LEZAMA LIMA, José

Paradiso

(Edición de Eloísa Lezama Lima), Ed. Cátedra, Madrid 1980, 653 pp.

INTRODUCCIÓN

La vida de José Lezama Lima estuvo dedicada casi por completo a las iniciativas culturales que promovió y a su extensa creación literaria. Nació en La Habana en 1910; a los pocos años fallece su padre y José vive con su madre y dos hermanas en casa de su abuela. Desde muy pequeño queda atrapado por la lectura de grandes obras de la literatura universal, sobre las que ejerce una profunda asimilación. En 1929 ingresa en la Universidad de La Habana para estudiar Derecho y vive las revueltas estudiantiles contra la dictadura de Gerardo Machado: la Universidad permanece cerrada desde 1930 a 1933. Termina su carrera en 1938, cuando ya había publicado un excelente poemario, Muerte de Narciso (1936). En esa misma época dirige sucesivas revistas de significación incalculable dentro la historia cultural cubana de este siglo: Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía y Orígenes; esta última dio nombre a uno de los grupos poéticos más fecundos y señeros de la literatura hispanoamericana contemporánea. El grupo Orígenes, encabezado por Lezama e integrado, entre otros, por Gastón Baquero, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Angel Gaztelu, Virgilio Piñera, Octavio Smith, etc., se propone una esforzada tarea de profundización en las raíces de la cultura cubana, que le lleva a indagar en las aportaciones más gloriosas de la cultura universal. Alentada por el magisterio de dos exiliados españoles, Juan Ramón Jiménez y María Zambrano, la literatura de Orígenes trata de edificar el progreso de la patria mediante un compromiso ético con la sociedad, realizado a través de una creación poética de minorías pero sustanciada por las fuentes más puras de la sabiduría de todos los tiempos. La producción entera de Orígenes, conocedora de todas las corrientes del arte vanguardista que le precede, marcha no obstante por otra dirección: la síntesis de lo clásico y lo moderno, en la que tales autores pretenden hallar la fundamentación más sólida para la vida del espíritu. La redención de la patria no se opera, por tanto, mediante una actuación política directa, sino por la vía de la riqueza interior de la vida espiritual, entendida en su más amplio sentido.

Lezama sigue publicando una serie de poemarios capitales en la historia de la poesía cubana: Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949), Dador (1960) y Fragmentos a su imán (1977). En ellos Lezama expresa sus convicciones filosóficas y religiosas mediante un lenguaje hermético de exuberante simbolismo, que al final, en el último libro citado, se abre notoriamente a la experiencia biográfica.

Cuando triunfa la Revolución en Cuba, Lezama es nombrado Subdirector del departamento de Publicaciones, cuyo director era Alejo Carpentier. Después desempeñará el cargo de director de la Biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País. En 1964 muere su madre, Rosa Lima de Lezama, con la que él vivía, y este hecho le produce una importante crisis anímica. Ese mismo año contrae matrimonio con María Luisa Bautista. En 1970 abandona su cargo público para dedicarse de lleno a su producción literaria y desaparecer casi por completo de la vida social. Muere en La Habana el 9 de agosto de 1976.

Además de Paradiso (1966), Lezama dejó una novela inconclusa, Oppiano Licario (1977), que viene a ser una continuación de la anterior. Entre sus numerosos ensayos, cabe destacar los titulados Analecta del reloj (1953), La expresión americana (1957), La cantidad hechizada (1970) Tratados en La Habana (1971) y Las eras imaginarias (1971), que constituyen un agudo análisis de sus numerosas fuentes de sabiduría y una exposición ciertamente sistemática de su pensamiento filosófico y literario.

1. Visión del mundo de Lezama Lima

En apretadísima síntesis, podría decirse que toda la obra de Lezama se dirige voluntariamente a la exposición de una visión del mundo y de la literatura que el autor había cimentado en una densa y variada formación intelectual. Para Lezama el mundo, según una concepción neoplatónica de trazos muy personales, se concibe como una perfecta armonía que el Eros o Amor universal, Dios, establece entre todos los seres. A pesar de los accidentes propios del mundo material, sometido al flujo incesante del tiempo, el universo lezamiano no presenta una dualidad platónica entre el espíritu y el cuerpo. Tanto es así, que para Lezama la eternidad consiste en un estado del cuerpo, donde éste quedará desligado de todos los cambios que el tiempo opera de continuo en el mundo terreno.

La vida humana constituye para él una lucha incesante por aprehender la fijeza o esencia única del mundo en medio del devenir temporal. Para ello el hombre ha de ser fiel a los dictados del destino, pero como un agente libre que sabe enfrentarse a las imposiciones de las circunstancias. Dios, para Lezama, emana el mundo de su propia sustancia, aunque su presencia se halla escondida en una esfera superior al mundo. Este último, por tanto, comparte la esencia divina, aunque Dios habita en una morada inaccesible que trasciende el ámbito del mundo. Panteísmo y trascendencia conviven en su pensamiento, de un modo semejante al que enseña la filosofía de Plotino.

La poesía, en sus manos, se convierte en una ascesis o camino de perfeccionamiento espiritual, ya que la poesía es la vía más eficaz para la contemplación y el gozo en la fijeza o esencia del mundo y puesto que dicha esencia no reside sólo en el espíritu puro, sino también en el cuerpo glorioso e inmutable, la poesía ha de rendir culto a la imagen, no sólo como un mero recurso expresivo, sino como su fin primordial. Su poética emprende la conquista afanosa de la imagen pura —la "cantidad hechizada", diría él—, desatándola de las ligaduras del tiempo y de las circunstancias, y en esa imagen el poeta encuentra la máxima dicha del conocimiento y del amor. Pero la imagen en poesía no puede contemplarse con otro instrumento que no sea la palabra, y ésta requiere un uso creativo y estético que la aparte de la finalidad inmediata de la comunicación ordinaria. La palabra es la llave de la imagen, y por ello sus palabras tienden a alejarse del lenguaje racional-conceptual para discurrir libremente por el camino aventurero de las imágenes, que adquieren en su lengua poética una expresividad hechizada y fascinante. Su barroquismo poético, al que tantas veces se alude, no es el artificioso manejo de la lengua que exhibe todas sus galanuras y recursos, como en un máximo alarde de retórica; su barroquismo seria, en todo caso, la frondosisad verbal, el impulso inagotable de la palabra; que trata de apresar el mayor número posible de imágenes y sensaciones, porque en éstas se halla la esencia del mundo y el único éxtasis que nos es dado gozar en esta tierra. No es, por tanto, una palabra abundosa y recargada sólo por motivos estéticos, sino que en esa palabra vibran los cuerpos, las imágenes, y con ellos, inseparablemente, la esencia común del universo. Palabra, al fin y al cabo, expresiva y económica: si es frondosa y abundante, ello sólo se debe a la abundancia inagotable de la emoción y el pensamiento.

2. Primer acercamiento a "Paradiso"

La novela que nos ocupa apareció en 1966, aunque sus primeros capítulos fueron publicados con anterioridad en la revista Orígenes. La primera gran cuestión que plantea la obra es su misma condición de novela. Y es que su argumento y su finalidad última se apartan considerablemente del género novelesco para invadir casi plenamente los terrenos de la poesía y del ensayo. En efecto, Paradiso no es sólo una autobiografía, pero lo autobiográfico origina y determina todo el desarrollo de la obra, que nos cuenta la historia de la iniciación y maduración poética de Lezama Lima, remontándose a la vida de sus ascendientes más próximos. La gran mayoría de los personajes son seres reales cuya vida se narra con cuidadosa fidelidad a la realidad extraliteraria. Por otra parte, Paradiso, en su finalidad última, pretende exponer por vía narrativa la compleja cosmovisión lezamiana y su concepción del quehacer poético: la contemplación del ser en su esencia más pura, liberada al fin de la sucesión temporal y de las circunstancias de la historia, aunque este camino haya de comenzar siempre por aprehender la realidad en sus inevitables determinaciones históricas.

Evidentemente, la ficción se halla presente en la obra: los dos protagonistas que acompañan a Cemí-Lezama en su juventud son entes de ficción, así como el personaje sublime de Oppiano Licario, que representa al poeta en su máxima categoría de genio. En la novela se intercalan, además, diversas historias particulares y breves que en gran medida se independizan de la acción principal para poder ser leídas como cuentos. Por tanto, los personajes de ficción y la acción ficticia, elementos indispensables en toda creación novelesca, constituyen dos ingredientes medulares de la obra, que por ello ha de ser siempre considerada como novela. Sin embargo, el poderoso elemento autobiográfico, que a la postre maneja todos los hilos de la narración, se halla omnipresente hasta el punto de que el lector nunca espera la sorpresa de un auténtico argumento ficcional, novelesco: conociendo la vida del autor, el lector ya sabe, bien que grosso modo, la suerte que correrá el protagonista de Paradiso. Y es que el interés de la obra no reside tanto en la acción ficticia que interpretan los personajes como en el lenguaje sugerente del relato y en las ideas filosóficas y poéticas que el narrador-autor, desde su infranqueable subjetividad, vierte a lo largo de toda la obra mediante ese lenguaje de insondable espesor poético.

Novela, poema y ensayo comparten su naturaleza en esta obra híbrida en cuanto a género literario se refiere. De esta triple naturaleza se desprenden al menos tres niveles de comprensión de la obra: uno sería el puramente ficcional, que corresponde a la acción —ficticia o real— de esta supuesta novela; otro sería el nivel propiamente lírico, que viene dado por su continua elocución poética, henchida de intuiciones emocionales sobre la realidad narrada o meditada; y en otro nivel tendríamos que incluir el componente intelectual, que se nutre de una masa compacta de pensamiento, estrechamente enlazado con la filosofía. Tres niveles de comprensión, tres géneros literarios que se confunden en la esencia de una única obra.

CONTENIDO

Dado que Paradiso podría considerarse sin reservas como una novela intelectual, cuya finalidad última es la exposición escrupulosa y detallada de una visión del mundo y de la poesía, el argumento propiamente novelesco queda empañado con frecuencia a causa de la densidad lírica de su lenguaje y de sus agudas meditaciones filosófico-poéticas. El mismo Lezama reconoce que el lector de su novela se ve obligado a entender sin comprender del todo, sin agotar las consecuencias últimas de sus intuiciones poéticas y de su complejo discurso intelectual. El dinamismo de la acción se verá a menudo traspasado por esos otros dos niveles argumentales, hasta el punto de que el lector puede quedar confundido y perder en su lectura la continuidad de la historia contada. Por ello se ofrece aquí un apretado resumen del contenido novelesco de cada capítulo.

Capítulo 1. El relato se inicia en La Habana, que es el marco de casi todos los hechos, salvo algunos episodios que acontecen en otras localidades cubanas y algunos recuerdos y fantasías situados en el extranjero. La obra comienza narrando un ataque de asma que padece el niño José Cemí (Lezama Lima en la novela), que puebla su cuerpo de ronchas. Zoar, criado de la familia y ordenanza del padre de Cemí, junto con Truni, otra criada y mujer de Zoar, intentan aliviar el ataque del pequeño y lo someten a un conjuro: lo elevan y lo besan en la espalda repetidas veces, acto que simboliza la iniciación del niño en el culto a la Santísima Trinidad (representada por Zoar, Truni y Baldovina, que es el aya de José Cemí). A continuación se describe la casa del coronel José Eugenio Cemí, padre de José (y, por tanto, de Lezama), destacando la elegancia y el orden de sus muebles. Se cuenta la expulsión del cocinero mulato Juan Izquierdo, por no seguir las indicaciones de la señora Rialta, madre de Cemí. Se recuerdan luego las largas pláticas del padre del coronel, que era un vasco emigrado a Cuba, isla que a su llegada se le ofrece como un descubrimiento deslumbrante.

Capítulo 2. José Cemí tiene ya diez años. Un día, al salir de la escuela, escribe con una larga tiza en el paredón del campamento donde viven los Cemí (acto que simboliza la incomunicación y el ansia de comunicarse de este niño). Mientras escribe, una mano lo atrapa violentamente y lo conduce al patio central, donde lo insulta toda la concurrencia. Mamita, abuela de dos soldados del coronel y de Truni, se lleva a Cemí consigo y lo consuela ante la burla general. Se exalta la bondad y la fidelidad maternal de Mamita, que cuida de sus tres nietos: Truni, Tránquilo y Vivo.

A continuación se describe a diversos personajes que viven cerca del campamento, como la austríaca Sofía Ruller, viuda de treinta años y madre del estudiante de dibujo Adalberto Kuller. También se habla de Martincillo, un aprendiz de flautista, afeminado, que vive experiencias eróticas con un pintor polinésico. Lupita visita cada quince días a un japonés, dueño de una tienda en Bejucal, con el que mantiene relaciones sexuales. Luba Viole, hermana del capitán Frunce Viole, intenta seducir al soldado Tránquilo cuando éste trabaja en la limpieza de la lámpara enorme del capitán Viole. En esta escena se ofrece una delectación sorprendente del narrador-poeta en los adornos de la lámpara (animales y figuras mitológicas). Tales objetos, al ser evocados lirícamente por el narrador, cobran una animación especial y se independizan del marco físico en que se hallan ubicados.

El coronel viaja a Jamaica para hacer prácticas de artillería: lo acompañan su familia y el médico Selmo Copek, médico danés, cuya piel adquiere un color rosado y un olor intenso en contacto con el sol, símbolo de su inadaptación al trópico. El coronel viaja a México con el mismo motivo. En este país encuentra una tierra de misterio, representado por las divinidades aztecas y sus monumentos. Le fascina ese culto a la muerte en medio de la vida que profesa la civilización azteca.

Capítulo 3. Dando un salto hacía atrás en el tiempo, se cuenta la emigración de los Olaya, la familia de Rialta (madre de Cemí), a Jacksonville (Florida), durante las guerras de independencia cubana. Se trata de una estancia marcada por algunas tragedias y sucesos desagradables. El narrador nos presenta al organista Mr. Frederick Squabs, procedente de North Carolina: trabaja de organista en una iglesia protestante; está casado con Florita, cubana, y tienen una hija, Flery. A través de la descripción de esta familia, se nos muestra la mediocridad, frivolidad y ridiculez de sus planteamientos, derivados en parte de su religiosidad protestante. Sus frases son vulgares y se ríen de muchos temas por pura ignorancia cultural. Doña Augusta mantiene una discusión con Florita sobre el voluntarismo de los protestantes y su falta de confianza en la gracia divina.

Luego se narran los comienzos del trabajo de Andrés Olaya, padre de Rialta. Había trabajado con el empresario Elpidio Michelena, en Cuba; él y su esposa, Juana Blagalló, lo trataban como a un hijo. Este matrimonio rogaba a la Virgen de la Caridad que les diera una criatura: cuando Elpidio se va de viaje, Juana tiene relaciones sexuales con varios hombres, narradas de modo alegórico y simbólico. Al final da a luz a dos gemelos.

Mr. Squabs, el organista, para celebrar el duodécimo cumpleaños de su hija Flery, ilumina ostentosamente toda su casa; esta fiesta coincide con la que celebran los emigrados en Jacksonville. Belarmino, el organizador de esta última fiesta, requiere a Andresito Olaya, hermano de Rialta, para que amenice el acto festivo con el violín. Este al final accede, a pesar de su profunda timidez, pero muere en un accidente: después de su interpretación, se apoya en un barandal del ascensor, que estaba mal clavado, y cae desde un segundo piso.

Alberto Olaya, el otro hermano de Rialta, una vez muerto Andrés, se dedica a curiosear con unos anteojos las experiencias eróticas de la vecindad. Ante el descontento y las protestas de todos, su padre lo expulsa a La Habana. El capítulo termina con la muerte de doña Cambita, madre de doña Augusta (que es la madre de Rialta) : muere al coger un diamante y apretarlo entre sus manos.

Se trata de una narración hermética, donde los referentes concretos se intuyen por símbolos múltiples de incalculable irracionalidad, especialmente en las aventuras sexuales de Juana Blagalló.

Capítulo 4. Una vez relatado el pasado de la familia Olaya, la familia de Rialta, madre de Cemí, ahora se realiza una tarea semejante con la familia Cemí, la del padre del protagonista. Los padres del coronel José Eugenio Cemí murieron tempranamente (él era vasco y ella cubana de ascendencia inglesa). Su madre murió de una enfermedad y su padre, que trabajaba en una central tabaquera, rebelado contra Dios por la muerte de su esposa, se negó a comer y murió poco después. Todos los hijos de este matrimonio, José Eugenio y cuatro hermanas, pasan a vivir con la abuela Munda y reciben una pensión del padre muerto. José Eugenio Cemí, el futuro coronel y padre de José Cemí, comienza a ir a la escuela, donde tiene como compañero al travieso Alberto Olaya. Los Cemí (la abuela y sus cinco nietos) viven en la casa de enfrente de los Olaya, que ya han regresado de Jacksonville. Esto permite que José Eugenio y su familia los vigilen a través de las persianas de su casa.

Capítulo 5. Continúan las clases de José Eugenio Cemí, compañero del cada vez más perverso y rebelde Alberto Olaya. Este despierta en José Eugenio un sentimiento de respeto y de refugio. Alberto, después de cantar en clase unos versos de Browning, es castigado severamente a encerrarse en la ducha del colegio. Alberto se escapa y acude a un tiovivo, a un cine y a un bar. Oppiano Licario, que aparece por vez primera sin identificarse, intenta disuadirlo para que abandone el bar, donde será objeto de la burla de cuatro pervertidos sexuales. Alberto obedece y regresa esa noche al tiovivo y conoce a una chica con la que hace el amor. Es la primera noche que pasa fuera de casa. Alberto invita a José Eugenio a un baile, donde éste conoce a Rialta, su futura esposa. Ocurre un suceso extraño: el novio de Carmen, hermana de Rialta, intenta disparar hacia ella en su propia casa. Los gritos hacen venir a la policía y alarman a la vecindad. La abuela Munda y José Eugenio acuden a casa de los Olaya para ofrecerles ayuda, pero en ese momento ha pasado todo sin ninguna muerte que lamentar. A partir de aquí se inicia el contacto directo entre ambas familias (Olaya y Cemí); de ahí que Andrés Olaya, el padre, invite a José Eugenio a estudiar con su hijo Alberto.

Capítulo 6. José Eugenio cena en casa de Rialta. La abuela Mela, abuela de Rialta y madre de Andrés Olaya, cuenta episodios y entona cantos de la guerra de independencia cubana, inspirados por la rebeldía ante los españoles. Se narran las bodas de José Eugenio y Rialta. Los Cemí, el coronel y su familia, son enviados a Florida, pues el coronel ha de realizar prácticas para la primera guerra mundial. El relato se detiene en la esmerada educación de José Eugenio hacia sus hijos. Allí, en Florida, muere el coronel de una congestión pulmonar: la emigración siempre se cobra una vida en la familia. En el lecho de muerte le acompaña un cubano, Oppiano Licario, que ha estudiado numismática y arte ninivita en Harvard: ha venido al hospital para ser intervenido en la columna vertebral y le cuenta que tiene amistad con Alberto Olaya, a quien ha defendido en algunas situaciones complicadas. El coronel le encomienda la educación de su hijo José Cemí.

Capítulo 7. Muerto su marido, Rialta y sus hijos regresan a La Habana y viven con la abuela Augusta, madre de Rialta. Aparece en escena Demetrio, hermano de doña Augusta, que es médico y se ha casado recientemente con una adivina de Isla de Pinos. Rialta organiza una cena, a la que asisten su hermana Leticia y su marido, el doctor Santurce, que es dentista. Leticia provoca una molesta discusión cuando le echa en cara a su hermana Rialta el dinero que le había prestado para los gastos de la familia. Después de la cena, que adquiere un carácter ritual, salen juntos el dentista Santurce y Alberto Olaya, hermano de Rialta. Cuando se encuentran en un bar, se produce una reyerta entre Alberto y un guitarrista charro que lo desafiaba con sus canciones. Ambos son llevados al cuartel de la policía, pero Alberto es absuelto de inmediato por ser cuñado del coronel. Al abandonar la comisaría, Alberto toma un taxi para salir de La Habana y muere en un accidente de tráfico.

En este capítulo se incluyen dos episodios curiosos que detienen por un tiempo la acción de la novela. El primero es la lectura de la carta que Alberto Olaya había escrito al tío Demetrio. Se trata de una larga enumeración de peces, los cuales son descritos simbólicamente con rasgos psicológicos que los humanizan. Cuando Alberto viaja en taxi, al final del capítulo, el narrador-poeta se detiene en la descripción simbólica y sensual de las plantas que encuentra Alberto a su paso.

Asimismo, en este capítulo dedicado especialmente a la vida hogareña de los Cemí, se incluye la escena del juego de yaquis y de la madre viuda con sus hijos. Tal escena lúdica es percibida como símbolo de la unidad de la familia con su padre muerto, cuya imagen física se hace presente en el juego.

Capítulo 8. Entramos ahora en la narración de la vida escolar del José Cemí adolescente, quien comienza a abrir el arco del compás hacia nuevas amistades. El capítulo se halla repleto de escenas eróticas que ostentan una sexualidad malsana, frecuentemente enrarecida y pervertida por la índole y circunstancias de los supuestos amantes. Más abajo se intentará explicar el sentido que poseen tales escenas en la totalidad de la obra.

Al comienzo acudimos al exhibicionismo de Farraluque, compañero de clase de José Cemí, que se expone públicamente en el patio del colegio. Otro compañero, Leregas, suscita bromas en clase con la erección de su miembro ante los demás alumnos, lo cual le merece el castigo de pasar tres domingos encerrado en el colegio. Durante esos tres días de castigo realiza actos amorosos con la cocinera del director del colegio, con la misma mujer del director, con una vecina que vive en frente de la escuela y también con el hermano de la cocinera del director. También mantiene una extraña relación sexual con un hombre de antifaz que lo espera escondido en un almacén de carbón. José Cemí viaja a Santa Clara con doña Augusta, para pasar unos días en casa de su tía Leticia. Allí entabla amistad con Ricardo Fronesis, un joven de su edad que es hijo del abogado del pueblo. Fronesis cuenta a Cemí la historia de Godofredo, un mozo del pueblo que tiene un ojo inútil. Cuenta que Godofredo quiso seducir a la mujer de Pablo, el maquinista del ingenio Tres Suertes. La mujer de Pablo, por su parte, mantenía una extraña relación sexual con un sacerdote que estaba de vacaciones. Pablo, al enterarse, se suicida. Godofredo, cuando se dirige indignado a casa de Fileba, la mujer de Pablo, pierde un ojo al tropezar por el camino con una liana.

Capítulo 9. José Cemí y su amigo Fronesis comienzan sus estudios en la Universidad de Upsalón (nombre que se da a la Universidad de La Habana en la novela). Cemí estudiará Derecho y Fronesis, Filosofía y Letras. El primer día de clase se produce una revuelta estudiantil (se trata de la manifestación de los estudiantes del 30 de septiembre de 1933 contra el dictador Machado, aunque las concretas circunstancias y motivaciones históricas no se hacen explícitas en la novela). Ese día Cemí vuelve a casa con un ataque de asma y duerme durante dos días. En la Universidad Cemí asiste a una conversación debatida entre Fronesis y Foción, amigo de aquél. Foción defiende la homosexualidad como una acción connatural del hombre, que al principio de la creación tuvo que vivir solo. Cemí interviene invocando, entre otros argumentos, al concepto aristotélico-tomista de sustancia, como entidad permanente que exige la unión de dos principios, la materia y la forma, que son símbolo de la unión entre dos seres de sexo opuesto y, al mismo tiempo, símbolo de la unión entre el cuerpo y el alma, entre el sexo y el amor espiritual. Cemí ataca el platonismo por su minusvaloración del cuerpo. La homosexualidad, en su opinión, es un pecado contra natura, por cuanto destruye la armonía y complementariedad del universo.

Capítulo 10. Cemí va una tarde al cine y allí encuentra a Fronesis, que está siendo acariciado por la joven Lucía. A ambos, durante la proyección de la película, también los observa Foción desde otra butaca. Terminada la función, Fronesis lleva a Lucía a un apartamento que le ha prestado un amigo. Lucía le pide hacer el amor, pero Fronesis en un principio no puede consumar la cópula e ingenia un curioso procedimiento que es descrito con detalle. Mientras, Cemí y Foción han tenido una larga conversación en el Malecón de la ciudad. Foción cuenta a Cemí la historia de los padres de Fronesis (él es un cubano criollo y ella una austriaca, aunque su verdadera madre es la hermana de ella); al relatar la historia persigue explicar la influencia de los padres en el carácter de Fronesis. Cuando Foción vuelve a casa, encuentra a un ladrón joven en la puerta: lo invita a su habitación y se acuestan juntos.

Otro día, en la Universidad, Fronesis y Cemí conversan sobre la armonía del universo. Contra Nietzsche, coinciden en la necesidad del dolor para la consecución del placer. Rialta es operada de un fibroma cardiaco y recibe la continua asistencia de su hijo José Cemí.

En otra ocasión Fronesis cuenta a Cemí la historia de Foción: Nicolás, su padre, se había vuelto loco por el adulterio de su mujer con el hermano de aquél, es decir, con su propio hermano. En realidad, no se sabe cuál de los dos es el padre de Foción. Este se cría en un ambiente enrarecido por la locura de su padre; luego se casa, pero su impotencia lo convierte al poco tiempo en homosexual.

Capítulo 11. Al comienzo asistimos a una conversación entre Cemí y Fronesis sobre la fijeza en medio de lo accidental, sobre la disyuntiva de ser un auténtico individuo o comportarse sólo como masa coral. Después entonan un canto a la armonía del universo basándose en los siete números pitagóricos. Fronesis regala a Cemí un poema donde lo exalta. Aquél marcha en seguida a Santa Clara, la ciudad donde viven sus padres, para pasar las vacaciones de Navidad. Hasta allí va a visitarlo Foción, pero el padre de Fronesis se lo impide.

Muere doña Augusta, la abuela de Cemí. Fuera del hospital está Foción adorando a un árbol que aparece dotado de una densa significación simbólica: representa en primer lugar el falo y también a su amigo Fronesis. Pero esa noche el árbol es destruido por un rayo, que simboliza la tragedia interna de Foción, quien a partir de este momento desaparece de la novela.

Capítulo 12. Hasta aquí la novela se ha desarrollado según un tiempo ciertamente lineal que representa el devenir sucesivo de la historia. A partir de ahora los tiempos, pasado y presente, se entrecruzan en una especie de tiempo mítico que intenta sobrepasar las limitaciones de lo histórico. A la par la fantasía se encamina por fueros propios, que rebasan las leyes naturales de este mundo.

En este capítulo se narran cuatro historias diversas que al final se entrecruzan en un mismo espacio y un mismo momento:

1) Atrio Flaminio es un general de la legión romana que ha vencido en la conquista de varías ciudades griegas (Mileto, Tesalia, Larisa, etc.). Al llegar a Tesalia matan a la pitia de Delfos porque se negaba a revelarles el oráculo. Al final esta alcanza a vaticinar: "Piedra y pedernal". En Tesalia los soldados de Atrio Flaminio empiezan a ser levantados hacia el aire por unos fantasmas, para precipitarlos, pero al final vencen este hechizo porque llevan piedras pesadas colgando de sus capas. Antes de conquistar Capadocia muere Flaminio, pero embalsaman su cadáver para que parezca vivo y estimule a los soldados.

2) Un hombre se despierta por la noche y observa que su sillón se mueve solo. En seguida oye carcajadas y se siente atraído hacia el patio. Después sale a la calle y recorre toda la ciudad de La Habana.

3) Un niño juega en su casa con una jarra danesa. Cuando se le rompe, su abuela guarda sus pedazos y aparece rehecha. El prodigio se repite varias veces.

4) Juan Longo, un crítico musical, se propone componer una música que supere la sucesión del tiempo. La mujer le efectúa la catalepsia y lo introduce en una urna de cristal, donde vive hasta los 114 años. La urna es robada al llegar a esta edad.

Al final del capítulo, en un parque cercano al Auditorium de La Habana, exponen la urna con el crítico musical en estado de catalepsia. Cuando su mujer llega al parque, ve dentro de la urna al general Atrio Flaminio. El paseante y el niño de la jarra también participan en la procesión que se realiza en torno a la urna.

Como vemos, las historias culminan en un mismo punto. Los narradores cambian para cada historia; incluso dentro de una misma historia se producen cambios bruscos de narrador, que pasa con frecuencia de la tercera a la primera persona y a la inversa.

Capítulo 13. Se produce una pequeña pero importante avería en un ómnibus: se ha estropeado la cabeza de toro que va al lado del conductor para encender los cuernos cada vez que el vehículo adquiere una gran velocidad. El autobús interrumpe su trayecto para reparar la cabeza de toro. En ese tiempo suben al autobús diversos personajes:

1) Un anticuario que lleva unas monedas griegas.

2) Martincillo, un ebanista que no ha podido comprarle nada a su amante por su cumpleaños, debido a la falta de dinero.

3) Vivino, amante de Lupita. Al parecer, su hermano lo ha llevado a la consulta de un brujo para que no pierda su energía sexual. El brujo le ha hecho comprarse un acordeón de Madagascar para que lo toque a diario.

4) Adalberto Kuller, poeta, que últimamente no es correspondido por su novia Roxana.

5) José Cemí.

Dentro del autobús, que ya está en marcha, Martincillo roba al anticuario unas monedas griegas, pensando que eran válidas para comprar su regalo. Luego las esconde en el acordeón de Vivino. José Cemí las saca de ahí y las restituye al anticuario. El domingo siguiente Cemí se encuentra una tarjeta en el bolsillo: es el anticuario que le escribe para agradecerle la devolución de las monedas y le invita a su casa. Su nombre es Oppiano Licario. El día señalado Cemí acude a casa de Licario. Al subir en el edificio se equívoca de planta y observa que en una vivienda se encuentran Martincillo, Adalberto Kuller y Vivino practicando un extraño ejercicio: Martincillo pica con un flautín a un cangrejo furioso que ladra; Adalberto imita al cangrejo y Vivino se curva hacia atrás hasta tocarse los talones. Martincillo, en unos momentos precisos, abandona su tarea con el cangrejo y toca su acordeón de Madagascar. Oppiano Licario, que figura misteriosamente en la escena, golpea un triángulo y apresura los movimientos de los ejecutantes. Pero a Cemí le avisa el portero de que se ha equivocado de piso, por lo cual se dirige, más abajo, a la verdadera vivienda de Oppiano Licario: al entrar, Licario aparece solo y mantiene una breve conversación con Cemí, al cabo de la cual el maestro golpea el triángulo de bronce y le dice que "podemos ya empezar".

Capítulo 14. Aparecen conversando la madre y la hermana de Oppiano Licario, que describen el carácter excepcional de éste. Dicen que posee una capacidad extraordinaria para visualizar todo lo inteligible, gracias a una especial clarividencia. A continuación se relatan algunas experiencias de Licario en París, mezcladas con alucinantes visiones oníricas donde se confunden varios espacios y momentos históricos diversos.

Cemí, paseando de noche por La Habana, se acerca a una casa encendida, donde se celebra el velatorio de Oppiano Licario: su especial clarividencia lo ha conducido a una muerte prematura. La hermana de Licario, Ynaca Eco, entrega a Cemí un sobre que contiene un poema de Oppiano dirigido a Cemí. Se trata de una suerte de testamento en que Licario da por terminada la formación de José Cemí, tal como le había encargado el coronel en el lecho de muerte. La novela termina cuando Cemí recuerda la frase de su maestro: "ritmo hesicástico, podemos empezar".

ELEMENTOS ESTRUCTURALES DE "PARADISO"

Al sentar este epígrafe se hace necesario preguntarnos hasta qué punto Paradiso se presta al análisis estructural narratológico. Su carácter híbrido entre novela, poesía y ensayo nos advierte cuán insuficiente resulta un análisis de la obra acudiendo a las categorías usuales del género novelesco. Por ello no parece oportuno exponer con detalle todas las conclusiones de un estudio narratológico de esta obra; tan sólo nos limitaremos a sintetizar los elementos que constituyen el carácter novelesco de Paradiso. Esto al menos nos servirá para demostrar que la genialidad de este relato no puede buscarse en su calidad como novela, sino en la emoción poética que fecunda su lenguaje y sus brillantes intuiciones.

Si atendemos por un momento a la construcción de los personajes, muy pronto nos persuadimos de que no se trata de caracteres novelescos, es decir, de tipos o individuos que entretejen una acción ficticia en orden a proclamar un enunciado sobre la condición humana. Dado que no es la suya una acción propiamente ficticia, sino principalmente autobiográfica, el autor de Paradiso no ha tenido que construir verdaderos personajes novelescos: le ha bastado con partir de unos personajes reales —familiares y personas relacionadas con la familia— para insertarlos en una trama que sigue siendo fiel a la historia real de su vida. Tales personajes no son susceptibles de un análisis estrictamente psicológico individual, dado que la psicología individual de estos caracteres es mínima. Se trata más bien de arquetipos que representan valores universales del ser humano.

José Eugenio Cemí, por ejemplo, es el hombre íntegro que enfoca todos los acontecimientos de su vida según las exigencias de la moralidad más ambiciosa. Su comportamiento no experimenta la evolución y el dinamismo interior de los personajes novelescos: destaca precisamente por su perfecta adecuación a unos principios morales que se consideran indiscutibles, sin dudas ni fisuras en ningún momento de su actuación. No es que ello vaya en detrimento de su perfección humana, que resulta admirable a todas luces, pero sí de la "carne y hueso", de las pasiones que palpitan en los caracteres propios de una verdadera novela. Lo mismo puede decirse de su esposa, Rialta, que representa la fidelidad heroica, la sumisión a la alegría del esposo, la comunidad de destino que ella siente en toda su familia y que le impide interpretar los acontecimientos según unos intereses exclusivamente individuales. Nada se nos dice de su temperamento personal ni de sus comprensibles debilidades. Dentro de la familia, el personaje negativo es, sin duda, Alberto Olaya, hermano de Rialta, que constituye un contrapunto en medio de la armonía de la familia, un frente de lucha para su madre, doña Augusta, quien ha de realizar un gran esfuerzo por comprender sus veleidades y miserias. Pero éstas se presentan como los vicios comunes del género humano, sin realzar unas pasiones o inclinaciones concretas. Veamos una de las supuestas descripciones psicológicas de Alberto y comprobaremos enseguida que su malicia no se perfila con las individuales concreciones: la particularidad más fina que se atribuye a su maldad es la de reconocerla como propia del hombre cubano, sin mayores trazos singulares. Lo que predomina en éste y en otros pasajes sobre la persona de Alberto es su relación inarmónica con el resto de la familia:

"Alberto Olaya respondía a los imanes del demonismo familiar más cubano. Lo rodeaba el acatamiento por anticipado, el asentimiento regalado. Toda la familia se colgaba a veces de un solo punto: intuir lo agradable para Alberto. Para la dinastía familiar era más que suficiente. Se pensaría que la familia vigilaba y cuidaba a esa pequeña gata del diablo, como contrapeso a un desarrollarse clásico, robusto, de sonriente buen sentido, como aliada del río de lo temporal en el que flotaba ese arca, con sus alianzas enlazadas por las raíces. Si no fuese por muy breves excepciones, el tío Alberto formaría parte inasible e invisible de ese familiar tejido pulimentado, como para recibir la caricia de las sucesiones" (VII, p. 305)[1].

Este es el tipo de descripción de personajes que solemos encontrar en la novela. Se diría que los rasgos que se atribuyen a cada individuo y las acciones que se predican de ellos no pretenden dotarlos de un carácter personal, sino proyectar en sujetos con nombre y apellidos las distintas facetas que Lezama descubre en el comportamiento humano, así como sus convicciones sobre el mundo y la poesía.

En los personajes de ficción (Foción, Fronesis, Oppiano Licario, etc.) tampoco vamos a encontrar construcciones sustancialmente distintas. Fronesis representa la madurez humana: el equilibrio anímico que permite afrontar con entereza las circunstancias más variadas; la amistad y la comprensión profunda por toda clase de personas, la sabiduría que le es dado alcanzar a un ser humano, que le hace capaz de interpretar los grandes acontecimientos y las realidades más menudas a la luz de su destino último. Foción adquiere una significación arquetípica distinta: su deseo no es adecuarse a la vida armónica de la humanidad y del entero universo, sino satisfacer sus propios impulsos hasta terminar autodestruyéndose (cfr. IX, p. 388). Su condición de homosexual le impide abrir el "arco del compás", desplazarse hacia el otro, hacia el ser diferente; en suma, le incapacita para la amistad verdadera. Su sabiduría no lo enriquece ni a él ni a sus compañeros: su sabiduría, por el contrario, es un arma de combate para alcanzar su victoria frente al otro, para afirmar su yo frente a los demás. De ahí que su final sea trágico: la destrucción del árbol que adora simboliza su incapacidad definitiva para el amor y para integrarse en la comunidad humana.

¿Y qué decir del mítico Oppiano Licario? Podría objetarse que en el último capítulo se le dedica una minuciosa introspección, pero ésta no es en modo alguno una caracterización psicológica, sino una descripción de su condición de genio. En Licario el autor proyecta su propia concepción del poeta, del hombre que posee el sumo conocimiento y sabe dominar los imperativos de lo contingente para aprehender la escondida fijeza que sustenta al universo. Los rasgos supuestamente psíquicos de Licario son, al fin y al cabo, las condiciones indispensables del poeta genial.

José Cemí, por último, es el activo espectador de su entorno. Activo en cuanto que sabe extraer de él aquella sabiduría que le capacite para cumplir su destino como poeta. Su inicial timidez, sólo sugerida simbólicamente, no es tanto un rasgo de su psicología peculiar como un punto de partida en el camino del conocimiento pleno; es una timidez fecunda, por cuanto le permite guardar una distancia prudente ante los hechos, que lo dispone a la reflexión y a la contemplación. Su asma es símbolo de la fina sensibilidad para apreciar el entorno, para valorar los alientos benéficos y las respiraciones nocivas que percibe a su alrededor. Puede decirse que en él sí observamos una evolución espiritual desde el comienzo hasta la culminación de la novela. Ahora bien, tal evolución nunca debe entenderse como un cambio de su psicología o de los móviles de su conducta: no se trata de una evolución moral, como acontece en los personajes genuinamente novelescos. Se trata, sin más, del desarrollo espiritual que experimenta el ser humano desde la infancia hasta la madurez psicológica, sólo que en este caso ese desarrollo circula por un cauce máximamente enriquecedor.

Del espacio de la novela, cabría apuntar sintéticamente su condición de símbolo, símbolo de emociones que resulta extraordinariamente eficaz para comprender el sentido de los hechos que se relatan y el denso mensaje intelectual que el autor nos transmite. Nunca vamos a encontrar una descripción realista de los escenarios de la acción: la ciudad de La Habana y los distintos lugares de Cuba que se dan cita en la novela resplandecen por la intensa emotividad que suscitan, pero nunca por su aspecto físico real, que el autor elude de continuo.

Paradiso, en su estructura externa, presenta una división tradicional en catorce capítulos que tiene, no obstante, una razón de ser muy consistente. Cada capítulo posee su ritmo peculiar: en unos se solapan los hechos aceleradamente y en otros asistimos a la serena emotividad de las sensaciones o de la meditación intelectual más rigurosa. Cada capítulo, además, apunta a un objeto distinto, ya sea por la materia tratada, por el salto temporal que se realiza o por el enfoque que se verifica sobre un mismo momento de la historia.

Globalmente, en un estudio macroestructural de la novela, habría que apuntar una división tripartita: primeramente encontramos lo que ha dado en llamarse "vida placentaria" de Cemí, que corresponde a su infancia, a la efectiva dependencia de sus padres (caps. 1-7). A continuación entramos en la narración de su proceso de madurez (caps. 8-11), donde Cemí busca su apoyo fuera del hogar, a través de la amistad, y donde el personaje va adquiriendo conciencia de su destino propio, al tiempo que se provee de las armas morales para cumplirlo. Por último, a partir del capítulo 12, nos introducimos en una nueva fase de su comportamiento espiritual, donde el protagonista ha superado los límites de la temporalidad sucesiva para vivir según el ritmo hesicástico, es decir, para instalarse en la percepción simultánea y armónica de la diversidad aparente del mundo (caps. 12-14).

Simbólicamente, la novela reproduce a su modo la trayectoria de Dante desde el Infierno al Paraíso. A lo largo de su vida, Cemí convive con las miserias de este mundo, con su particular "infierno", al tiempo que vislumbra los anticipos de su gloria futura. Tales experiencias de su aprendizaje le sirven como "purgatorio", como purificación de sus pasiones, que se hace necesaria para presentarse a las puertas de su definitivo "paradiso". Al término de su iniciación como poeta, Cemí traspasará el umbral del paraíso de la mano de su nueva Beatriz, Oppiano Licario, y desde entonces podrá contemplar el mundo desde esta nueva perspectiva del ritmo hesicástico. Evidentemente, Lezama no organiza su discurso narrativo ajustándose servilmente a la estructura de La Divina Comedia: ésta sólo le sirve como símbolo de su camino, como motivo temático subyacente en su obra, de modo que el novelista conserva siempre los derechos de organizar libremente su materia y de dotarla de una significación muy personal, como de hecho ocurre.

La novela no nos ofrece una acción única y compacta en los hechos. En este sentido nos vemos obligados a reconocer que la acción de Paradiso viene a ser la suma de una serie de acciones independientes, episódicas, que presentan el carácter fragmentario de la propia vida. No cabe esperar algo distinto si reparamos en que la novela se halla supeditada al acontecer biográfico del autor-narrador-protagonista. Lo que confiere unidad a dichas acciones particulares no es una acción global y envolvente, sino la unidad y unicidad del protagonista que actúa o que contempla, José Cemí, y la mirada omnicomprensiva del autor-narrador-poeta, quien no se limita a contarlas, sino que las siente y expresa sus personales reacciones emotivas. De ahí que encontremos numerosos relatos que muy poco tienen que ver con la supuesta acción principal —la vida de Cemí— y que podrían leerse como pequeñas narraciones autónomas. Nos referimos, claro está, a la historia de los padres de Fronesis y de Foción, a la historia del tuerto Godofredo; también, aunque en menor medida, a las aventuras sexuales de Leregas. No puede decirse lo mismo de las cuatro narraciones simultáneas y convergentes del capítulo 12, ya que esta multiplicidad de relatos corresponde al carácter plural de esta última parte de la novela, donde la superación del espacio y el tiempo físicos ya se da como un hecho consumado. No se trata aquí tanto de acciones independientes como de distintas caras que pertenecen a esa misma experiencia de visión simultánea vivida por el protagonista ya iniciado.

En cuanto al tiempo del relato no vamos a encontrar una organización compleja, ya que el narrador se adecúa por lo común a la sucesión del tiempo histórico, que arroja como resultado una narración lineal, semejante en este aspecto a la configuración temporal de la novela realista. Cabe señalar los extensos "flashes-back" que se producen en los capítulos tercero, cuarto, quinto y sexto, dedicados a la historia de los ascendientes de Cemí por las líneas materna y paterna, así como al noviazgo y matrimonio de sus padres. Sin embargo, conviene apuntar que en el capítulo sexto, donde termina esta larga vuelta atrás, la acción ha avanzado considerablemente con respecto al momento en que se había iniciado esta visión retrospectiva de la familia. En efecto, en el capítulo 2 la acción contada se había suspendido cuando la familia Cemí viaja a México con el coronel; a partir de ahí comienza el mencionado "flashback", que progresa aceleradamente hasta el capítulo sexto, en que se narra la muerte del mismo coronel. Ello significa que en este punto la novela ha alcanzado un momento histórico posterior al viaje a México, donde se había interrumpido la narración lineal de los capítulos primero y segundo.

Por lo demás, nada importante nos depara la novela en cuanto a la disposición cronológica de los hechos, que avanza linealmente hasta llegar al misterioso capítulo 12. ¿Qué ocurre en este tramo del camino? ¿Se interrumpe la supuesta acción principal de la novela para dar paso a una amplia disgresión alucinante? No lo creemos así: lo que en realidad sucede es que la acción comienza a transitar según el ritmo hesicástico, donde la temporalidad lineal se anula para que el conocimiento se abra a una experiencia de percepción múltiple, atemporal, de los acontecimientos de la historia. La intersección de las aventuras del general romano Atrio Flaminio con el estupor del hombre que despierta por el mágico movimiento de su sillón, con el juego del niño de la jarra y con el desafío al tiempo del músico Juan Longo; tal intersección —decimos— representa el tránsito desde una percepción lineal, sucesiva, del tiempo (el ritmo sistáltico), a una aprehensión de la historia como un continuo presente que actualiza todos los acontecimientos del pasado en un mismo acto cognoscitivo y genial. Por tanto, este episodio cuádruple se inscribe dentro del tiempo lineal del relato, por cuanto nos narre el nuevo peldaño que ha subido el protagonista en su búsqueda de la genialidad poética.

En el capítulo siguiente la narración continúa su curso lineal, a pesar de sus incursiones en el mundo de la fantasía (la cabeza de toro que enciende los cuernos, la confusión de Cemí cuando visita a Licario y se lo encuentra en dos viviendas distintas: la suya y la del séptimo piso). y el relato discurre linealmente hasta su conclusión, aunque al comienzo del capítulo catorce el narrador nos sumerja de nuevo en otro prolongado "flash-back" sobre la vida pasada del enigmático Oppiano Licario.

Desde un punto de vista estructural vale decir que el narrador de Paradiso presenta un carácter omnisciente que permanece en pie a lo largo de toda la obra. El narrador es el autor y no emplea ninguna estrategia para asumir en la novela esta tarea de contador total de los hechos y de perfecto conocedor de los personajes, por más que éstos no aparezcan retratados en toda su individual psicología. Es verdad que muchas historias secundarias son puestas en boca de diversos personajes, pero arriba se encuentra siempre el narrador-autor, quien conoce y domina desde su atalaya todo el saber de sus criaturas.

Ahora bien, desde un punto de vista estilístico, este narrador omnisciente con frecuencia rehúsa el relato de los hechos y de las circunstancias concretas para optar por una narración densamente simbólica, donde al lector sólo se le sugiere por vía emocional lo que en realidad ha ocurrido. Se trata, sí, de un narrador-poeta, pues su afán no se dirige a confeccionar una crónica realista y detallada de los hechos, sino a referir los acontecimientos a través del filtro de su mirada subjetiva de, poeta, cargada de una fuerte dosis de irracionalidad. Lo que a la postre encuentra el lector es un sólido tejido de símbolos, a través del cual se vislumbra la historia de unos personajes y, sobre todo, la emoción subjetiva del autor, así como sus personales ideaciones filosófico-poéticas. De ahí que cada frase de Paradiso aglutine toda la potencia irracional y creativa de la mejor poesía simbolista, cuando no superrealista. No puede ponerse en duda que el mayor esfuerzo de Lezama en la novela no estriba en una sabia construcción de los personajes y de una acción ficticia, como exige la buena obra novelesca; su mayor mérito reside en el resplandor poético de su lenguaje, que a veces emplea la simbolización impresionista de la realidad y en no pocas ocasiones se adentra por los senderos ocultos del discurso expresionista.

Un par de ejemplos nos mostrarán las magnitudes poéticas de este lenguaje inusitado que muchos han calificado simple y llanamente de barroco, olvidando que la imponente carga irracional del lenguaje de esta novela tiene muy poco que ver con el estudiado artificio de los poetas del barroco histórico. Si por barroco entendemos, sin más, encrespamiento del discurso y oscuridad lógico-racional del texto, bien podría aplicarse dicho rasgo al desaforado modo de contar de esta novela. Pero si atendemos a la perfecta lógica de los poetas históricamente barrocos —lógica perfecta aunque ingeniosamente escondida—, entonces Paradiso tendría escasas deudas con el barroquismo tradicional, ya que en su discurso es vano buscar la trabazón lógica de los conceptos y de los juicios, una vez que el poeta ha renunciado al concepto en favor de la imagen, del hechizo de un objeto corpóreo que se asocia a un concepto según la emoción irracional y no según las leyes racionales de la lógica.

Un par de ejemplos —decíamos— nos ilustrarán sobre el denso espesor simbólico con que toma cuerpo el lenguaje de la obra. En el primero vamos a observar cómo el narrador nos da cuenta de modo impresionista sobre la muerte de doña Cambita, la bisabuela de José Cemí. Se trata, como veremos, de un impresionismo audaz que llega hasta los confines del surrealismo, dado lo extremado de las asociaciones inconscientes con que surgen las imágenes:

"Al fin de los fines, donde saltaban los delfines adriáticos y las tortugas hindúes, el ocaso imaginativo señalado por la hija del oidor se consumó, extinguiéndose entre los adormecimientos de la clorofila y las sutilezas del prehálito" (III, p. 181).

De esta manera tan racionalmente nubosa el lector ha de comprender que doña Cambita, efectivamente, ha muerto. Cuando muere el coronel, el sentimiento de absoluto desamparo que se produce inmediatamente en el alma de Rialta comienza a describirse en un nivel ciertamente realista, para internarse en ocasiones por la descripción expresionista más sugerente:

"En ese momento entraron el médico y el ordenanza del Jefe, para llevarse a Rialta, que sollozaba, pues el terror la dominaba. Había tomado pavorosa conciencia de la magnitud del hecho familiar que se avecinaba. Empezaba  a comprender lo que para ella resultaba incomprensible, la desaparición, el ocultamiento del fuerte, del alegre, del solucionador, del que había reunido dos familias detenidas por el cansancio de los tejidos minuciosos, comunicándoles una síntesis de allegreto, de cantante alegre paseo matinal. Y ahora, como un manotazo, la muerte, una nueva brusquedad, que detenía los dos ríos que se habían encontrado para alterar de nuevo su oleaje. Y ahora iban a detenerse otra vez, a bifurcarse, a debilitarse, a sumergirse en grutas cuya salida era improbable y mágica. Todo eso penetró súbito en el rostro ahora sollozante de Rialta y comenzó a temblar, como quien antes de enfrentarse con un nuevo destino siente en su cuerpo el dolor que nos da la iluminación necesaria para penetrar por la nueva puerta de oro con sombrías inscripciones" (VI, p. 288).

La siguiente descripción del carácter de Blanquita, la adivina mulata que se casa con Demetrio, se inicia con una simbolización impresionista; luego, cuando constata la reacción que provoca su presencia en los demás, el narrador-poeta parece sufrir un éxtasis imaginativo y echa mano del expresionismo visionario más incandescente:

"Llegaba con una sombra melífera, donde el que se le acercaba iba ganando el entregarse somnífero. Frutal era su ámbito, no sus condiciones de hembra, frutal era también su pereza, el que se le acercaba se sentía como una holoturia que rebotaba contra una escollera algosa, entre mansos consejos y algodones de carnalidad" (VII, pp. 382-303).

Con estas escasas ilustraciones se evidencia el eminente propósito poético que anima a este singularísimo narrador. Este, partiendo de una tradicional posición omnisciente, abandona la óptica típicamente realista para referir los hechos al tiempo que construye un sorprendente poema con las mayores dosis de irracionalidad visionaria.

Así vemos que la naturaleza ciertamente arquetípica de los personajes, la creación de un espacio simbólico que empaña el aspecto físico de los escenarios reales, el carácter fielmente autobiográfico de la acción, que no se justifica por sí misma como acción novelesca; la voz narrativa de acendrado subjetivismo lírico, todos ellos son elementos que debilitan la entidad de Paradiso como novela y nos obligan a entenderla como un extenso poema sobre la constitución del universo, la condición humana y la personalidad del poeta-genio. Poema que avanza apoyándose en una endeble trama narrativa y que también se incursiona en los pagos del ensayo, si tenemos en cuenta su insistente reflexión intelectual.

ALGUNAS IDEAS Y SÍMBOLOS ESPECIALMENTE REVELADORES

Como ya se ha apuntado, por encima de esta acción escasamente novelesca se alza la mirada intuitiva del poeta escrutador de los secretos últimos del cosmos y de la vida humana. Tales hallazgos de carácter filosófico o artístico se exponen de ordinario mediante el lenguaje emotivo y sugerente de una poesía henchida de símbolos. Con menor frecuencia asistimos a un discurso filosófico sometido al rigor del concepto y del raciocinio, aunque éste también se hace presente en la novela. Por todo ello resulta indispensable esbozar una apurada síntesis de las principales enseñanzas que integran la compacta masa intelectual de Paradiso. Tal como se ha adelantado en el esquema sobre la visión lezamiana del mundo, esta obra constituye un canto a la armonía del universo y a la fuerza amorosa del Eros, el Amor divino, que penetra y vivifica todas las sustancias del cosmos, aunque trascendiéndolas. Si tratamos de explicar la concepción lezamiana de Dios, necesitaríamos emprender un estudio filosófico que no es el nuestro, para el cual su obra nunca nos ofrecería el rigor que esta tarea requiere. Lo evidente en Lezama es que el mundo proviene de un único principio, que no es un demiurgo perdido en los confines del tiempo, sino un Amor subsistente que conserva en el ser a todas sus criaturas y garantiza una sapientísima armonía entre ellas:

"El alucinado fervor por la unidad, tragado en el Parménides de una manera que posiblemente no será superada jamás, lo llevaba al misticismo de la relación entre el creador y la criatura y al convencimiento de la existencia de una médula universal que rige las series y las excepciones" (XI, p. 498).

Esta visión armónica de la realidad conlleva una incesante intercomunicación entre todos los seres del cosmos, que configuran un sistema indefectible de causas y efectos. La influencia de los seres de la naturaleza en el comportamiento del alma humana se presenta como un hecho evidente en cada página de la novela. Así ocurre, por ejemplo, en el paseo del padre del coronel, que le proporciona una prodigiosa paz interior:

"Un día salí de resolución de madrugada; las hojas como unos canales lanzaban agua de rocío; los mismos huesos parecían contentarse al humedecerse. Las hojas grandes de malanga parecían mecer a un recién nacido. Vi un flamboyant que asomaba como un marisco por las valvas de la mañana, estaba lleno todo de cocuyos. La estática flor roja de ese árbol entremezclada con el alfilerazo de los verdes, súbita parábola de tiza verde, me iba como aclarando por las entrañas y todos los dentros. Sentí que me arreciaba un pequeño sueño, que me llegaba derrumbándose como nunca lo había hecho. Debajo de aquellos rojos y verdes entremezclados dormía un cordero. La perfección de su sueño se extendía por todo el valle, conducida por los espíritus del lago" (I, p. 128).

El eros o fuerza de atracción entre los distintos seres corpóreos de la naturaleza adquiere toda la vitalidad del impulso sexual, y aquí encontramos la clave de la sexualidad que late o se patentiza a lo largo de toda la novela. A propósito del baño que hace José Eugenio Cemí con sus compañeros en el colegio, el narrador exalta la armonía cósmica como una relación sexual que lo unifica todo: la presencia de la multitud de cuerpos infantiles bajo la ducha hace intuir a José Eugenio la existencia de una sexualidad universal, de una atracción mutua que cohesiona todo lo creado. A su corta edad no es el contacto físico, la sexualidad inmediata, lo que lo seduce, sino la imagen de la multitud de cuerpos congregados en un mismo ejercicio:

"Necesitaba enceguecerse, reconstruir el salto de los cuerpos en la cascada de medianoche, para sentir el aguijonazo de lo sexual, mientras la gracia del acecho, de una sexualidad visible e inmediata, lo llevaba a una espera sin posibilidad de ser surcada, infinita, donde la simple presencia de un objeto, era una traición intolerable, ofuscadora, que lo hacía aullar como las bestias que buscan la carroña nocturna en su evaporación" (IV, p. 210).

Pero, dentro del mundo de lo inerte, esta atracción o interdependencia universal funciona infaliblemente a través de fenómenos físicos que el narrador reproduce con esmero, como sucede en esta descripción del aldabón de bronce que reluce en la puerta de la casa de la calle Prado, donde vive Rialta con su madre y sus hijos:

"Cuando era pulsado con fuerza, la resonancia de sus ondas se propagaba hasta la cocina, donde los cazos y las sartenes recibían aquella vibración, tan semejante al temblor que los recorría cuando recibían algún fantasma sencillo, que no deseaba otra cosa que reflejarse en los metales trabajados de la cocina" (VII, pp. 294-295).

Las menciones reiteradas al asma que padece José Cemí simbolizan su ardua pero deseada comunicación con el mundo exterior, con el "enemigo rumor" que lo rodea. Su condición asmática dificulta la relación de su organismo con el entorno físico, pero la superación del asma restablece en él la armonía perdida y le hace sentir la dicha de la comunión con el universo:

(...) "cuando tenía asma nada le hacía tanto bien como entregarse al sueño, aunque éste fuera producido por las nubes de los polvos fumigatorios, que comenzaban a dilatar el ramaje de su árbol bronquial, hasta lograr la equivalencia armónica entre el espacio interior y el espacio externo, como esos arquitectos que sitúan muchos cristales en sus edificaciones, para causar la impresión de que el espacio no ha sido interrumpido, como una fortaleza volante e invisible, donde el Icaro, favorecido por la refracción, pudiese mantener su costillar sin derretirse" (IX, p. 381).

El asma de Cemí se presenta como obstáculo de su comunicación con el mundo y exige una continua ascesis para rebasar el ensimismamiento e introducirse en el inmenso diálogo universal. El asma, por tanto, posee una significación simbólica altamente reveladora de la distinción entre el sujeto y el objeto, entre la conciencia y el mundo. En un primer estadio predomina la conciencia de la soledad, del aislamiento del sujeto con respecto a un mundo externo que se considera hostil, impenetrable e indescifrable; pero una vez superada la crisis asmática, el sujeto, sin perder la conciencia de su individualidad, accede al ámbito de la armonía, a la reconciliación con un mundo que ya no se percibe como confuso y enemigo, sino como espacio de la comunión universal:

"Cuando salía de ese sueño provocado, no obstante la anterior situación dual, se sentía con la alegría de una reconciliación. Por ese artificio iba recuperando su naturaleza" (IX, p. 382).

La naturaleza humana se reconoce, pues, en la individualidad y en la relación con lo otro, en la conciencia de un YO diferenciado que, pese a todo, necesita del mundo para llenar el vacío de sus limitaciones y carencias.

La existencia de una relación, de una fuerza de atracción que sustenta el universo, aparece exaltada en el canto fervoroso que entonan Fronesis y Cemí a los siete números pitagóricos. El conocimiento numérico de Pitágoras, antes de la metafísica aristotélica de la sustancia, se basa en la aprehensión de la armonía del cosmos cono pluralidad y como interdependencia. Su filosofía no atiende a la constitución de la sustancia individual, sino a la relación de los seres en agrupaciones numéricas (unitarias, binarias, ternarias...). A Lezama le interesa esta metafísica del número en cuanto que acentúa la comunión de los seres plurales y complementarios: el número expresa la insuficiencia del individuo y su necesidad de relación armónica con el otro y con los otros. En definitiva, la síntesis de contrarios. En el dos, por ejemplo, Cemí encuentra la clave de muchas relaciones que se verifican en el seno del universo:

"Dos —le respondió Cemí—,  binario o dicha, diferenciación, contrario, principio de la pluralidad. Análogo en Aristóteles, doble en los egipcios, recipiente, pasividad, vegetal. La luna, lo relacionable, la esposa, la antítesis, la sombra. El doble, el magnetismo, la proyección del cuerpo. El doble, el ka, se escribe x, lo positivo y lo negativo de la energía eléctrica. Gato viene de ka, el animal más magnético, que relaciona con la punta de sus bigotes" (XI, p. 500).

En torno al tres, según cantará Fronesis, se conciertan las acciones de muchos principios constitutivos del cosmos, tales como el pasado, el presente y el futuro; el bien, la verdad y la belleza, hasta llegar a la consumación de esa relación trinitaria en la constitución misma de Dios, el ser trascendente cuya única sustancia es compartida por tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la expresión más sublime de la armonía y la diferencia del universo.

La interdependencia armónica del mundo encuentra un correlato en miniatura en la institución familiar, basada en la comunidad espiritual de los esposos y de los hijos. Ya en el capítulo VI el narrador-poeta repara en la unidad espiritual de Rialta y el Coronel, que rebasa la mutua posesión corporal de los cónyuges. A través del matrimonio los fines individuales de los cónyuges se anulan para subordinarse al bien del otro y de la entera familia. En la memorable descripción del juego de yaquis que protagoniza Rialta, ya viuda, con sus hijos, la presencia del Coronel se hace visualmente real: no se trata sólo de un recuerdo, sino del sentimiento físico de su presencia en esa reunión de la familia, que supera así el carácter de un mero juego y adquiere toda la solemnidad y el misterio de un rito:

"De pronto, en una fulguración, como si una nube se rompiese para dar paso a una nueva visión, apareció en las losas apresadas por el círculo la guerrera completa del Coronel, de un amarillo como oscurecido, aunque iba ascendiendo en su nitidez, los botones aun los de los cuatro bolsillos, más brillantes que su cobrizo habitual. Y sobre el cuello endurecido el rostro del ausente, tal vez sonriéndose dentro de su lejanía, como si le alegrase, en un indescifrable contento que no podía ser compartido, ver a su esposa y a sus hijos dentro de aquel círculo que los unía en un espacio y en un tiempo coincidentes para su mirada" (VII, p. 299).

Gracias a la unidad espiritual de la familia, el espacio y el tiempo terrenos aparecen secretamente vinculados a la eternidad en la que habita el esposo difunto.

Pero la unidad espiritual no cristaliza sólo en la familia, sino en la conciencia de una fuerte interdependencia entre todos los espíritus del universo, que constituyen una familia sobrenatural de dimensiones más amplías que la familia de sangre. Merced a esta constante armonía de todos los espíritus, los personajes más nobles, como el Coronel, sienten una trascendencia universal de cada uno de sus actos, lo cual les impone una exigente responsabilidad moral en su conducta. Lezama, sin acudir a formulaciones teológicas, hace un planteamiento que recuerda el concepto cristiano de comunión de los santos, esa comunicación de bienes que existe entre todos los miembros de la Iglesia. En la novela se habla de una cierta comunidad espiritual que alcanza a todos los espíritus del cosmos. Del Coronel se afirma que, ya en vida:

"Si su conducta se configuraba, adquiría un signo, el solo hecho de imaginarse que podía causar un desagrado en esa familia sobrenatural, pero que él sentía como gravitante real, lo intranquilizaba, le daba un sentimiento de fracaso, de hacer visible su debilidad, las horribles zonas dañadas que hacían que uno de sus fragmentos se considerara como un extranjero en medio de esa familia misteriosa, lejana, pero cuya respiración parecía sentir en la piel. Siempre vio en su familia cercana, su esposa y sus hijos, el único camino para llegar a la otra familia lejana, hechizada, sobrenatural" (VI, p. 284).

Aunque sólo se habla de una familia "misteriosa, lejana, sobrenatural", teniendo en cuenta el pensamiento lezamiano, cabe advertir que la trascendencia de los actos individuales no sólo afecta a la comunidad de los espíritus del universo, sino también a la totalidad de los seres físicos, aun a los inertes. Dado que, para Lezama, en esta tierra el espíritu convive estrechamente con el cuerpo, y todo espíritu se hace presente en forma corpórea, la armonía del universo no es sólo un hecho del espíritu ni entre los espíritus, sino que abarca la totalidad de lo creado. De ahí que los actos humanos individuales influyan eficazmente en el comportamiento global del universo.

Como ya hemos adelantado, el sexo le sirve a Lezama como actividad ilustrativa y elocuente de esa armonía y complementariedad que rige el cosmos. La sexualidad evidencia la indigencia del yo y su necesidad de comunicación con el otro, con el distinto. En la consumación de este acto el individuo alcanza un alto grado de perfección como persona. Pero cualquier práctica sexual no es lícita en esta empresa: la homosexualidad, por ejemplo, incapacita la consecución del otro, del ser diferente, ya que por ella el individuo, como un nuevo Narciso, se extasía ante la imagen de sí; la comunicación ansiada termina en el fracaso, en la soledad, en la insatisfacción que genera el encuentro con lo idéntico, con lo no diferenciado. Tal es el caso del progresivo aislamiento de Foción, cuya hambre de comunión se resuelve en la soledad definitiva con que culmina su tragedia.

De un modo análogo se desaprueban otras conductas sexuales, por cuanto no se hallan ordenadas a ese fin que las legitima. Esto ocurre, por ejemplo, con el exhibicionismo escolar de Farraluque, al comienzo del capítulo VIII, que no implica ningún deseo de comunicación con el otro, con el universo, sino la afirmación de su yo. Su instinto sexual no termina en el encuentro, sino en el aislamiento del cínico, que disimula su miserable soledad con una máscara, símbolo de su posición marginal en el mundo:

"El cinismo de su sexualidad lo llevaba a recubrirse con una máscara ceremoniosa, inclinando la cabeza o estrechando la mano con circunspección propia de una despedida académica" (VIII, p. 343).

La narración de las experiencias sexuales del pervertido Leregas no adquiere un tono de absoluta reprobación, pero en ella se advierte la precariedad de esas relaciones momentáneas con personas diversas, a veces del mismo sexo: se trata, sí, de vivencias sexuales marcadas por la frivolidad, que no fructifican en la comunión espiritual de la pareja, en la posesión plena del otro. Las aventuras de Leregas con distintas mujeres y hombres simbolizan el deseo vehemente de comunicación que es connatural al ser humano, aunque en tales casos el cuerpo es sólo objeto de placer fisiológico y brutal, nunca objeto de conocimiento y de amor. Estas relaciones sucesivas de Leregas tienen lugar sobre cuerpos desconocidos, que se abandonan antes de superar el anonimato. Por el contrario, la relación sexual de Fronesis con la joven Lucía, aunque ardua y laboriosa, se presenta como un acto necesario para el conocimiento y posesión mutuos de los amantes: la misma dificultad con que se inicia esta relación carnal simboliza la ascesis o purificación de los amantes hasta el gozo de la comunión plena.

También la amistad se concibe como un proceso que se remonta desde la diversidad de los seres hasta la contemplación de la unidad y armonía del universo. En el amigo, en virtud de la fuerza atractiva del eros, convergen todos los espejos del mundo; las múltiples imágenes de la realidad se resuelven en un solo rostro, en el que se contempla la unidad de todo lo creado y en el que se verifica la comunicación del yo con la totalidad del mundo. La amistad, por tanto, culmina en un acto de sabiduría y de amor, que permite conocer y amar a todas las criaturas. Así se entiende la amistad ejemplar de Cemí y Fronesis, que se describe como un proceso mediante el cual se alcanza ese poder convocador y armónico del eros:

"Cemí salió viendo delante a Ricardo Fronesis. Le parecía que se acercaba a los innumerables espejos que pueblan el universo, cada uno con un nombre distinto, corteza de un árbol, cara de una vaca, espaldas entre puertas automáticas, y que a cada uno de esos espejos asomaba su rostro, devolviéndole invariablemente el rostro de Ricardo Fronesis. Su imagen tendía para él a diluirse en una forma tan incesante como una cascada contra un chorro de agua. Su amistad no había alcanzado, del rostro multiplicado por la incesante cabellera de los sentidos, ese punto en el que el Eros reúne todas las aguas y comienza la lucha entre el oscilar y la fijeza de un rostro, la amistad deja de ser entonces un ejercicio de la sabiduría [deja de ser sólo eso, aunque sigue siendo también eso, debemos entender] para formar parte de «la percepción inmediata de las cosas», el deseo innumerable ha saltado sus hormigas y ya no nos preocupará la búsqueda de la Unidad sagrada, indual, que encontramos en un rostro, en la médula, en el espejo universal" (XI, p. 494).

El mayor desafío que compete al espíritu humano reside en el dominio del tiempo, en la superación del devenir cronológico; y esto no sólo en la vida eterna, sino en la existencia terrena, sometida al movimiento constante de la causalidad temporal. Convencido de que lo eterno es la fijeza, lo inmutable, que se atribuye a Dios de modo eminente, Lezama pretende vencer la acción destructora que el tiempo ejerce sobre el mundo físico. Si el tiempo es la destrucción, la ley de la finitud que arrasa todos los entes materiales, el conocimiento más profundo sobre el universo ha de tener como objeto lo esencial, la fijeza, lo que no se halla amenazado por el poderío devastador del tiempo. Ahora bien, dado que en el mundo terreno es imposible disociar el espíritu de la materia, la fijeza que nuestro autor ansía conocer no se sitúa sólo en el mundo del espíritu, sino en el universo corpóreo, dramáticamente sometido a la ley del tiempo. El gran proyecto de Lezama será, pues, conocer la materia al margen de los cambios incesantes del tiempo, instalar el presente de la historia, el ahora del conocimiento, en el dominio inmutable de la eternidad. Y esto sólo se hace posible por el arte: sólo el arte puede perpetuar una imagen, entresacaría de la sucesión cronológica, de la erosión incesante del tiempo, para situarla en el reino de lo eterno, de lo que no fluye. Por tanto, el reto del artista será el dominio del tiempo, la superación de la linealidad de la historia, para así percibir el mundo en un eterno presente. Y aquí radica la ascesis, el arduo aprendizaje del poeta: en pasar de la experiencia del ritmo sistáltico al hesicástico, del conocimiento de los objetos en la evanescencia temporal a la aprehensión del mundo fuera de la sucesión corrosiva de la historia. Y éste es precisamente el propósito de Juan Longo, el músico del capítulo XII que pretende componer una música ajena a la sucesión temporal de los sonidos, de manera que éstos sean convocados simultáneamente en un momento único. Así se lo explica a su esposa el individuo que ha robado la urna con el cuerpo del marido:

"Su esposo está en el templo de la música, proclamando el triunfo de la sonoridad extratemporal. El pueblo ansioso de ver un gajo de roble tan venerable desfila ante su cuerpo ni exánime ni viviente, sólo vencedor del tiempo. La fluencia no tiene armas para destruirlo, mientras él fluye en el tiempo circular, cada instante es la eternidad y el propio instante" (XII, p. 581).

El cuerpo del músico no se halla exánime, es decir, no ha sufrido la separación del alma; pero tampoco se trata de un cuerpo viviente en el estado habitual, pues ahora se encuentra inmune a la fluencia y desgaste del tiempo. Su existencia actual se ha liberado de la sucesión cronológica y de la causalidad física para instalarse en la existencia propia de los seres del sueño, que no tienen ni antecedentes ni consecuentes. Se dice, en efecto, que el músico "existió no en el tiempo, sino en el sueño" (XII, p. 582). Y se agrega una explicación sobre esta existencia excepcional:

"Su movimiento, ya aceptado que fue puramente extratemporal, no tuvo ni antecedentes ni consecuentes, pues el sueño se le convirtió en una planicie sin acantilado comenzante ni árbol final. Su noble existencia va mucho más allá de la manera de encarar el tiempo de Plotino. Este diferenciaba eternidad como naturaleza y tiempo como devenir en el mundo visual, pero nuestro crítico alcanzó la eternidad sin devenir, pero en el mundo visual, pues ahí está en su urna de cristal frente a un inmenso procesional" (XII, p. 582).

Si en la filosofía neoplatónica la naturaleza en estado puro sólo se encuentra al margen del mundo terreno, en la esfera espiritual de la eternidad, donde el tiempo no fluye, el reto alcanzado por este personaje ha consistido en vencer el dominio del tiempo conservando su naturaleza física, corpórea, visual, terrena. Sin perder, por tanto, su consistencia física, el cuerpo de Juan Longo se ha liberado del devenir temporal que impera sobre el mundo físico. En definitiva, la eternidad se ha hecho presente en nuestro mundo terreno. El ahora del músico es un ahora sensible, visual, perceptible por los sentidos, pero también eterno, libre de las ligaduras de la fluencia temporal. Y esta inusitada posición ante el tiempo es lo que Lezama denomina ritmo hesicástico: la existencia de la materia fuera del tiempo, la intersección del mundo terreno con la eternidad, que es el fin de toda creación artística. Así comprobamos que mediante esta historia el narrador-autor ha querido ilustrar su concepción del ritmo hesicástico como una nueva vivencia y percepción del tiempo. Precisamente en la consecución del ritmo hesicástico es donde finaliza su iniciación como artista. Así se lo explica Oppiano Licario a Cemí, al recibir la visita de éste:

"Veo —le dijo Licario con cierta malicia que no pudo evitar—, que ha pasado del estilo sistáltico, o de las pasiones tumultuosas, al estilo hesicástico, o del tiempo. Licario golpeó de nuevo el triángulo con la varilla y dijo: Entonces, podemos ya empezar" (XIII, p. 606).

Y al final de la novela, después de contemplar el cadáver de Licario, Cemí recordará estas mismas palabras: "Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar" (XIV, p. 653) y aquí concluye la obra.

Aunque en esta breve explicación de Licario la diferencia de estos dos ritmos se basa en el aspecto psicológico y moral (el dominio de las pasiones frente al equilibrio anímico), es preciso reconocer que el ritmo sistáltico se identifica con las "pasiones tumultuosas" y con la intervención del tiempo, que con frecuencia domina sobre la voluntad del hombre. Si el ritmo hesicástico es el estado del equilibrio anímico, donde el alma ha conseguido sobreponerse al influjo de las pasiones, se hace necesario señalar que este equilibrio ha sido posible gracias a una nueva posición frente al tiempo, frente a la historia: el sujeto humano ha conseguido sustraerse a la sucesión cronológica de la historia para vivir en el equilibrio anímico de la eternidad, sin perder por ello su existencia terrena, corpórea, sensible. La nueva existencia de Cemí consiste en aprehender el mundo con una perspectiva de eternidad que le haga invulnerable a las determinaciones del tiempo, a los imperativos de las circunstancias. Triunfo del espíritu sobre la historia, consecución de la fijeza en medio del devenir temporal. He aquí el reto del artista, quien mediante la imagen poética podrá captar la naturaleza de las cosas en su fijeza, libres de las mutaciones impuestas por el tiempo. La imagen poética, como veremos, será la percepción de las cosas en estado puro, sin cambios accidentales. La imagen poética nos enseñará al ser corpóreo en un eterno presente, ajeno a la erosión del tiempo. Ha sido necesario todo el relato de su vida pasada para conducirnos a este punto, el acceso al ritmo hesicástico, clave de la genialidad artística y fin de toda la narración de Paradiso. A partir de ahora Cemí "podrá empezar" una nueva vida: la vida poética.

Pero sería incompleta nuestra lectura si consideráramos la obra como un mero camino de perfeccionamiento estético, ya que, junto a este fin, la novela nos ofrece todo un programa moral, basado en una sólida concepción de la virtud y en una posición heroica ante el destino. Cabe recordar aquí la observación que doña Augusta le expone a Florita, la esposa del organista, ambos protestantes: "Usted se fía demasiado de su voluntad y la voluntad es también misteriosa, cuando ya no vemos sus fines es cuando se hace para nosotros creadora y artística" (III, p. 156). Tales palabras del personaje, que pueden ser suscritas por el Lezama autor, apuntan hacía su caro concepto de hipertelia o finalidad última en el obrar. La perfección moral consistirá, por tanto, en no dirigir la voluntad hacía un fin inmediato y contingente, sino hacia el destino último de la vida, de manera que sea éste el que determine toda nuestra conducta. Sólo cuando la voluntad no se agota en la consecución de un bien parcial, limitado, sólo cuando la voluntad atiende a las voces de la vocación personal, del destino; sólo entonces alcanza su perfección moral, su finalidad trascendente, unitaria y eterna en medio de los azares de la historia. De modo idéntico, la poesía sólo cumple su fin cuando no persigue un objeto contingente, sino cuando aspira a representar las cosas en su fijeza, en su estado puro y eterno, como ya hemos apuntado. Por esta razón la voluntad hipertélica, la actuación trascendente, resulta fecundamente creadora y poética, aunque no se materialice en un texto concreto de poesía. De esta manera, siguiendo la más genuina tradición romántica, moral y poesía hallan su plena identificación: la moral es poesía, lo que equivale a decir que la conducta perfecta es la poética, la única que hace posible el advenimiento anticipado de la eternidad a este mundo terreno, temporal y contingente. Antes de morir, doña Augusta explica al joven Cemí la clave de su comportamiento:

"Hemos sido dictados, es decir, éramos necesarios para que el cumplimiento de una voz superior tocase orilla, se sintiese en terreno seguro. La rítmica interpretación de la voz superior, sin intervención de la voluntad casi, es decir, una voluntad que ya venía envuelta por un destino superior, nos hacía disfrutar de un impulso que era al mismo tiempo una aclaración" (XI, p. 547).

La perfección moral se realiza, pues, cuando la voluntad individual se adecúa al llamado inequívoco del destino, cuando renuncia a todos los fines particulares que no respondan a esa "voz superior" del destino, cuyos imperativos han de seguirse en cada acto de nuestro obrar. Sin duda alguna, tal destino lezamiano debe identificarse con el concepto cristiano de Providencia. Pero ello no implica una renuncia a la libertad personal y a la iniciativa humana: no se trata en modo alguno de una actitud pasivamente quietista. No en vano Rialta amonesta a su hijo para que escoja siempre la senda estrecha del sacrificio y del riesgo, lejos de una conducta acomodaticia y fácilmente vulnerable por las circunstancias: "No es que yo te aconseje —dice la madre-que evites el peligro, pues yo sé que un adolescente tiene que hacer muchas experiencias y no puede rechazar ciertos riesgos que en definitiva enriquecen su gravedad en la vida. Y sé también que esas experiencias hay que hacerlas como una totalidad y no en la dispersión de los puntos de un granero" (XI, p. 379). Del individuo se exige, por tanto, la adhesión de su voluntad libre a las llamadas del destino, un destino que con frecuencia conduce al hombre por senderos abruptos y arriesgados. Pero siempre ha de evitarse la "dispersión de los puntos de un granero": en cada uno de esos actos libres la voluntad humana ha de actuar hipertélicamente, mirando a su fin último, respondiendo a su vocación única y totalizadora.

El programa moral que Lezama nos presenta excluye toda inmersión del individuo en el anonimato de la masa. Con imágenes propias de la tragedia griega, Cemí y Fronesis están de acuerdo en que la perfección moral consiste en comportarse como individuo, como héroe trágico, y no como coro. El héroe trágico, según la reflexión de ambos personajes, es el que toma conciencia de su destino individual, de su vocación personal, y no delega sus responsabilidades en la conducta pasiva de la masa (cfr. XI, pp. 502-503). El héroe trágico es quien se enfrenta al fatum, al determinismo de las circunstancias, como Antígona, que fue castigada con la muerte por haber decidido enterrar a su hermano; como San Jorge, mártir cristiano, que se enfrenta y vence al dragón para salvar a una doncella, aunque sus días terminan en el martirio. El héroe es, en definitiva, el que se sobrepone a las amenazas de este mundo y asume el riesgo de la muerte. Pero Lezama distingue entre el fatum de la tragedia, el determinismo imperioso, azaroso y ciego de las circunstancias, y el destino de la Providencia cristiana. Antígona, de acuerdo con la cosmovisión pagana de la tragedia griega, se ve dominada por un fatalismo ciego y su fin es trágicamente funesto: impotente ante el fatum, su fin es la muerte. San Jorge muere mártir, pero ha actuado con el impulso de la gracia divina (cfr. XI, p. 503), y así puede entrar gloriosamente en la patria celestial. Frente al fatalismo ciego, la Providencia luminosa del cristianismo. San Jorge es el modelo de la conducta cristiana, la cual está en la base de la moral que Lezama nos propone: no elude el riesgo, la acción, la participación activa de su voluntad, a pesar de que sus actos se hallen dictados por un destino providencial y trascendente. El dilema entre destino y libertad es resuelto por Lezama acudiendo al concepto cristiano de Providencia, según el cual Dios gobierna el mundo, dicta sus leyes, asigna un destino peculiar a cada persona, una vocación, pero cuenta asimismo con la libre cooperación del hombre en el cumplimiento de ese designio. En la adecuación de la voluntad humana a la vocación trascendente, a las exigencias del destino, al dictado de la Providencia; en esa adecuación radica el mérito de la gloria, la victoria sobre las circunstancias de este mundo: en definitiva, la perfección moral. Máxima responsabilidad individual y, junto a esta, libre sometimiento a las órdenes de la "voz superior" con que Dios nos gobierna personalmente. Tal comportamiento moral constituye al mismo tiempo la fuente de la suprema sabiduría que nos es dado alcanzar en la tierra. Lezama se halla situado en esa esfera trascendente, que no prescinde de los avatares de la historia, pero que sabe contemplar el mundo en la fijeza de la intemporalidad, en su eterno presente. En el terreno moral, esta actitud es rica en consecuencias, como hemos sintetizado más arriba. En el terreno intelectual, la sabiduría también es el resultado de observar el mundo, las cosas, lo concreto, desde esa perspectiva superior y armónica que nos desvela su significación más profunda. Cuando Cemí pasea junto al mar, el narrador aprovecha para esbozar su concepto de sabiduría:

"Los pargos que oyen estupefactos las risotadas de los motores de las lanchas, los garzones desnudos que ascienden con una moneda en la boca, las reglanas casas de santería con la cornucopia de frutas para calmar a los dioses del trueno, la compenetración entre la fijeza estelar y las incesantes mutaciones de las profundidades marinas, contribuyen a formar una región dorada para un hombre que resiste todas las posibilidades del azar con una inmensa sabiduría placentera" (IX, p. 386).

Comprender los hilos secretos que rigen el azar: he aquí la clave de la sabiduría lezamiana. Para ello es necesario aprehender la fijeza, la armonía del mundo, que se muestra visiblemente en el panorama estelar y que se oculta de ordinario bajo los continuos cambios del mundo terreno. Sabio será, pues, el que sepa interpretar estas constantes mutaciones a la luz del destino unitario del universo. Sabio será el que perciba toda la luz que dimanan los hechos inmediatos y, al mismo tiempo, contemple la trama secreta que los une a su fin último y trascendente. Sabio es Fronesis, quien "sabe lo que le falta y lo busca con afán. Tiene una madurez —prosigue el narrador— que no esclaviza al crecimiento y una sabiduría que no prescinde del suceso inmediato, pero que tampoco le rinde una adulonería beata. Su sabiduría tiene una fortuna. Es un estudiante que sabe siempre la bola que le sale; pero claro, el azar actúa siempre sobre un continuo, donde la respuesta salta como una chispa. Comienza por estudiarse los cien interrogatorios de tal manera que no puede perder, pero la pregunta que trae en su pico el pájaro del azar, es precisamente la fruta que le gusta, que es mejor y que merece más la pena de bruñirla y repasarla" (X, p. 442).

Para el sabio no existe el azar, en sentido estricto, pues ante los imprevistos de la historia encuentra siempre una disposición adecuada, un entendimiento y una voluntad que le permiten dominar esos acontecimientos inmediatos en orden a su fin último como individuo y como hombre. Si la perfección moral consiste en obrar según el designio que una "voz superior" nos ha dictado, la sabiduría nos revela la relación entre los hechos singulares y nuestro destino último, al mismo tiempo que nos descubre la teleología de la historia del universo, la finalidad del mundo como un todo armónico. Pero la sabiduría suprema exige del hombre un conocimiento que rebase las leyes de la lógica racional y aprehenda la realidad mediante la fuerza reveladora de la imagen. Es la imagen la fuente que nos permite descubrir la fijeza del mundo, lo permanente en medio del fluir incesante del tiempo. Y es la poesía, el arte en general, la actividad por la que el hombre rescata la imagen de la destrucción del tiempo y la hace revivir en un eterno presente, donde la sucesión temporal ya nunca logrará asediarla. La imagen de los cuerpos, en virtud de la inspiración poética, resulta ser una "cantidad hechizada" donde el poeta advierte unas relaciones secretas con otros seres y otras ideas que la imagen le sugiere irracionalmente. El pensamiento racional, el mundo de los conceptos, de los juicios y de los raciocinios, se torna insuficiente para expresar los ideales absolutos, mientras que la imagen, capaz de evocar los niveles más distantes de la realidad, nos ofrece de golpe, en su solo chispazo de luz, las intuiciones más profundas sobre el universo y la condición humana. De ahí que el discurso de Paradiso se articule de ordinario a través de imágenes (por lo común símbolos, no metáforas), las cuales nos sugieren, por vía emocional y no racional, un haz de ideas inasibles para el intelecto. No es otra la razón de la oscuridad racional que presenta el lenguaje de la novela. El lector ha de renunciar al empleo de su lógica racional para abandonarse al torrente emocional suscitado por esa congregación de imágenes. Sólo un análisis posterior de esas emociones nos permitiría interpretar racionalmente lo que casi siempre se nos cuenta de modo imaginario. La imagen destella una claridad que nos permite percibir con certeza el mundo contemplado. Al Coronel, en su viaje a México, relatado en el capítulo II, le resulta imposible retener su propia imagen en el espejo, mientras se afeita: "Con la toalla, limpió la niebla del espejo, pero tampoco pudo detener la imagen en el juego reproductor. Avanzaba la toalla de derecha a izquierda, y aún no había llegado a sus bordes, volvía la niebla a cubrir el espejo. A través de ese primer terror, que había sentido en su primera mañana mexicana, aquella tierra parecía querer entreabrir para él su misterio y su conjuro" (II, p. 147).

La imposibilidad de detener la imagen provoca en el Coronel el temor de hallarse ante lo indescifrable, ya que la imagen se concibe como el único puente valedero para aprehender cabalmente la realidad. El anillo de bodas de José Eugenio Cemí y de Rialta es el objeto por el que los nuevos cónyuges comprenden la mutua donación de sus vidas, la unidad matrimonial, que aparece perfectamente simbolizada por ese círculo cerrado:

"José Eugenio Cemí y Rialta, atolondrados por la gravedad baritonal de los símbolos, después de haber cambiado los anillos, como si la vida de uno se abalanzase sobre la del otro a través de la eternidad del círculo, sintieron por la proliferación de los rostros de familiares y amigos, el rumor de la convergencia en la unidad de la imagen que se iniciaba" (VI, p. 253).

Pensar en imágenes es la facultad propia del genio. Y esta facultad se ha puesto de manifiesto en el lenguaje densamente imaginario de la novela. Al describir al maestro Oppiano Licario, el narrador apunta la clave de su genialidad, que consiste precisamente en dotar al pensamiento abstracto de un cúmulo de imágenes que le permitan visualizar los conceptos y los juicios:

"El ancestro había dotado a Licario desde su nacimiento de una poderosa res extensa, a la que se visualizaría de su niñez. La cogitanda había comenzado a irrumpir, a dividir o a hacer sutiles ejercicios de respiración suspensiva en la zona extensionable. En él muy pronto la extensión y la cogitanda se habían mezclado en equivalencias de una planicie surcada constantemente por trineos (...)" (XIV, p. 618).

En Licario las categorías abstractas del pensamiento lógico-racional (los conceptos, los juicios y los razonamientos) se hallan fundidas con el mundo de lo concreto, con el mundo perceptible por los sentidos: las imágenes. El discurrir del pensamiento se ve acelerado por la percepción inmediata de las imágenes; estas actúan sobre el sentimiento y provocan en el poeta una serie de asociaciones inconscientes que la razón por sí sola nunca hubiera podido realizar. Poco después de las líneas transcritas, el narrador nos explica el modo concreto por el que actúa el pensamiento imaginario:

"Partía de la cartesiana progresión matemática. La analogía de dos términos de la progresión desarrollaban una tercera progresión o marcha hasta abarcar el tercer punto de desconocimiento. En los dos primeros términos pervivía aún mucha nostalgia de la substancia extensible. Era el hallazgo del tercer punto desconocido, al tiempo de recobrar, el que visualizaba y extraía lentamente de la extensión la analogía de los dos primeros móviles" (XIV, p. 618).

Partiendo de dos términos racionales —pensemos, por ejemplo, en dos conceptos—, la imagen revela al sentimiento la analogía o relación que existe entre ambos, de modo que el pensamiento puede avanzar presuroso gracias a la potencia iluminadora de la imagen. Esta creencia en la analogía se remonta a una concepción del universo dominante en la poesía desde el primer romanticismo, según la cual el cosmos es un vasto lenguaje de correspondencias, que nos descubre semejanzas secretas entre seres aparentemente muy diversos. Mediante la imagen el poeta descubre unas relaciones entre los objetos del mundo que van más allá de las relaciones causa-efecto concebidas por la razón.

La imagen, por otra parte, es el único camino de que dispone el poeta para anular la sucesión cronológica y convocar los tiempos en un mismo instante: el pasado y el presente se fusionan al contemplar una imagen; ésta hace revivir el pasado ante nosotros, de manera que la memoria más eficaz es la que se sustenta en el soporte imperecedero de las imágenes. Gracias al hechizo de las imágenes, Cemí puede hacer presente la persona de su padre. Por ejemplo, en el mencionado juego de yaquis la presencia del padre se hace posible gracias al círculo que forman las crucetas metálicas durante el juego: aquí la imagen reveía toda su potencialidad de enlazar el presente con la eternidad en que el padre habita. La imagen posee esa virtud de congelar la fluencia temporal para permitirnos contemplar todo el universo —el pasado y el presente— en un solo golpe de vista.

Un nuevo ejemplo nos permitirá captar ese poder eternizador de las imágenes: cuando Cemí, en una estantería de su casa, agrupa algunos objetos (un ángel, una bacante, una copa y un ventilador), descubre que con ellos se confunden en el presente cuatro momentos distintos de la historia, de modo que la contemplación de esta composición improvisada nos libera de las fronteras del tiempo y nos instala en un ahora donde se fusionan distintos momentos del pasado. Si consiguiéramos convocar en un solo golpe de vista todas las imágenes del pasado, la fluencia del tiempo quedaría congelada por completo:

"La esencia del tiempo, que es lo inasible, por su propio movimiento, que expresa toda distancia, logra reconstruir esas ciudades tibetanas, que gozan de todos los mirajes, la gama de cuarzo de la vía contemplativa, pero en las que no logramos penetrar, pues no le ha sido otorgado al hombre un tiempo en el que todos los animales comiencen a hablarle, todo lo exterior a producir una irradiación que lo reduzca a un ente diamante. El hombre sabe que no puede penetrar en esas ciudades, pero hay en él la inquietante fascinación de esas imágenes, que son la única realidad que viene hacia nosotros, que nos muerde, sanguijuela que muerde sin boca, que por una manera completiva que soporta la imagen, como gran parte de la pintura egipcia, nos hiere precisamente con aquello de que carece" (XI, p. 533).

El hombre de esta tierra, ni siquiera mediante la poesía, puede penetrar en esa eternidad absoluta, en esas "ciudades tibetanas" desde las que puede contemplar todos los tiempos fundidos en un solo presente. No obstante, la imagen poética puede fusionar en el ahora algunos momentos del pasado, que de otro modo serían para nosotros casi imperceptibles. si, como apuntábamos más arriba, el reto de Cemí y el del propio Lezama no es otro que el de congelar la fluencia temporal aquí, en la tierra, para conseguir enlazar el presente con lo eterno, ahora comprobamos que el único camino de que disponemos para esta empresa es el de la imagen hechizada, el de la imagen reveladora de la fijeza del mundo en medio del incesante devenir temporal. El "paradiso" en la tierra consiste precisamente en la consecución del ritmo hesicástico, que nos capacita para aprehender el mundo no en la forma dispersa de la sucesión temporal, sino en la forma armónica que resulta de la congelación del tiempo. Ahora bien, la imagen hechizada no se muestra a los ojos del poeta mediante la mirada ordinaria. El poeta, gracias a la fuerza iluminadora del súbito o de la inspiración, cuenta con un instrumento capaz de convocar ante su mirada una serie de imágenes reveladoras de la fijeza del mundo; nos referimos, claro está, a la palabra. Por medio de la palabra inspirada el poeta convoca a las imágenes y las hace presentes en el poema; sólo a través de la palabra, la imagen se desliga de su ámbito natural, de sus causas y efectos, para introducirse en una nueva red de relaciones con otros objetos, con los objetos que entretejen el poema. La palabra, por tanto, es vehículo hacia la imagen. La palabra nombra objetos, y estos objetos, al ser nombrados, adquieren una nueva presencia, un nuevo modo de estar, que es el modo en que aparecen en el poema. Para ello, para que la palabra convoque nuevas presencias, no puede ser empleada en el sentido lógico ordinario, sino en el sentido creativo dictado por la inspiración. La creación poética exige desligar a las palabras del uso mecánico, utilitario, con que se las emplea habitualmente, para insertarías en un nuevo tipo de discurso que les haga lucir todas sus posibilidades significativas. El narrador-poeta observa con admiración el uso creativo de Cemí, Fronesis y Foción sobre la palabra, frente al uso ordinario y anodino con que la emplean sus profesores y compañeros de Universidad:

"Cuando el resto de los estudiantes se mostraba desdeñoso y burlón y la mayoría de los profesores no podía vencer sus afasias y sus letargirias, Fronesis, Cemí y Foción escandalizaban trayendo los dioses nuevos, la palabra, sin cascar, en su puro amarillo yeminal, y las combinatorias y las proporciones que podían trazar nuevos juegos y nuevas ironías. Sabían que el conformismo en la expresión y en las ideas tomaba en el mundo contemporáneo innumerables variantes y disfraces, pues exigía del intelectual la servidumbre, el mecanismo de un absoluto causal, para que abandonase su posición verdaderamente heroica de ser, como en las grandes épocas, creador de valores, de formas, el saludador de lo viviente creador y acusador de lo amortajado en bloques de hielo, que todavía osa fluir en el río de lo temporal" (XI, p. 499).

De esta manera, la palabra rompe la causalidad natural de los objetos e inaugura una causalidad nueva, unas relaciones distintas que se contraen nada más ser convocados por la palabra del poema. La palabra conjura a los objetos y los despierta de la modorra de su comportamiento natural para hacerlos actuar de un modo inusitado y sorprendente: el modo de estar y de obrar propio del poema. La frondosidad verbal de la novela responde a esa necesidad de hechizar la realidad para extraerle a sus seres una potencialidad significativa que nunca habíamos sospechado. El torrente verbal que circula por la obra se explica porque la palabra no sólo significa, no es mero signo, sino que crea y convoca imágenes sumamente reveladoras del mundo espiritual de los personajes, del mundo espiritual del poeta. Como muestra consumada de este uso mágico y creativo de la palabra, conviene reproducir al menos un fragmento de la extensa carta que escribe Alberto Olaya a su tío Demetrio, una carta que habla de los peces, pero no de los peces en su comportamiento físico habitual, sino en cuanto portadores de un significado profundo sobre el universo y el alma humana. Los peces son secuestrados de su mundo ordinario y entablan unas relaciones nuevas con los seres del universo. Los peces son símbolo de los deseos y las ansiedades del hombre:

"El teleosteo, reino del hueso, con su caballito de mar, trueca los bronquios en branquias, y lleva el aquejado de athma (en sánscrito, ahogo), a que le penetre una cascada por la boca y sale después furiosa por los costados. Pero al final, las lágrimas de oro aparecen en la cámara mortuoria, donde el Chucho, muestra su morado con eclipses azules y su cola erotigante como la de un gato" (VII, pp. 309-310).

La palabra ha quedado encantada por la fuerza inconsciente de la inspiración y fluye libre de ataduras racionales, arrastrando a su paso los distintos seres del universo para introducirlos en un mundo nuevo de relaciones y de causalidades, según unos procedimientos muy cercanos a los del surrealismo. No obstante, este mundo nuevo se halla en íntima conexión con nuestro mundo, porque la poesía, aunque por vía simbólica, siempre habla de nuestro mundo, de los misterios con que nuestro mundo nos interroga. Este pez teleosteo, por ejemplo, nos habla de las relaciones del hombre con el mundo exterior, de la finitud de nuestro ser terreno, de la erosión del tiempo y de la muerte. Cuando concluye la carta, Cemí se ve poseído por un gozo extraordinario: el gozo del propio Lezama por la palabra creadora y por los mundos secretos que nos hace descubrir:

"Mientras oía la sucesión de los nombres de las tribus submarinas, en sus recuerdos se iban levantando no tan sólo la clase de preparatoria, cuando estudiaba a los peces, sino las palabras que iban surgiendo arrancadas de su tierra propia, con su agrupamiento artificial y su movimiento pleno de alegría al penetrar en sus canales oscuros, secretos e inefables (...). En la carta esos extraídos peces verbales se retorcían también, pero era un retorcimiento de alegría jubilar, al formar un nuevo coro, un ejército de oceánidas cantando al perderse entre las brumas" (VII, p. 313).

Las palabras han sido "arrancadas de su tierra propia", desviadas de su curso habitual, para indagar con ellas esos "canales oscuros, secretos e inefables" del mundo y de la condición humana; para ser portadoras de una significación más penetrante y profunda que la que nos ofrece su uso habitual. Las imágenes, los peces, al ser convocados por la magia de esta palabra creadora, son "extraídos" de su marco natural para integrarse en un "nuevo coro", en otro mundo de nuevas relaciones: un mundo poético, libre de la causalidad y la fluencia del tiempo, pero al servicio de nuestro mundo, en cuanto que es medio para explorar los misterios del universo y del hombre. No puede hablarse, por tanto, de poesía versus realidad, porque a Lezama sólo le preocupan y le emocionan los asuntos de nuestra realidad, la única realidad posible.

Al leer Paradiso es probable que con frecuencia no lleguemos a entender racionalmente este lenguaje que avanza espoleado por la fuerza de la irracionalidad. Lo que hemos intentado en estas líneas ha sido organizar las claves de su compacta masa de pensamiento: la armonía y la interdependencia de las criaturas del cosmos, tanto el físico como el espiritual; el combate moral con que el hombre ha de ejercitarse para alcanzar su condición heroica, que en grado pleno sólo es asequible al poeta, pues su palabra y su imagen lo capacitan para detener la fluencia del tiempo y contemplar la fijeza del mundo en medio de los cambios incesantes de la historia. A pesar de la oscuridad racional de ese supuesto barroquismo, es innegable que la novela nos da unas claves suficientes para entender la hondura con que se abordan estas cuestiones humanas, y alejarnos así de una errónea interpretación esteticista o culturalista de la obra.

VALORACIÓN DOCTRINAL

Debe tenerse en cuenta que esta novela, por razones obvias (especialmente el hermetismo verbal, dada la fuerte irracionalidad de su lenguaje poético), sólo podrá satisfacer a un público acostumbrado a la lectura de poesía contemporánea, que también debe poseer una sólida formación filosófica o, al menos, una especial intuición para captar las cuestiones filosóficas que aquí se plantean.

Por lo demás, desde el punto de vista doctrinal, la novela no ofrece grandes inconvenientes. No obstante, el modo de trazar su visión armónica del mundo, donde todos los seres actúan con una estrecha interdependencia, a veces puede sugerirnos un confuso panteísmo, una esencia divina inmanente al mundo, ya que se exalta de continuo la plenitud de vida de la naturaleza, mientras que la trascendencia de Dios no aparece ni aludida ni mucho menos constatada explícitamente en la obra.

Los mayores inconvenientes estriban, claro está, en la frecuencia con que surgen en la obra las escenas de un erotismo carnal descrito en todas sus concreciones, unas veces para vituperarlo y otras para exaltarlo. Ya hemos precisado que el sexo en la obra se halla dotado de una significación muy profunda, que responde a esa visión armónica del mundo y a la necesidad de comunicación entre los hombres. El sexo con frecuencia es símbolo de las distintas conductas que el hombre puede adoptar ante la vida. Para ello se recurre también a las relaciones homosexuales. Con todo, la inmediatez sensual de las escenas no deja de afectar la sensibilidad del lector.

 

                                                                                                             C.M.A. (1994)

 

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[1] En adelante citaremos el texto de la novela consignando en romano el número del capítulo y, a continuación, el número de la página.