MARCUSE, Herbert

Reason and Revolution. Hegel and the Rise of Social Theory

Humanities Press, Inc., New York

(trad. castellana: Razón y Revolución, Alianza Editorial, Madrid, 1972, 441 pp.)

 

INTRODUCCIÓN A LA OBRA

La obra de Marcuse ―Razón y Revolución― que aquí se reseña podría ser definida, de entrada, como una historia filosófica de la razón dialéctica, en su sentido más rigurosamente marxista. El subtítulo, «Hegel y el surgimiento de la teoría social», nos aclara que el intento de Marcuse es ofrecer una exposición de la filosofía hegeliana como precursora de la teoría social. De aquí las dos partes bien delimitadas de la obra, más históricas que sistemáticas, donde el supuesto neo‑marxismo de Marcuse queda velado ante la exposición histórica, más subjetiva que objetiva, de los sistemas que estudia. Y es precisamente ese subjetivismo del historiador el que empobrece lo que podría haber sido, pero no es, una buena síntesis histórica de la marcha de la razón dialéctica desde Hegel hasta nuestros días.

 

EXPOSICIÓN DE LA OBRA

En este apartado nos limitaremos a exponer la versión que da Marcuse del sistema de Hegel, dejando para los dos últimos apartados nuestra valoración.

La obra, en su primera parte sobre los «Fundamentos de la filosofía hegeliana», se abre con una «Introducción» en la que Marcuse pretende subrayar el nexo entre realidad, razón y libertad, como síntesis de la verdadera subjetividad. En este sentido se parafrasean las palabras de Hegel que afirma que el hombre sabe lo que es y sólo esto es real (p. 15). La razón y la libertad no serían nada sin este conocimiento. La síntesis gnoseológica es clave del sistema hegeliano. Lo racional es real y lo real es racional. Por esto el sujeto y el objeto en el conocimiento no están separados por un abismo infranqueable, porque el objeto es una especie de sujeto y porque todos los tipos de ser culminan en el sujeto libre, que es como el cenit de la realidad, capaz de realizar la razón en la historia. El término que designa a la razón como historia es espíritu (Geist), y el mundo histórico no es más que el despliegue del progreso racional en la humanidad. Hacia la realidad o realización de la libertad «es la meta final hacia donde ha estado apuntando continuamente el proceso de la historia del mundo y para la cual han sido ofrecidos los sacrificios que se han hecho o que se hacen en el vasto altar de la tierra a través de las edades» (p. 16).

Para Marcuse, Hegel supera a Kant en su concepción de la libertad, pero el pensador de Königsberg: había profetizado en su ataque contra la metafísica que en realidad se trataba de luchar contra las condiciones de la libertad humana, ya que el derecho de la razón a guiar la experiencia es parte esencial de estas condiciones. En efecto, para Kant la metafísica era una «ciencia sin experiencia», por eso la critica, y Hegel hará del mundo de la experiencia una derivación de la razón como libertad. De aquí el sentido pragmático que inyecta Marcuse en su análisis del sistema de Hegel, arrancando de la explicación hegeliana del conocimiento como superación de la oposición sujeto‑objeto, ya que esta oposición no es más que una «alienación» (Entfremdung) ―palabra tan al uso marxista del espíritu. Pero esta superación supone al mismo tiempo que la verdad no esté ligada sólo a las proposiciones y juicios, que no sea un atributo del pensamiento, sino una realidad en devenir.

Continúa en esta «Introducción» un estudio sobre los primeros escritos teológicos de Hegel. El joven Hegel, como nos recuerda la historia de la filosofía, despierta a su vocación filosófica, junto con Schelling, en el seminario teológico de Tübingen, un seminario nefasto a los ojos de Nietzsche, precisamente por su formación teológica. Para algunos Hegel no dejará de ser «teólogo» toda su vida, pero a Marcuse le interesa olvidar esto, para acentuar lo que haya de presunto materialismo en Hegel; hubiera sido preferible acentuar el «teologismo» hegeliano con su caída en el panteísmo. Señala por ejemplo que el concepto de Volkgeist (espíritu del pueblo) está estrechamente relacionado con la noción de «esprit général» de Montesquieu y que los escritos «teológicos» del joven Hegel presentan la primera formulación del concepto de «alienación», antes citado como concepto clave del marxismo.

El hombre se encuentra enfrentado a un mundo que es adverso y ajeno a sus deseos. El problema radica, entonces, en restaurar la armonía entre el mundo y las potencialidades del hombre. ¿Cómo? El joven Hegel responde al principio, según Marcuse, como un mero estudiante de Teología, es decir, afirmando que el cristianismo tiene una función básica en la historia del mundo y ofrece al hombre un centro nuevo y una meta final a su vida. Pero, continúa Marcuse, pronto se dio cuenta Hegel de que el Evangelio no se adecua a las realidades sociales y políticas que se dan en el mundo, ya que el Evangelio se dirige esencialmente al individuo como ser desligado de nexos sociales (p. 40). Marcuse, olvidándose de que la Teología da también explicación a problemas humanos, achaca a las limitaciones de la Teología tal como él la entiende el fracaso de Hegel en la orientación teológica, surgiendo así su vocación filosófica, que se inicia con su concepto de vida, como rama del «árbol infinito de la vida» (p. 42).

La vida es la unidad que prevalece sólo como resultado de un proceso de «mediación» (Vermittlung), entre el sujeto viviente y sus condiciones objetivas. Ella armoniza la antítesis hombre‑mundo. La vida es el primer modelo de una unificación real de los opuestos y, por ende, la primera encarnación de la dialéctica, concepto esencial en el sistema hegeliano. A partir de aquí empieza a insinuarse que el mundo es su propia esencia, el producto de la actividad histórica del hombre, en una palabra, el producto del trabajo. El hombre trae al mundo la verdad y con ella es capaz de organizar el mundo de acuerdo con la razón. Hegel ilustra esto con la misión de San Juan Bautista (cfr. p. 43).

Pero el concepto más alto que alcanza Hegel en este su primer período no es el de la vida, sino el del Espíritu, que es la vida infinita. Otro concepto fundamental es el de ser (Sein) que Hegel diferencia del concepto de ente (Seiendes), para terminar afirmando que el Ser por excelencia, la esencia de todo ser, es la substancia divina, combinando así la ontología con la teología, por supuesto sobre la base de un panteísmo.

Caminando hacia su sistema de filosofía, Hegel termina en un sistema de moralidad, pasando por unos escritos filosóficos y otros políticos. La vieja distinción entre entendimiento y razón (Verstand‑Vernunft), tan resonante en Kant, es interpretada por Hegel como distinción entre sentido común y pensamiento especulativo, es decir, entre reflexión no dialéctica y conocimiento dialéctico. El pensamiento dialéctico, que opera por superación de opuestos, terminará reduciendo lo infinito a lo finito. Esa realidad última, en la cual se resuelven todos los antagonismos, es lo que Hegel llamará «el absoluto», que culminará en Razón, porque la razón aprehende la identidad de los opuestos. Esto es el «Espíritu», pero Marcuse prefiere subrayar los momentos que «revelan las tendencias materiales de la filosofía hegeliana» (p. 60). En este sentido, analiza el mundo cultural como proceso en el que se organiza y da forma al mundo objetivo, merced a la actividad humana fundamental: al trabajo, entendido ya por Marcuse en el exacto sentido que tendrá en K. Marx. Estos son los pasos hacia el primer sistema hegeliano, que fundamentalmente comprende una lógica y una filosofía del espíritu, temas analizados por Marcuse, que descuida, en cambio, la filosofía de la naturaleza.

La lógica es al mismo tiempo metafísica, ya que la distinción clásica entre lógica formal y ontología no tiene sentido para el idealismo trascendental que concibe las formas del ser como resultado de la actividad del entendimiento humano. Empero, Hegel critica el idealismo de Kant porque presuponía la existencia de cosas fuera del pensamiento, cosas en sí, mientras que el idealismo de Hegel, frente al parcial de Kant, quiere ser un idealismo absoluto, total. La lógica de Hegel, en cambio, presupone una identidad entre pensamiento y existencia; por esto es, más que lógica, metafísica. Una metafísica que se enfrenta con el dilema finitud‑infinitud para declarar que las cosas finitas son más bien negativas y esta negatividad constituye su momento dialéctico, que ha de resolverse en la infinitud del absoluto. Igualmente, la Filosofía del Espíritu es una descripción del proceso mediante el cual «el individuo se vuelve universal y tiene lugar por tanto la 'construcción de la universalidad'» (p. 93). Esto nos abre las páginas de la «Fenomenología del espíritu».

Los capítulos que Marcuse dedica a la exposición del sistema hegeliano, desde la «Fenomenología del espíritu» a la filosofía de la historia, son una muestra de las exposiciones populares del dicho sistema, en los que se patentiza la tendencia marcusiana hacia una interpretación de Hegel desde la llamada históricamente «izquierda hegeliana», que es la fuente del marxismo.

Sin entrar ahora en la exposición de la «Fenomenología del espíritu», hay que decir que el análisis que realiza Marcuse es una puesta en escena divulgadora del contenido de la obra, renunciando a un análisis a fondo de ella, como dice explícitamente en la página 107, para interpretar el método dialéctico con el que se establece el esquema general de la obra. En efecto, dicho método, encaminado al descubrimiento de la verdad, descubre que ésta no radica en el objeto ni tampoco en el yo individual, sino en su doble negación, con lo que la verdad queda transferida al yo universal. Igualmente, la exposición de «La ciencia lógica» se ciñe fundamentalmente a explicar negativamente la dialéctica, a base de la superación de la contradicción, mientras que el aspecto positivo de la misma dialéctica consiste en la configuración de lo universal a través de lo particular. Por otra parte, para Marcuse, la identidad hegeliana de «nada» y «ser» y su superación en el «devenir», harán de éste la estructura de lo real, y el tema hegeliano de la finitud, en cuanto ser lo explica, serán las bases en las que Marx podrá apoyarse, según Marcuse, para revolucionar el pensamiento occidental. Para Hegel ―siempre según Marcuse― el mundo real de las cosas no es un mundo finito por ser creado, sino porque la finitud es su cualidad inherente, según que el concepto de finitud se convirtió, en la concepción de Hegel, en «principio crítico y casi materialista» (p. 138).

Marcuse no puede dejar de reconocer la reducción hegeliana de lo finito a lo infinito, y esto constituye a sus ojos el esencial idealismo hegeliano. Pero para Marcuse, la idea absoluta no es una realidad suprema y distinta, sino la totalidad de los conceptos que revela la lógica‑metafísica y el método que desarrolla esta totalidad. «Es el pensamiento dialéctico revelado en su totalidad» (p. 164). Si comparamos esta interpretación con las páginas en las que Hegel habla de la idea absoluta de la «Ciencia lógica», tenemos que considerar la exégesis marcusiana no sólo parcial, sino falsa. En otras palabras, Marcuse quiere desterrar del sistema de Hegel todo lo que suene a un absoluto trascendente. Y esto es hegelianismo, pero de izquierda, en el sentido en que pudo serlo el neo‑hegelianismo de Feuerbach. Con todo, Marcuse tiene que reconocer el «teologismo» de Hegel, pero como un paso para afirmar que el sistema de Hegel llega a suprimir la idea de creación.

La filosofía política subrayará la idea de libertad, fundamentada en el conocimiento, y Marcuse se encargará de orientar la crítica de Hegel a la Religión en cuanto la religión distrae al hombre de su búsqueda de la libertad actual, prometiéndole compensaciones ficticias. La lucha por la realización histórica del hombre no es religiosa, sino que debe ser lucha política y social. Esto es puro marxismo. Por esto, el sujeto último de la historia será llamado espíritu del mundo (Weltgeist).

La segunda parte de la obra tiene por objeto «El surgimiento de la teoría social». Nos advierte Marcuse, a pesar de haber interpretado a Hegel desde un punto de vista marxista, que la transición de Hegel a Marx es la transición a un orden de verdad esencialmente diferente, ya que todos los conceptos filosóficos de la teoría marxista son categorías sociales y económicas, mientras que las categorías sociales y económicas de Hegel son conceptos filosóficos (p. 254).

En esto estriba para Marcuse la originalidad del marxismo. Veamos los puntos fundamentales de esta segunda parte de Razón y Revolución, que señala el paso de la filosofía a la teoría social.

Por este camino aparece Kierkegaard, que connota un individualismo, presentado como el polo contra el que reaccionará el ulterior desarrollo de la teoría social. Para el pensador danés lo que existe es siempre individual, no existe lo abstracto. Pero en lo individual se encarnaba lo religioso. Marcuse pretenderá hacernos ver que sólo el tránsito de lo individual no religioso a lo individual antropológico salva la realización histórica de la humanidad. Aquí es cuando aparece Feuerbach, para quien, en definitiva, Dios es sólo lo que el hombre es para el hombre, esto es, la hipóstasis de los valores humanos. Feuerbach, entonces, toma como punto de partida el hecho de que el contenido humano de la religión sólo puede ser preservado abandonando la forma religiosa, la forma ultraterrestre (p. 263). Esto significa, dialécticamente, que la realización de la religión requiere su negación, o lo que es igual, que la Teología, como doctrina de Dios, ha de ser cambiada por la antropología, como doctrina del hombre. Con palabras de Marcuse: «la felicidad eterna comenzará con la transformación del reino de los cielos en república de la tierra» (p. 263). Feuerbach es un naturalista, parte del hecho de que la naturaleza es la realidad primaria. Por tanto, la filosofía debe comenzar con el ser que es naturaleza. La esencia del ser es la naturaleza. Pero este concepto de naturaleza no es entendido en sentido clásico, sino que ella es sólo una condición de la existencia humana; por tanto, la liberación del hombre exige la liberación de la naturaleza, de la existencia natural del hombre. Con lo cual se prepara la teoría marxista del trabajo que, a continuación, analiza Marcuse.

Marcuse, en efecto, comienza explicando el trabajo como alienación, tal como ésta se manifiesta, primero en la relación del obrero con el producto de su trabajo y, después, en la relación del obrero con su propia actividad. Con palabras textuales: «el obrero en la sociedad capitalista produce bienes. La producción de bienes en gran escala requiere capital, es decir, grandes cantidades de riqueza, utilizadas exclusivamente para promover la producción de bienes. Los bienes son producidos por empresarios independientes privados, con el fin de obtener una venta provechosa. El obrero trabaja para el capitalista, al cual entrega, a cambio de un salario, contractualmente fijado, el producto de su trabajo. El capital tiene el poder de disponer de los productos del trabajo. Mientras más produce el obrero, mayor es el poder del capital y menos los medios que el obrero tiene de apropiarse de su producto. El trabajador se convierte así en víctima del poder que él mismo ha creado» (p. 271). Esta es en síntesis la teoría marxista del trabajo como alienación: el obrero alienado de su producto está al mismo tiempo alienado de sí mismo. El trabajo del obrero no es suyo y el hecho de que se convierta en propiedad de otro, acusa para el marxismo una expropiación que atañe a la esencia misma del hombre. Dado el sentido negativo de la dialéctica marxista, según la cual cada hecho es más que un mero hecho, por ser negación de posibilidades reales, el trabajo asalariado, siendo un hecho de la sociedad capitalista, es al mismo tiempo una restricción del trabajo libre, el único que puede satisfacer, para el marxismo, las necesidades humanas. De aquí la negación marxista de la propiedad privada. Para Marx, y para Marcuse, la propiedad privada es un hecho, pero al mismo tiempo es la negación de la apropiación colectiva de la naturaleza por el hombre (p. 272). Por esto, se presenta al comunismo, con su «abolición de la propiedad privada», como una nueva forma de individualismo, y no sólo como un sistema económico nuevo y diferente, sino como una nueva forma de vida. En suma, el comunismo aparece como la apropiación real de la esencia del hombre por y para el hombre, y por lo tanto supone «el retorno completo y consciente del hombre a sí mismo como ser social, es decir, como ser humano» (cfr. p. 281). El comunismo será la solución verdadera del conflicto del hombre con la naturaleza y con el hombre, porque Marx, según Marcuse, sostiene que la teoría correcta es una conciencia de la práctica, que tienda hacia la transformación del mundo.

A partir de estos puntos, que suponen una apología del marxismo como fundamento de la teoría dialéctica de la sociedad, Marcuse pasa a examinar los fundamentos del positivismo y la aparición de la sociología. Frente al sentido negativo, pero verdadero de la dialéctica, la filosofía positiva aparece con distinto signo. El examen que Marcuse hace de la obra de Saint Simon, Compte y von Stein, a los que hace remontarse nada menos que al idealista Schelling, destinado a destruir la semilla hegeliana, demuestra que no se trata de hacer una apología, sino de presentar la otra cara de la teoría social, la no dialéctica, como algo obsoleto. Es de subrayar el carácter anti‑metafísico de estas líneas positivistas que analiza Marcuse. Frente a ellas, la filosofía dialéctica pretenderá una salvación de la metafísica, pero bien entendido que se trata de una metafísica que se reduce a pura ontología de signo materialista. Y en consecuencia, niega la trascendencia como blanco y vértice de la especulación metafísica.

La última y tercera parte de la obra de Marcuse, Razón y Revolución, tiene un carácter de conclusión en la que el autor examina el final del hegelianismo, para acabar subrayando el carácter anti‑hegeliano del nacionalsocialismo y hacer suya la célebre frase de Karl Schmitt que afirma que el día que Hitler subió al poder, «Hegel, por así decirlo, murió».

La obra se cierra con un epílogo, escrito anteriormente, en 1954, en el que Marcuse señala el caminar del idealismo y del materialismo dialéctico hacia la idea, de una forma diferente de Razón y libertad, indicando cuán real es la posibilidad de una liberación última del individuo. Aquí es donde se patentiza el neo‑marxismo, o marxismo revisionista de Marcuse. Ahora bien, no se puede decir que el libro contenga ninguna conclusión. Si fuera un libro de tesis cabría someterlo a un análisis sistemático, pero se trata de un libro de «Historia» donde Marcuse no se abre a ofrecer una teoría personal. Pero, eso sí, se trata de una historia hecha desde una perspectiva subjetivista que es el neo‑marxismo de Marcuse. Acontece entonces que el autor se vale de la ambigüedad existente en el sistema hegeliano y en el de sus epígonos, para inyectar una concepción materialista del hombre, de la naturaleza y de la historia.

 

VALORACIÓN FILOSÓFICA

Cabía esperar, a la vista del índice de su obra, que Marcuse nos ofreciera una buena visión, aunque popular, del hegelianismo. Pero el autor se ha dejado llevar de un subjetivismo que le ha hecho injertar en el sistema hegeliano categorías que proceden claramente de la llamada históricamente ala izquierda del sistema. En efecto, entre el idealismo absoluto de Hegel y el materialismo dialéctico existe la diferencia profunda que media entre la idea como espíritu y como materia, aunque ambas categorías comportan el carácter de absoluto en los dos sistemas. Desde el punto de vista filosófico el defecto de todo idealismo, tanto del panlogismo hegeliano como de los idealismos de Schelling y Fichte, por citar sus precursores, es la caída en un panteísmo que hace incompatible tales sistemas con una metafísica de la creación, la única paz de explicar el surgimiento originario de la realidad a la luz de la filosofía clásica del ser.

Por otra parte, el acercamiento del hegelianismo al materialismo supone introducir en Hegel las aporías propias que incluso no sólo desde un punto de vista filosófico, sino meramente científico, se le presentan al materialismo por muy dialéctico que éste quiera presentarse; en concreto, el problema del origen y de la génesis de la materia no parece estar resuelto por la ontología marxista, cada día más alejada en este punto clave no sólo de la filosofía tradicional y clásica, sino también de las últimas investigaciones de la ciencia actual.

Por lo que hace a las ideas políticas que se van desarrollando a través de la obra, no se acierta a comprender el planteamiento de la problemática de la liberación del hombre, desde unas coordenadas que, como las marxistas, olvidan, cuando no niegan, el más simple concepto de la libertad personal. Ya también para Hegel la libertad era sólo una «necesidad conocida».

En concreto, conviene subrayar que Marcuse hace una exagerada apología del oscuro concepto hegeliano de libertad. Con ello ofrece una contradicción entre lo que expone como propio del sistema hegeliano y la libertad en sentido marxista. En efecto, presentar la filosofía de Hegel como un sistema de la libertad no parece compatible con las propias ideas de Hegel, para quien la libertad es, repetimos, una «necesidad conocida», y menos aún con la teoría marxista que en definitiva desconoce el sentido de la libertad personal. Aquí vemos una contradicción en la exposición de Marcuse: su presentación de Hegel, precisamente por no ser exacta, hace imposible pensar en Hegel como un precursor del marxismo. Esta contradicción sólo podría olvidarse si el marxismo defendiera la libertad. Pero para esto Marcuse tendría que falsear su interpretación del marxismo, como ha falseado la del sistema de Hegel.

En conjunción con esta teoría de la libertad, se encuentra la afirmación en torno a la verdad como algo en devenir. Esta tesis supone una relativización del concepto de verdad. En sentido objetivo, la verdad es algo de por sí, por tanto algo ajeno a la dimensión de lo espacio‑temporal. San Agustín señaló repetidas veces el carácter inmutable, necesario y eterno de la verdad, seguido en este punto por la mayoría de los grandes filósofos. Otra cosa es que la posesión de la verdad por parte del hombre acontezca en el tiempo, de una manera progresiva, dado el carácter histórico del entendimiento humano que pasa de su estado potencial a un estado actual en el hecho del conocimiento. Pero hacer de la verdad algo en devenir es una forma de subjetivismo donde se pone el acento de la verdad en ser algo para mí. Lo contrario justamente de lo que merece el nombre de Verdad.

Por otra parte, conviene matizar la afirmación de que Hegel no dejó de ser teólogo toda su vida (es algo que suelen repetir ciertas historias de la filosofía y monografías sobre Hegel). En concreto esta opinión procede de Nietzsche. El supuesto teologismo de Hegel es un panteísmo, donde se borra la huella de un Dios personal para dar paso a un Absoluto del cual puede decirse lo que el propio Hegel afirmó del absoluto de su predecesor Schelling, a saber, que es la noche en que todos los gatos son pardos. El idealismo absoluto ignora la diferencia ontológica entre lo finito y lo infinito. Sobre este punto insistiremos enseguida.

El hecho es que Marcuse hace historia a su estilo. Por esto atiende más a las preocupaciones políticas que a las teológicas del joven Hegel. La lectura de esta obra de Marcuse da la clara impresión de que su autor quiere llevar el agua a su molino. En este sentido apenas se hecha de ver el panteísmo hegeliano, que es su pieza clave, y la que señala la radical distancia entre el sistema del idealismo absoluto y la metafísica realista de la creación. El idealismo absoluto, en efecto, concibe la realidad como una epifanía del absoluto y como consecuencia, para él, lo finito no existe propiamente como finito sino sólo en virtud de su reducción a lo infinito. Con lo cual no sólo se borran las fronteras que separan esos dos planos de la realidad, sino que lo finito pierde su realidad propia, la unidad e individualidad de cada ser que nos manifiesta la experiencia. A nuestro juicio, la respuesta a la pregunta fundamental de la filosofía ―¿por qué el ente y no más bien la nada?― sólo puede venir esclarecida a la luz de una metafísica de la creación divina. Unicamente por este camino se explica el problema de la «participación» en el acto de ser, que implica la puesta en juego de la causalidad y termina en la apertura al creacionismo.

Panteísmo y creacionismo se contradicen a la hora de explicar el origen del ser del ente. Sólo en el creacionismo puede fundamentarse una metafísica trascendente. El panteísmo, en cambio, contiene «in nuce» el ateísmo filosófico en cuanto que al reducir lo finito a lo infinito y explicar lo primero como una epifanía de lo segundo puede hacer perder de vista el valor trascendente del Absoluto y llevar a pensar que lo infinito se reduce a su manifestación cósmica.

 

VALORACIÓN DOCTRINAL

El carácter simpatizante de esta obra de Marcuse con la interpretación marxista de Hegel hace que su lectura nos recuerde continuamente el sentido anticristiano de la ideología de su autor. Fundamentalmente, dos son los puntos que ―en este sentido― conviene destacar. El primero se refiere a las categorías ontológicas que aquí se desarrollan en su sentido más materialista, con el olvido, cuando no la crítica, de la sana metafísica, ya que en el planteamiento de Marcuse no cabe hablar de metafísica. Reducir, en efecto, la interpretación de la realidad a mera ontología nos parece radicalmente insuficiente, no por sabido debe dejar de recordarse que la metafísica tiene una vertiente ontoteológica. Es la ciencia que pretende conocer el ente en cuanto ente por su causa. De aquí que la metafísica sea necesariamente ontología y teología natural. La necesidad inevitable del planteamiento del problema de Dios no es en el fondo más que la que tiene la razón humana de buscar el Absoluto como causa del ser del ente. Cuando el Absoluto trascendente queda marginado, otro absoluto ocupa su puesto. Es el caso de la materia en el materialismo dialéctico.

En la exposición de Marcuse sobre Hegel es clara la idea de que el mundo es el único lugar ontológico del ser humano. Esta afirmación es consecuencia del olvido fundamental de la dimensión espiritual del hombre, poseedor de un alma inmaterial y, por eso, inmortal.

En segundo lugar, y como segundo punto, hay que señalar que el análisis de las teorías políticas, tal como se presenta en la obra de Marcuse, contradice tanto los principios del Derecho Natural como los ―del Magisterio de la Iglesia. Respecto a lo primero, y a modo de ejemplo, hay que subrayar la negación de la propiedad privada, que implica la negación de algo que pertenece a los derechos fundamentales del hombre. La doctrina de la Iglesia, en este punto, ha consistido en subrayar un derecho natural del hombre libre; recuérdense sobre esto las encíclicas Rerum novarum, Mater et Magistra, etc.

El anti‑cristianismo de Marcuse, aunque no se trate de una obra de tesis, aparece en los puntos en que, al exponer a Hegel, hay alusiones a la doctrina del Evangelio. Es patente la negación del carácter salvífico de esta doctrina cuando se afirma que el evangelio se dirige esencialmente al individuo como ser desligado de nexos sociales, afirmación que Marcuse pone en la mente de Hegel. Aunque esta interpretación de Hegel pueda ser históricamente cierta, es radicalmente falsa la tesis que hace del Evangelio algo individual, olvidando la dimensión social de la doctrina evangélica que nos habla de la solidaridad y hermandad humanas, en cuanto hijos de un solo Dios y hermanos en Cristo.

Ni siquiera puede considerarse al libro de Marcuse como una buena información sobre el hegelianismo, por el carácter subjetivista que se señalaba en la Introducción a la recensión de esta obra. Ante obras como la de N. Hartmann (La filosofía del idealismo alemán, II, Buenos Aires, 1960) o la de R. Kroner (Von Kant bis Hegel, Tübingen, 2 tomos, 1921‑24), la exposición de Marcuse aparece claramente de un simplismo inaceptable. Para una primera visión de Hegel, breve pero muy exacta, puede consultarse la Historia de la Filosofía, de C. Fabro (tomo II, pp. 218‑227, Ed. Rialp, Madrid, 1965).

Finalmente conviene recordar las siguientes palabras del Magisterio de la Iglesia: «La Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede menos de reprobar con dolor, pero con firmeza, como ya otras veces lo ha reprobado, ciertas funestas doctrinas y estas tácticas que contradicen a la razón y a la experiencia humana universal, y rebajan al hombre de su grandeza original» (cfr. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 7‑XII‑1965, núms. 20 y 21: AAS 58 (1966), pp. 1040‑1041). «Toda acción social implica una doctrina: el cristiano no puede admitir la que se apoya en la filosofía del materialismo y del ateísmo, que no respeta ni la orientación religiosa de la vida hacia su fin último, ni la libertad ni la dignidad humanas» (Paulo VI, Enc. Populorum progressio, 26‑III‑1967, núm. 39: AAS 59 (1967), p. 276).

J.J.R.R.

 

Volver al Índice de las Recensiones del Opus Dei

Ver Índice de las notas bibliográficas del Opus Dei

Ir al INDEX del Opus Dei

Ir a Libros silenciados y Documentos internos (del Opus Dei)

Ir a la página principal