MILL, John Stuart

Utilitarianism (El utilitarismo)

 

John Stuart Mill publicó esta obra en 1863. En ella hace una clara exposición de la doctrina ética utilitarista, defendiéndola de las objeciones y críticas de que había sido objeto hasta el momento. A la vez, critica la consideración exclusivamente cuantitativa del placer y de la felicidad propia de Bentham, introduciendo para esto elementos antropológicos nuevos, próximos al aristotelismo. Así configurado, el utilitarismo de Mill condiciona hoy día buena parte de la reflexión ética en las áreas culturales anglosajonas. En particular, esta obra tiene interés, actualmente, para comprender el modelo filosófico básico que los consecuencialistas emplean en su exposición de la Teología Moral católica.

RESUMEN DEL LIBRO

Este breve escrito –58 páginas en la edición francesa por la que citaremos[1]– está dividido en 5 capítulos:

Cap. 1. Consideraciones preliminares

John Stuart Mill desea inicialmente poner de manifiesto la importancia de establecer un supremo criterio distintivo del bien y del mal, lo que equivale a determinar cuál es el sumo bien, fundamento de la moralidad, ya que en las ciencias prácticas las normas se establecen a partir del fin. Stuart Mill considera que el criterio distintivo del bien y del mal debe ser anterior a la determinación de lo que en concreto es bueno y malo, y no una consecuencia de esa determinación (cfr. p. 19). Primero se determina qué es el bien; después se verá qué comportamientos son correctos y qué comportamientos son incorrectos, ya que lo correcto no sería otra cosa que la maximización del bien. Es ésta una exigencia, de alguna manera ya señalada por Hume[2], que se ha convertido hoy día en una característica de la ética teleológica o consecuencialismo.

Este planteamiento muestra claramente la preocupación del utilitarismo por la fundamentación de las normas éticas. En principio no habría nada que objetar, pero es obligado precisar que una cierta manera de asumir el punto de vista de la fundamentación de las normas éticas presupone una precisa imagen de Dios. Por tanto es éste un problema de importancia capital para la ética. Definir el bien antes y con cierta independencia de lo que en concreto es justo o equivocado es una exigencia aceptable y quizá incluso necesaria desde el punto de vista lógico; pero se debe admitir, al menos por respeto a la común experiencia ética de los hombres, que a veces la persona procede desde lo justo o injusto en concreto hacia la noción general de bien, sin caer por eso en una definición circular del valor ético.

La explicación de este hecho es la siguiente: utilizando la dicotomía establecida por la reflexión ética anglosajona entre "intuicionismo" y "utilitarismo", y sin que esto implique un juicio de valor sobre ella, es necesario admitir en el conocimiento moral un elemento intuicionista (en la línea del conocimiento por connaturalidad de Santo Tomás). Kant lo admite en el prefacio de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Santo Tomás de Aquino señala justamente que el conocimiento moral natural es una participación del hombre en la Sabiduría divina y, por eso, un signo de la cercanía y del interés que Dios se toma por el obrar humano (también cuando éste parece moverse en una dimensión "horizontal").

La valoración espontánea racional de comportamientos como el homicidio, el adulterio, etc., no pierde nada de su valor, aun en el caso de que la persona no fuese capaz de fundamentarla de un modo lógicamente perfecto e irreprensible. Rechazar esos juicios éticos por el hecho de que en algún caso particular no estén apoyados suficientemente en un razonamiento lógico impecable, es atribuir a la lógica humana una función de fundamentación ontológica, es decir, admitir que lo que todavía no está suficientemente fundamentado desde el punto de vista de la lógica humana no está fundamentado en absoluto. Implícitamente se niega que Dios sea el supremo Legislador moral. Naturalmente, no se debe caer en el extremo opuesto, es decir, fundamentar toda la moral en el sentimiento subjetivo o personal. Muy otro es el modo en que Santo Tomás entiende la participación humana en la Sabiduría divina[3].

Stuart Mill considera que el problema del criterio distintivo supremo entre el bien y el mal no ha recibido una respuesta satisfactoria en los demás sistemas éticos (Mill se refiere a la teoría del moral sense y a la ética inductiva). No son capaces estos sistemas de reconducir los principios morales a un primer principio evidente, capaz de resolver los problemas de colisión de deberes que se presentan en la práctica. No consiguen, en definitiva, establecer de modo claro cuál es el primer principio de todo razonamiento moral. Esta deficiencia origina no pocas confusiones que, en la práctica, se ven atenuadas por el hecho de que todos aceptan implícita o inconscientemente un único principio: el principio de la utilidad o felicidad general, en virtud del cual se enjuician las diversas acciones según su previsible repercusión en la felicidad de todos.

Esto es verdad incluso en Kant, gran enemigo del eudemonismo. Según Stuart Mill, cuando Kant afirma que se debe obrar de manera tal que la propia acción pueda ser aceptada por todos los seres racionales, no puede demostrar que exista imposibilidad lógica de aceptar el peor de los comportamientos posibles. Simplemente demuestra que las consecuencias de la difusión de ese comportamiento serían tales como para desanimar a realizarlo (cfr. p. 21). Mill quiere dar a entender que sólo una interpretación utilitarista o consecuencialista del principio kantiano pone de manifiesto la parte de verdad que hay en él.

Cap. 2. Qué es el utilitarismo

Stuart Mill comienza el capítulo II saliendo al paso de dos interpretaciones equivocadas del utilitarismo. La utilidad —afirma Mill— ni puede oponerse al placer ni puede identificarse con el placer grosero. El utilitarismo, o doctrina que pone el fundamento de la moral en la utilidad o principio de la más grande felicidad, afirma que las acciones son buenas en la medida en que otorguen felicidad y son malas en caso contrario. Felicidad es el placer con ausencia de sufrimiento; la infelicidad es lo contrario. El placer y la ausencia de sufrimiento son las únicas cosas deseables: algo es deseable o porque es en sí placentero o porque es un medio de llegar al placer o de evitar el dolor (cfr. p. 23).

Se podría objetar: entonces, se afirma que el hombre es "como un cerdo". Mill responde: cerdos son los que ponen esta objeción, pues piensan que al hablar de felicidad y de placer se hace referencia a los placeres brutales e indignos del hombre. Mi utilitarismo —prosigue Stuart Mill— tiene una idea más elevada de hombre. Principio fundamental de esta doctrina es que ciertos tipos de placeres (los placeres intelectuales y morales) son más deseables y tienen más valor que los demás. Con este criterio Mill se separa de Bentham, que sólo admitía entre los diversos placeres diferencias de tipo cuantitativo.

Para Mill resulta evidente que en la felicidad y en el placer, como en tantas otras cosas, se debe atender sobre todo a la cualidad. Es un hecho que ciertas personas prefieren ciertos tipos de vida. Ningún hombre prefiere ser animal, ni siquiera un animal feliz; ningún sabio prefiere ser un ignorante; ningún hombre generoso prefiere ser un egoísta. Es mejor y es preferible ser un Sócrates insatisfecho que un imbécil satisfecho. Esto es para Mill un hecho indudable. Su explicación quizá sea más difícil, pero no cabe duda que felicidad no se identifica con satisfacción, aunque sólo sea porque el sentimiento de la dignidad personal forma parte de la felicidad humana (cfr. pp. 24-26).

Un segundo principio fundamental del utilitarismo de Mill establece que la utilidad no se refiere sólo a la máxima felicidad del agente, sino a la más grande suma total y general de felicidad (maximización de la felicidad general). Desde este punto de vista, la moral puede definirse como el conjunto de reglas para el gobierno de la vida cuya observación asegurará, en la medida de lo posible, una existencia feliz a la humanidad entera (cfr. p. 28). Nótese que los actuales teólogos consecuencialistas católicos afirman que asumir ese criterio como regla de conducta es la esencia del mandato de la caridad en el cristianismo[4].

El utilitarismo niega que el sacrificio tenga un valor intrínseco. Se admite el sacrificio realizado para procurar un bien mayor para sí o para los demás. En todo caso, se considera que la promoción de la felicidad ajena sólo exige la renuncia a la propia allí donde la organización social es todavía deficiente; con el progreso social, la extensión de la educación pública, etc., esas situaciones tenderán a desaparecer.

Un tercer principio formulado por Stuart Mill dice que el utilitarismo exige que el individuo muestre, respecto a su felicidad y a la de los demás, una imparcialidad tan grande como la que sería propia de un espectador benévolo y desinteresado. En la regla de oro propuesta por Jesucristo en el Evangelio —asegura Mill— se encuentra el espíritu de la moral utilitarista: hacer a los otros lo que queréis que ellos os hagan, amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos; éstas son las dos reglas de perfección de la moral (cfr. p. 32).

También en este aspecto la educación y las convenciones sociales han de desempeñar un importante papel. Han de crear en el espíritu humano una asociación (en el sentido propio de la psicología asociacionista de la tradición filosófica británica) entre la propia felicidad y la de los demás, entre la propia felicidad y la puntual observancia de las reglas establecidas en función del interés general de la colectividad.

Mill considera una posible objeción: antes de realizar una acción no es posible detenerse a calcular cuáles serán sus consecuencias sobre la felicidad general. Respuesta: es como afirmar que no se puede actuar cristianamente porque antes de obrar no es posible detenerse a leer por entero el Viejo y el Nuevo Testamento. En realidad, añade Stuart Mill, sí hay tiempo, ya que se cuenta con la experiencia histórica de la humanidad, que se ha ido decantando en leyes y convenciones sociales que permiten saber inmediatamente, por ejemplo, que el robo es nocivo para el bienestar de la colectividad. El utilitarismo sólo sería imposible en la hipótesis de la imbecilidad universal. Bajo cualquier otra hipótesis, es lógico pensar que los hombres, en la medida en que van progresando, adquieren creencias positivas sobre lo que es útil o inútil para la felicidad general. Por esa razón, los filósofos no deberían criticar las costumbres vigentes hasta que hayan encontrado otras mejores, más útiles.

Claramente se ve que el utilitarismo, aunque busca el primer principio de la moral, no desprecia las normas próximas y secundarias. Saber cuál es la meta final del viaje no implica despreciar las indicaciones que se encuentran a lo largo del camino; los navegantes utilizan para el cálculo de las rutas tablas y mapas ya hechos por otros. En suma, la acción concreta no siempre ha de ser regulada directamente por el primer principio, que sin embargo es siempre la justificación de todo uso social válido. A ese principio habrá que acudir cuando surjan dudas o cuando entren en colisión diversas exigencias éticas (cfr. pp. 37-39).

Se examina por último la opinión de los que acusan al utilitarismo de ser una doctrina atea. Respuesta: todo depende del modo como se entienda a Dios. Si se considera que Dios quiere la felicidad de los hombres, que han sido creados precisamente para ser felices, entonces el utilitarismo es la doctrina ética más religiosa. Si la objeción se desprende del hecho que el utilitarista no recurre frecuentemente a la voluntad de Dios contenida en la Revelación, se puede responder que el utilitarista tiene fe en la bondad de Dios, y estima por consiguiente que todo lo que pueda ser objeto de revelación observa máximamente el principio de la utilidad (ordenación a la felicidad de los hombres).

Mill no acaba de pronunciarse sobre el papel que tiene la Revelación en el conocimiento moral; dice que éste no es el lugar apropiado para discutir el problema. Pero, añade, al utilitarista no se le escapa la ayuda que el hombre puede recibir de la Revelación, como en general no se les escapa a los demás filósofos. El utilitarista siempre puede considerar, en base a esa creencia, que Dios juzga y ordena las acciones humanas según su utilidad o inutilidad, al menos con el mismo derecho con que otros se sirven de la Revelación para hablar de normas trascendentes y absolutas que no guardarían ninguna relación con la utilidad (lo que hoy llaman algunos normas deontológicas o fundamentación deontológica de las normas).

Cap. 3. La sanción suprema del principio de utilidad

Mill estudia en el tercer capítulo cuál es la fuente de la obligatoriedad del principio de utilidad, y cuál es su sanción.

El principio de utilidad tiene las mismas sanciones que los demás sistemas éticos. Sanciones externas: el reconocimiento por parte de los demás, el respeto y el amor a Dios y el deseo de cumplir su Voluntad. El creyente no tendrá ninguna dificultad para considerar que Dios aprueba lo que es bueno según el principio utilitarista. Sanciones internas: el sentimiento interior de nuestro espíritu que, juntamente con la idea de deber, constituye la conciencia moral.

El utilitarismo descansa especialmente sobre los sentimientos sociales de la humanidad, que llevan a conceder igual atención a los intereses de todos. Sólo de esta manera es posible una sociedad de iguales. El progreso social y la educación identificará cada vez más los propios sentimientos con la preocupación por el bien de todos. Como afirma Comte, la humanidad tendrá la fuerza de una religión.

Cap. 4. De qué tipo de prueba es susceptible el principio de utilidad.

Comienza el cuarto capítulo con la advertencia de que en los problemas relativos a los fines supremos no cabe una demostración en sentido estricto. ¿Cómo se puede demostrar que la felicidad es la única cosa deseable en sí misma? Se demuestra que algo es visible —dice Mill— por el hecho de que todos lo ven. La felicidad es deseable porque todos la desean. La felicidad es un bien para cada hombre y la felicidad general es el bien de todas las personas reunidas.

¿Se demuestra así que la felicidad es el único bien en sí? ¿No se debería admitir que también la virtud es querida en sí misma? Efectivamente, pero no por eso queda desmentido el principio de utilidad. La felicidad está integrada por diversos elementos, deseables en sí mismos y al mismo tiempo como partes de la felicidad. Los hombres aman la virtud no como un medio, pero sí como parte integrante de la felicidad. Es verdad, entonces, que todo lo que es deseado, o lo es en cuanto medio para la felicidad o como parte de la felicidad.

Esto es para Stuart Mill un hecho psicológico testimoniado por la experiencia. La naturaleza humana es así. Cualquier observador imparcial comprobará que desear una cosa es encontrarla agradable, y que rechazarla es considerarla desagradable. Un deseo que no actúa bajo la razón de agrado es una imposibilidad física y metafísica. Se debe concluir que la felicidad es el único fin de las acciones humanas y el criterio supremo de la moralidad.

Mill se plantea una última objeción. La voluntad parece ser algo distinto que el deseo. Se puede desear algo porque se quiere, y no porque el objeto sea en sí deseable. También se puede querer algo en razón de un hábito. Mill responde haciendo notar que la voluntad es, inicialmente, hija del deseo, aunque en algún caso pueda disociarse artificialmente de él. Por eso, el que todavía no es virtuoso trata de consolidar su buena intención asociando el placer a la virtud, es decir, considerando que la virtud es agradable y que aleja del hombre los sufrimientos ligados al vicio y a la miseria.

Cap. 5. Relaciones entre justicia y utilidad

Stuart Mill admite que la única verdadera e importante objeción que puede ponerse al utilitarismo es la que se deriva de la idea de justicia.

Existe un fuerte sentimiento natural de la justicia que lleva a pensar en una cualidad absoluta inherente a las cosas e irreducible a la utilidad. Parece claro que lo útil no es siempre justo, y que se pueden cometer grandes injusticias en nombre de la utilidad.

Se plantea, pues, el siguiente interrogante: ¿el sentimiento de justicia es un sentimiento original irreducible a los demás o es un sentimiento derivado? ¿La justicia es una cualidad original o una combinación de cualidades? Para obtener la respuesta, Mill hace un detenido análisis de los diversos sentidos que puede tener la justicia. Aquí expondremos solamente sus conclusiones.

El elemento específico de la justicia, que la distingue de otros sectores de la moralidad, es la idea de deber estricto, al que corresponde en la otra parte un preciso derecho, cuyo respeto es asegurado socialmente mediante la coacción. Por su parte, el sentimiento de la justicia tiene dos elementos: a) el deseo de castigar a quien ha obrado injustamente, y b) la idea de que la injusticia daña a una o a varias personas concretas.

Mill llega a la conclusión de que la viva reacción subjetiva que provoca en nosotros la justicia y la injusticia no se deriva de la idea de utilidad, pero sostiene que lo que hay de específicamente moral en ese sentimiento sí procede de la utilidad. Psicológicamente, el sentimiento de justicia se fundamenta sobre dos instintos: a) el instinto de la propia conservación, que lleva a reaccionar vivamente contra el agresor, y b) el sentimiento de simpatía con todos los hombres, que nos lleva a considerar al que daña a la sociedad como si nos dañase a nosotros mismos. La moralización del instinto de autodefensa se realiza mediante su subordinación a la simpatía social, a las exigencias del bien general de la colectividad. En efecto, el hombre justo reacciona únicamente ante los delitos que la sociedad está interesada en castigar, interés que responde a las exigencias de la utilidad general.

Para Stuart Mill la justicia es un sector particular de la utilidad. Concretamente, el sector que contiene los principios más esenciales para la felicidad de todos. A este importantísimo sector de la moralidad se unen unos instintos especiales, instintos que no se movilizan ante faltas que no ponen en peligro los aspectos cardinales de la vida social.

La relación entre justicia y utilidad puede comprobarse ulteriormente de otra manera. La justicia se caracteriza por la aequalitas, cuyo significado profundo es: toda persona será valorada como una persona, ninguna contará como más de una (Bentham). Todo hombre tiene igual derecho a la felicidad y a los medios para conseguirla. La igualdad se deriva, pues, del hecho de que la felicidad es fin de todos y cada uno de los hombres. Es cierto que condiciones inevitables de la existencia humana podrán limitar ese principio, pero siempre serán claramente injustas las desigualdades que no sean útiles para todos, para la sociedad.

La justicia no es algo absoluto. Implica preferencias y opciones que han de ser justificadas por la utilidad social. Algunos pensarán que los tribunales deben hacer respetar los derechos de los amos sobre los esclavos; otros hombres pensarán que esos tribunales, aunque apliquen rectamente las leyes vigentes, obran injustamente, ya que tales diferencias sociales no son útiles para la sociedad humana, y por lo tanto no son justas.

Conclusión: Mill afirma que los problemas de justicia son problemas de utilidad. La única diferencia estriba en los sentimientos unidos a la justicia y a la injusticia, sentimientos que no son originarios, sino simplemente el sentimiento de autodefensa moralizado por su subordinación a la utilidad colectiva. Es necesario que los aspectos más vitales e importantes de la utilidad social sean protegidos por sentimientos especiales, por deberes más estrictos, por sanciones más rigurosas.

VALORACIÓN CRITICA

1. Aspectos positivos del utilitarismo

Una ética incompatible con la felicidad de la humanidad no puede ser justa. Más aún, el motivo remoto por el cual muchas acciones son buenas o malas es la relación que guardan con el bien de la sociedad humana.

Esto es claro si se tiene en cuenta que el bien moral se fundamenta en la naturaleza del hombre según todas sus relaciones esenciales con Dios, consigo mismo y con sus semejantes. La naturaleza humana es sociable: el hombre no puede vivir dignamente ni perfeccionarse más que en la sociedad. Por este motivo cuando nos preguntamos si una acción es justa o no, pensamos también en las posibles consecuencias que tal modo de proceder puede tener para la sociedad.

En cuanto expresa de alguna manera las exigencias de la sociabilidad humana, el principio utilitarista tiene aspectos positivos. Sin embargo, si se pone como principio supremo de la moral, el principio utilitarista es fundamentalmente erróneo. Explicamos a continuación las razones que motivan esta afirmación.

2. Indeterminación del utilitarismo

El principio utilitarista es muy indeterminado, y parece referirse a los aspectos más bajos del hombre. Los utilitaristas no pueden escapar a estos defectos sin traicionar sus principios fundamentales, a saber:

a) El placer es la única realidad que es por sí misma buena, y el dolor es la única realidad que es por sí misma mala. La felicidad es la presencia del placer y la ausencia del dolor.

b) La acción es justa o equivocada en cuanto que contribuye o no, considerando globalmente sus consecuencias, a la maximización de la felicidad.

Ahora bien, la idea utilitarista de felicidad y de placer es muy indeterminada, y no se entiende cómo de ella se puede extraer una ética precisa. Es un hecho que todo el mundo quiere ser feliz, también aquéllos que obran mal, pensando sin duda que con esas acciones contribuyen a su felicidad. El principio de la felicidad social es quizás un poco menos indeterminado, pero a su vez plantea otros problemas, como veremos enseguida. Por otra parte, el recurso de Mill a los principios secundarios no resuelve el problema a nivel científico y, a nivel práctico, parece desembocar en el camino del relativismo social: las diversas sociedades, a lo largo de la historia, formulan en base a su experiencia normas variadas, sujetas a la evolución y a los cambios de la sociedad misma.

Además, la idea de placer hace pensar en el gozo de los sentidos; al menos no contiene un criterio regulador para éstos. Mill quiere ciertamente evitar este defecto a través de la distinción entre placeres superiores y placeres inferiores, placeres dignos del hombre y placeres indignos. Pero con esta distinción Mill traiciona los principios fundamentales del utilitarismo.

En efecto, si se admite que el placer o la felicidad en sentido utilitarista es el principio supremo, la distinción entre diversos placeres puede ser sólo cuantitativa, ya que no se admite otra norma que el placer mismo. No se podría decir, desde el punto de vista del placer, que un placer es más digno que otro, sino sólo que es más intenso o más duradero.

Si, no obstante, se sostiene que un placer es cualitativamente superior a otro, se está diciendo que un tipo de actividad productora de placer es superior y tiene más valor que otra. Al afirmar esto se reconoce implícitamente una idea de hombre, de aquello que el hombre es y debe ser, en virtud de la cual se establece una distinción entre los placeres. El principio primero y supremo es en este caso esa idea de hombre, la dignidad humana, etc. Si no es así, ¿cómo se puede decir de un placer que es indigno? ¿Cómo se puede distinguir entre la verdadera y la falsa felicidad?

En el plano de la coherencia lógica interna, Bentham tiene razón y Mill va contra la lógica. Sin embargo, en términos de realidad, Mill es superior, no como utilitarista, sino en cuanto que su ética se fundamenta en un ideal preciso. Pero si quiere continuar siendo utilitarista, ese ideal debe poder ser objeto de maximización a través del actuar humano (ver arriba, principio b)), lo cual nos hace comprender que se trata de un ideal ético inadecuado, como veremos a continuación.

3. Un ideal ético inadecuado

La idea utilitarista de felicidad es de por sí exclusivamente terrena, temporal. La felicidad es concebida como resultado natural de las acciones humanas tomadas en su exterioridad. Las acciones humanas, a través de sus consecuencias, son factivas del fin, siendo factivo un término derivado de facere y contrapuesto a agere. Max Scheler ha puesto de relieve que sólo los bienes externos y periféricos (el placer sensible) pueden ser un producto de la factividad humana concebida como se ha dicho arriba[5].

En el plano exclusivamente filosófico, en el cual se mueve por ejemplo Aristóteles, la perfección ética del hombre está ligada al efecto inmanente de la acción humana, a la perfección interior, no a las consecuencias sociales. Desde el punto de vista de la ética cristiana, debemos añadir que la felicidad de la persona humana consiste en la unión con Dios a través del conocimiento y del amor, y con respecto a esta felicidad la acción humana es meritoria finis. Esto presupone, de una parte, admitir de manera precisa la espiritualidad e inmortalidad del espíritu humano, y, por otra parte, el atribuir a Dios un papel esencial e intrínseco en la fundamentación de la moralidad.

No basta afirmar con Mill que el utilitarismo no es contrario de por sí a la creencia en Dios o que incluso puede ser congruente con ésta. La adecuación a la idea cristiana de felicidad sólo se realiza cuando se afirma que conocer y amar a Dios es el deber ético primero y principal del hombre. ¿Cómo se puede admitir que Dios es creador y legislador y no considerarlo como último fin? ¿Cómo se puede querer la felicidad de los hombres y no mandarles amar a Dios, dado que sólo en ese amor encuentran ellos su felicidad? ¿Cómo se puede hablar de verdad y de bien sin hacer referencia a la Suma Verdad y al Sumo Bien? Todo nos obliga a afirmar que el utilitarismo está ligado a una idea insuficiente de la persona y de su felicidad.

Debemos hacer notar también que el utilitarismo asume las características de un minimalismo social ético (no ofender a los demás) y de un laxismo personal (no puede fundar una moral privada o personal). Mill ciertamente reconoce que los placeres intelectuales y morales son superiores, también en el plano personal. Pero hablar de verdaderos placeres es admitir que los otros son falsos e indignos, y por consiguiente presuponer una norma externa al placer. Hasta que esta norma no sea estudiada y fundada en una idea verdadera del hombre estamos en un camino sin salida.

4. La perspectiva utilitarista no puede fundar el deber

Mill demuestra el principio utilitarista afirmando que es un hecho que todo el mundo quiere ser feliz.

En esto coincide con Santo Tomás de Aquino. Que todos desean la felicidad es ciertamente un hecho natural psicológico; pero, por este motivo, es en sí mismo un hecho no formalmente moral, aunque no irrelevante para la Ética. El problema ético comienza cuando el hombre debe determinar qué es en concreto la felicidad. Más aún, el problema ético no se resuelva propiamente hasta que el hombre no comprende que su felicidad es la unión con Dios, y por consiguiente un bien que entra en el ámbito del Absoluto .

Mientras no se alcance el plano de lo absoluto, las críticas de Kant son válidas. Si el deseo de felicidad es un hecho, ¿cómo puede ser al mismo tiempo un deber? Concediendo que pueda ser un deber, ¿cómo se fundamenta? ¿Por qué debo ser feliz? ¿Por qué llegar a ser feliz es un deber absoluto? En ausencia de una respuesta satisfactoria, los imperativos derivados de la felicidad son ciertamente hipotéticos: si quiero ser feliz, deberé hacer esto... pero aquí no hay nada de moral; hay astucia, habilidad, y sobre todo hay un conjunto de valoraciones de carácter meramente técnico. La situación cambia si se llega a lo que Kant llama un "findeber"[6], es decir, un fin que es al mismo tiempo un deber absoluto. Kant da algunos ejemplos de esto, sobre los cuales funda su ética aplicada, pero sólo con Santo Tomás de Aquino (y en la ética cristiana en general) el problema encuentra una respuesta satisfactoria, en cuanto que el absoluto axiológico es fundado en el absoluto ontológico o, si se quiere, en lo absolutamente absoluto en todos los sentidos. Los utilitaristas ciertamente podrían responder que ellos tienen otros principios implícitos: promover la felicidad con las propias acciones es la única forma razonable de actuar, y siempre es digno de alabanza el actuar en forma razonable. Bien, pero así el principio de la utilidad no es el primer principio. El primer principio sería la recta razón, o la naturaleza racional del hombre, etc. En cualquier caso, los utilitaristas traicionan sus principios.

5. Tensión entre interioridad y exterioridad

Comúnmente los utilitaristas no tienen en cuenta la interioridad del hombre, las intenciones, las actitudes, que ciertamente son importantes. Para ellos sólo importan las consecuencias. Pero si se deciden a considerar la interioridad, el único elemento relevante es la intención de procurar y promover el bien de la colectividad. Estando presente esa intención, no se puede hablar de mal moral; en todo caso, si el cálculo de las consecuencias no está bien hecho, se puede hablar de lo "moralmente equivocado". Este es el caso de B. Schüller[7]. El juicio determinante de lo "moralmente justo" y de lo "moralmente equivocado", continúa siendo una valoración de carácter técnico, y no una actividad en sí misma moral. Gran confusión, sobre todo para quien declara haber puesto, como motivo de su reflexión, la exigencia de rigor en el discurso .

6. Tensión entre el bien propio y el bien general

Cuando el utilitarismo se presenta con una tonalidad marcadamente social, se plantea el problema de la fundamentación de este carácter.

Algunos autores le dan una fundamentación en el fondo egoísta. Se debe buscar el bien social porque es la única forma de promover el bien propio. Pero si el bien común es una simple suma de bienes individuales, no es verdad que el bien mío sea posible exclusivamente dentro del bien común. Se puede no dar el bien común porque en la suma falta la parte correspondiente a los otros, mientras que la mía ha sido obtenida. Se debe buscar, pues, otra fundamentación. Para afirmar que el bien social es específicamente diverso de los bienes individuales comunes, se debe admitir por fuerza la naturaleza social del hombre, y entonces ésta es el primer principio de la ética social.

Si se pretende una fundamentación verdaderamente altruista, se requiere la comprensión de la naturaleza social del hombre, por la cual puede alcanzar o dirigirse hacia la verdadera felicidad sólo como ser social, como ser cuya felicidad es un elemento de un conjunto orgánico que, sin embargo, está al servicio de la persona. La simple afirmación de la superioridad de lo social acaba por hacer de la persona un medio que puede ser instrumentalizado.

En el fondo está siempre la tensión entre el hombre interior y el hombre exterior, heredada de Lutero (teoría de los dos reinos). En el utilitarismo el balance se inclina en favor del hombre exterior; en Kant, a favor del hombre interior. Los teólogos actuales que siguen la ética teleológica, a través de una hábil síntesis de kantismo y utilitarismo, intentan armonizar los dos aspectos como tales sin remontarse a la unidad originaria. El híbrido resultante está lleno de contradicciones internas[8].

7. La justicia

Si la justicia se fundamenta en la utilidad, y ésta, se entiende como la maximización del bienestar general, es decir, como la suma total del bienestar de la sociedad, queda claro que no se toma en serio la distinción entre personas. Se calcula la maximización del bienestar como si todos los hombres fueran uno sólo. Siempre que se promueva la mayor suma total de bienestar, se puede juzgar como útil una decisión jurídica o social que haga daño a algunos individuos en valores que ellos consideran esenciales para sí.

La sociedad estaría autorizada a compensar la pérdida de algunos con la ganancia de otros, siempre que esto promueva la mayor suma total de bienestar en dicha sociedad. La persona quedaría así totalmente en manos de los estrategas del bienestar. No se toma en cuenta la dignidad de cada hombre y la justicia distributiva fundada en ella. De todo esto se desprende un hecho importante: utilidad y justicia no son sinónimos, la segunda no se puede fundamentar en la primera[9].

Por otra parte, si la utilidad presupone una idea de hombre (lo que es cierto al menos en Mill), el principio de la utilidad es inútil para la determinación de los principios capitales de la justicia. Si una idea de hombre es aceptada en una sociedad, no tenemos necesidad de la mediación de la utilidad para saber si un comportamiento es justo o injusto. Todo acto que dañe los valores esenciales de la persona es injusto. Esto es un criterio de aplicación más fácil e inmediata que el de la utilidad general, siempre difícil de determinar.

Sin embargo, se debe reconocer a la utilidad un cierto papel. Entre las diversas decisiones justas, se escoge aquella que resulte más útil para todos. Pero aquí estamos fuera del ámbito esencial de la justicia, aunque no estemos fuera de la justicia entendida, en sentido vulgar, como objeto de las decisiones del Estado. Este segundo sentido de justicia debe respetar absolutamente el primero, de otra manera se convierte, o puede convertirse al menos, en la mayor de las injusticias. Hoy día tenemos abundantes ejemplos de esto.

8. La fundamentación de las normas y el legislador

Si las normas políticas se deben justificar con base en su utilidad para el bienestar global de una sociedad, las normas éticas universales lo serán por su utilidad para la felicidad de los hombres. Planteadas así las cosas, se dará una de estas dos posibilidades: o se admite la existencia de un legislador moral de Infinita Inteligencia, o la moral será un ideal inalcanzable, al cual la humanidad puede acercarse a lo largo de la historia, pero sin lograrlo nunca de manera completa. Es necesaria, en efecto, una inteligencia infinita para conocer el modo en que las consecuencias de los actos de todos los hombres, en sus efectos presentes y futuros, en sus interacciones, en sus efectos ocultos, etc., puedan contribuir o dañar la felicidad de todos los hombres. Esta perspectiva de totalidad corresponde sólo a Dios como gobernador del universo entero. El hombre no debe asumirla, en cuanto que supera los límites de su responsabilidad moral, y sobre todo no puede asumirla y —no obstante los progresos científicos y tecnológicos— nunca podrá asumirla. Esto plantea, de manera bastante dramática, el problema del Sumo Legislador moral y el del conocimiento ético natural. Notemos sólo que quizás es ésta la dificultad más importante del utilitarismo. Por esto el utilitarismo es tanto más inadecuado, cuanto más impropia del hombre es la perspectiva que el individuo se ve obligado a asumir. Esto quiere decir que el principio de la utilidad puede proporcionar algunos criterios válidos para orientar las elecciones de pequeñas comunidades, estando garantizados por el ordenamiento político superior los derechos fundamentales de la persona; pero presenta problemas gravísimos si se asume como base de un ordenamiento estatal; y es, en definitiva, un absurdo imposible como supremo criterio de moralidad.

A.R.L.

 

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[1] De l´utilitarisme, Hartier, Paris 1946

[2] Cfr. Scritti morali, La Scuola, Brescia 1970, pp. 127 y 129.

[3] Cfr. Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2.

[4] Cfr. la recensión a la obra de B. SHULLER, La fondazione dei giudizi morali.

[5] Cfr. MAX SCHELER, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Francke Verlag, Berna 1954, sección V.

[6] Cfr. Metafísica de las costumbres, Introducción a la doctrina de la virtud, II.

[7] Cfr. La Fondazione dei giudizi morali, Cittadella, Asís 1975, Capítulo VI (véase la recensión a esta obra, I.A.7).

[8] Para una crítica de estas posturas, véase R. SPAEMANN, La responsabilità personale e il suo fondamento, en AA VV., “Etica teleologica o etica deontologica? Un dibattito al centro della teologia morale odierna", Documenti CRIS, nn. 49/50 Roma 1983.

[9] Cfr. entre muchos otros, J. RAWLS, A Theory of Justice, Harvard 1971, parágrafo 5. Advertimos que este autor critica eficazmente el utilitarismo, pero desde una perspectiva contractualista de tipo neokantiano, no desde el derecho natural.