MEYER, Jean

Historia de los cristianos en América Latina. Siglos XIX y XX

Ed. Vuelta, México 1989, 389 pp.

Su concepto de la Iglesia y del catolicismo es solamente humano: no se descubre nunca su carácter sobrenatural. Todo el fenómeno eclesiástico responde a estímulos humanos, especialmente económicos o de ambición de poder y dominio por parte de la jerarquía o de grupos de católicos que casi siempre son calificados en categorías, dando la impresión de divisiones dentro de la Iglesia. Las relaciones Iglesia-Estado son, para él, relaciones de poder a poder en que a veces gana uno y a veces otro. Parece partidario del predominio del Estado.

—Todo buen católico es calificado de ultramontano o integrista (p. 127 para García Moreno).

—No hace distinción alguna entre la Iglesia católica y sectas o iglesias protestantes, dando la impresión de que los coloca en el mismo plano dogmático, aun cuando dedica la mayor parte del libro a la historia de la Iglesia católica por ser a la que pertenecen la gran mayoría de los latinoamericanos. Las relaciones entre la Iglesia católica y las confesiones protestantes las relata en un nivel de lucha por el poder en éstas y rechazo de aquella por la intromisión de extraños en un campo tradicionalmente suyo.

—Su crítica histórica es muy superficial; con frecuencia hay afirmaciones importantes sin dar fundamento alguno; queda la impresión de un dogmatismo que responde a juicios previos más que a una investigación objetiva.

—Sus fuentes de información proceden mayoritariamente de no católicos, queriendo con eso dar la impresión de objetividad. Tiene miedo a tomar partido.

—Con facilidad unifica a los clérigos como «clase», a la que unen intereses temporales (p. 91).

—El capítulo sobre García Moreno, Presidente de Ecuador, (pp. 127-139) muestra su poca comprensión de la Iglesia y de la postura política de los católicos.Todo ello se relata sobre un fondo de intereses humanos en los que unos quieren imponerse a otros. No hay una sola referencia a la espiritualidad y sólo relata diferencias, rechazos, disputas entre García Moreno y los obispos; entre aquél y Roma; entre los religiosos, etc., sin dar nunca noticia ni juicio crítico de lo que pensaba realmente García Moreno y las causas de las divergencias, si es que fueron tan notables como el autor las presenta. De la lectura de este capítulo queda la impresión de una intromisión injusta del clero en la política y otra invasión injusta del político en la Iglesia, dando la impresión de una lucha de clases, por otro lado inevitable, pues parece estar de acuerdo en que el cristianismo necesariamente hará política y necesariamente chocará con los políticos, cristianos o no. Es un capítulo especialmente confuso y mal orientado que deja muchos interrogantes, no siendo el menor si el autor dice la verdad, pues se ha inspirado en dos autores que no parecen ser muy ortodoxos. La misma visión meramente política de la religión la manifiesta al tratar de Cuba (pp. 245-253).

—p. 197. Encabeza el párrafo como «El activismo de un obispo» y lo que transcribe no es «activismo», sino cumplimiento de su deber: santidad.

—La visión humana se refleja a cada paso: ante el rechazo que la masonería y los protestantes hacen de la Iglesia; ante la «secularización» que pretende destruirla, «la Iglesia reacciona a este estado de cosas de manera triple...defiende sus derechos tradicionales buscando...la alianza con los oligarcas conservadores; ...desarrolla empresas pedagógicas...para reconquistar algún día el Estado, finalmente recibe de Roma...una ayuda decisiva», ayuda que provoca una «romanización de la Iglesia Católica» (pp. 205-206). Para eso Roma proscribe «compromisos políticos directos, no para encerrarse en las sacristías, sino para preparar más seguramente la restauración» (p. 207). El «compromiso revolucionario» actual, proviene, según el autor, de la Democracia Cristiana, de la Acción Católica y éstas a su vez, de una «tercera posición» que rechazaba «las ideologías liberales del progreso continuo» por un lado y socialistas y comunistas por otro, por lo que las «élites papistas o integristas» tuvieron que «combatir así en dos frentes», pues habían roto con el oportunismo político anterior. (p. 207).

—La Iglesia se ve «afectada por el despertar nacionalista, las esperanzas democráticas, la ilusión del crecimiento económico...», pero «toma su desquite frente al liberalismo y al mismo tiempo pretende cerrarle el camino al comunismo...sobre un trasfondo de guerra fría» y así se vuelve «nacionalista y panamericana». La Acción Católica es una «verdadera contrasociedad» y en las últimas etapas la Iglesia «rompe con las antiguas oligarquías, se alía con las nuevas élites, ligadas a la industrialización, con el Estado cuando éste quiere, con los partidos o movimientos de carácter populista y nacionalista». El autor no puede despojarse de su dialéctica marxista al juzgar a la Iglesia.

—La importancia extraordinaria que concede al Centro de Investigaciones Socio-Religiosas de Lovaina, al Instituto Católico, a la parroquia universitaria de París, al canónigo Boulard, a Gabriel Le Bras, a Louis Joseph Lebret y al Padre Vehemans a los que atribuye «papeles decisivos» o «un gran papel» en la iglesia latinoamericana de 1914 a 1960 (p. 211) muestran la unilateralidad de sus fuentes y su visión, pues concede especial importancia a la influencia francesa o belga, la cual ciertamente existió, pero no parece haber marcado un carácter específico a la Iglesia de toda Latinoamérica.

—Su visión humana y matizada de marxismo se nota continuamente: en la «conclusión» de la Presentación General del período 1914-1960 se presenta a la Iglesia como «saliendo de la sacristía y de la escuela, tratando de ensanchar su base social sin romper con el Estado», pero se presenta la crisis de los años 1960-1970 en que la Iglesia se ve ante los peligros «a la derecha de los 'gorilas' militares, a la izquierda el castrismo», para cerrar con la idea de que al terminar ese período «ha llegado para los teólogos el momento de la Revolución y de la Liberación» (pp. 213-214).

—Parece indicar que la teología de la liberación es la última etapa del catolicismo «social» que nació con León XIII. Así en pp. 216-217 afirma que a aquel catolicismo de ghetto, sucede ese otro que suele asociarse al nombre de León XIII, que va de la «cuestión social» a la democracia cristiana y a la teología de la liberación.

—Toda la historia del catolicismo, para el autor, gira en torno a la política y se centra en ideales de dominio, de influencia o similares. Es de especial significación el contenido de las pp. 223-230 donde trata de sintetizar los años más recientes. Son de estas páginas expresiones como: «El conflicto que en 1960 divide a los cristianos gira en torno a la redefinición de las implicaciones políticas de la fe. La cosa empezó en 1910 en México con la fundación del Partido Católico Nacional y desembocó después del Vaticano II en la teología de la liberación». «La religión católica se convirtió en especial en un problema político en la medida en que su Iglesia...tenía que tomarse en consideración como factor positivo o negativo...».

—Tratando de encuadrarlo todo dentro de una dialéctica preconcebida, sus afirmaciones son a veces paradójicas con pretensiones de profundidad: «La política del General Calles entre 1926 y 1934, y después la del General Cárdenas, por lo menos hasta 1938, apunta a integrar a la Iglesia Católica en el Estado. Los católicos tradicionalmente mantenidos fuera del campo político (hasta 1910), se habían convertido en rivales peligrosos» (p. 238). Hablando de México, afirma: «Los católicos políticos de 1910-1913, de la Acción Católica y sindical de la Liga, anuncian la democracia cristiana de los años 1960 en otras partes de Latinoamérica», no obstante que a pie de pina hace constar que «en México no hubo ninguna tentativa demócrata-cristiana» (p. 243).

—Al tratar de la Iglesia en Brasil (pp. 254-274) sigue la misma tónica: Iglesia con metas humanas, concretamente políticas, y distintas clases de católicos. Dice: «...la Iglesia se dedicó a construirse como institución, en la sociedad civil, sin desesperar de volver a conquistar el apoyo del Estado» (p. 255). «Hubo pues dos Iglesias, una Iglesia centralizada, europeizada, en las ciudades; una Iglesia provinciana, campesina en simbiosis con la sociedad y las élites locales. Esta última, a ras de suelo, era más brasileña...» (p. 256). El catolicismo brasileño difiere profundamente del catolicismo hispanoamericano; es más bíblico y está atravesado por el mesianismo sebastianista (?)(p. 267). «...si el catolicismo popular subsiste tal cual, el catolicismo de iglesia se ha separado de él desde fines del siglo XIX» (p. 268).

—No parece conocer las decisiones conciliares ni la teología cuando afirma: «Vaticano I y Vaticano II, en la línea tridentina, propusieron como objetivo la sustitución del culto de los santos por una espiritualidad sacramental de la Iglesia» (p. 268).

—Los católicos que menciona son en su gran mayoría los que han tenido una actuación política. Así en Brasil de Jackson de Figueiredo («Vuelta al catolicismo sacramental» (?)) sólo hace referencia a sus opiniones políticas; al arzobispo Dom Leme lo presenta en su faceta de relaciones con el gobierno y como creador de «grupos de presión» (p. 259), que hizo elegir a los candidatos a diputado que le interesaba; la reforma agraria parece ser impulsada por la Iglesia que aceptó «el desafío lanzado por las Ligas Campesinas del abogado marxista Francisco Juliao» (p. 263).

—El padre Cicero de Joaseiro es una combinación de sacerdote-político y fanático, que es presentado como manifestación de cierto catolicismo brasileño: se convierte en protector político del pueblo y llega a ser «verdadero jefe de la región», todo eso con base en un supuesto milagro de la «bienaventurada María de Araujo» y en que mandó hacer pozos en tiempo de sequía, con lo que logró fama de taumaturgo (p. 270-271).

—El capítulo XIV, los Protestantismos, no puede considerarse como un estudio de «Historia de los cristianos», como anuncia el título del libro, sino que más bien es una comparación dialéctica entre protestantismo y catolicismo. Lo que le interesa es «comparar» (p. 287) y confirmar el avance del protestantismo.

—A cada paso muestra la poca idea que tiene de la unidad de la Iglesia; cuando quiere generalizar y hacer síntesis de sus ideas, divide con facilidad a la Iglesia Católica; podría pensarse que lo considera como un fenómeno similar al que sucede con las iglesias y sectas protestantes que se dividen y subdividen con el sólo transcurso del tiempo. Así, en p. 301, sin venir a cuento y sin mayores pruebas afirma: «Se ha hablado de religión 'convencional', de cristianidad 'sociológica' o de cristianismo 'constantiniano', porque todo empezó con la colisión en el siglo IV entre la Iglesia y el Imperio».

—El Capítulo XV, "De un radicalismo al otro: 1880-1980" es especialmente erróneo en sus juicios y deja ver su simpatía por los movimientos revolucionarios.

—Continúa con su concepción política de la Iglesia, planteada en términos de dominio secular (pp. 301-302). Es clara su tendencia cuando ante la secularización creciente del siglo XIX no ve más que tres reacciones por parte de la Iglesia: rechazo, liberación y apertura y ajuste. No tiene objeción en colocar el Syllabus en la corriente del rechazo, sin importarle que sea la enseñanza del Romano Pontífice.

—En su afán de síntesis para justificar sus ideas preconcebidas, afirma que la Iglesia en el siglo XX ha pasado «de una ideología defensiva a una ideología ofensiva, siguiendo un movimiento en dos tiempos»; y sin mayor fundamento plantea que el primer momento fue la Acción Francesa (?) y la doctrina social de la Iglesia, manifestados en un término corporativista: sus realizaciones concretas: «el sinarquismo en México y el integralismo en Brasil». La segunda fase se vuelve revolucionaria «bajo la forma de la teología de la liberación». Tan peregrinas afirmaciones no se justifican ni se razonan, pero el autor parece querer salir al paso de las críticas, terminando el párrafo con «simplifico de manera caricaturesca» (pp. 302-303) con lo cual deja caer afirmaciones erróneas y pretende eludir la responsabilidad de las mismas. No parece ser método de un historiador serio.

—Todo el libro continúa plagado de visión humana de la Iglesia: la Iglesia en la Edad Media «disimulaba la voluntad de poder detrás de un discurso teológico» (p. 304). Las distintas clases de católicos y de catolicismos aparecen continuamente: se habla del «catolicismo tradicional», del «catolicismo autoritario, romano, clerical», del «catolicismo del Syllabus» (p. 305) y al tratar del «catolicismo intransigente» no tiene empacho en afirmar que el Syllabus es «la definición más tajante de intransigentismo» (?)(p. 306).

—Su dialéctica de lucha ve oposiciones y divisiones por todos lados: la historia reciente la reduce a «Iglesia contra Progreso» y esa lucha es el Risorgimento en Italia, la Reforma en México, la Kulturkampf en Alemania, etc. (p. 307). Pero el asunto cambia al aparecer el socialismo pues de lucha de dos, se vuelve lucha de tres: católicos, liberales y socialistas y así, según el autor, que no logra ver un catolicismo más allá de —la lucha por el poder, a veces, los católicos se alían a los liberales, contra los socialistas, olvidando sus viejas rencillas y defienden el orden social; pero el catolicismo intransigente provoca la alianza liberal-socialista, lo que lleva a la Iglesia a buscar esa famosa «tercera vía», que sigue siendo «de actualidad» (p. 307).

—Sus afirmaciones gratuitas y paradójicas abundan y atribuyen al catolicismo y a la Iglesia actitudes y posturas que le son totalmente ajenas o al menos que no forman parte de la actividad de la Iglesia como tal. Por ejemplo, «el modus vivendi concertado en 1929 entre Roma y México elimina definitivamente a la Democracia Cristiana en México...lo cual no quiere decir que el catolicismo intransigente deje de existir pues reaparece «bajo la doble forma contradictoria y rival del movimiento sinarquista y del Partido Acción Nacional» (pp. 308-309), lo cual no le impide atribuir al sinarquismo una serie de adjetivos que se saca de la manga y que remata en la Iglesia en general cuando afirma que «el sinarquismo es una mezcla de nacionalismo radical, de catolicismo integral, etc., de corporativismo, en busca del tercer modelo, ni capitalista ni socialista, en el estilo facistoide del momento, el'tercerismo' característico de la Iglesia católica romana» lo cual revela mas bien la confusión de ideas del autor más que la doctrina del sinarquismo. Nuevamente revela su idea de la Iglesia como poder político cuando en la misma p. 311 dice que la Iglesia temía al sinarquismo y prefirió a Acción Nacional, «o más bien jugaba en todos los tableros».

—Vuelve a curarse en salud de las posibles críticas al decir que sus interrogantes sobre los católicos en Latinoamérica no son claros: «soy consciente de que planteo mal las cuestiones y de que utilizo un vocabulario borroso» (p. 311). Quiere aparecer con sinceridad intelectual; pero más bien puede calificarse como cinismo y maldad, cuando se atreve a escribir y publicar sobre cosas que no sabe o no comprende en toda su profundidad pero que tocan temas de especial importancia.

—Su interpretación de la actuación política de los católicos en los tiempos recientes, adolece de matices marxistas, por ejemplo cuando afirma que «el fracaso del reformismo, el nacimiento y el rápido desarrollo de la represión, que pronto se vuelve sangrienta, aceleran el creciente radicalismo de los análisis...Los católicos no sólo deben lanzarse a la batalla política...sino que deben hacerlo en la extrema izquierda. Por ello, en la clandestinidad y bajo los golpes de una áspera persecución, encuentran a la izquierda ya existente y descubren el marxismo» (p. 315).

—Al juzgar a la teología de la liberación ignora por completo las directrices de la Santa Sede, cuyos documentos al respecto no cita nunca. Ignora también todas las declaraciones al respecto dadas por la Jerarquía (a las condenas a la teología de la liberación por el Papa les llama'advertencias'(p. 331) y en cambio concede especial importancia a la actuación de la Compañía de Jesús y del P. Arrupe (p. 322) que usa para desmentir las afirmaciones de que la teología de la liberación «no tiene crédito teológico» y «es muy minoritaria». Parece interesado en afirmar que sí hay un contenido teológico en esa corriente, y que no es tan minoritaria. Su análisis sigue siendo poco cristiano cuando presenta, (en boca de la «vanguardia») a la teología de la liberación como «ideología que rompe las reglas del juego de una institución que forma parte de un sistema social capitalista» (p. 319).

—Su poca convicción cristiana queda clara cuando equipara cristianismo y marxismo y afirma que para ambos ha llegado el «momento en que su influencia es tan universal como difusa. Somos todos en alguna medida marxistas, del mismo modo que somos todos en alguna medida cristianos, en nuestros países». Las divisiones y divergencias entre marxistas, los equipara a las existentes entre «un jesuita progresista y un clérigo conservador» (p. 322).

—Sus fuentes de información son claramente progresistas (al menos las conocidos por mi); toma ideas y citas de la revista Christus (pp. 319-323) y de varias publicaciones de jesuitas progresistas y se nota una ausencia total de información sobre documentos de la Santa Sede y de la Jerarquía; parece interesarle exclusivamente esa iglesia política, subterránea, progresista, popular, que actúa al margen de la jerarquía, de la que cita con gusto a los pocos obispos que han sido calificados como progresistas. En el momento actual «toda teología se vuelve política» (p. 323), acepta, citando a Christus, y parece confirmar la idea de que el fenómeno religioso es necesariamente político, pues la jerarquía hace política, la ha hecho y la va a seguir haciendo, hoy por hoy, aliada con el capitalismo, y la iglesia popular hace política, al margen de las estructuras estatales y jerárquicas y por eso sufre la represión de las dictaduras militares (ver capítulo «¿Mutación?» pp. 323-336). El autor, sin embargo, elude dar su opinión personal y se concreta a citar autores con lo que su posición queda en la penumbra y pretende conservar libertad de juicio, pero todas sus citas son de tendencia marxista.

—No parece entender tampoco el fenómeno protestante en América Latina, pues todo lo une a la política y lo expone en función de las supuestas alianzas o choques de los protestantes con los diversos regímenes políticos; así en el título «Un contraejemplo» (pp. 326-329) en el que habla de una alianza de los marxistas y de los católicos contra las posiciones políticas que han tomado los protestantes, aunque «no intervienen en la política directamente», pero «hay un lazo real entre el protestantismo de santificación (?) y las dictaduras de derecha». Vuelve sobre la misma idea («alianza entre marxistas y católicos contra los protestantes, exagerando por supuesto») en la pina 336 y para él, el Papa fue a Centroamérica a «provocar a la iglesia popular».

—La dialéctica como método de investigación y apreciación de los fenómenos está presente en todo el libro: uno de los párrafos más reveladores es el contenido en pp. 330-331, con el subtítulo «Un poco de historia». Ahí, el papel político desempeñado por el clero y la Acción Católica, llevan a situaciones de desconfianza que provocan represión. A partir de 1964 suben al poder regímenes autoritarios y reaccionarios que se vuelven dictatoriales y ultrarreaccionarios, lo cual obliga a la politización y conduce a la resistencia. «La Iglesia en cuanto institución se convierte en una verdadera fuerza política frente a un Estado que pretende ser totalitario» y los católicos descubren que para ellos «el enemigo ya no es el comunista o el protestante sino el poder del Estado». Además de la simplificación que supone este análisis, el método parece tomado de la filosofía marxista, para demostrar un juicio previo que difícilmente coincide con la realidad.

—Apocalypsis now, p. 337-338. Un inciso confuso, superficial, mezcla de datos tomados al azar que pretende ser profundo, pero no se sabe que quiere probar. Desorientador por equívoco y desde luego, nada cristiano ni en su enfoque ni en las divisiones que insinúa como existentes siempre dentro del cristianismo; y es que si la idea de la Iglesia es dialéctica pues «desde sus comienzos el cristianismo está sometido a una tensión entre la línea apocalíptica y la línea de San Pablo, entre la radical y la conservadora, y la Iglesia es el lugar del compromiso, por lo tanto el lugar de todas las componendas y de todos los escándalos» y esa parece ser su tesis personal, pues cuando se cuestiona si «es esencial al cristianismo esta combinación», afirma claramente: «Creo que las dos líneas son contradictorias pero inseparables» (p. 339).

—Manifiesta un buen deseo de que en adelante los clérigos no se metan en política en el capítulo «¿Nada nuevo?» (pp. 339-342) y trata de fundamentar su deseo en la doctrina evangélica de 'Al César lo que es del César'..., de la que sin embargo dice que «sigue siendo cosa muy difícil» (p. 340). Su poca formación cristiana se manifiesta cuando desea que se acaben en el futuro «los Reverendos Padres Coroneles» y se logre «la secularización verdadera» mediante la noción kantiana según la cual el poder secular no debe «imponer ninguna moralidad al individuo y así permitiría el nacimiento del socialismo con rostro humano» (p. 342).

—Aunque el capítulo XVII y último lo denomina «Conclusiones», son pocas las personales del autor, que sigue moviéndose en el terreno de la ambigüedad. Casi todo el capítulo son citas o transcripciones de otros autores. Entre las pocas ideas personales que pueden descubrirse como «Conclusiones» está el hecho de calificar como «sincretismo» el actual catolicismo en América Latina por la cantidad de elementos paganos, espirituales, mistéricos, precolombinos, etc. que existen en la práctica de la religión de la gran mayoría, consecuencia de una evangelización superficial desde el principio y la imposición de una cultura extraña que sufrieron los aborígenes. Por eso se explica, según el autor, que el catolicismo latinoamericano tenga tantas vírgenes, santos, peregrinaciones, procesiones, ritos penitenciales, etc. Parece poco objetiva esta apreciación, y sobre todo muestra una incapacidad para entender el verdadero espíritu cristiano que se manifiesta en esas celebraciones.

 

                                                                                                               A.P.E. (1986)

 

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