MARITAIN, Jacques

Man and the State

The Chicago University Press, Chicago 1951

 

CONTENIDO DE LA OBRA

Este libro está dividido en siete capítulos, cuyas líneas fundamentales se resumen a continuación.

1 El Pueblo y el Estado

En este capítulo Maritain analiza algunos de los conceptos básicos de la filosofía social y política: nación, cuerpo político, estado comunidad, sociedad, pueblo. En síntesis puede decirse que está estructurado en torno a dos ideas fundamentales: en primer lugar Maritain aspira a poner de manifiesto que la política ha de estar fundada en la razón y a criticar, por consiguiente, los planteamientos de tipo vitalista, que fácilmente pueden degenerar en regímenes totalitarios por la vía de la idealización de la nación, etc; de ahí que se distancie de los planteamientos románticos que dan primacía a la comunidad frente a la sociedad y que afirme por el contrario, que la sociedad política implica un grado superior de perfección respecto a la comunidad. En segundo lugar, y prolongando ]o anterior, critica la visión idealista hegeliana del Estado como absoluto, como una entidad separada de los sujetos que lo integran y superior a ellos, y, frente a estos planteamientos, subraya que la verdadera concepción del Estado es la que lo concibe como un instrumento al servicio de la persona y del bien común. Esas ideas se prolongan, a un nivel menos filosófico y más sociológico, con una advertencia frente al proceso de crecimiento actual de las funciones estatales: ese crecimiento -dice- es en parte legítimo ya que constituye un instrumento al servicio de la justicia social, pero debe ser mantenido en sus límites justos, corrigiendo la hipertrofia que se produce como consecuencia del influjo de las ideas hegelianas antes criticadas.

2 El concepto de soberanía

En el capítulo anterior, Maritain ha afirmado que el concepto hegeliano de Estado es el fruto de un proceso que se inicia siglos antes, en el Renacimiento, cuando aparece la noción de soberanía, aplicada primero a los Reyes y después a las naciones o a los Estados. Ahora vuelve sobre ese punto para precisar sus ideas al respecto. Su tesis es clara y decidida: el concepto de soberanía debería ser abandonado por la filosofía política, ya que es un concepto intrínsecamente erróneo. Para llegar a esa conclusión analiza las ideas de Bodin, Hobbes y Rousseau, definidos padres del concepto moderno de soberanía, y concluye que ese concepto implica sostener que alguien -el rey, el estado, el pueblo-, e un derecho natural e inalienable a un poder supremo, que puede ejercer con plena independencia y absolutamente por encima de la comunidad o sociedad gobernada. Esa consideración del Soberano -rey, estado, pueblo- como un todo transcendente, implica un error grave en la interpretación de la sociedad o realidad social y lleva consigo la afirmación del absolutismo más pleno. Es, en suma, necesario -concluye- abandonar el concepto de soberanía, al menos si se da a la palabra el sentido preciso que tiene en la moderna historia de la filosofía política. Ninguna realidad social es soberana, aunque sí pueda gozar de autonomía, pero una autonomía siempre limitada y no esa independencia absoluta que la noción de soberanía implica.

3 El problema de los medios

En este capítulo Maritain trata en realidad dos temas distintos, unidos por el uso, en ambos casos, de un mismo vocablo: la palabra “medios”.

El primer tema es el del fin y los medios. El fin de la sociedad política no es sólo el bienestar material sino una realidad de libertad y de cultura: la sociedad ha de ayudar al hombre a conquistar su verdadera libertad. La tarea política es pues tarea moral y los medios han de ser ordenados a ese fin. Maritain prolonga esas afirmaciones mediante una crítica a Maquiavelo, señalando que, para la eficacia política, se requiere no sólo una racionalización técnica de los medios políticos, sino, además y sobre todo, una racionalización moral, es decir, el reconocimiento de que un fin moral no puede servirse más que por medios igualmente morales. Al llegar a este punto, Maritain afirma que la democracia, como “organización racional de la libertad fundada sobre la ley”, es la única vía para conseguir una racionalización moral de la política. Pero, añade, la democracia está siempre amenazada ya que puede perder su inspiración moral: la democracia, concluye, sólo podrá, de hecho, superar las tentaciones y dificultades si cuenta con la inspiración del Evangelio.

El segundo punto que trata en este capítulo es el de los medios de control del Estado por parte del pueblo, donde se ocupa tanto de los medios técnicos de control (elecciones, división de poderes...), como de los medios espirituales (resistencia pacífica, existencia en los ciudadanos de convicciones espirituales que les doten de capacidad de reacción y les impulsen a informar moralmente la acción política...). El capítulo se completa con una crítica al totalitarismo considerado como una regresión a la barbarie y una abdicación de la razón.

4 Los derechos del hombre

En la situación cultural contemporánea se da un fenómeno peculiar, afirma Maritain: hay entre los hombres un acuerdo bastante amplio sobre una serie de preceptos prácticos -concretamente, la afirmación de la dignidad del hombre y los derechos que la manifiestan y protegen- y a la vez una clara discrepancia a la hora de dar una justificación racional de los mismos. Como posible explicación de ese hecho, puede pensarse en que esos preceptos básicos prácticos son conocidos por el hombre en virtud del dinamismo espontáneo de la razón, que es en gran parte independiente de los sistemas filosóficos: de ahí esa concordia a un nivel y esa discrepancia en el otro. Eso permite convivir, pero, -añade- no autoriza a pensar que pueda confiarse sólo en el conocer espontáneo y prescindir de lo filosófico: el tema de la justificación de los valores y normas morales es capital desde la perspectiva de la vida de la inteligencia. De hecho dedica el resto del capítulo a este tema afirmando que los derechos del hombre forman parte de la ley natural y esbozando una fundamentación de esta última. Para ello critica la concepción racionalista del derecho natural, frente a la que defiende la concepción tomista, que explica dando gran importancia, a nivel ontológico, a la noción de naturaleza, y, a nivel gnoseológico, a la afirmación de Santo Tomás según a cual “omnia illa ad quae homo habet naturalem inclinationem, ratio naturaliter apprehendit ut bona” (Sum. Th. 1-2, q. 94, a. 2), lo que le lleva a reafirmar ese papel del conocer espontáneo en la percepción del valor moral, de la que habló al principio.

5 La carta democrática

En este capítulo Maritain vuelve a la cuestión que planteaba en el anterior, antes de esbozar la fundamentación filosófica de los derechos humanos: es decir, el problema social planteado por la discrepancia, a nivel ideológico, entre los hombres. Hubo una época, la Edad Media -dice-, en la que se intentó construir la vida de los hombres, de la comunidad política, sobre el fundamento de la unidad de la fe. Ese intento se hizo imposible a partir del Renacimiento y la Reforma protestante. En la época moderna se intentó edificar la vida civil sobre la pura razón, es decir sobre la razón separada de la fe y del Evangelio. El fracaso de ese esfuerzo resulta patente. ¿Qué hacer en esa coyuntura? Pensar en una democracia sin fundamentación es imposible, ya que eso equivale a edificar una sociedad sin convicciones y sin ideales, débil frente a las ideologías totalitarias. No hay sociedad estable sin convicciones comunes, sin un credo o fe -en el sentido humano de esas palabras- que todos acepten. El fracaso de los dos intentos antes mencionados -el medieval y el ilustrado- y la situación de división ideológica presente, parecen no dejar más que un camino: la democracia, si quiere sobrevivir, necesita fundarse en convicciones que, no pudiendo -dada la situación sociológica- ser de orden teorético o especulativo, habrán de ser de orden práctico.

Llega así Maritain a lo que llama una “fe secular democrática”, o conjunto de afirmaciones sobre el valor y la dignidad del hombre, etc., en las que convienen amplios estratos de la sociedad de nuestros días, aunque diverjan en los planteamientos teoréticos y por tanto en la justificación -y en parte en la interpretación- de esas conclusiones. A Maritain no se le oculta la debilidad de esa situación -y por eso afirma expresamente que mientras más crezca el acuerdo a nivel filosófico y más hondamente la fe cristiana informe a una sociedad, más firme será su reconocimiento de la dignidad del hombre con todo lo que de ahí se deriva-, pero afirma al mismo tiempo que al hablar de una sociedad basada en una fe secular democrática, en el sentido señalado, no sólo se está hablando del único proyecto viable de acuerdo con la situación histórico-sociológica, sino que se está reflejando un principio fundamental: el respeto a la libertad que todo hombre tiene para expresar lo que considera verdadero, de forma que es ilegítima toda presión que fuerce a renunciar a las propias convicciones.

Una vez hechas esas consideraciones, el capítulo continúa exponiendo algunos puntos concretos que terminan de perfilar el proyecto de convivencia social que acaba de plantear: el tema de los límites a la libertad de expresión, el problema de la educación (en el que propugna que el Estado no imponga una educación única, sino que respete el pluralismo de convicciones que exista en la sociedad), el tema del ejercicio democrático de la autoridad (donde prolonga algunas de las ideas ya expuestas al criticar la noción de soberanía), el tema de lo que llama “minorías proféticas de choc” (es decir la posibilidad de movimientos intelectuales que propugnen el cambio de la situación social y los problemas que eso plantea).

6 La Iglesia y el Estado

Es evidente que las afirmaciones hechas por Maritain en el capítulo anterior sobre la relación entre conclusiones prácticas y justificaciones teóricas, tienen implicaciones, a nivel institucional, en la forma de concebir las relaciones entre Iglesia y Estado. El filósofo francés aborda explícitamente el tema en este capítulo. Comienza recordando algunos principios inmutables: la espiritualidad del hombre, la primacía de lo espiritual sobre lo político (tema que explica acudiendo, en parte, a su personal teoría sobre las relaciones entre persona y bien común), la libertad de la Iglesia, la necesidad de una cooperación entre la Iglesia y el cuerpo político. Esos principios inmutables se aplican en todo momento histórico, pero, siendo mudables las circunstancias socioculturales, esa aplicación presenta modificaciones y vicisitudes. Así lo ha reconocido siempre la doctrina teológica, distinguiendo entre tesis e hipótesis; pero -añade Maritain- esa distinción no es del todo acertada, ya que es demasiado abstracta y genérica, de ahí que se preste, de una parte, a tomar como tesis lo que es sólo una forma histórica de aplicación de los principios, y, de otra, a presentar la hipótesis como un pragmatismo puro, es decir como un abandono de los principios. Para superar ambos escollos hace falta tomar conciencia del carácter analógico de la aplicación de los principios. En esa línea propone acudir a la idea de lo que llama “ideal histórico concreto”: es decir, el ideal realizable en una época dada porque representa la refracción de los principios en el clima y condiciones históricas del momento.

Planteado así el tema, Maritain prosigue diciendo que los principios deben aplicarse de manera diversa -análoga- en la época medieval, de estructura estamental, monárquica y sacral en la que la ciudadanía dependía de la religión, y en la época moderna o contemporánea, de carácter democrático y secular, en la que el ciudadano es considerado tal, sea cual sea su fe. En aquélla, la primacía de lo espiritual y de la Iglesia actuaba a través de la concepción del poder político como brazo secular de la Jerarquía eclesiástica; en ésta, en cambio, se manifiesta a través de la iluminación espiritual que la Iglesia ejerce, es decir a través de su predicación que forma las conciencias y hace así posible que los ciudadanos, al actuar con criterio cristiano, informen la vida social con la verdad. De ahí una forma de plantear las relaciones entre Iglesia y Estado, en la que el acento es puesto ante todo en la libertad de la Iglesia para predicar y menos en el apoyo que el Estado pueda prestar a la religión (aunque esto último no es excluido, más aún Maritain se esfuerza por arbitrar fórmulas para manifestar que, apelando al principio de la libertad religiosa de los ciudadanos, la Iglesia puede alcanzar reconocimiento de todos sus derechos).

7 El problema de la unificación política del mundo

En este último capítulo -el más breve de todos- Maritain, partiendo de la experiencia de la guerra tal y como es en la actualidad, afirma que el hombre está ante una alternativa: el riesgo de una destrucción total o la búsqueda de medios y estructuras que garanticen una paz perpetua. De ahí la necesidad de promover una sociedad política mundial que, superan decididamente los equívocos de la pretendida soberanía estatal, dé lugar no a un super-Estado (lo que sería un mal mayor que los actuales), sino a una auténtica sociedad mundial libremente estructurada. Maritain habla aquí en términos muy genéricos, esbozando más una actitud de espíritu que una propuesta concreta. Apunta sin embargo, como posible solución, al menos provisional, a la constitución de un organismo mundial dotado no de poder sino de autoridad moral, que favorezca el diálogo y juzgue de comportamientos y acciones con la autoridad que la sabiduría trae consigo.

VALORACIÓN CIENTÍFICA

Este libro es fruto de unas conferencias pronunciadas por Maritain en 1949 bajo los auspicios de la Charles R. Walgreen Foundation, y fue publicado en una colección promovida por esa misma Fundación. Ese origen se refleja en el estilo de la obra, si bien hay que hacer notar que o bien las conferencias fueron preparadas pensando ya en su publicación o bien fueron luego reelaboradas: el tono no es coloquial sino expositivo, hay abundantes citas a pie de página con un rico aparato crítico, etc. En el prólogo Maritain agradece a algunos otros pensadores las sugerencias e ideas que le han dado para algún capítulo: concretamente a los filósofos John V.Wef e Yves Simon por lo que se refiere a los capítulos primero y quinto, y al teólogo Charles Journet por lo que se refiere al sexto.

Por su género, y como se desprende de lo dicho, este libro pertenece no al género de las monografías u obras de investigación, sino al de los ensayos, con todo lo que eso quiere decir a la hora de juzgar su valor científico: como es lógico en un ensayo, Maritain no pretende demostrar documentalmente todas y cada una de las afirmaciones que hace, sino que da cosas por supuestas, apunta perspectivas sin agotarlas del todo, etc. Dicho eso, hay que añadir que el libro está escrito con rigor y coherencia, exponiendo las ideas con claridad, etc. En ocasiones se detiene a documentar, de acuerdo con las circunstancias, algunos de los puntos más decisivos; así lo hace, por ejemplo, en todo lo referente a la noción de soberanía y su crítica, que es uno de los puntos mejor estudiados (y más nuevos, por lo demás, con respecto a la anterior producción mariteniana).

VALORACIÓN DOCTRINAL

La colección en la que se publicó el original inglés de este libro aspiraba, según declaración de sus directores, a difundir obras que pusieran de relieve la dignidad de la persona humana y los fundamentos de la democracia, frente a los ataques que había sufrido por parte de las filosofías, ideologías y regímenes totalitarios propios de la primera mitad del siglo XX. La democracia -explica el chairman de la Fundación Walgreen- ha sido defendida con argumentos pragmáticos, pero esos argumentos no bastan: es necesario acudir a la filosofía para encontrar en ella un fundamento firme. Y a promover libros que se muevan en esa línea se encamina la colección.

Esa declaración de principios manifiesta bastante bien algunos rasgos del presente libro de Maritain, al menos del espíritu con que fue escrito. Para juzgarlo y valorarlo quizá sea oportuno, además, situarlo en el conjunto de la producción mariteniana. Hagamos por eso una breve síntesis de su evolución intelectual.

A raíz de su conversión al catolicismo, ocurrida en 1906, Jacques Maritain, por influjo de los ambientes intelectuales en los que se movió, acabó adoptando una posición fuertemente crítica frente a todo lo moderno. Esa crítica se sitúa ante todo a nivel filosófico -viendo en Descartes el fautor de un planteamiento racionalista e idealista que aparta al hombre de lo real y de Dios-, pero que afecta a todos los demás órdenes de la vida, ya que el Maritain de esa época no reconoce en la cultura moderna ningún valor de orden auténticamente humano: ha habido, dice, en la edad moderna, una gran adquisición, la ciencia físicomatemática con la técnica que de ella deriva, pero ningún paso adelante, sino al contrario, un pleno retroceso, por lo que se refiere a la comprensión del hombre, de su dignidad y de cuanto de ella se deriva.

Esa posición filosófico-cultural se traduce, a nivel político, en un acercamiento a los grupos de Action Française, a la que no llegó a vincularse pero con la que mantuvo una relación bastante estrecha. En 1926 la Santa Sede condenó el movimiento de Action Française. Esa condena y la violenta y agria reacción frente a ella de muchos de los partidarios de esa agrupación política, provocaron un profundo cambio en Jacques Maritain, que a partir de ese momento inicia un periodo de reflexión intelectual que culmina a principios de los años treinta. El exponente más claro de su nueva actitud intelectual es su obra Humanisme intégral, publicada en 1936.

En términos esquemáticos puede decirse que, como consecuencia de las reflexiones iniciadas a partir de 1926, Maritain llega al convencimiento de que en la edad moderna hay valores no sólo al nivel de la ciencia, sino al de la comprensión del hombre: ha habido -concluye-, en los siglos modernos, un progreso en el humanismo. La Edad Media tuvo la gran virtud de ser teocéntrica, pero no alcanzó una plena comprensión de la dignidad de la persona humana (y, en este sentido, no fue humanista). La Edad Moderna fue humanista, pero la afirmación del hombre estuvo en ella unida a un olvido de Dios (se pasó del teocentrismo a un antropocentrismo). Es pues necesario auspiciar una nueva etapa histórica, una nueva Cristiandad, que estando en lo radical en continuidad con la Cristiandad Medieval (es decir siendo teocéntrica), asuma el crecimiento producido en la época moderna (es decir sea humanista, con un humanismo integral).

Esa valoración de la época moderna da un paso adelante a partir de 1939, es decir a partir de la crisis que representa en Europa el triunfo de Hitler o, en términos más generales, la expansión de los planteamientos totalitarios. Hasta ese momento, Maritain ha manifestado reticencias frente a la democracia, a la que considera carente de inspiración existencial profunda, y falta por tanto de ideales y de heroísmo. La experiencia histórica a la que acabamos de referirnos le hace modificar en parte su juicio y acercarse al planteamiento demócrata, convencido de que sólo esa visión de la política garantiza la libertad de la persona humana. Nace así su libro Christianisme et démocratie, publicado en 1943, en el que valora positivamente la democracia, a la par que afirma que para poder existir necesita una inspiración ideal y espiritual que sólo el cristianismo puede otorgarle.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Maritain manifestó una plena disconformidad con la posición adoptada por Petain y se situó en la línea de De Gaulle, al que prestó su apoyo intelectual. Al terminar la contienda fue nombrado embajador de Francia ante la Santa Sede, cargo que ocupó hasta 1948, año en el que dejó Europa y se trasladó a los Estados Unidos. En esa decisión, junto a otros factores, influyó un cierto desencanto ante la evolución político-cultural europea, ya que consideraba que en Europa no se estaban realizando las ilusiones que había acariciado durante los años anteriores y se sentía desplazado en los ambientes de la postguerra continental. En los Estados Unidos, donde ya había vivido, como exiliado, a principios de los años cuarenta, piensa encontrar un clima más propicio. La experiencia americana influye a su vez en su desarrollo intelectual, dando, en parte, un tono algo más pragmático a sus libros de filosofía política: no abandona los planteamientos y visiones de conjunto a los que ha llegado en años anteriores, pero, a partir de este momento, tiende a ocuparse de cuestiones más concretas y detalladas. Claro exponente de esta etapa es Man and the State, la obra que estamos comentando.

Jacques Maritain ha tenido un fuerte influjo, sobre todo en Francia, en Italia y en parte de Latinoamérica, donde ha contribuido, a nivel filosófico, a una amplia difusión del tomismo en los ambientes civiles y seculares, y, a nivel político-social, a impulsar a muchos cristianos a plantearse de forma vital y positiva la tarea de una cristianización de la civilización y la cultura modernas. Por lo que se refiere a este último punto su obra ha encontrado, junto a grandes entusiasmos, también fuertes críticas, que, en última instancia, giraban en torno a un punto central: considerar que Maritain, en su apertura, en el orden político-social, a los valores de la modernidad, se estaría en realidad acercando a planteamientos de signo liberal, con lo que, en contra de sus deseos e intenciones, se estaría exponiendo a dar pie a una pérdida de identidad de la actividad de la acción del cristiano.

Sin pretender dirimir esa polémica ni realizar una valoración de conjunto de toda la obra mariteniana, señalamos que el punto más delicado de los tratados en Man and the State es el referente a las relaciones entre la religión -más concretamente, el cristianismo- y la política, tal y como se expresa en los capítulos sobre la carta democrática y sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado (es decir el capítulo quinto y el sexto).

En la raíz de ese planteamiento mariteniano se entrecruzan consideraciones de dos tipos, sociológicas de una parte, teoréticas de otro. A nivel sociológico se sitúan todos aquellos textos en los que Maritain afirma que, dado el pluralismo ideológico de la época presente, sólo resultan viables planteamientos como los que él propone. De carácter teorético son en cambio aquellos otros en los que busca una fundamentación a su posición acudiendo a la idea de época secular cristiana o a la noción de autonomía de las realidades terrenas , concluyendo, a partir de ahí, que , en una estructura democrática, la acción de la Jerarquía eclesiástica ha de ejercitarse no tanto por la vía de unas relaciones directas Iglesia y Estado, cuanto por la de un magisterio formando las conciencias de los ciudadanos que actuarán después en uso de sus libertades y derechos cívicos.

Hay en todo ello sugerencias e ideas válidas, pero al mismo tiempo hay algunos aspectos que conviene señalar. Se puede decir, por ejemplo, que la posición de Maritain responde, en buena parte, a una gran confianza en la verdad: está en efecto convencido de que, si se deja libertad de predicación a la Iglesia, la verdad cristiana se impondrá y los hombres reconocerán que en ella está el fundamento auténtico del existir humano. Todo ello es cierto y prueba de fe, pero ¿no necesita acaso ser completado con una consideración más detenida del influjo del ambiente y del valor de la tradición en la que se nace y vive? La literatura surgida, a partir de los años sesenta, sobre la importancia de las instituciones de inspiración cristiana, debe, en ese sentido, ser tenida muy presente.

En otro orden de cosas, aunque muy relacionado con lo anterior, está lo referente a las afirmaciones de Maritain sobre la fe secular democrática, es decir sobre su intento de basar la convivencia cívica sobre el acuerdo en las conclusiones prácticas, abstrayéndose de las fundamentaciones filosóficas y religiosas. Ciertamente llega a esa solución como consecuencia de una constatación de orden sociológico, y la propone por tanto no como solución ideal sino como forma de promover la cooperación entre personas de ideas diversas, pero coincidentes en el reconocimiento de algunos valores; más aún, no deja de subrayar la importancia de la profundización filosófica en la búsqueda de un fundamento. Pero, de otra parte, es cierto también que ese planteamiento, si se olvida su provisionalidad, corre el riesgo de desembocar en un desprecio práctico de las ideas y, por consiguiente, en un pragmatismo utilitarista. Cabe tal vez decir, en esa línea, que si Maritain, atento siempre a la evolución social, hubiera contemplado el permisivismo moral de parte de la sociedad contemporánea, hubiera cambiado al menos el énfasis de algunos de sus planteamientos.

Señalamos, por último, un punto que es bueno tener en cuenta al leer a Maritain: el pluralismo político de los católicos. No porque Maritain lo niegue -al contrario, tiene textos muy claros a este respecto-, pero su forma de hablar se presta en algún punto a equívocos. Limitándonos a lo referente a las relaciones entre democracia y cristianismo, del que se ocupa Man and the State, puede comentarse que Maritain nunca dice que un católico, por el hecho de serlo, tiene que ser demócrata: lo que afirma es más bien lo contrario, a saber que la democracia tiene necesidad del cristianismo para subsistir, ya que, privada de la inspiración espiritual que el cristianismo supone, está condenada a decaer hacia un régimen vacío de ideales. Lo que sí parece pensar Maritain es que aquellas personas que no son demócratas no han captado el sentido de los tiempos: serán pues buenos católicos, y des de es a perspectiva no podrá achacárseles nada, pero sí cabe considerarlas como ajenas a la realidad de lo que está aconteciendo. Todo lo cual, si se toma como mero comentario político circunstancial puede dar origen a matizaciones, pero como juicio de valor filosófico plantea una cuestión radical, que afecta no sólo al planteamiento mariteniano, sino a cualquier otra filosofía de la historia: ¿hasta qué punto cabe formular juicios absolutos filosóficos, sobre el sentido del acontecer?, ¿puede hablarse con rigor de un sentido inmanente de la historia y afirmarse que ese sentido puede ser captado y expresado en una filosofía? El tema es muy complejo y no puede ser abordado aquí, pero merece la pena al menos apuntarlo.

Se trata en suma de un libro con ideas acertadas y aspectos muy sugerentes, pero que necesita ser completado o matizado en algunos puntos.

J.L.I.

 

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