LEVY, Bernard-Henri

La Barbarie à visage humain

Grasset, Paris 1977, 233 pp.

 

Bernard-Henri Levy es uno de los denominados “nuevos filósofos” franceses, caracterizados por su toma de posición antimarxista. Activos militantes marxistas en tiempos pasados, lo más propio de este grupo de profesores es precisamente su revuelta actual frente a esa ideología.

El libro se centra en el tema del Poder, que es elevado a la categoría de explicación máxima del universo, en sistema de pensamiento, de acción y de realidad. No se habla más que del Poder: todo sale de él, todo converge en él, todo se justifica por él.

El mismo título La Barbarie de rostro humano dice bastante de lo que el autor quiere expresar. Parodiando un conocido eslogan —“el socialismo de rostro humano”—, intenta significar que el marxismo es la última decantación histórica del Poder, la realización contemporánea de la barbarie, que, prometiendo el Bien, lleva en cambio a los hombres hacia su total aniquilación, hacia la homogeneización y uniformidad, hacia el Uno, que es el Mal. Todo está determinado, caminando hacia el Mal.

Varios son los nombres que Levy utiliza para designar el Poder. Y también tiene su explicación. Levy es nominalista, según se declara, porque “no existe una naturaleza”. El mismo sólo es “habitante de mi nombre” (12). Por esto, todos los nombres del Poder son el mismo Poder, remarcando uno u otro aspecto: el Uno, la Política, el Príncipe, el Mal, etc. Sin embargo, el que goza de sus máximas simpatías es el de Patrón: el Poder que domina, dirige y forma a los hombres, “que siempre tiene razón” (43).

El libro consta de cinco Partes, más un prólogo y un epílogo. A su vez, cada Parte se abre con una breve introducción y está subdividida en varios Capítulos.

CONTENIDO DE LA OBRA

Primera Parte: El Pastor y su Rebaño (pp. 15-42)

En la introducción, Levy comienza directamente declarando su propósito, el objeto del libro y el núcleo de su sistema del Poder. “Se conoce la antigua pregunta de los filósofos: '¿Por qué existe el Ser, el Ser mejor que nada?' He aquí el nuevo problema del que sería necesario decidirse a hacer, si no nuestro vértigo, sí al menos nuestra obligación: '¿Por qué existe el Poder, el Poder mejor que nada?' Esto es lo que se encontrará, insistente y obsesivo, en las páginas de este libro. Por eso he elegido comenzar sin ninguna otra forma de proceso y sin más preámbulo. ¿Por qué entonces el Poder, y cómo se maquina? ¿Existen sociedades sin poder y tiene sentido pensarlo? (...) No tiene sentido filosofar más que en este espacio. La filosofía no valdría la pena si no tomase la forma y la figura de la Política” (15).

El Poder, nos dice Levy, “es una hemorragia colectiva, del tipo de la que los analistas dicen que produce, fuera de Mí, un ideal de Mí” (31). “Es un 'fantasma', en sentido freudiano: en efecto, como el Poder, el fantasma es un impalpable, un puro nada forjado por su satélite: en sentido estricto, por su criatura”. Y, a la vez, es “un irreal más fuerte que lo real, al que impone su ley” (32).

“La condición de su salvación, de su supervivencia”, habría obligado a los hombres a unirse. Así habría surgido el Poder, que es “la forma transfigurada de un mal radical e insondable” (32), el “querer vivir o querer sobrevivir” (34) de los hombres que lo producen. El Poder, entonces, “es por quien la sociedad se ordena, se da el ser que ella quiere; (...) funda la sociedad. (...) Sin él, la sociedad no es nada, y su salvación tampoco (...) ¿Qué hace el Poder? Hace, no deja de hacer que las sociedades sean” (41-42).

El Poder tiende al Uno, a evitar la disgregación. Y esto es el Mal; y por eso el Poder es el Mal: porque al fundar la sociedad, al agrupar a los hombres, los homogeneiza, los uniformiza. “¿Qué es el Príncipe? Aquel por el que los hombres se unen, separándose del Bien” (42).

Segunda Parte: El Patrón en todos sus estados (pp. 43-84)

Levy intenta demostrar en esta Parte que “no hay deseo ni lenguaje, Real o Historia, que escapen a la ley y al imperio” del Patrón. (43-44).

El deseo: “no es otra cosa que el Poder (...) No es el deseo el que hace el poder, sino que es el poder lo que forja, estructura y hace posible el deseo” (48). “La misma demostración vale para el lenguaje y sus efectos” (48). “El discurso no es un lugar neutro y pacífico (...): es del poder, la forma misma del poder, un todo amasado por el poder hasta en las formas más discretas de su retórica” (49).

Tampoco lo real escapa al Poder: por esto, “el hombre del Poder, el detentador del Estado, no hace más que concretar, realizar, hacer real”; lo real es, para él, “en sentido casi kantiano, la forma a priori de la realidad” (59). Ni la Historia: no se puede así hablar de “un sentido de la Historia, que parta de unos orígenes y camine hacia su fin” (69); “la Historia no existe como proyecto y lugar de revolución” (73).

En el Capítulo 4 de esta Parte, Levy resume los puntos sobresalientes de lo que hasta entonces ha intentado demostrar. Comienza con “la proposición clave de un pesimismo consecuente: no hay un estado de naturaleza, la naturaleza no existe, no hay nada antes del poder. Esto, políticamente, aquí y ahora, implica un cierto número de consecuencias” (74). Y son:

1. “Contrariamente a lo que dicen desde siempre los demócratas, no hay un contrato social, ni un pacto fundador de la unión de los hombres entre los hombres, ni un derecho del ciudadano, ni tampoco deberes del Príncipe” (75).

2. “El origen del Estado, por tanto, es inexplicable, fortuito y arbitrario: es efecto sin causa, efecto de una causa ausente” (77).

3. “Nada es histórico antes del Estado y nada llega a ser histórico sin él; antes de él, la Historia no existe, y con él, el tiempo se vuelve Historia; antes de él, la Historia es impensable y sin él es imposible. En resumen: habrá Historia en cuanto haya también Poder; el Estado, una vez llegado, es irreversible, la idea de una Historia sin Estado es una contradicción en los términos” (79).

4. “El individuo no existe (...): desde el mismo día en que el Occidente inventó la figura del individuo, ha entrado en la vía de la infelicidad, y ha caído en los maleficios del Poder” ( 1).

5. “Es necesario desembarazarse de los conceptos conexos de opresión y de liberación. ¿La opresión? Sólo se oprime lo que existe, con una existencia propia (...) ¿La liberación? Sólo se libera para darse a sí lo que pertenece a sí (...): pero, por fundamento, el hombre no tiene nada, porque no hay más ontología que la del Estado” (82).

6 En definitiva: “la revolución no será ni pensable ni posible” (83).

Tercera Parte: Crepúsculo del Socialismo (pp. 85-129)

Esta Parte se traduce en un continuo ataque a los socialistas. “El socialismo no es solamente la respuesta del resentimiento a la servidumbre y a la opresión, sino resistencia programada, ordenada, suscitada, desde lo alto de los torreones y de los despachos del Poder” (94).

Levy se pregunta: ¿qué es el proletariado? Y se responde: “es una clase que no existe”. Para demostrarlo, se basa en unas palabras de La Cuestión judía, en donde Marx afirma que “es necesario formar una clase con cadenas radicales, (...) una clase que sea la disolución de todas las clases”. Esta clase, por tanto, no existe.

Continuando en su crítica, Levy afirma que “no hay socialista que no sea un poco relojero, ni progresista que no postule una hora en la que las contradicciones 'se acumulan' (...) La insurrección victoriosa es la que se lleva a cabo a su hora; la revuelta fracasada es siempre prematura” (113). El socialista es también biólogo: para él, “el Capital es un cuerpo vivo, sometido como todos a la ley natural de la evolución (...) El Capital está 'enfermo', dice el socialista. 'Digiere' sus contradicciones. 'Absorbe' o 'recupera' sus negaciones. Un día, sin duda, morirá de 'apoplejía'”. El socialista es médico: “ve en la contradicción una forma de enfermedad” (113-114).

Por el contrario, Levy objeta que “un capitalismo sin contradicciones sería una contradicción en los términos” (120). En consecuencia, el capitalismo “es, estrictamente hablando, imperecedero” (121): “el Capital es el fin de la historia” (128).

Cuarta Parte: El Fascismo ordinario (pp. 131-175)

El Capital es el fin de la Historia. Pero “la barbarie es el fin del Fin de la Historia” (133). ¿Qué es la barbarie?: “El Capital, el Capital en sí mismo, el Capital en su verdad (...) La barbarie no es la transfiguración, sino la exasperación del Capital: el poder que no renuncia, sino que persevera en su obra” (134). Por esto, “si el Capitalismo es la conclusión de Occidente, el stalinismo es en sí mismo la conclusión de esta conclusión; si el primero es el declive de una decadencia, el segundo es la decadencia de este declive” (142). En consecuencia, “el socialismo en el poder no es solamente una modalidad del Capital: es una modalidad bárbara, que no teme ninguna abreviación, ningún cortocircuito histórico para llevar a las sociedades a la esterilidad que el otro les prometía” (143). “La barbarie no es en sí misma más que un progresismo” (153), pero el “progreso es una idea reaccionaria”, porque no se da históricamente ningún progreso que no esté dirigido por el Poder. “Para protestar contra esto es necesario, hoy por primera vez, proclamarse antiprogresista” (154).

En el tercer Capítulo de esta Parte, Levy realiza un análisis de la aparición histórica del Estado totalitario, que le lleva a afirmar que “la política no es otra cosa, ni jamás ha sido otra cosa, que una figura de la Religión” (159). Nuestro autor se da cuenta de cómo los hombres han desacralizado la Religión, de cómo han arrojado a Dios de sus vidas, de cómo es ésta la causa última de sus males, pero esta apreciación no lleva a Levy a unas conclusiones más positivas: en definitiva, a redescubrir a Dios. Por el contrario, todo lo encuadra en su construcción de pensamiento, en su sistema del Poder.

En consecuencia: “El Estado totalitario no es el Estado laico y sin creencias, sino más exactamente, el Estado que hace laica a la religión y forja creencias profanas (...) El Estado totalitario no es el Estado sin religión: es la religión del Estado. No es el ateísmo, sino estrictamente la idolatría” (162).

“¿Es el Estado totalitario un Estado omnipresente y colosal? (...) Hay que distinguir y afinar el análisis. Es omnipresente, porque tiende al poder total, por la ruta de un saber total. Pero no llega y no ejerce este poder total, este saber total, más que cuando se hace invisible y casi ausente (...) Un Estado es totalitario cuando, diluyendo la política, finge anularla y abolirla (...) Su figura ideal es el Estado evanescente, discreto e imperceptible; su figura acabada es el Estado que no se ve, al tiempo que está presente en todas partes” (174).

Quinta Parte: El Nuevo Príncipe (pp. 177-218)

Para Levy, es la hora de las conclusiones, de materializar su teoría y sus profecías sobre el Poder. “Capitalismo y barbarie. Socialismo y barbarie”. ¿Cuál es la elección?: “para mí, la suerte está echada. La barbarie que ha de venir tendrá para nosotros, los occidentales, el más trágico de los rostros: el rostro humano de un 'socialismo' que tomará a su cargo las taras y los excesos de las sociedades industriales (...) Se anuncia en el horizonte un turbado condominio, una extraña sirena política, de la que el cuerpo será el Capital y la cabeza marxista” (177-178).

Levy dedica el Capítulo 3 de esta Parte a mostrar que “a esta edad proletaria, a esta inédita barbarie, le era necesaria una religión”. “El marxismo es la religión de este tiempo, y esto hay que entenderlo, como se verá, al pie de la letra” (195). Comienza entonces el análisis del célebre texto de Marx sobre la religión, en la que la denomina desde “teoría general de este mundo” hasta “opio del pueblo”. “Es este texto —dice Levy— el que yo querría releer o, más exactamente, reescribir. Poniendo marxismo allí donde dice religión. Analizándolo en detalles, pero para revolverlo contra su autor” (197). Veamos algunos puntos.

Teoría general de este mundo: “fatalista y pragmático, realista y políticamente realista (realpoliticien), el marxismo está en trance de ser la forma moderna del consensus, en donde converge desde siempre la república de los doctos y de los sabios” (199). Compendium enciclopédico: “tenemos un urbanismo marxista, un psicoanálisis marxista, una estética marxista, una numismática marxista. No hay dominio del saber en el que el marxismo se niegue a estar presente” (200). La lógica bajo una forma popular: “los partidos marxistas difunden hoy la nueva 'lógica popular' del Capital, un stock de máximas y de mandamientos que toman el relevo de los del Príncipe de antaño” (201).

Razón permanente de consolación y de justificación: “el marxismo justifica a su manera, garantizando las Luces: el mal es etapa del bien, forma provisional del progreso humano. El socialismo, lejos de ordenar la revolución, predica la resignación, porque santifica el orden del ser (...) De suerte que si Marx tenía razón al escribir que la lucha contra la religión es, de rebote, la lucha contra este mundo de la que ella es el aroma espiritual, la fórmula se revuelve una vez más y el paralelo prosigue con impecable rigor: la lucha contra el marxismo es, de rebote, la lucha contra este mundo del que es, no solamente el aroma, sino la más sutil, la más disimulada consagración” (203).

El marxismo “es, pues, un pensamiento reaccionario” (204).

El último Capítulo del libro es el que, en realidad, nos da la clave para entender su porqué: Levy quería ser un revolucionario, pero el marxismo le ha impedido serlo a su manera. Por esto ha construido su sistema del Poder; y para ilustrar su tesis, nos muestra aquí el fracaso de la Revolución de Mayo de 1968.

“La cuestión del marxismo, que tanto nos agita desde hace diez años, no es tan simple como algunos han creído, y como yo mismo he pensado durante largo tiempo (...) ¿Es el marxismo la religión de este tiempo? De aquí se deduce cierto número de consecuencias” (206).

1. “Contra toda esperanza, en desprecio de nuestras voces y de nuestras obstinadas denegaciones, el marxismo está bien, nunca ha estado mejor; no hay crisis del marxismo más que en nuestras cabezas y en nuestros libros. Va embebiendo, impregnando, no obstante su declive intelectual, hasta los menores estratos, los menores poros de la sociedad civil y política” (206).

2. “La crítica del marxismo, paradójicamente, lejos de ponerlo en crisis, no ha hecho todavía hasta ahora más que reforzar su potencia y endurecer sus posiciones” (209).

3. “En revancha, el marxismo reencontrado —después de Mayo 68— ha perdido profundidad. Vivificado por su nueva vocación, se instala, paradójicamente, en un extraño embotamiento. Sí, se ha vuelto una especie de enciclopedia, pero ¡qué indigencia de pensamiento, qué pobreza conceptual!” (212).

4. “El antimarxismo es una posición imposible, al tiempo que necesaria” (215). Pero “el antimarxismo no debe llegar a ser una religión que reproduzca por su fanatismo aquello que pretende combatir” (216). “¿Antimarxista? Sí, es necesario serlo (...) El antimarxismo no es otra cosa, no puede ser otra cosa que la forma contemporánea del combate contra la política” (217).

Epílogo (pp. 219-226)

Levy ha concluido el análisis del Poder y, con ello, también la pars destruens del libro. Todavía le queda dar a conocer su pars construens: es lo que lleva a cabo en estas siete páginas, en las que persiste en su “pesimismo en Historia” (220), en lucha contra un supuesto determinismo ciego.

“Si debiese una última vez volver sobre el camino recorrido (...), concluiría en el fondo así: no he hecho más que plantear a mi modo las tres célebres cuestiones del 'Chino de Königsberg' (Kant), más que poner y reponer incansablemente sobre el tapete aquellos interrogantes que él lanzaba en su siglo. e Qué puedo saber? Pienso que he contestado claramente: poco, bien pocas cosas, sino que el mundo va mal, que sus profetas de felicidad son con frecuencia pájaros de mal agüero, y que hoy no hay peor peligro que la máscara y la impostura. Qué es posible esperar? He intentado decirlo, argumentando en abundancia: poco, bien pocas cosas también, si es verdad que el Patrón es el otro nombre del Mundo; que apenas es destronado uno, otro recoge el estandarte; que, en fin, los príncipes rojos están ya allí, pavoneándose en las antecámaras del poder. Qué debo, en fin, hacer? ¿Qué puedo esperar en estos tiempos de angustia? Lo he dicho de paso, pero insisto para acabar: blandir en lo más alto lo que Descartes denominaba 'una moral provisional', y que para nosotros se resumirá en este simple propósito: resistir a la amenaza bárbara allí donde aparezca” (220-221).

El que siga a Levy en su proyecto de futuro habrá de ser un “intelectual antibárbaro”, que “será, en primer lugar, metafísico, (...) que busque las posibilidades ontológicas del acontecimiento revolucionario. No llevaremos más en nuestros brazos los sueños de los hombres, pues los sabemos vanos y conocemos nuestra impotencia (...) Sabemos que el mundo está plegado a la ley del Patrón y no creemos que esta ley cederá jamás a nuestros deseos: pero continuaremos pensando hasta el fin, pensando sin creerla, la imposible idea de un mundo sustraído al Patronazgo. ¿Por qué? Porque sin ello, sin esta irracional obligación, el mundo iría todavía peor que lo que hemos dicho que ya va” (223-224). “El intelectual antibárbaro será también artista: (...) porque el Artista es el que, del más feroz desorden, sabe componer el orden de una figura” (224).

“El intelectual antibárbaro será, en fin, moralista” (225). He aquí, llegados a la última página del libro, el más ferviente deseo de Levy, ya anunciado en el Prólogo: predicar al mundo que va mal, que el bien es imposible. La página no tiene desperdicio. En primer lugar, su explícita declaración de ateísmo, basado en la “autoridad” de Nietzsche: “no ignoro que Dios ha muerto desde Nietzsche: pero creo en las virtudes de un espiritualismo ateo frente a la flojera y a la resignación contemporánea: algo así como un libertinaje austero para tiempos de catástrofe”. Tampoco cree en el Hombre, “y quiero decir, con mis buenos maestros, que está en trance de desaparecer de la escena del pensamiento: pero creo simplemente que sin cierta idea del Hombre, el Estado cede pronto a los vértigos del fascismo ordinario” .

VALORACIÓN CRÍTICA

No se le puede negar a La Barbarie de rostro humano algún valor positivo: su crítica del marxismo, aunque no sea total, es útil y, en algunos momentos, intachable. El libro, sin embargo, sigue un planteamiento de fondo que limita mucho su eficacia: todo gira, y está fundamentado, en torno al sistema del Poder; por eso, es necesario saber deslindar bien los elementos que pueden servir, del conjunto en que se encuadran. Por otra parte, hay que reseñar que la novedad de la aportación de Levy a la crítica del marxismo no estriba en la originalidad de su contenido —que no ofrece—, sino más bien en la fuerza de expresión que sabe imprimir a sus palabras, a la garra con que las escribe, junto al hecho de que su procedencia ideológica sea marxista.

1. En el libro de Levy todo cuadra, todo converge en la dirección querida; hay un repetir, un insistir, un sacar consecuencias de principios no dados, ni demostrados, sino “puestos” por el a priori de su pensamiento. Lo que explica y justifica, lo que afirma y lo que niega, no es la realidad, sino su propia visión. Por eso, la crítica de sus afirmaciones ha de ser radical: negarle su mismo punto de partida, su rechazo tanto de la existencia de una naturaleza como de la individualidad y de la libertad del hombre.

Afirma Levy que el hombre no es social por naturaleza, y que los hombres se unen por necesidad, “como condición de su supervivencia”. También esto hay que rebatirlo de raíz: es Dios quien ha creado a los hombres con una naturaleza social, por lo que naturalmente se unen entre sí y constituyen diversas sociedades. Para el gobierno de éstas —a nivel de naciones—, se instituye una autoridad, que promulga leyes para el mejor desarrollo de esa sociedad, para evitar o resolver los litigios entre los ciudadanos, y para regular las relaciones entre ellos. Y esa autoridad tiene el deber de servir a sus súbditos, de ayudarles a realizar las tareas que no pueden llevar a cabo por sí solos, e incluso de favorecer externamente —en la medida de sus competencias y posibilidades— las relaciones de los hombres con Dios, su Creador.

La autoridad puede llegar a usurpar el Poder, a tiranizar a los ciudadanos: es ésta una realidad evidente, que deriva del hecho mismo de que los hombres han sido creados con una libertad defectible. Pero no es esto natural, sino estrictamente antinatural.

2. Levy, según propia confesión, procede intelectualmente del marxismo: en este sistema ha formado y modulado su pensamiento, e imbuido de esa ideología ha vivido y actuado durante varios años. Pero ahora ha logrado no sólo escapar, sino revolverse contra ella. Y La Barbarie de rostro humano quiere ser su grito de libertad. ¿Qué nos revela esta posición? Sencillamente, que hay en el interior del hombre un núcleo irreductible —la misma libertad—, que nada ni nadie puede plegar a su dominio si ese hombre que la posee no consiente voluntariamente. Por esto tiene importancia resaltar también la procedencia marxista de Levy: para constatar que no existe ningún sistema tan férreo que logre atenazar ideológicamente al individuo, de modo que anule sus posibilidades de fuga. Sin embargo, Levy no logra encontrar el fundamento de su libertad.

La libertad es un don de Dios, que al hombre se le ha dado para que por sí mismo se dirija a su Fin último, que es también Dios. Pertenecen así indisociablemente a la esencia de la libertad los dos elementos: tanto la autodeterminación del hombre, como el encaminarse hacia su Fin. Ahora bien, para actuar personalmente, es necesario poseer un principio de operaciones propio, que es la naturaleza individual; y para moverse hacia su Fin, debe el hombre aceptarlo como tal.

Levy niega a priori su naturaleza y el Fin. Sin embargo, con esto no cambia la realidad. Lo quiera o no, le es posible gritar su libertad precisamente por poseer una naturaleza individual propia, que le hace ser entitativamente alguien frente a los demás. Sí puede, en cambio, rechazar por sí mismo el Fin. Pero aquí está su desventura, porque cuando el hombre ciega su mirada hacia Dios, cambiando la meta a la que se dirige, no hace más que caminar derechamente hacia su infelicidad, por haber rechazado el Bien. El hombre seguirá siendo libre, sí, pero con una libertad falsa, sin contenido, anárquica.

Por esto el grito de libertad de Levy es un grito vacío, ya que ha cortado de raíz su fundamento. Si ya la base de su libertad se había tambaleado gravemente al negar la existencia de la naturaleza individual, es al declararnos su ateísmo cuando toda su filosofía constructiva —y la credibilidad en sus posibilidades— se arruina. Levy sólo sabrá proponer la solución de un espiritualismo inmanente, pobre ; una moral provisional que no conduce a nada . Sus palabras y sus ansias de libertad suenan entonces huecas, a deseo de vana autoafirmación del propio yo.

Aparte de que “el marxismo sea la religión de nuestro tiempo”, no pocas veces a lo largo del libro alude Levy a Dios, a la Religión, a la Iglesia, a los cristianos. Casi siempre son comparaciones desafortunadas, que muestran su escepticismo religioso y su ignorancia de la doctrina cristiana. Le sirven, sin embargo, como argumento contra algo o como “prueba” de algo.

Así, al hablar del “fantasma del Poder” (32-33), afirma que “reside en el Imaginario, indisolublemente unido a lo simbólico, por una parte; y a lo real, por otra”. Y continúa: “como en la trinidad agustina (sic!), donde el Padre no está sin el Hijo y sin el Espíritu Santo, el Imaginario tampoco existe sin las otras dos instancias”. De modo semejante, atribuye a San Pablo la frase del mismo Jesucristo “dad al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios”.

Como última reseña, otra grave irreverencia: “de suerte que, echadas las cuentas, la antigua y llana asimilación del socialismo a una Iglesia no es tan necia como se cree, no carece de sentido. Como los cristianos, los socialistas creen en un Dios al que bautizan 'proletario'; en su resurrección, a la que bautizan 'sociedad sin clases'; en un martirio infinito, al que denominan 'dialéctica'; y la Historia universal tiene al menos este punto común con la Providencia: que es el lugar de un fracaso universal, prontamente remitido al orden por el fantasma escatológico” (89).

Útil por algunas apreciaciones sobre el marxismo, La Barbarie    de rostro humano es, en último análisis, una filosofía sin contenido; la manifestación de otro de los muchos falsos problemas que tanto abundan actualmente; un testimonio más de los que —habiendo rechazado a Dios y la verdadera contemplación de la realidad— buscan un modo de explicar el mundo sin Dios.

J.R.P.A.

 

Volver al Índice de las Recensiones del Opus Dei

Ver Índice de las notas bibliográficas del Opus Dei

Ir al INDEX del Opus Dei

Ir a Libros silenciados y Documentos internos (del Opus Dei)

Ir a la página principal