderamente significativo resulta ser el encuentro frontal con el otro; éste es el único lenguaje que no se reduce a comunicar, que no suprime al otro, sino que, respetándolo y manteniéndolo, permite trascender la inmanencia hasta alcanzar lo totalmente Otro del ser. Cualquier otro intento de mediación con lo totalmente Otro del ser, implica la reducción del Otro a lo Mismo, a la escuálida dimensión del ser.

De la trascendencia no es posible ningún conocimiento, sólo cabe hablar de ella a través del signo que la manifiesta. La filosofía occidental, por tratarse de una filosofía del ser y de la comprensión (comprensión del ser), es también una filosofía de la inmanencia, de la autonomía y del ateísmo. La trascendencia, según Lévinas, no puede nunca presentarse como significante, pero puede ofrecer, al menos, la significación —su rastro— en esa particular experiencia humana que es la ética. La experiencia ética es la única que, por ser experiencia de lo absolutamente exterior, permite el movimiento hacia la trascendencia.

Ahora bien, la alteridad de la trascendencia no puede hacerse completamente signo; sólo puede hacerse rastro, traza, que revela la diferencia, que es presencia de una infinita ausencia de contenido. Si el Otro, el rostro, la trascendencia, se hiciera presente a modo de signo, de significación, sería tematizado y reducido a lo Mismo. La traza es un modo de presencia que es ausencia, lontananza, extraneidad, separación, diferencia; no es imagen de la trascendencia, ni desvelamiento de algo ausente o símbolo de algo oculto detrás del rostro. Indica un modo de ser más allá del ser: con el otro no cabe comunión, solamente relación de justicia, mi expropiación por él. Al fin, la presencia del otro acaba por expropiarme.

Con estas pautas, se comprende la peculiar hermenéutica que Lévinas hace del texto sagrado. Si Dios, el Infinito, fuera desvelado, comprendido, perdería su alteridad trascendente. No es posible ninguna manifestación en la que el Otro se haga objeto y tema: la palabra de Dios es sólo ética, de modo que la Sagrada Escritura excluye cualquier contenido teológico. A este respecto, la tarea de Lévinas consiste precisamente en desmitificar la palabra bíblica a la luz de la pre-comprensión ética. Todo lo que se puede saber de Dios y comprender de su palabra, así como todo lo que cabe decir sobre Él, debe encontrar una expresión ética, y nada más que ética.

VALORACIÓN DOCTRINAL

El atractivo que suscita el pensamiento de Lévinas reside sobre todo en su carga ética, traducida en un sincero respeto por el hombre, por cualquier hombre. Hay que apreciar también su búsqueda de la trascendencia, ciertamente olvidada por algunas corrientes del pensar contemporáneo. En este sentido, es justo criticar la tecnificación del pensamiento y el cientismo, pero no del modo en que Lévinas lo hace: su apertura a la trascendencia, su respeto al otro, presenta problemas quizá más graves que los de la inmanencia que pretende romper.

Como es sabido, la base del pensamiento de Lévinas es el hebraísmo, que se fundamenta en una experiencia del infinitamente otro no conceptualizable ni tematizable —según Lévinas— ni en la filosofía, ni en la palabra. Tal pensamiento se opone decididamente al pensamiento occidental, heredero del pensar griego que es pensamiento del lógos, de la tematización, de la palabra, sin por ello renunciar a la alteridad. La alteridad es entendida por los griegos —y, en general, por el pensamiento de occidente— no como extraneidad, sino como despertar del lógos y de la palabra. El pensamiento judío, en cambio, quiere encontrar el origen del significado más allá del ser, del concepto, del lenguaje, pero a la vez se ve obligado a expresarlo en categorías propias del lenguaje, del concepto, que reenvían en definitiva al ser.

El intento de Lévinas quiere ser una radicalización que sirva para fundamentar convenientemente un pensamiento del Inefable. Para ello:

— presenta al Infinito como pensamiento de la no tematización y del no lógos, sin aceptar siquiera la vía negativa, considerándola también restrictiva, reductiva del Otro;

— exaspera de tal modo la separación del Infinito, que lo convierte en lo absolutamente Otro, lo incognoscible ajeno a toda significación, incomunicable e inefable;

— el puesto de la filosofía es ocupado por la ética —concebida como el-no-discurso-filosófico—, que se localiza en un lugar, o más bien en un no-lugar, anterior al origen mismo, pero que es al mismo tiempo origen y esencia de la significación y de la convivencia humana.

Por su parte, esta concepción plantea ciertas contradicciones difíciles de resolver:

— la ética, según Lévinas, se genera en la relación con el otro, en la tematización del rostro —signo por excelencia del otro—, que es traza, rastro, del Infinito. Ahora bien, ofrecer un signo del Infinito supone reducir el Infinito a significado del signo, a tema, a categoría lógica, a lo Mismo;

— quiere vanificar el lógos como pensamiento del ser, pero no puede hacerlo sino con los instrumentos del ser y del lógos, asumiendo —a pesar de su noble aspiración ética y religiosa de Infinito y Trascendencia— la determinación conceptual que el lógos asigna inexorablemente a toda tematización, aun a la pretensión de no-tematización del Infinito.

Por otra parte, en el plano de la hermenéutica bíblica, se hace también presente la raíz hebraica de la filosofía de Lévinas, como sería el rechazo de toda revelación, de todo lógos, de toda Escritura que no sea la Torah, cuyo mensaje tendría un contenido exclusivamente de carácter ético, en absoluto ontológico.

A continuación se señalan algunas de las dificultades que ofrece su pensamiento; en concreto, el lugar preferente que otorga a la ética, única vía posible de comprensión de la trascendencia del Otro.

Teniendo en cuenta sus presupuestos, cabría preguntarse por la razón de mi obediencia —de mi desinteresamiento, de mi apertura al otro—, cuando soy incapaz invenciblemente de encontrar en mí las razones para obedecer y comprender la verdad de tal imperativo, la verdad de los preceptos éticos de la Torah. ¿Cómo evitar la duda de que tales preceptos —la "Palabra del Santo", en terminología de Lévinas— no sean en el fondo nuestros, proyección personal sin fundamento? ¿Por qué abandonarme en el otro, si no tengo capacidad de comprender, justificar racionalmente tal abandono? El único motivo del abandono sólo podría ser una fe ciega y fiducial. En la filosofía cristiana la relación con el otro queda justificada mediante la participación en el ser y la analogía, la semejanza entre los entes y el Ser. Los entes llevan en sí el ser, son imágenes del Ser.

En Lévinas, por el contrario, todo intento de explicación racional basado en la semejanza real entre lo Mismo y lo Otro —usando la terminología del autor— está impedido; no queda sino el abandono fiducial en una ética necesariamente vacía de contenido (porque es necesariamente previa a todo contenido, y a toda posible comprensión y explicación). Todo contenido debe ser vaciado; sólo queda la ética como única pre-comprensión del Otro, como única e insuperable dimensión. Pero, ¿es posible una ética que no tenga otro fundamento que ella misma, que no sea tematizable si no en sus imperativos fundamentales? ¿Hasta dónde puede creerse en una ética que no quiera reconocer la dimensión también ontológica de los presupuestos sobre los que se estructura: alteridad, ente, existente? ¿Cabe fundar una ética en un Infinito inalcanzable, irrepresentable, ausente en su radical alteridad, más allá del ser? ¿Puede salir el sujeto de su ipsidad o no se convierte más bien en mónada leibniziana, fuera del ser, en absoluta soledad? ¿Qué encuentro intersubjetivo puede darse una vez excluida toda relación dialógica yo-tú, toda posibilidad de diálogo y comunión?

La solución que Lévinas propone para corregir los abusos de la orgullosa razón humana, corre el riesgo no sólo de vanificar todo esfuerzo racional por alcanzar la trascendencia, sino de que la misma trascendencia pretendidamente alcanzada por otras vías quede vanificada.

 

                                                                                                                   I.Y. (1988)

 

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[1] En De Dieu qui vient a l'idée, Vrin, París 1982.