MARCUSE, Herbert

El final de la Utopía

Ariel, Esplugues de Llobregat (Barcelona), 1968, 183 pp. (trad. cast. de Manuel Sacristán).

 

CONTENIDO DE LA OBRA

Bajo este título se recogen cuatro intervenciones de H. Marcuse, los días 10, 11, 12 y 13 de junio de 1967, en la Universidad Libre de Berlín. El texto se basa en la grabación completa, en cinta magnetofónica, de dos conferencias seguidas de discusión y de dos coloquios preparados para su publicación por Horst Kurnizky y Hausmartin Kuhn. Las intervenciones de Marcuse no han sido reelaboradas por él.

El contenido de dichas intervenciones está condicionado por el contexto histórico en que tuvieron lugar. Son los días en que la rebeldía estudiantil empieza a crecer virulentamente en todo el mundo ―occidental, y del súbito prestigio del viejo profesor Marcuse, cuyas ideas son tomadas aquí y allá más que como bandera, como apoyo ideológico de una convulsión que tiene mucho de romanticismo juvenil. Estas reuniones se convocan no mucho después de los graves disturbios estudiantiles en Alemania (vid. Kai Herman, Los Estudiantes en rebeldía. Madrid, 1968) y antes del mayo francés.

Presenta el discurso dos niveles de contenido claramente diferenciables: el coyuntural ―referido al contexto al que hemos aludido― y el ideológico, que pretende ser un diagnóstico general de los males de la sociedad contemporánea. El tono conversacional y las respuestas en el coloquio hacen especialmente asequible la intelección de la ideología de Marcuse expuesta con mayor aparato crítico en otras publicaciones suyas, como El hombre unidimensional o Eros y civilización.

El libro se divide en cuatro capítulos. I. El final de la Utopía, que da título al libro y comprende de la p. 7 a la 18, seguido de una discusión que abarca las pp. 21-49. II. El Problema de la violencia en la oposición (pp. 53‑62), seguido también de discusión (pp. 65‑97). III. Moral y política en la sociedad opulenta, discusión de varios autores (pp. 101‑144) y IV. Vietnam. El tercer mundo y la oposición en las metrópolis, también con coloquio abierto (pp. 147‑180).

A. El final de la utopía.

Toda la exposición parte de una hipótesis que para Marcuse tiene visos de perogrullada: hemos llegado a una situación tal en la historia que podemos convertir este mundo en un infierno o en todo lo contrario. Ahora bien, si podemos convertir este mundo en «todo lo contrario», lo podemos convertir en un paraíso;, con lo cual desaparece la utopía en su función de denuncia de las concretas posibilidades histórico‑sociales. Nos encontramos, pues, al borde ―como posibilidad― del final de la historia: las nuevas virtualidades de la sociedad humana y del mundo circundante no pertenecen al mismo continuum histórico que las hasta ahora conocidas, sino que suponen una ruptura, una diferencia cualitativa. A partir de esa ruptura vendrá la sociedad libre opuesta a la no‑libre, con una diferencia que, según K. Marx, hace de «toda la historia transcurrida, la prehistoria de la humanidad».

Lo anterior supone una aceptación básica de Marx ―Marcuse se definirá como marxista, a pesar de todo, a través de estas reuniones― y una crítica modificadora de alguno de los conceptos marxianos: para Marcuse, Marx estaba demasiado atado a la idea de continuum del progreso. Frente a Marx, Marcuse nos dirá que «una de las nuevas posibilidades representativas de la diferencia cualitativa entre sociedad libre y no‑libre, consiste en hallar el reino de la libertad en el reino de la necesidad» (p. 8), o sea en el trabajo y no más allá del trabajo.

Con estos supuestos se establece una modificación del concepto dé Utopía. Cuando en la historia se ha dicho de algo que es una utopía ha sido, siempre según Marcuse:

a) porque factores subjetivos y objetivos de una determinada situación social se oponen a la transformación, y se hablaría entonces de «inmadurez de la situación social»;

b) porque está en contradicción con leyes científicas comprobadas, o comprobables, por ejemplo, la utopía de la «eterna juventud». Así las cosas, sólo sería verdadera utopía esta segunda.

Pues bien, la tecnologización actual del poder mina el poder mismo, sin que encuentren ya sentido en algunas sociedades las necesidades tradicionales que son contradictorias con las biológicas (que serían utópicas, de tipo a). «Al buscar una etiqueta cualquiera que describa la totalidad de las cualidades de la sociedad socialista viene espontáneamente a la conciencia, al menos me viene a mí, el contacto de cualidades estético‑eróticas» (p. 16)

Como vemos en la cita anterior, identifica sociedad libre con sociedad socialista, pero ello no quiere decir que considere libres a las sociedades socialistas realmente existentes, por el contrario: «Hoy hemos de aceptar el riesgo de discutir e intentar determinar sin inhibiciones, aunque parezca indecente, la diferencia entre la sociedad socialista, en cuanto sociedad libre, y las sociedades existentes» (p. 16). A nivel de teoría, los supuestos reseñados estarían más de acuerdo con Fourier que con Marx, puesto que el primero, al oponer sociedad libre y no libre, pensaba en una sociedad posible en que el trabajo fuera juego.

En este neo-marxismo marcusiano no se pone el acento tanto en las cuestiones económicas (también los «burgueses» reconocen que con un reparto más equitativo de los bienes actuales de la Tierra se suprimiría el hambre) cuanto en la formulación de una «nueva antropología»; y no sólo en la teoría, sino también como modo de existencia, lo cual quiere decir para Marcuse «el desarrollo de necesidades humanas cualitativamente nuevas, o sea, la dimensión biológica».

Esta antropología de una sociedad en que no hace falta ya ninguna represión, entraña una nueva moral que, como dice Marcuse explícitamente, sería la heredera y la negación de la «moral judeo‑cristiana».

Las respuestas a las cuestiones que le proponen a continuación aclaran y amplían sus precedentes puntos de vista.

Se defiende Marcuse de la atribución que se le ha hecho falsamente, de ver en movimientos del tipo pop o hippie las fuerzas capaces de transformar la sociedad en el sentido que él prevé. No: estos movimientos serían tan sólo manifestaciones de la descomposición del actual sistema. Existen las fuerzas materiales necesarias para la utopía, a la que se llegaría por un cambio de necesidades que implique una diferencia cualitativa, es decir, a través de una transformación. En cuanto a las fuerzas necesarias para la transformación, piensa que, en la sociedad occidental, el proletariado, libre de las necesidades represivas de la clase capitalista, ya no es la clase portadora de la verdad. En todo caso, habría sido sustituida por ciertas fuerzas negativas del capitalismo tardío: los estudiantes, grupos intelectuales, los rebeldes a la moral sexual y los trabajadores aún no integrados.

Entre las restantes cuestiones que se abordan en este primer coloquio, se reseñan algunas más que parecen especialmente reveladoras.

De lo dicho se desprende que todavía hay en la actualidad necesidades represivas, porque persisten los mecanismos ―no las condiciones― que las hacían inevitables. Ahora bien, para suprimir dichos mecanismos tiene que empezar por existir la necesidad de suprimir los viejos mecanismos. Ante esta aporía Marcuse contesta: «Este es exactamente el círculo aquí presente, y no sé cómo se sale de él» (p. 44).

En el aspecto práctico, la viabilidad de esta contracultura resulta problemática: «¿cómo puede ejercitarse, por ejemplo, una jurisprudencia herética que no tienda a restablecer el, orden jurídico positivo dominante?, o una medicina herética ... », etc. El consejo de Marcuse explica hasta qué punto es consciente todo el movimiento de contestación «desde dentro» que se viene produciendo en diversas instituciones sociales. «Es posible practicar esos métodos heréticos sin sacrificarse absurdamente ... » (p. 36). Se trata de aprovechar los intersticios abiertos en la sociedad existente y aprovecharlos justamente para introducir contenidos demoledores de esa misma sociedad.

Podría pensarse que si la sociedad actual debe ser sustituida por otra con nuevas necesidades, donde se permita la plenitud biológica del ser humano y no haya lugar para su cosificación, habría que evitar en la revolución sustituidora el peligro de la cosificación y del odio. Marcuse clarifica su actitud con una nueva andanada contra un concepto básico de la Revelación cristiana ―«Nada tan indignante como la amorosa prédica Amad a vuestros enemigos en un mundo en el cual el odio está en realidad institucionalizado plenamente―, afirmando sin ambages la necesidad del odio para llevar a cabo la revolución («no hay revolución sin odio») y el único límite que pone al odio, la brutalidad: «Es posible golpear a un adversario, derrotar a un adversario, sin necesidad de cortarle las orejas o las piernas, o sin necesidad de torturarle.»

Ante las numerosas dificultades― que, como se ve, se presentan para crear las «nuevas necesidades», es decir, para mostrar que la antropología del comportamiento estético‑erótico es el final de la utopía, sólo hace alguna indicación romántica de una nueva antropología en los países revolucionarios, y basada en noticias de periódico, «en los parques de Hanoí los bancos se hacen de la dimensión justa para que quepan dos personas y sólo dos personas, de modo que cualquier cargante carezca ya de la mera posibilidad técnica de estorbar» (p. 49).

B. El problema de la violencia en la oposición

El texto de esta segunda conferencia, según advierten los editores en nota, está abreviado. Se le ha sustraído la exposición de Marcuse acerca de las formas de manifestación (Cfr. Das Argument, n.º 45, 1967, que publica íntegramente el texto).

Se centra aquí la misma problemática anterior en relación a los grupos con que puede contarse para la oposición al sistema vigente, entendida en el marco global del mundo y no en el de tal o cual concreción política de un lugar determinado.

Repite que considera importante la oposición estudiantil, aunque no sea una fuerza inmediatamente revolucionaria.

Define la «Nueva Izquierda» en oposición a la vieja, de la que se distingue por no ser marxista ortodoxa ni socialista, por desconfiar de toda ideología, también de la socialista y por no considerar a la clase obrera portavoz de la posición revolucionaria. La pérdida del poder revolucionario del proletariado se habría producido a consecuencia de la sociedad «autoritario‑democrática», del éxito y rendimiento en que la gente no siente necesidad de la transformación radical, aunque objetivamente dicha necesidad es cada vez más aguda.

Ahora los grupos de oposición radicarían en dos polos de la actual sociedad: el infraprivilegiado de mino rías nacionales oprimidas y en condiciones inhumanas y el polo opuesto de la extrema consciencia de insatisfacción en una sociedad de la abundancia. Cabe esperar pues, que se engrosen las filas de la contestación con una nueva clase trabajadora, la de los técnicos (que, por ahora ―dice Marcuse― son los «niños mimados» del sistema) y la oposición estudiantil, en la que habría que incluir a los drop‑outs (estudiantes que no acaban la carrera y siguen vinculados a la Universidad).

Marcuse cree ver una nueva conciencia, que se ha despertado por la guerra del Vietnam, en la que, según él, «se ha puesto de manifiesto que el cuerpo humano y la voluntad humana pueden tener en jaque con armas mínimas al sistema de destrucción más eficaz de todos los tiempos. Y esto es una novedad histórico‑universal» (p. 59).

La oposición intelectual, los hippies, etc., no son los herederos de la función del proletariado en la teoría de Marx, sino fuerzas que actúan en el sentido de preparar una posible crisis del sistema. La necesidad de liberar la conciencia de la situación no‑libre de la sociedad también ha de aplicarse al totalitarismo de la U. R. S. S., pero ―advierte Marcuse― siempre desde la izquierda, porque sigue existiendo el peligro del fascismo.

En el coloquio subsiguiente se vuelve a insistir en puntos mencionados de una u otra manera. Hay alguna pregunta que lleva a sus últimas consecuencias los supuestos de Marcuse: no se puede argumentar con una base humanitaria, si afirmamos que el terror mismo ha nacido del humanitarismo. A lo que Marcuse responde que excluir los argumentos humanitarios supondría un empobrecimiento desarmante ante los defensores de lo existente.

Surge también una cuestión que posteriormente fue debatida numerosas veces en los medios de comunicación social: por lo visto, se sabe lo que no se quiere, pero no se sabe lo que se quiere. ¿Con qué se llenaría el vacío producido por la desintegración de las estructuras existentes?, ¿o se trata del placer de la destrucción? Según Marcuse, no se trata de lo segundo, pero cree en el poder de lo negativo y en que siempre hay tiempo para llegar a lo positivo.

Se insiste en la dificultad de mentalizar a las gentes en la necesidad del cambio, pues, en países como Estados Unidos, una gran parte de la población viene a afirmar: «sabemos, sin lugar a ninguna duda, que estamos mejor aquí que los habitantes de la Unión Soviética o de cualquier otro país socialista en su tierra» (p. 79).

Finalmente, Marcuse no cae en la trampa de negar el Derecho Natural, aunque haya ido negando las consecuencias de este Derecho. Diríamos que sustituye el Derecho Natural tal como se venía proponiendo por otro Derecho Natural. Así puede pedir un «nuevo orden» en virtud de algo. En efecto, ante un auditorio que niega ese supuesto derecho universal superior, Marcuse lo defiende, se le dé o se le niegue el nombre, porque precisamente «lo que nos justifica en nuestra resistencia al sistema es más que el interés relativo de un grupo específico, es más que cualquier cosa que hayamos definido nosotros mismos» (p. 90).

C. Moral y política en la sociedad opulenta.

Este fue el título, propuesto por Marcuse, para una discusión moderada por Jacob Tauber en la que participaron, con el propio Marcuse, el profesor Löwenthal, el profesor Schwam, el profesor Classens, Peter Furth, Rudi Dutschke y Wolfgang Lefévre.

A lo largo de la discusión se producen alusiones, ironías o etiquetaciones sin mayor importancia, puesto que hay una coincidencia básica ―la consideración meramente sociológica del problema― en todos los participantes.

Resume muy bien J. Tauber la caracterización de la sociedad opulenta que hace Marcuse, la cual presenta, según hemos visto, la posibilidad de una sociedad libre (frente a la no‑libre tradicional) que aparece hoy en formas que muestran: 1, más ruptura que continuidad; 2, más negación que positividad y reformismo; 3, más diferencia que progresividad.

Ante este supuesto, cree Tauber que se pueden plantear las siguientes cuestiones:

1. ¿Acierta este análisis con la estructura de nuestra sociedad?

2. ¿No se da en la sociedad el camino de la reforma, el cual no suprime la continuidad, pero, de todos modos, tiende a la emancipación humana?

3. La negación o recusación total, ¿no corre el peligro de degradarse hasta dar en subcultura?

En cuanto al punto 1, el profesor Schwam afirma que «desde la situación real existente en la sociedad industrial, no se puede intentar una supresión del poder» (p. 115); de todos modos, no estaría lejos de Marcuse, según el alcance que le pretenda dar a la afirmación de que «las autoridades irracionales aún existentes han de convertirse en autoridades funcionalmente vinculadas».

Para Löwenthal, «no hay duda de que el sistema reproduce el dominio, pero, en cambio, no es un hecho probado la posibilidad de ausencia de relaciones de dominio sobre la base de la tecnología actual» (p. 105). Sin embargo, Marcuse piensa que cualquier continuismo es rechazable, puesto que «el problema de la sociedad desarrollada del capitalismo tardío consiste precisamente en que la opresión no es ilegal, o sea, no es antijurídica en el sentido del derecho positivo; y, sin embargo, es una opresión contra la que hemos de luchar» (p. 127).

Se defiende también Marcuse contra la falta de un plan para la nueva sociedad que preconiza: «Si queremos construir un grupo de viviendas donde había una cárcel, hace falta el proyecto del grupo de viviendas, pero no el plano». Parece, no obstante, que es a la falta de claridad del proyecto a lo que se refieren los contradictores de Marcuse.

Las vehementes intervenciones de Rudi Dutschke quejándose de que se llama indiscriminadamente totalitarismo al soviético y a los demás, así como a sus proyectos políticos inmediatos, tienen menor entidad.

La justificación patética de la oposición total a lo establecido corre a cargo de Marguerita von Brentano, que cierra el coloquio con la lectura de un texto de Brecht: «Dijo el Buda. Ardía la casa. Uno me preguntó, cuando ya las llamas le chamuscaban las cejas, que cómo estaba fuera, si por ventura no llovía ni hacía demasiado viento, y si había fuera otra casa, y así algunas cosas más. Sin contestar, volví a salir» (Parábola del Buda de la casa en llamas). En el coloquio, sin embargo, había algunos que ―en esta sociedad de la abundancia― antes de enfrentarse con una pulmonía, preferían la posibilidad técnica de apagar el fuego con un extintor.

D.Vietnam. El Tercer Mundo y la oposición en la metrópolis.

Esta última parte contiene la discusión dirigida por Klaus Meschkat y en la que intervinieron Rudi Dutschke, Peter Gáng, Herbert Marcuse, René Mayorga y Bahman Niruman.

Se exponen aquí interpretaciones fundamentalmente marxistas sobre el proceso que conduce a la guerra de Vietnam (Peter Gáng), la situación revolucionaria de la América latina (René Mayorga), las relaciones de las metrópolis con los países en subdesarrollo (Bahman Niruman) y unas palabras de Marcuse acerca de cómo se incluye esta interpretación del Tercer Mundo en su teoría

Es, sin duda, éste el apartado más coyuntural y me nos interesante. En lo fundamental, las interpretaciones coinciden y son las comúnmente conocidas y aceptadas por los ideólogos marxistas occidentales. De todas formas, se insiste en datos que serían coherentes con las correcciones propuestas en las anteriores intervenciones. Así, R. Dutschke subraya que «la novedad consiste en que revolución y Partido Comunista han dejado de querer decir lo mismo» (p. 173). También se abordan incidentalmente otros problemas, como el de Oriente Próximo, en el que Marcuse, como judío, está afectivamente con Israel.

En resumen, prescindiendo de las numerosas referencias a hechos políticos más o menos incidentales, conviene a este texto, sobre todo, la discusión a nivel de teoría, siendo la consideración de la sociedad actual como sociedad en crisis un fenómeno bastante generalizado. Efectivamente, la incidencia de la evolución técnica crea posibilidades nuevas hasta hace poco impensables. Por ejemplo, como decíamos antes, todo el mundo está de acuerdo en que, con la equitativa distribución de los alimentos que hay en el mundo, nadie pasaría hambre y que esto es técnicamente posible.

Marcuse se enfrenta con esta situación desde la aceptación básica de un materialismo ateo, tomando formulaciones sobre todo de Marx y también de Freud. En este contexto, se entiende mejor su postura, siendo justamente aquella aceptación básica la que habría que discutir en primer lugar.

Cree ver Marcuse que la nueva sociedad posible irá más allá de las previsiones de Marx y no se producirá por los cauces que él había indicado (la integración del proletariado en el mundo capitalista sería la falla fundamental de las previsiones marxianas); por otra parte, será una sociedad en que no habrá necesidad de ninguna represión del puro instinto, contra la opinión de Freud.

Pero para implantar una sociedad en que esto fuera posible, lo primero que habría que hacer es lograr que todo el mundo se convenciera de que es necesario y, tácticamente, piensa Marcuse, tal necesidad no se debe proponer de frente, como oposición, sino subrepticiamente, aprovechando los intersticios que deja abiertos la falta de coherencia del mundo actual. No se trataría tanto de incidir en problemas económicos, como en buscar una «nueva antropología» acorde con estos principios.

El problema fundamental, desde el punto de vista táctico, radica en cómo garantizar a la sociedad que esta «nueva antropología» debe ser impuesta, más allá de la razón de que una persona o un grupo lo quiera así. ¿No supone esta imposición una violencia mayor que la que se quiere evitar al enfrentarse con las manipulaciones de la sociedad de consumo? Marcuse tiene que acudir a un derecho superior y objetivo, a un Derecho Natural a la felicidad y a la paz, que se sitúa más allá de las apreciaciones subjetivas.

Que la felicidad y la paz son consecuencias de la plenitud biológica se da, sin más ni más, por supuesto, en consonancia con la aceptación global del materialismo de que se parte. Y ello, a pesar de que se hayan impuesto correcciones ―para cohonestar teoría y realidad histórica― a los supuestos de los dos teóricos del materialismo cuyas ideas perviven en nuestro tiempo, Marx y Freud.

VALORACION FINAL

Ante las correcciones que, hemos visto, propone Marcuse a la teoría marxista, cabría preguntarse si se ha producido alguna alteración sustancial que haga a la filosofía marcusiana cualitativamente diferente de sus fuentes explícitas.

Lejos de eso, sin embargo, H. Marcuse lo que intenta es actualizar los supuestos marxistas, salvando los escollos que, en la actualidad, presenta el no cumplimiento, de las predicciones de Marx (vid. Introducción general, p. 34): en la sociedad occidental la industrialización no ha traído de hecho la potenciación del antagonismo dialéctico propietario‑obrero, sino que ha integrado en gran medida a estos segundos, que han mejorado sensiblemente su nivel de vida.

Veamos cómo algunos de los principales puntos aquí tratados corresponden totalmente con los de la filosofía marxista:

El concepto de libertad que aquí se maneja no tiene en absoluto el sentido usual que se da a la palabra, sino, en todo caso, el de la no represión de los instintos, única libertad posible si, en efecto, el hombre no fuera más que un animal evolucionado.

Esa libertad sería fruto de una «nueva antropología», en la que Marcuse insiste y que es evidentemente consecuencia de una visión dialéctica (vid. Introducción general, p. 40), es incompatible con el reconocimiento de una naturaleza humana universal del hombre como ser espiritual y libre, esencialmente el mismo a lo largo de la Historia. Para un marxista puede haber «nuevas» antropologías, porque el hombre no es en su opinión siempre esencialmente el mismo, sino resultado de un devenir (Cfr. Introducción general, p. 6).

Nada queda del Derecho Natural, aparte del nombre, en las logomaquias marcusianas sobre este término al que previamente ha despojado de todas sus consecuencias prácticas. Dentro de su sistema, tal afirmación es contradictoria ―como con razón le objetan sus interlocutores― y habremos de pensar que no es sino una expresión más de su confesado «temperamento romántico».

Las críticas a la U.R.S.S. y el reconocimiento de que el papel revolucionario no es asumido por gran parte del proletariado occidental no cambia en absoluto la aceptación del mecanismo marxista de la lucha de clases. Sólo que ahora los grupos portadores de la «verdad esencial» son como hemos visto, otros (v. supra. p. 4).

El punto en que se aparta más radicalmente de Marx es el referente a la Utopía. Parece que ve, en efecto, la fractura entre dialéctica e historia que se da en Marx acerca de esta cuestión (vid. Introducción general, p. 37), pero al decir que Marx «estaba demasiado atado a la idea de continuum en el progreso (vid. supra, p. 3), no resuelve la aporía, sino que introduce un elemento extraño y apriorístico en el sistema. ¿En virtud de qué se da ese salto «fuera de la Historia»?

Es aquí donde conecta otro gran error que caracteriza peculiarmente el pensamiento marcusiano en el ámbito marxista occidental: la sociedad de la Utopía se definiría por el carácter de sus relaciones «estético‑eróticas». Frente a la afirmación de Freud de que una cierta represión del instinto es siempre necesaria, Marcuse nos profetiza la sociedad de la total gratuidad del instinto.

Marcuse no sólo ignora ―como era previsible― el misterio del pecado original, sino incluso sus tangibles consecuencias. Un mundo totalmente sin problemas, un paraíso en esta tierra es un absurdo utópico de una categoría no señalada en las dos posibilidades que indicó Marcuse. No lo es porque se opongan a ella factores de una situación social, ni porque esté en contradicción con leyes científicas comprobadas o comprobables, sino porque contradice una experiencia inmediata: la de que el hombre es sujeto de tendencias contradictorias no derivadas de realidades socio‑estructurales, ni nunca radicalmente solucionadas por ellas.

La incompatibilidad de estos principios con la revelación cristiana es declarada explícitamente por Marcuse, que afirma, como hemos visto, que su nueva antropología es negación de la moral cristiana (vid. supra, p. 4), y que nada hay tan indignante como el mandamiento cristiano de amar a los enemigos (vid. supra, p. 6, e Introducción general, pp. 20‑21).

Finalmente resulta interesante su afirmación de «practicar métodos heréticos» sin hacerlo de frente, sino aprovechando los intersticios de lo existente (vid. supra, p. 5), como táctica explícitamente preconizada. Tal vez esto explique en muchos casos la sistemática práctica de la ambigüedad que algunos llevan a cabo en el seno de instituciones sanas hasta ahora.

M.O.

 

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