LOPEZ AZPITARTE, Eduardo

Fundamentación de la ética cristiana

Ediciones Paulinas, Madrid 1991, 460 pp.

 

1. RESUMEN DEL CONTENIDO

En esta primera parte se hará un resumen del contenido utilizando en gran medida frases del propio autor con el fin de ser lo más fiel posible a su pensamiento.

Capítulo 1. La crisis actual de la moral

Antes de abordar el tema de la fundamentación de la moral, el autor trata de “partir de una constatación objetiva y realista: la crisis existente en torno a la moral, y las denuncias que, desde otros puntos de vista (marxismo, psicoanálisis, existencialismo...), han surgido contra el planteamiento mismo del problema ético o contra determinadas formas de vivirlo” (p. 7), para tomar la parte de verdad que hay en ellas.

Capítulo 2. La urgencia y sentido de una moral

El autor trata de demostrar que a pesar de todas las dificultades, la moral se impone como una exigencia de nuestras propias estructuras antropológicas, que el ser humano está obligado a ser ético por su misma naturaleza, a la que tiene que imprimir inevitablemente una orientación en función del sentido que quiera darle a su existencia. Nacemos sin estar hechos, y la moral no es sino el estilo de vida que cada uno elige en coherencia con su propio proyecto. La revelación tendría aquí una palabra iluminadora que nos explicita cuál es el destino al que Dios nos invita.

La conclusión es que “tanto desde una perspectiva humana como religiosa, el ser humano se encuentra abocado a tener un proyecto que oriente y determine su vida en concreto. El desajuste inicial de la persona constituye el punto de partida común para ambas visiones. La reflexión filosófica nos lleva desde nuestra precariedad y desarmonía primaria a la realización del ser personal, mientras que la fe nos invita a recibir el don de la gracia para vivir también como hijos de Dios” (p. 62).

Aunque la aceptación de este presupuesto básico aparece como algo razonable, “su fundamentación -afirma López Azpitarte- no puede ser apodíctica ni alcanzar una certeza matemática. Es decir, que el porqué último para realizarse como persona o como hijo de Dios no puede deducirse de ninguna metafísica o antropología determinada, ni siquiera de la misma revelación. Aunque el recurso era muy frecuente en épocas anteriores y -todavía en la nuestra-, el paso del ser al deber implica un salto que va más allá de la pura lógica. La experiencia óntica y la experiencia ética son categorías independientes como la luz y el sonido. Aunque descubramos lo que somos y cuál es el proyecto y destino por el que optamos, siempre quedará abierta la última pregunta: ¿Por qué tengo que buscar mi realización? ¿Por qué tengo que someterme a Dios? En definitiva, ¿por qué tengo que realizar el bien?” (pp. 62-63).

De todas formas es un hecho que la generalidad de los hombres está de acuerdo en la validez de este proyecto último. “Se trataría de una racionalidad valorativa, que nace en el corazón del grupo humano y que se experimenta como válida y urgente en la sociedad” (p. 63).

“Supuesta la racionabilidad de esta postura, la revelación constituye también una ayuda formidable para esta justificación metaética” (64). “La justificación metaética para el creyente tiene una solidez y garantía superiores a la de cualquier reflexión filosófica, aunque no tenga validez para los que no admiten la realidad de esta trascendencia” (p. 64).

“Por lo dicho hasta ahora se comprende que todos los textos clásicos de moral comenzaran siempre por el tratado De fine ultimo, como meta de la suprema aspiración del hombre. La felicidad aparecía, de acuerdo con la tradición aristotélica, como el ansia más honda que se busca por todos los rincones de la tierra. Ahora bien, como la fe nos enseña que sólo Dios puede llenar semejantes aspiraciones, la conclusión aparecía lógica y evidente. El fin último consiste en la salvación sobrenatural que él nos ofrece. El hombre ha sido creado para alabar y servir a Dios, y de esta forma obtener el premio de la felicidad eterna” (p. 65). Esto es verdad, afirma el autor, pero a continuación analiza los riesgos y dificultades de esa formulación.

-“La felicidad eterna y sobrenatural, como destino de la persona, ha fomentado, precisamente por su dimensión trascendente y escatológica, un desprecio del mundo, que se ha convertido muchas veces en una verdadera alienación religiosa” (p. 66).

-Esta presentación escatológica levanta ciertas sospechas, como si fomentara una huida de la realidad. Al mismo tiempo habría que reconocerle un carácter demasiado individualista y egocéntrico. Aunque no sería justo acusar a la tradición de haber enseñado estas desviaciones.

En conclusión, “es razonable formular este proyecto con otro lenguaje que evite el peligro que de hecho se ha dado en la presentación tradicional. El siguiente capítulo sobre la metodología señalará el camino que vamos a seguir” (p. 67).

Capítulo 3. Metodología previa para la elaboración de la moral

Si la moral brota tanto de la naturaleza del hombre como de la palabra revelada, hay que plantearse previamente cuál es la metodología a seguir en la elaboración de los contenidos éticos: si partimos de la razón o nos apoyamos en la fe, si hacemos una ética secular o una moral religiosa.

La ética secular quiere presentar una ética al margen de la fe y sin apoyo en ninguna realidad trascendente.

En el extremo opuesto estaría la moral religiosa, una moral que defiende una justificación exclusivamente religiosa, negando cualquier intento de explicación racional. Esta moral se identifica con la ética protestante.

La moral católica sería un camino intermedio y complementario entre los dos extremos, en el que “la fe y la razón se armonizan, sin que ninguna pierda su valor y utilidad” (p. 83).

Ahora bien, dentro de la moral católica, el énfasis en uno de los dos términos (fe o razón) ha dado lugar a la discusión entre los que se inclinan hacia una ética más autónoma y los que se inclinan hacia una moral de fe.

Los que se inclinan por una ética más autónoma son los que “no creen que la moral cristiana tenga que distinguirse de otras por una serie de contenidos éticos, reservados exclusivamente a una razón iluminada por la fe, como si la persona estuviese incapacitada, sin esta ayuda sobrenatural, para el conocimiento de ciertos valores” (p. 84).

En cambio, para los representantes de la moral de la fe, “la ética requiere ineludiblemente la iluminación de la fe, si quiere orientar con eficacia la vida de los hombres. Y en este sentido parece absurdo o, por lo menos incongruente hablar de autonomía. O se acepta la  dependencia de Dios o caemos en una moral sin fundamento. Entre la heteronomía o anomía no queda ningún espacio intermedio” (p. 88).

El autor critica esta postura por su desconfianza en la razón, y afirma que el tono en que se mueven sus consideraciones se acerca más en este punto a una visión protestante que a los planteamientos tradicionales del catolicismo. Este planteamiento implicaría también una cierta tendencia a deslizarse hacia el fideísmo. Para la moral de la fe, fuera de la docilidad a la palabra de Dios no existiría ninguna justificación convincente. La fe sería el único punto de apoyo válido.

No es fácil, dice López Azpitarte, una concordia entre ambas posturas, aunque algunos (entre ellos cita a Tremblay y Rodríguez Luño) lo han intentado.

Después de caracterizar ambas posturas, el autor afirma lo siguiente:

“Tengo la impresión de que, en ocasiones, se admite lo mismo, aunque se utilice un lenguaje distinto más acomodado al propio pensamiento. Sin embargo, existe un problema de fondo que me parece importante: se trata de optar por aquella metodología que resulte mejor para hacer presentes los valores de una ética cristiana, a la que no podemos renunciar como creyentes, pero en una sociedad moderna, secularizada y con la conciencia de haber obtenido hace tiempo su mayoría de edad” (p. 91).

Capitulo 4. La génesis de la moral: autonomía y autenticidad del comportamiento

“La primera condición básica y previa -afirma López Azpitarte- para que una conducta se adjetive como humana y religiosa es que supere el carácter autoritario y heterónomo que tiene el comportamiento infantil, hasta alcanzar una autonomía adulta que conozca las razones de su actuación” (p. 8). La autoridad no puede ser el único argumento para la aceptación de unos valores. En caso contrario la moral perdería su vigencia en un mundo como el nuestro.

Con la ayuda de una psicología de corte freudiano, el autor trata de descubrir el mundo de motivaciones interesadas e inconscientes que a veces se ocultan en nuestro interior. Llega así a la conclusión de que el desarrollo moral de las personas está fundado en un cierto egoísmo: búsqueda de acogida, de seguridad, etc. Se trata de una etapa en el crecimiento personal que debe ser superada. Pero, lamentablemente, para muchos cristianos su buen comportamiento, cuya racionalidad y significado ignoran casi por completo, es el precio que pagan para no experimentar un rechazo eterno y definitivo. De esta forma, la ética se vive en un clima de sumisión, miedo y remordimiento, incompatible con una relación amorosa y filial.

La conclusión sería que “si queremos vivir de una manera adulta, no basta la simple obediencia a la ley, el sometimiento a lo mandado por la autoridad, sin saber dar una explicación motivada de nuestra conducta” (p. 104). Hay que dar un paso posterior para llegar a la plenitud y meta del proceso evolutivo moral. Ese paso es el que nos lleva a la autonomía moral (cuyas implicaciones todavía no ha explicado el autor).

A continuación, López Azpitarte critica el voluntarismo nominalista, como una de las causas principales de la conducta moral inmadura.

Capitulo 5. Fundamentación antropológica de los valores éticos

A partir de los presupuestos anteriores, el autor tratará ahora de descubrir el significado y la importancia de los valores éticos, como cauces que orientan e iluminan la libertad hacia la meta propuesta con anterioridad: realizarnos como personas y, si somos creyentes, responder a nuestra vocación de hijos de Dios. La teoría clásica de la ley natural conserva, para el autor, un significado actual en esta perspectiva.

A pesar de las divergencias entre las diversas concepciones éticas “sigue existiendo un elemento común que las unifica en el nivel más profundo e importante: la tensión entre lo que la persona es y lo que debe ser. En cualquier hipótesis, hay un proyecto que hacer, una llamada que descubrir o un itinerario que inventar, para responder a una invitación presente en el corazón humano: que seamos y que vivamos como personas” (p. 124).

Es necesaria, por tanto, la búsqueda de unas reglas de conducta que orienten al hombre hacia su objetivo. Esas reglas de conducta son las leyes, aunque el autor, teniendo en cuenta la sensibilidad actual, prefiere hablar de valores éticos. Por eso, a partir de aquí adopta una perspectiva más próxima a la filosofía de los valores.

En los valores se descubren fácilmente diversos niveles de exigencias que dan lugar a una jerarquía.

Por otra parte, descubrimos también que tenemos experiencia de la obligación. No sólo captamos el conocimiento del valor, es decir, qué es bueno y qué es malo, sino que además nos sentimos inclinados a ejecutarlo cuando, entre las diversas posibilidades que se nos ofrecen, nuestra inteligencia sabe y nuestra voluntad queda seducida para actuar de esta forma concreta (cfr. p. 128).

La moral viene a ser, por tanto, el cauce que orienta el ejercicio de la libertad, la luz que ilumina el camino para que lleguemos a conseguir precisamente lo que queremos: modelar lo que somos instintivamente, como ofrecimiento primario de la naturaleza para construir la imagen de persona que se ha proyectado (cfr. p. 129).

El imperativo moral “interesa” de veras a lo más íntimo de la persona, brota de las entrañas mismas de su ser, por eso no es una coacción psicológica, una alienación. De ahí que la autonomía personal no se degrada por la obediencia dócil a las insinuaciones de la ética. “Todo lo contrario; ella es la que nos marca la senda que conduce hacia la meta deseada, hacia el bien que se anhela con una exigencia incontenible” (pp. 129-130). Porque, en el fondo, “lo ‘mandado’ por la moral es lo que, en último término, el individuo añora desde lo más íntimo de su ser” (p. 130).

Sin embargo, en la realidad, la moral no aparece como algo tan atractivo, y sentimos su matiz coactivo y doloroso. ¿A qué es debido esto? “Semejante experiencia (...), no es fruto de la misma obligación, sino del estado militante y peregrino de la condición humana” (p. 130).

López Azpitarte afirma que esta orientación “secularizada y autónoma”, en la que ha insistido hasta ahora, “ha sido, aunque pudiera extrañar a primera vista, un carácter permanente de la tradición más genuinamente católica. La importancia otorgada a la ley natural es una prueba evidente de esta afirmación” (p. 137). En efecto, la intuición fundamental siempre latente en el concepto de ley natural es éste: “las normas de conducta se hallan insertas en la misma interioridad del ser humano” (p. 137). Por otra parte, “la universalidad que se le otorgaba como fuerza orientadora para todos los hombres y tiempos reflejaba la idea de una moral secular, donde la fe no venía a privatizar su validez al ámbito de los creyentes” (p. 137).

La Escritura confirma la existencia de la ley natural entendida de una manera generalizada, es decir como el conjunto de normas éticas que pueden ser conocidas por el hombre con anterioridad e independientemente de la palabra de Dios (cfr. p. 139). Pero cuando se desea reflexionar sobre los criterios que especifican al contenido de la ley natural, penetramos ya en una elaboración filosófica que presupone una epistemología y una metafísica. De aquí el pluralismo de opiniones a lo largo de la historia.

Después de echar una mirada a algunas de las orientaciones más importantes, el autor afirma que defiende la concepción de la ley natural que mantiene Sto. Tomás, pero piensa que tal vez hay que cambiar el lenguaje y que hoy en día es preferible hablar de derechos fundamentales del hombre.

De todas formas, “la dificultad mayor se centra en la posterior explicitación de sus contenidos: cuáles son, en concreto, las exigencias que dimanan de esa ley natural o de esos valores fundamentales. El conocimiento de ellas y los caminos para su descubrimiento será el objeto del próximo capítulo” (p. 150).

Capitulo 6. La ética normativa: el descubrimiento de los valores concretos

La gran tarea de la reflexión moral tiene que centrarse en el descubrimiento de los valores concretos.

La ética normativa debe presentarnos el conjunto de aquellos valores que, en teoría y en abstracto, parecen los más justos y adecuados para auto-realizarnos como personas y como hijos de Dios. Es el problema gnoseológico para captar la rectitud de una acción. Para conseguir este fin es necesario -según el autor- el diálogo con las ciencias, que nos ayuda a saber de verdad lo que nos conviene. Este conocimiento progresivo y realizado a partir de una cultura le da a la moral un carácter histórico y evolutivo, que, sin embargo, no supone caer en un relativismo extremista e inaceptable.

A continuación, el autor estudia el papel de la cultura en el desarrollo de la ética. Su conclusión es que “es imposible defender, fuera de los criterios más intuitivos y universales, un contenido ético válido y vigente para todas las épocas y pueblos. Incluso dentro de un mismo ámbito cultural como el de Occidente y el de la misma Iglesia, se dan cambios que repercuten en la formulación de la ética concreta” (p. 168).

Las valoraciones éticas están condicionadas por el ámbito cultural. “Es lógico, por tanto, que aquí también [en nuestro ámbito cultural], a medida que evoluciona la cultura, haya que plantearse la matización de los valores que se habían formulado en otro contexto diverso” (p. 170).

De todas formas, el autor advierte que el bien no pierde su carácter universal y obligatorio porque la mayoría de las personas no quieran vivirlo. No podemos caer en un relativismo positivista, en virtud del cual nunca podrá condenarse ningún tipo de conducta que haya podido existir. Pero, aunque la sociología no tenga fuerza normativa, ayuda a revelar la existencia de otras convicciones y motivos más ocultos, que explican los cambios de conducta efectuados o los que pudieran realizarse en un futuro cercano.

Por tanto, “la ética normativa, como conjunto de valores, está en un proceso permanente de gestación; no en el sentido de un cambio constante (...), sino como actitud de búsqueda permanente para responder a cada situación, de la manera más humana y evangélica, a los problemas que se van presentando” (p. 174).

Hay que conservar el equilibrio entre una doble tentación: la de mantenerse inmóvil y anclado en la tradición, o la de sentirse de inmediato atraído por la novedad de lo inédito.

La ética normativa nos enseña las normas objetivas. Pero eso sólo no basta para la bondad o malicia de un acto. Se requiere una reflexión posterior realizada por el mismo individuo, para aplicarla en cada caso y situación personal. Cómo descubrir este valor ya personalizado, el único que nos hace buenos o malos, será el objeto del próximo capítulo.

Capítulo 7. La valoración de la ética personal

Los valores normativos hay que aplicarlos a las circunstancias concretas para ver si en esta situación determinada es necesario cumplirlos o requieren alguna pequeña acomodación. Según López Azpitarte, la bondad o malicia de una acción radica precisamente en este juicio de la ética personal.

La norma no siempre es fácil de aplicar a los casos concretos. Por ejemplo, el respeto a la vida ajena o la veracidad son valores positivos y necesarios. Sin embargo, a pesar del carácter absoluto que parecen revestir tales formulaciones, nos encontramos con algunas circunstancias concretas en las que no decir la verdad o incluso el matar a otro se considera también como una obligación (en caso de legítima defensa, de una guerra justa, de una condena a muerte impuesta por la autoridad, etc.).

Por tanto, la ética normativa tiene que convertirse en una ética personal. Mientras no se realice esta última determinación, el juicio valorativo de una conducta, por la que una persona se hace buena o mala al ejecutarla, debe quedar en suspenso.

Por eso muchos autores insisten en la necesidad de distinguir claramente entre una norma abstracta e inadecuada y una norma concreta y aplicada a la situación. La primera (ética normativa), estaría formada por la ciencia moral. La segunda (ética personal) nace de la reflexión del sujeto que, sin olvidar los datos y orientaciones de la anterior, los confronta con la propia realidad para discernir si algún nuevo elemento debiera matizar su respuesta (cfr. p. 189). Entre ambas no existe ninguna antítesis o contraposición, pues la ética personal necesita un punto de referencia en las normas más universales para confrontar con ellas la propia situación.

¿Cómo fundamentar las normas de esta ética personal? A esta cuestión responden dos tipos de argumentación: la deontológica y la teleológica.

El planteamiento deontológico lleva, según el autor, por una lógica coherente, a la aceptación de algunas acciones que se denominan intrínsecamente ilícitas. Pero muchas de las obligaciones que aparecen como más absolutas quedan después reducidas en su aplicación práctica, por medio de determinados recursos: distinción entre cooperación material y formal; epiqueia; ley de la gradualidad; restricción mental. A continuación estudia más detenidamente el principio de doble efecto, que, en su formulación clásica, contenía esta misma finalidad reductora.

El siguiente párrafo es muy elocuente para ver la falta de comprensión por parte del autor del planteamiento que está criticando: “Durante mucho tiempo la Iglesia no aceptó el aborto estrictamente terapéutico, cuando es la única alternativa para salvar, al menos, la vida de la madre. Hoy son muchos los que admiten su licitud, pero los deontólogos que lo permiten tienen que adjetivarlo como un aborto indirecto para no ir contra la lógica de sus principios” (p. 197).

El planteamiento teleológico, trata de deducir el valor ético de una acción concreta reflexionando no sólo sobre su naturaleza, sino teniendo en cuenta también las buenas o malas consecuencias que pudieran producirse, pues afirma que mantener lo absoluto de una norma cuando con su cumplimiento se destruyen otros valores mucho más importantes, constituye como una idolatría del deber que no es aceptable. Por eso, para la moralidad de una conducta tiene en cuenta las orientaciones de la ética normativa como criterios básicos y primarios; pero no margina las circunstancias concretas en las que ella se realiza, no vaya a ser que sus efectos negativos resulten peores que el valor que se pretende con su cumplimiento. Si la eticidad de una conducta depende también de sus consecuencias, el juicio moral no será definitivo ni completo hasta no considerar al mismo tiempo todas las circunstancias que la rodean (cfr. pp. 197-198).

Aquí “se defiende que una norma no se hace absoluta a no ser que sus posibles efectos negativos queden superados por la importancia y preferencia del valor que proclaman” (p. 198).

“Puesto que con anterioridad a la situación no es posible conocer las consecuencias, la norma que manda o prohibe es sólo un bien o un mal premoral, pues su valoración ética sólo se complementará al tener en cuenta todos los elementos de la acción” (p. 198).

“Sólo cuando no se cumple con el valor ideal, sin ninguna razón proporcionalmente grave, el mal físico o premoral se convertirá también en ético” (p. 199).

“El único problema de esta nueva formulación reside justamente en descubrir cuál es el valor superior que hemos de buscar por encima de todo. O, dicho de otra manera, se trata de ver si existe una razón justa y proporcionada que permita y compense la realidad de determinados efectos negativos que no son los que se intentan y los que se quieren” (p. 200).

Las dos dificultades mayores que se atribuye al planteamiento teleológico radican en el peligro de caer en una ética utilitarista que se haga al mismo tiempo demasiado subjetiva. Pero López Azpitarte piensa que es posible evitar esos riesgos.

En conclusión, “el ser humano en su actuación moral no debe aplicar sólo una norma que es incompleta en su generalidad para todas las ocasiones; pero tampoco debe fijarse exclusivamente en una determinada situación, según su criterio individual, que le llevaría a un subjetivismo exagerado, sino hacer una síntesis de ambos elementos para formarse un juicio definitivo lo más objetivo y personal posible” (p. 205).

“Cuando la persona opta así en función del valor preferente, su decisión es plenamente objetiva, aunque a lo mejor no sea siempre la misma si las circunstancias variasen su planteamiento anterior” (p. 205).

Es interesante lo que afirma en nota a pie de página: “Al hablar sobre el tema del pecado en la Reconciliación y penitencia, afirmé hace algún tiempo: ‘Cualquiera que conozca los escritos de Juan Pablo II sabe que su argumentación se mueve en una línea deontológica, e incluso sería posible que, personalmente, no estuviera de acuerdo con el conflicto de valores. Sin embargo, no he encontrado ninguna condena explícita de esta teoría, utilizada hoy de forma mayoritaria por los moralistas y por las mismas conferencias episcopales en la aplicación pastoral de la Humanae vitae. Si hubiera querido condenarlas, en lugar de estas afirmaciones generales -y que se prestan a la hermenéutica diferente-, me imagino que, con la libertad y franqueza que le caracterizan, habría ya dicho sin ambages que tales ideas resultan inaceptables en la Iglesia. Y esto es lo que, hasta el momento, no se ha atrevido a decir, probablemente porque conoce muy bien que son defendidas por muchos y buenos autores’ (E. López Azpitarte, El tema del pecado en la “Reconciliación y penitencia” de Juan Pablo II, en “Proyección” 33 [1986] 55-67; la cita en la p. 67).

(En la fecha en que López Azpitarte escribe lo anterior no había sido publicada todavía la Enc. Veritatis Splendor).

Capitulo 8. La creatividad de la conciencia

En el juicio personal del valor, ¿cuál es el papel y la función de la conciencia?

El autor quiere distanciarse tanto del legalismo exagerado como del situacionismo extremo, elaborando una síntesis armónica entre ambos.

Su postura viene determinada por lo que dice en el capítulo anterior: “la bondad de una acción no se descubre sólo en su formulación abstracta, por muy objetiva y verdadera que sea, sino en el imperativo concreto y pormenorizado de cada situación, donde entran además otros valores que exigen también ser reconocidos y aceptados. Y cuando diferentes valores entran en conflicto, cuando las consecuencias trágicas impiden el cumplimiento de una obligación, no existe ninguna otra ley más particularizada que imponga con su fuerza una de las posibles opciones a tomar. Aquí sólo la conciencia debe y puede discernir lo que parece mejor. Si la moralidad radica en este último juicio, tenemos que aceptar que, en cierto sentido, ella es la creadora y artífice del valor ético de esta determinada acción. Su punto de vista no es tanto el cumplimiento de la norma que tiene delante cuanto la búsqueda de las mejores posibilidades entre las muchas tal vez existentes” (p. 232).

“Cuando no se logra alcanzar el grado de certeza necesaria para una prudente actuación, tampoco se requiere el recurso a los sistemas morales (...). Aquí la solución a cualquier duda razonable se encuentra por otro camino menos complicado y dificultoso. Si después de una seria reflexión no se sabe qué elegir ni se consigue eliminar las dudas presentes, se puede ya tener la suficiente seguridad de que en tales situaciones, no existe ninguna obligación determinada y la persona queda libre, por tanto, no para prescindir de la ley, sino para hacer lo que valore como el mayor bien posible, lo que juzgue como mejor y más importante para su auto-realización, lo que vea más cercano y concorde con el evangelio” (p. 232).

A este camino intermedio entre el legalismo y el antinomismo, el autor lo llama situacionismo.

El situacionismo “acepta al mismo tiempo la validez y obligatoriedad de la ley, pero la subordina en ocasiones a las exigencias más altas de su conciencia cuando se enfrenta con otros valores más importantes que demandan un cumplimiento prioritario” (p. 234).

Afirma, por último, la necesidad de formar la conciencia. Los católicos han defendido siempre, como un elemento básico para la formación de la conciencia, el valor del Magisterio de la Iglesia. El capítulo siguiente está dedicado a esta cuestión.

Capítulo 9. El Magisterio de la Iglesia

Según el planteamiento tradicional, la obediencia y docilidad a lo mandado constituyen una garantía mayor que cualquier otra justificación.

Cita aquí el autor a Evencio Cofreces, Ramón García de Haro y Álvaro del Portillo entre los que siguen este planteamiento tradicional.

Otros, en cambio, sin negar los derechos del Magisterio, opinan que “cuando la Iglesia hace declaraciones sobre un contenido ético que no tiene ningún fundamento bíblico ni esta relacionado con ninguna otra verdad de fe, esas afirmaciones, aunque se expresen de una forma solemne, pertenecen a una función pastoral y orientadora más que a un auténtico Magisterio doctrinal. Sus palabras no serán absolutamente obligatorias, a no ser que el contenido de tales proposiciones se encuentre manifestado en la misma revelación” (p. 244).

La conclusión que parece desprenderse es que sobre cuestiones de ley natural, no reveladas, la función del Magisterio es interesante, “pero nunca podrá obligar a una absoluta sumisión de la voluntad y del entendimiento” (p. 244).

Se trata de verdades sobre las que Dios no ha manifestado ninguna enseñanza particular y sólo queda el recurso a la razón, a la reflexión honesta sobre los datos que en ese momento se poseen, etc. La Iglesia “en este campo no tiene otro fundamento para imponerse que la veracidad y autenticidad de su testimonio y de su razón. Sólo la propia conciencia deberá decidir, después de examinar también la doctrina del magisterio, pero sin una especial y mayor vinculación a sus enseñanzas” (pp. 244-245).

Aborda a continuación las relaciones entre teología y Magisterio. En estas relaciones defiende la necesidad de una cierta tensión: “...para el avance y el progreso de la teología -y en nuestro caso, de la moral-, la reflexión de los teólogos tiene que ir a veces un poco más allá de la doctrina oficialmente aceptada, como los primeros pasos e hipótesis que se ofrecen a la misma Iglesia para que ella dé su aprobación más adelante o manifieste sus dificultades concretas” (p. 249).

El autor quiere insistir en “la necesidad de un diálogo constructivo y respetuoso” (p. 253) entre el Magisterio y los teólogos. Pero afirma al mismo tiempo que “si no hubiera sido por la ‘desobediencia’ y oposición de los teólogos, el enriquecimiento progresivo de la misma doctrina se habría convertido en una simple posibilidad” (p. 252).

Para la complementariedad de este diálogo en el campo de la moral sería conveniente tener en cuenta que, “puesto que la ética y los problemas más importantes del derecho natural no tienen una respuesta explícita en la Biblia, habría que insistir más en una fundamentación convincente y razonada, que no se apoye sólo en la simple autoridad” (p. 253).

Por otra parte, “la aceptación literal de una doctrina no es siempre la mejor forma de aceptación, pues corre el peligro de cerrarse a otros horizontes y de olvidar también otras verdades de las que tampoco es lícito prescindir. Los comentarios hechos por muchas Conferencias Episcopales sobre la Humanae vitae son un ejemplo ilustrativo y reciente (...) El pluralismo de opiniones en estos casos parece lícito, y nadie debería defender su postura como la única verdadera y ortodoxa cuando en esas ocasiones no existe ningún tipo de condena oficial” (p. 254).

“Además, si se admite lo que ya hemos explicado anteriormente, la moralidad de una acción sólo se halla en el juicio personal de conciencia, una vez que se han examinado los diferentes datos y se han tenido en cuenta también las consecuencias que se derivan. Lo que la Iglesia enseña, según la terminología que hemos empleado, son los valores premorales y abstractos, para cuya aplicación concreta se necesita el conocimiento y análisis de las restantes circunstancias. Podrá afirmarse, por tanto, que una conducta está mal en teoría -y de ordinario habrá que aceptarla como tal en la práctica-; pero nadie podrá decir que semejante comportamiento ha de considerarse siempre y en cualquier hipótesis el mayor mal posible, como si se tratara siempre de una valor absoluto que ha de mantenerse por encima de todos los demás, incluso sacrificando aquellos que se valoran objetivamente como más importantes y de mayor trascendencia. Lo dicho al hablar de las relaciones entre la ética normativa y la ética personal tiene aquí también su aplicación” (p. 255).

Este último párrafo resulta de especial importancia para comprender algunas ideas del autor que tal vez en otros lugares no quedaban suficientemente aclaradas.

Capítulo 10. La dimensión religiosa de la ética cristiana

Hasta ahora López Azpitarte ha insistido sobre todo en la fundamentación humana de la moral. Ha intentado justificar una praxis y hacer comprensible una conducta, sin necesidad de acudir inmediatamente a las enseñanzas de la Revelación.

Pero a pesar de la autonomía y de la seriedad secular con que debe afrontar la vida, el cristiano tiene que sentirse salvado por la presencia desconcertante y amorosa de Dios. Es decir, la ética humana exige un despliegue hacia lo sobrenatural, debe penetrar en una atmósfera religiosa, quedar transformada por una fuerza superior que descentre al individuo de su preocupación ética, como objetivo primario, y lo desligue de su afán perfeccionista. El creyente ha de buscar, por encima de todo, un encuentro de amistad mucho más que su propia autorrealización (cfr. pp. 268-269).

El problema que ahora se plantea es el siguiente: ¿existe antagonismo y contradicción entre ambas orientaciones o es posible una armonía complementaria?

Antes de dar respuesta a esa cuestión es preciso tener en cuenta algunos aspectos esenciales de la ética cristiana. Sobre todo el hecho de que ésta no consiste tanto en la obediencia a un precepto o la sumisión a unos valores, sino en la conformidad creciente con la persona de Jesús. Ahora bien, “si Jesús aparece en el Evangelio como el modelo por excelencia, no es para copiar su conducta, ni siquiera para escuchar unas pautas de comportamiento concretas y particularizadas. Sería una ingenuidad asombrosa acercarse a su vida para reproducir unos gestos o para extraer de sus palabras, mediante la utilización de unas cuantas citas, orientaciones válidas para solucionar nuestros problemas éticos y saber cómo actuar” (p. 279).

Y esto es así porque “Jesús no ha venido para enseñarnos ningún código completo de moral ni sus enseñanzas podrían ser aplicadas a nuestra situación sin una previa hermenéutica” (p. 279). Lo que Cristo vino a revelar sobre todo fue “un estilo de vida radicalizado en el amor, como el ethos básico y fundamental de cualquier comportamiento” (p. 279).

El autor adopta en este tema la opinión según la cual “no es fácil afirmar que las normas de conducta y los contenidos éticos que aparecen en la Biblia hayan sido revelados por Dios de una manera directa e inmediata (...). Entre otras razones, porque existe un paralelismo excesivo, sin negar las diferencias y purificaciones efectuadas al ser asumidos por la revelación, entre los mandamientos divinos y los de otros países cercanos, como los que se encuentran grabados en algunos templos de Egipto. Esto indica que en la elaboración de los libros sagrados se da un proceso de asimilación de los valores éticos producidos por otros pueblos y culturas para injertarlos en el marco de la alianza y convertirlos en palabra de Dios” (pp. 280-281). Por tanto, la originalidad de la moral bíblica no estaría en los contenidos, “sino en la forma de integrarlos en su fe y en la manera de vivirlos como expresión ya de la voluntad amorosa de Dios” (p. 281).

De aquí se concluye que en realidad no podemos encontrar en la Escritura unas indicaciones concretas de Dios sobre nuestra conducta moral, sino que “lo que Yavé manda y quiere en el campo de la conducta es fundamentalmente lo que el mismo ser humano descubre que debe realizar” (p. 281). “Es Dios mismo quien deja a la persona que busque, como ser dotado de autonomía y responsabilidad, las formas concretas de vivir para relacionarse con él y expresarle su amistad” (p. 281).

Como otros muchos autores que defienden la “moral autónoma”, López Azpitarte afirma también que “Dios no ha querido exigir más de lo que los hombres hemos ido descubriendo poco a poco, con el tiempo (...). La forma de manifestar nuestra obediencia no consiste en someternos a unos mandamientos directamente revelados por él, sino en la docilidad a las exigencias e imperativos de la razón, pues ha pretendido conducirnos por medio de esta llamada interna y personal” (pp. 281-282).

Según el autor, “la ética de san Pablo va también en la misma línea. Los autores suelen estar de acuerdo en admitir que los contenidos éticos que presenta no los deduce de la revelación, sino de los códigos y prácticas aceptados por la moral de su tiempo. Los catálogos de vicios y virtudes que expone en sus cartas son orientaciones plenamente válidas para la vida del cristiano, aunque tengan una procedencia estoica o rabínica. Si los paganos que no tienen ley ‘hacen espontáneamente lo que ella manda’ (Rom 2,14), esto significa que la praxis de los creyentes y de los que no lo son no debería resultar diferente. La conducta del cristiano se especifica no tanto por la justificación y origen de sus obligaciones, sino por los motivos y el ‘dinamismo’ interior que le impulsa a comportarse de esa manera” (p. 284).

Lo importante en la ética cristiana es el plano de la motivación: la fe y sobre todo el amor. La tarea de la ética cristiana consiste en descubrir en cada época y en cada situación las exigencias concretas que se derivan de ese amor radical. Se trata de “una tarea que sólo es posible llevarla a cabo con el trabajo y el esfuerzo de la razón humana, pues los datos de la revelación no eximen de esa búsqueda por parte del hombre” (p. 285).

Por todo ello queda claro que “el recurso a la Escritura no supone, pues, un abandono o desvaloración de la ética racional” (p. 286). Es más, “la misma teonomía nos conduce a una cierta autonomía de la razón, a una ética humana, que a su vez nos revela lo que Dios quiere de nosotros” (p. 286).

La ética cristiana “es humana en cuanto que existe la capacidad de descubrirla con la razón, de hacerla comprensible a otras personas, de justificarla con motivos que revelan su carácter humanizante. Y se hace religiosa cuando se vive como respuesta a un alguien que está más allá del valor, cuando lo que impulsa a su cumplimiento es el amor a una persona, cuya voz resuena escondida en cualquier exigencia ética” (p. 288).

En realidad, la ética cristiana -para López Azpitarte- no se distinguiría para nada de una ética simplemente humana en el ámbito de los contenidos, pues la única fuente que nos proporciona contenidos es la razón.

La diferencia estaría únicamente en el ámbito de las motivaciones. En el capítulo siguiente va a profundizar en este tema.

Capítulo 11. La especificidad de la ética cristiana

Como se ha indicado, la postura que el autor va a defender, como consecuencia lógica de los presupuestos anteriores, es que lo específico de la moral cristiana no está en los contenidos éticos (en los preceptos o normas), sino en las motivaciones y en las perspectivas que ofrece para la garantía, sensibilidad y criterios de preferencia en su conocimiento y aplicación.

Aun en el supuesto de que los cristianos tuviesen un patrimonio ético que no comparten otros grupos religiosos e ideologías, eso no bastaría para afirmar la especificidad de la ética cristiana. Lo importante es analizar si tales valores son también comunicables, poseen una base de justificación racional, o no existe otra posibilidad de fundamentarlos que el recurso a la revelación o a la autoridad de la Iglesia que los enseña. Y todo parece indicar -según el autor- que en la moral cristiana no hay contenidos que se fundamenten exclusivamente en la Revelación o en el Magisterio Eclesiástico.

Por otra parte, el hecho de que la tradición insista en las exigencias éticas reveladas no supone que a tales contenidos no tenga acceso la razón.

Lo que la revelación manifiesta es la autenticidad de una ética racional que así queda confirmada con una mayor garantía. Y además, “los contenidos concretos, señalados por algunos autores como los más típicos y exclusivos de la moral católica, se han encontrado también fuera de ella” (p. 293). De ahí que la postura tradicional en la Iglesia y la orientación prevalente en muchos moralistas -afirma López Azpitarte- haya sido la de decir que Cristo no añadió ningún nuevo precepto a los exigidos por la ley natural.

Estas reflexiones llevan al autor a una conclusión pragmática, al margen de otras consideraciones más especulativas: “Si la comunidad cristiana, al menos en sus grupos más significativos y radicales, fuera un espacio donde se hubieran vivido con autenticidad los valores profundamente humanos, o los hubieran defendido, por lo menos en teoría, aunque no siempre se llevasen a la práctica, la deducción sería lógica y evidente: sólo a partir de la fe se hace posible la fundamentación de la moral, pues, de hecho, aparece como la única institución portadora de esa riqueza. De la misma manera que, si se hubiese dado la hipótesis contraria, otros concluirían sensatamente que la fe ha supuesto una ideología alienante y que no cabe otro recurso que la razón” (p. 296). Pero ninguna de las dos cosas es verdadera. De hecho, “dentro de la Iglesia, como doctrina oficial o comúnmente aprobada, se permitieron comportamientos que hoy nos resultan censurables, o se prohibieron ideas y conductas que después se aceptaron sin dificultad” (p. 296).

En conclusión: “Decir, por tanto, que los valores de la moral cristiana son también razonables y que, en teoría, no debieran ser distintos de los que profesa cualquier persona honrada parece una postura sensata y aceptable y no va tampoco contra los datos de la misma tradición eclesial. Aunque respeto la opinión contraria, ésta me parece más fundada y coherente con todos los presupuestos anteriores” (p. 297).

Capítulo 12. La libertad de los hijos de Dios: el discernimiento espiritual

“Cuando se busca cómo descubrir en serio la voluntad de Dios y cuál es la metodología cristiana para conseguir esa meta, ni la moral ni la ley constituyen la mejor manera de alcanzar ese objetivo. Sólo un discernimiento espiritual auténtico capacita de veras para una finalidad como ésta, por dos razones fundamentales que vamos a explanar” (p. 309).

En primer lugar, porque “todo régimen legal ha caducado definitivamente con la venida de Cristo y queda sustituido por otro régimen de relaciones familiares” (p. 310). “La maldición y esclavitud de la que Cristo nos ha liberado incluye cualquier tipo de ley, aun la más sagrada y obligatoria” (p. 312).

Bien es cierto, sin embargo, que el desenfreno no es la meta de esta liberación. “Vivir sin ley significa sólo que la filiación divina produce un dinamismo diferente, que orienta la conducta no con la normativa de la ley, sino por la exigencia de un amor que radicaliza todavía más el propio comportamiento” (p. 316).

En segundo lugar, la ética, “como ciencia de principios válidos para todas las personas que la aceptan, no puede tampoco revelarnos las obligaciones concretas del cristiano en cada situación”, pues “existe una zona íntima y exclusiva de cada persona, donde las leyes y normas universales no tienen entrada, ni pueden tenerla” (p. 317).

Para descubrir nuestra vocación personalizada no bastan, por tanto, los principios éticos generales, sino que se requiere un serio discernimiento espiritual, que es -en frase de Cullmann- “la clave de toda la moral testamentaria”.

Capítulo 13. La libertad humana: exigencias, límites y posibilidades

En este capítulo, López Azpitarte afronta el tema de la opción fundamental.

“La autodeterminación libre del ser humano se realiza primaria y principalmente en esta capacidad para elegir su proyecto y destino. Es lo que se ha llamado desde hace tiempo la opción fundamental: aquel valor, ideología o persona que, por considerarse lo más absoluto e importante de todo, se convierte en un punto de referencia básico para las restantes decisiones” (pp. 340-341).

“Para el cristiano (...), que vive en un clima religioso, esta opción fundamental se efectúa por medio de la fe” (p. 342).

“La libertad fundamental, pues, que admitimos como un requisito para la autonomía adulta y para la entrega religiosa radica en la capacidad que el individuo tiene, a pesar de sus condicionantes y determinismos de índole diversa, de optar por un rumbo definido, hacia la meta que ya ha vislumbrado con cierta urgencia en su interior” (p. 347).

“La actitud moral podríamos definirla entonces como la encarnación concreta de la opción fundamental en cada una de las áreas que regulan la conducta” (p. 349).

El problema clave que suele plantear el tema de la opción fundamental es la valoración ética de los actos particulares. En este aspecto, el pensamiento de López Azpitarte puede resumirse en tres puntos:

1. “No hay que negar la importancia de los actos, por supuesto, pero sí hay que descubrirla en la referencia que todos ellos dicen, en último término a la opción fundamental. Su valor ético radica precisamente en la estrecha vinculación que guardan con la existencia de ese proyecto, mediatizado por las actitudes que se adopten frente a los diversos valores. Ellos son, en primer lugar, los que realizan la génesis de esta opción, bien sea a través de un acto determinado (...), o bien a través de otros más pequeños y de menor importancia, pero que terminan orientando la vida hacia ese valor supremo” (p. 350).

2. “Estos mismos actos, en segundo lugar, aumentan poco a poco, con su influjo silencioso y velado, la densidad de la opción” (pp. 350-351).

3. “En esta misma línea, finalmente, su influjo se hace negativo, en cuanto que también pueden cambiarla de igual forma que la crearon. Un acto concreto podría dar lugar a una modificación de signo opuesto a la que se había adoptado con anterioridad...” (p. 351).

A partir de aquí, el autor señala una serie de matizaciones con respecto a los pecados graves y leves.

“Desde esta perspectiva, la gravedad o levedad de un acto, sea bueno o pecaminoso, no habría que situarla tanto en la importancia que tiene la materia sobre la que versa, sino en la fuerza o densidad que encierra dicho acto para crear una acción o actitud determinada si no se viviera en ella, o para producir otra de signo diferente” (p. 351).

“La distinción tradicional entre materia grave y leve, cuando hace referencia a lo ilícito y prohibido, no señalaría la frontera entre el pecado mortal y venial, sino que constituiría más bien una señal orientadora y pedagógica, como ayuda a la valoración íntima de una acción. De ordinario y en circunstancias normales, cuando ésta se dirige hacia una materia importante (grave), hay que suponer que la densidad profunda de ese gesto es la suficiente para comprometer a la persona en su totalidad, aunque otras condiciones subjetivas, como se aceptaban también en la tradición, eliminen accidentalmente la gravedad de la culpa. En cambio, la materia leve, por tratarse de hechos menos trascendentes -no es lo mismo planear un crimen que decir una pequeña mentira-, indicaría que en estos casos la decisión humana no es tan comprometida, pues brotará probablemente de un acto superficial que no nace desde el corazón del individuo” (pp. 351-352).

Hace falta una cierta madurez para que una persona adopte seriamente una verdadera opción fundamental. Mientras no tenga esa madurez no puede tampoco, en circunstancias normales, cometer un pecado cuya culpa pueda calificarse de grave. No es fácil precisar el momento cronológico en que se adquiere esa madurez. “Pero lo que sí es claro es que antes de la adolescencia, en circunstancias normales, no se consigue esta previa maduración” (p. 355).

Señala también que “una vez que la opción se ha realizado en serio y de manera adulta, resulta también psicológicamente imposible un cambio continuo y frecuente” (p. 355). Para apoyar esta afirmación cita las siguientes palabras de Santo Tomás: “Aunque por un pecado mortal se pierda la gracia, sin embargo la gracia no se pierde fácilmente, pues al que la posee no le resulta fácil realizar ese acto por la opción contraria que tiene” (De veritate 27-1, ad 9).

“En este contexto habría que replantearse más a fondo el hecho de estos cambios repentinos y frecuentes. Cuando este proceso se manifiesta en una serie de ‘caídas’ y ‘confesiones’ que se suceden de forma habitual, me parece que no cabe más que esta doble alternativa: o esos pecados no son subjetivamente graves o la penitencia sacramental no supone una verdadera conversión. Cualquier otra hipótesis no resulta comprensible” (p. 355).

Capítulo 14. El pecado personal

Para recuperar el verdadero concepto de pecado y purificarlo de otros elementos espúreos, el autor reflexiona, en primer lugar, sobre la experiencia antropológica de la culpa y los sentimientos que la acompañan, con el intento de constatar los diferentes niveles humanos, éticos y religiosos en que se viven. Y a continuación confronta los datos de esta experiencia con los que se encuentran en la Revelación, antes de responder finalmente a los problemas y disquisiciones actuales que el tema plantea.

El autor propone la siguiente definición de pecado: “Todo acto o estado, con la suficiente libertad y conocimiento valorativo -sin excluir la ceguera culpable-, que, por cualquier motivo o justificación, niegue -al menos, de hecho y en la práctica- la primacía de Dios en la vida del creyente” (p. 384).

Dice el autor que va a intentar ver ahora cómo lo que ha afirmado, tanto en el capítulo anterior como en éste, concuerda plenamente con los principios inderogables de razón y fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre, “pues algunos creen y han escrito que lo que hoy afirmamos muchos autores no está de acuerdo con este documento [se refiere a la Exhortación Apostólica Reconciliación y penitencia). El primer punto sería el tema de la opción fundamental” (p. 386).

“En este sentido se debe seguir afirmando que el pecado, como la conversión, conlleva una opción fundamental negativa o positiva de cara a Dios. Y no existe ninguna frase de condena contra semejante afirmación. Lo que el Papa sí rechaza es una interpretación de tal teoría que reduzca el pecado mortal a una opción, pero ‘entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo’. Es decir, aceptar que sólo hay verdadero pecado cuando se da una negativa directa, una ruptura frontal con Dios” (p. 386).

“Nadie debe poner en duda tampoco que ‘la opción fundamental puede ser radicalmente modificada por actos particulares”’ (p. 387).

“Pecado es, pues, un cambio de opción, que podría realizarse con un acto concreto, aunque no se pretenda con él un rechazo directo de Dios” (p. 388).

Por último, en cuanto a la discusión sobre la división del pecado en mortal, grave y venial, el autor no la ve conveniente y reafirma la doctrina de Reconciliación y penitencia.

Capitulo 15. El pecado colectivo y estructural

En este capítulo, se analiza el tema del pecado estructural y comunitario, análisis que servirá para romper el peligro de una moral demasiado individualista, donde con tanta frecuencia se ha caído, olvidándose de la responsabilidad y culpabilidad que todos tenemos en la gestación de un mundo tan injusto como éste.

El autor no acepta las posturas extremas: la exclusiva preocupación por el pecado individual o la exclusiva preocupación por el pecado social: “Hay que socializar la responsabilidad personal y personalizar la responsabilidad comunitaria” (p. 397).

Más que la clarificación de los conceptos (pecado social, pecado estructural etc.) lo que le interesa al autor es reflexionar sobre la actitud del cristiano frente a esas realidades pecaminosas; saber hasta qué punto la conciencia personal se encuentra interpelada y comprometida en esas circunstancias en las que el mal se ha hecho presente con todas sus consecuencias dramáticas. La Palabra de Dios ofrece un punto de partida válido para avanzar por este camino.

La enseñanza de la Biblia “es una invitación a la solidaridad, a no sentirnos desligados de los males y deficiencias de la comunidad humana en que vivimos, a no creernos ajenos y sin ninguna relación con la presencia del pecado en cualquiera de sus dimensiones” (p. 408).

La culpabilidad colectiva no debe ser aceptada: “No se debe aceptar ninguna culpa, al menos en su sentido más estricto, mientras no exista una relación entre esas situaciones pecaminosas y nuestra libertad personal” (p. 408).

¿Cómo despertar entonces el sentimiento de nuestra responsabilidad comunitaria?

Es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que hay cosas de las que somos responsables aunque no seamos culpables. La responsabilidad no es nada más que la respuesta a una simple pregunta: ¿Quién ha hecho esto? ¿Cuál es la causa de este fenómeno? Después vendrá un análisis posterior para constatar si el responsable de esas consecuencias es también culpable de ellas o, desde el punto de vista moral, no ha existido ningún pecado.

En segundo lugar, “hay que insistir en la dimensión comunitaria, social, política -en su sentido más etimológico y profundo- para que la persona tome conciencia de la influencia de sus actos, de su ideología, de su cultura, etc., en la historia y desarrollo de la sociedad. Se trata de acentuar, por tanto, el carácter comunitario de nuestra responsabilidad (pp. 411-412).

De manera sintética se podría definir la responsabilidad social como la nacida por la influencia de nuestros actos en los demás, aun en la hipótesis de que el propio comportamiento no resulte pecaminoso. “En este último caso no habría lugar para el arrepentimiento, que supone siempre una mala voluntad libre y aceptada; pero podrían surgir incluso auténticas obligaciones de justicia que exijan una reparación” (p. 412).

 

II. VALORACIÓN CRÍTICA

Para quien conozca la Encíclica Veritatis Splendor, bastaría leer el resumen del contenido para poder juzgar con cierta aproximación las posiciones que López Azpitarte mantiene en esta obra. Otros trabajos que pueden ayudar a aquilatar su juicio sobre temas concretos son los estudios contenidos en Comentarios a la “Veritatis Splendor”, BAC, Madrid 1994.

El problema fundamental para juzgar el pensamiento del autor en algunos casos, es precisamente su propio esfuerzo por terciar en las discusiones y adoptar una posición intermedia, moderada y objetiva. López Azpitarte conoce bastante bien las diversas opiniones sobre las cuestiones morales fundamentales y trata de ser cauto para no caer en extremismos. De ahí que a veces su posición resulte un tanto ambigua y difícil de calibrar, y que la breve valoración crítica que se hace a continuación pueda y deba matizarse mucho más en ciertos aspectos.

1. En el capítulo primero, sobre la crisis actual de la moral, parece que el autor confunde el proceso de secularización con el proceso de legítima desacralización de las realidades profanas. Por otra parte, concede un valor excesivamente positivo a los frutos producidos por las críticas hechas al cristianismo por parte de Nietzsche, el marxismo, el psicoanálisis y el existencialismo. Es buena su actitud de tomar la parte de verdad que en todo pensamiento se encierra, pero debería acompañarla con una valoración más objetiva de las consecuencias negativas de tales ideologías, pensando sobre todo en el lector no iniciado.

2. En el segundo capítulo, el autor defiende la imposibilidad de pasar del ser al deber ser tal como lo entendía la moral clásica. Se trata de un problema muy complejo, pero, López Azpitarte debería al menos reflexionar más ampliamente sobre este tema y no darlo por zanjado de un modo tan simple, como si fuese ya una verdad por todos admitida que el paso del ser al deber ser constituye una falacia.

La crítica que hace el autor de la presentación escatológica de la moral no parece justa: el hecho de que se hayan producido desviaciones (un desprecio del mundo mal entendido, una reducción individualista de la moral, etc.) no es suficiente para desterrar dicha presentación. Por otra parte, aunque López Azpitarte afirma que “es razonable formular este proyecto con otro lenguaje que evite el peligro que de hecho se ha dado en la presentación tradicional” (p. 67), lo que en realidad va a llevar a cabo no es un simple cambio de lenguaje, como se puede comprobar en los capítulos posteriores.

3. En el capítulo 3, el autor se plantea el método a seguir para elaborar la moral. Los extremos a evitar serían la ética secular y la moral religiosa (identificada, ésta última, con la ética protestante). Este planteamiento está viciado, pues la moral católica es una moral religiosa que, sin embargo, no se identifica con la ética protestante. Esto puede parecer poco importante, pero lo es mucho, pues aquí está implícito el planteamiento de fondo que llevará al autor a situarse en la posición de los que defienden la moral autónoma. El planteamiento de fondo se puede expresar en esta frase:

“La moral católica es una moral humana y, precisamente por eso, una moral religiosa”: esto es lo que piensa López Azpitarte. Y en realidad el planteamiento acertado debería ser éste: “La moral católica es una moral religiosa y, precisamente por eso, una moral humana en el sentido más pleno” (cfr. M. Rhonheimer en su artículo Moral cristiana y desarrollo humano, en “La misión del laico en la Iglesia y en el mundo”, VIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona 1987, p. 921. Este artículo es de excepcional interés para entender los presupuestos de la moral autónoma).

La crítica de López Azpitarte a la moral de la fe acusándola de totalmente heterónoma, tendente al fideísmo e incapaz de comunicación y diálogo en el ámbito racional, no es justa. El tema llevaría muy lejos porque es complejo, pero para comprobarlo basta con leer los números 88 y 89 de la Enc. Veritatis Splendor.

4. En el capítulo 5, el autor trata de mostrar que la posición defendida por la ética secularizada y autónoma (según la cual los contenidos éticos de la moral cristiana coinciden con los de la moral simplemente humana), es en el fondo la misma que ha defendido la tradición más genuinamente católica. Esto es sencillamente falso. Cuando el autor habla de la tradición más genuinamente católica se está refiriendo, en realidad, a la Teología Moral que, a partir de los primeros siglos de la Edad Moderna, redujo la moral cristiana al derecho natural, cosa que no hicieron S. Pablo, los Padres de la Iglesia ni Santo Tomás. Pero además hay una diferencia fundamental entre los defensores de la moral autónoma y los moralistas a los que se ha hecho referencia, y es la siguiente: estos teólogos aceptaban plenamente la autoridad del Magisterio de la Iglesia en todo lo referente a las cuestiones de ley natural, mientras que los que defienden la moral autónoma no la aceptan.

5. En los capítulos 6 y 7 se pueden observar los sinceros esfuerzos del autor por no caer ni en el relativismo moral ni en un tradicionalismo inmóvil y reacio a todo progreso. Son tal vez los capítulos más interesantes del libro, y en los que se examina el famoso debate entre el planteamiento deontológico y el teleológico, en correspondencia con la concepción de las fuentes de la moralidad (objeto, fin, circunstancias) y la existencia de los absolutos morales. Aunque con ciertas cautelas, López Azpitarte se sitúa entre los autores que defienden la fundamentación teleológica y demuestra que no acaba de comprender el objeto moral tal como lo entiende la tradición de la Iglesia.

7. En el capítulo 8, López Azpitarte trata también de mediar entre dos posiciones extremas con respecto a la conciencia moral: el legalismo exagerado y el situacionismo extremo. No es fácil decir si lo consigue. Para saberlo con certeza habría que pedirle que explicase la siguiente frase: el situacionismo (su propia posición) “acepta al mismo tiempo la validez y obligatoriedad de la ley, pero la subordina en ocasiones a las exigencias más altas de su conciencia cuando se enfrenta con otros valores más importantes que demandan un cumplimiento prioritario” (p. 234). Esta afirmación parece presuponer la existencia de un conflicto (al menos en algunos casos) entre ley moral y libertad, entre ley moral y bien moral, entre ley moral y verdad, tema abordado por la Enc. Veritatis Splendor de un modo muy directo.

8. En cuanto a las ideas que defiende el autor en el capítulo 9 sobre el Magisterio de la Iglesia, la autoridad del Magisterio en cuestiones de ley natural, y las relaciones entre el Magisterio y los teólogos, baste decir que no están muy de acuerdo con los criterios expresados por la Congregación para la Doctrina de la Fe en la Instrucción El don de la verdad (1990).

9. Las ideas expresadas en los capítulos 10 y 11 son la consecuencia lógica de sus posiciones anteriores, y pueden resumirse en la negación de la especificidad de la ética cristiana. La moral cristiana y la moral simplemente humana no se diferenciarían en cuanto a los contenidos concretos. La moral cristiana sólo añadiría algo en el ámbito de las motivaciones. Es el mismo enfoque del problema que se encuentra en Joseph Fuchs y cuya crítica puede verse en la obra de Servais Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Pamplona 1988, cap. IV, y en el artículo de M. Rhonheimer citado anteriormente.

T.T. (1998)

 

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