MONOD, Jacques

El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna

Barral Editores, Barcelona 1970, 216 pp.

(Orig.: Le hasard et la nécessité, Ed. du Seuil, Paris 1970).

 

CONTENIDO DE LA OBRA

El autor es especialista en bioquímica y obtuvo el Premio Nobel en 1965. La mayor parte de su libro está dedicada a una exposición sucinta, y que quiere ser divulgadora, de los contenidos capitales de la bioquímica en el momento actual de su desarrollo. Dice el propio autor: “la parte estrictamente biológica de este ensayo no es en absoluto original. No he hecho más que resumir nociones consideradas como establecidas por la ciencia contemporánea” (p. 11). Pero el autor no se queda en esto, sino que nos ofrece, sobre todo al final de la obra, una filosofía, que él considera extraída de la ciencia, pero que la excede en mucho, con la que quiere dar una explicación global del universo y del hombre.

Comienza el autor por examinar las diferencias existentes entre los seres artificiales y los naturales. Llega a la conclusión de que los dos están adaptados a un proyecto, especialmente cuando los seres naturales de que se trata son seres vivos, pues éstos tienen como propiedad inseparable la que Monod llama teleonomia. De todos modos se puede establecer la diferencia entre lo natural y lo artificial, pues la finalidad de lo artificial le viene impuesta desde fuera y no viene reflejada en su estructura íntima o microscópica, mientras que la finalidad de los seres vivos les viene desde dentro y afecta a su constitución microscópica. Además, los seres vivos (a diferencia de los artefactos o máquinas) se construyen a sí mismos y se reproducen de manera invariante. De esta suerte, según Monod, lo que caracteriza a los seres vivos son estas tres notas: la teleonomía, la morfogénesis autónoma y la invariancia reproductiva. Además “es absolutamente verdadero que estas tres propiedades están estrechamente asociadas en todos los seres vivientes. La invariancia genética no se expresa y no se revela más que a través y gracias a la morfogénesis autónoma de la estructura que constituye el aparato teleonómico” (p. 27).

Sin embargo, esto choca con el primer postulado del método científico: la objetividad de la Naturaleza: “Es decir, la negativa sistemática de considerar capaz de conducir a un conocimiento ‘verdadero’ toda interpretación de los fenómenos dada en términos de causas finales, es decir, de ‘proyectos’” (p. 31). Y un poco después: “Postulado puro, por siempre indemostrable, porque evidentemente es imposible imaginar una experiencia que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza Mas el postulado de objetividad es consustancial a la ciencia , ha guiado todo su prodigioso desarrollo desde hace tres siglos. Es imposible desembarazarse de él, aunque sólo sea provisionalmente , o en un ámbito limitado , sin salir de la misma ciencia” (p. 31).

Monod considera que la única manera de salvar la teleonomía, como propiedad de los seres vivos, sin contradecir el postulado de la objetividad es establecer que “la invariancia precede necesariamente a la teleonomía”, o sea “que la evolución, el refinamiento progresivo de estructuras cada vez más intensamente teleonómicas, es debido a perturbaciones sobrevenidas a una estructura poseyendo la propiedad de invariancia” (p. 35). A esta idea de Monod se oponen los sistema vitalistas y animistas, a los que el autor ataca despiadadamente: a Bergson, a Elsässer y a Polanyi, a Teilhard de Chardin, a Marx y a Engels; todos ellos caen en el error del vitalismo o del animismo, es decir, en la explicación de la invariancia y de la evolución por la teleonomía, ya en la biosfera, ya en el universo entero.

Ahora bien, después de haber insistido una y otra vez en la teleonomía que manifiestan los seres vivos, llega por fin Monod a preguntarse por la ratio ultima de ella; y la respuesta no puede ser más descorazonadora: esa ultima ratio es el azar. “Se conocen hoy en día centenares de secuencias, correspondientes a distintas proteínas, extraídas de los organismos más diversos. De estas secuencias y de su comparación sistemática ayudada por los modernos medios de análisis y de cálculo, se puede hoy deducir la ley general: la del azar” (p. 109). Pero aunque el origen esté en el azar inmediatamente se establece la necesidad. “Es preciso admitir, que la secuencia 'al azar' de cada proteína está de hecho reproducida, millares o millones de veces, en cada organismo, en cada célula, en cada generación, por un mecanismo de alta fidelidad que asegura la invariancia de las estructuras” (p. 110). “Azar captado, conservado, reproducido por la maquinaria de la invariancia y así convertido en orden, regla, necesidad. De un juego totalmente ciego, todo, por definición, puede salir, incluida la misma visión” (p. 110).

Hay más, no solamente la teleonomía que se observa en la conservación o invariancia reproductiva de los seres vivos, tiene como ultima ratio explicativa el azar, sino que la misma evolución ascendente desde las especies inferiores hasta las más elevadas, también se basa en el azar. Escribe Monod: “Decimos que estas alteraciones son accidentales, que tienen lugar al azar. Y ya que constituyen la única fuente posible de modificaciones del texto genético, único depositario, a su vez de las estructuras hereditarias del organismo, se deduce necesariamente que sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. E1 puro azar, el único azar, libertad absoluta, pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución: esta noción central de la biología moderna no es ya hoy en día una hipótesis, entre otras posibles o al menos concebibles. Es la sola concebible, como única compatible con los hechos de observación y de experiencia” (pp. 125-126).

Pero veamos qué es lo que Monod entiende por azar. “Se emplea esta palabra, por ejemplo, a propósito de los juegos de dados, o de la ruleta (...). Pero estos juegos mecánicos y macroscópicos no son 'de azar' más que en razón de la imposibilidad práctica de gobernar con una precisión suficiente el lanzamiento del dado o de la bola. Es evidente que un mecanismo de lanzamiento de muy alta precisión es concebible, y permitiría eliminar en gran parte la incertidumbre del resultado (...). Pero en otras situaciones, la noción de azar toma una significación esencial y no ya simplemente operacional. Es el caso, por ejemplo, de lo que se pueden llamar las 'coincidencias absolutas', es decir, las que resultan de la intersección de dos cadenas casuales totalmente independientes una de otra” (pp. 126-127). En este último sentido de “azar esencial” es como lo toma Monod en su explicación (?) de la evolución y del inicio de toda invariancia.

Pero este recurso al azar no deja de tener dificultades para el propio Monod. Ciertamente, según él: “el accidente singular, y como tal esencialmente imprevisible, va a ser mecánica y fielmente replicado y traducido, es decir, a la vez multiplicado y traspuesto a millones o a miles de millones de ejemplares. Sacado del reino del puro azar, entra en el de la necesidad, de las certidumbres más implacables” (p. 153). Pero ¿cómo explicar esto: que el azar dé lugar a la necesidad? Monod escribe: “Teniendo en cuenta las dimensiones de esta enorme lotería y la velocidad a la que actúa la naturaleza, no es ya la evolución, sino al contrario la estabilidad de las 'formas' en la biosfera lo que podría parecer difícilmente explicable sino casi paradójico” (p. 136). “La extraordinaria estabilidad de algunas especies, los miles de millones de años que cubre la evolución, la invariancia del 'plan' químico fundamental de la célula no pueden evidentemente explicarse más que por la extrema coherencia del sistema teleonómico que, en la evolución, ha jugado pues el papel a la vez de guía y de freno , y no ha retenido, amplificado , integra do más que una ínfima fracción de las posibilidades que le ofrecía, en número astronómico, la ruleta de la naturaleza” (pp. 136-137).

Pero, a pesar de esto, Monod insiste en que el azar está en la base de toda teleonomía, de toda invariancia. Por eso, como una mera aplicación de su teoría general, también echa mano del azar para explicar la aparición del hombre sobre la tierra. Esta aparición está íntimamente ligada al lenguaje. En efecto: “el lenguaje articulado, desde su aparición en el linaje humano, no ha permitido solamente la evolución de la cultura, sino ha contribuido de modo decisivo a la evolución física del hombre. Si ha sucedido así, la capacidad lingüística que se revela en el curso del desarrollo epigenético del cerebro forma parte actualmente de la 'naturaleza humana' definida en el seno del genoma en un lenguaje radicalmente diferente del código genético. ¿Milagro? Ciertamente, puesto que en última instancia se trata de un producto del azar” (p. 149).

Una vez más vemos que no escapan al propio Monod las dificultades que entraña su teoría del azar; pero la mantiene a pesar de todo, porque, según él, “esta concepción es la única compatible con los hechos” (p. 153). No obstante resultan chocantes algunos párrafos de Monod como los siguientes: “El milagro está 'explicado': nos parece aún milagro. Como escribió Mauriac: 'Lo que dice este profesor es mucho más increíble aún que lo que nosotros, pobres cristianos, creemos'” (p. 153). “Pero el mayor problema es el origen del código genético y del mecanismo de su traducción. De hecho, no es de un 'problema' de lo que debería hablarse, sino más bien de un verdadero enigma” (p. 157). “El enigma sigue, y envuelve también la respuesta a una pregunta de profundo interés. La vida ha aparecido sobre la tierra: ¿cuál era antes del acontecimiento la probabilidad de que apareciera? No queda excluida, al contrario, por la estructura actual de la biosfera, la hipótesis de que el acontecimiento decisivo no se haya producido más que una sola vez. Lo que significaría que su probabilidad a priori es casi nula” (pp. 158-159). La aparición del hombre es “otro acontecimiento único que debería, por eso mismo, prevenirnos contra todo antropocentrismo. Si fue único, como quizá lo fue la aparición de la misma vida, sus posibilidades, antes de aparecer, eran casi nulas. El Universo no estaba preñado de la vida, ni la biosfera del hombre. Nuestro número salió en el juego de Montecarlo. ¿Qué hay de extraño en que, igual que quien acaba de ganar mil millones, sintamos la rareza de nuestra condición?” (pp. 159-160).

Pero ¿no debería todo esto hacer vacilar a Monod acerca del postulado de la objetividad; es decir, de la necesidad, que es fundamental para la ciencia? No hace vacilar aquel postulado en absoluto, sino que lo mantiene a toda costa. Incluso a riesgo de anular toda ética o toda vida humana apoyada en valores. Así escribe: “Desde el momento en que se propone el postulado de la objetividad como condición necesaria de toda verdad en el conocimiento, una distinción radical, indispensable en la búsqueda de la verdad, es establecida entre el dominio de la ética y el del conocimiento. E1 conocimiento en sí mismo es excluyente de todo juicio de valor, mientras que la ética, por esencia no objetiva, está siempre excluida del campo del conocimiento” (pp. 187-188). La única ética que cabe ya es la ética del propio conocimiento “La ética del conocimiento escribe—, creadora del mundo moderno, es la única compatible con él, la única capaz, una vez comprendida y aceptada, de guiar su evolución” (p. 190). Con lo que se llega a esta conclusión desoladora: “La antigua alianza esta ya rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte” (p. 193).

VALORACIÓN CRÍTICA Y DOCTRINAL

En el examen valorativo que se va a hacer aquí del libro de Monod, no se hará mención a lo que en ese libro estrictamente hay de biología y de bioquímica, que es divulgador. Pero en esta obra hay también mucho de filosofía -implícita y explícita—, y en esto el autor desbarra abiertamente .

En primer lugar conviene decir algo del postulado de objetividad, que se acepta sin prueba alguna, como condición necesaria de toda verdad científica. Ese postulado de objetividad lo formula Monod así: “la negativa sistemática de considerar capaz de conducir a un conocimiento 'verdadero' toda interpretación de los fenómenos en términos de causas finales, es decir, de 'proyecto'” (p. 31). Este postulado está a la base de buena parte de la “ciencia moderna”, o mejor: de la filosofía de la ciencia más o menos operante en los últimos siglos. Descartes escribe: “No deben examinarse las causas finales de las cosas creadas sino sólo sus causas eficientes. Nunca deberemos sacar argumentos, acerca de las cosas naturales, del fin que Dios o la Naturaleza se propuso al hacerlas, porque no debemos tener tal arrogancia como para considerar que participamos de sus designios” (Principios de Filosofía, I, 28). Y Spinoza escribe también: “Los hombres suponen comúnmente que todas las cosas naturales obran, como ellos mismos, por un fin, y aun sientan por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un fin determinado, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas por el hombre y al hombre para que lo adore a El (...). Mas para mostrar ahora que la Naturaleza no se ha prefijado ningún fin y que las causas finales no son, todas, sino ficciones humanas, no es menester muchas palabras” (Ethica, I, apéndice). El rechazo de la causalidad final es debido en todos estos autores- entre otras razones— también a un falso concepto de dicha causalidad. Conciben, en efecto, a la causa final de una manera unívoca, como la que es propia de los seres artificiales; y entonces consideran un antropologismo atribuir una finalidad a las acciones de los seres propiamente naturales. Pero los agentes son de dos tipos: los que obran por impulso de su naturaleza y los que obran dirigidos por su entendimiento, y ambos obran por un fin: por un fin impuesto a ellos por el Autor de dicha naturaleza, en el primer caso, o por un fin propuesto por ellos, en el segundo. Por lo demás, sólo estos últimos obran de una manera libre y verdaderamente activa, mientras que los primeros obran de manera necesaria y en cierto modo pasiva, pues más bien son dirigidos al fin que se dirigen ellos mismos al fin. De aquí también que en último término, la obra de la naturaleza es la obra de una inteligencia: la Inteligencia ordenadora suprema.

De todo lo cual se sigue que, aunque se admitan las causas finales en la naturaleza, como son causas necesarias, no se trastorna la invariancia o necesidad que las ciencias reclaman en su objeto. O dicho de otro modo, el postulado de objetividad no se opone en absoluto a la existencia de causas finales en la naturaleza, sino que más bien la supone. Y esto se ve claro en Monod, que a pesar de respetar al máximo el postulado de la objetividad, no se cansa de hablar de “teleonomía” (= teleología, finalidad) en los seres vivos. Incluso llega a exagerar este punto, pues parece que concede a todos los seres vivos, incluso a los más ínfimos, un cierto poder cognoscitivo orientador de su teleonomía. Así escribe: “Estos fenómenos, prodigiosos por su complejidad y su eficacia en la realización de un programa fijado de antemano, imponen evidentemente la hipótesis de que son guiados por el ejercicio de funciones de algún modo 'cognitivas'” (p. 70). “Las enzimas ejercen precisamente, a esta escala microscópica, una función creadora de orden” (p. 71). “La suma total de estas actividades no podría conducir más que a un caos, si éstas no es tuviesen , de algún modo, sujetas las unas a las otras para formar un sistema coherente” (p. 75). Y finalmente: “Este número astronómico da una ligera idea de la 'potencia cibernética' (es decir, teleonómica) de la que puede disponer una célula provista de algunos centenares o millares de especies de estos seres microscópicos, mucho más inteligentes aun que el demonio de Maxwell” (p. 81).

No se comprende cómo un hombre que asegura todo esto, pueda luego decir que la ratio ultima de toda la teleonomía, tanto a escala específica como a escala universal de la “evolución ascendente”, venga a ser el azar.

Si por azar se designa un mero concepto gnoseológico, equivalente a nuestra ignorancia, todavía podría pasar, porque se trata de un problema que la ciencia positiva no puede resolver; pero Monod lo considera como un concepto ontológico. “¿Por qué afirma Monod que el azar pertenece al orden ontológico? Se trata de una afirmación vacíamente dogmática sin posibilidad de prueba. En el orden ontológico no hay casualidad, azar o casus. Puede darse un efecto imprevisto, insospechado, imprevisible; pero lo imprevisible, lo insospechado y lo imprevisto son condiciones gnoseológicas y de ninguna manera ontológicas. El azar, la casualidad, el casus son términos que, si no explican absolutamente nada, dan fe de nuestra ignorancia de una serie de causas reales que motivan un efecto que, por esa ignorancia, llamamos casual” (José María Alejandro, Sobre el azar y la necesidad, en Pensamiento, t. XXVIII (1972), p. 397).

Monod pasa por alto muchos problemas de los que podrá prescindir la ciencia positiva, pero que no puede menos de plantearse la filosofía, también “la filosofía natural de la biología moderna” (subtítulo del libro de Monod). Porque, en primer lugar, no da ninguna explicación del origen del mundo: ¿por qué existe la materia, incluso la más elemental y primigenia? Aquí es todavía más absurdo recurrir al azar, porque si partimos de la nada no hay elementos que combinar, aunque sea al azar. ¿Se supone entonces que el mundo es eterno o que no tiene límites en el tiempo? Pero aunque así fuera necesitaría ser creado, porque de lo contrario el mundo sería Dios, el Ser absolutamente necesario. “Nuestro interlocutor piensa, por definición, que el universo es el único ser. Si, pues, ese ser ha comenzado a existir es que antes de él nada existía. Es, pues, necesario explicar cómo de la nada, de la nada absoluta, ha podido surgir algo por sí solo. Debe explicarse esa súbita fecundidad de la nada. No puede decirse seriamente que el universo 'se ha producido a si mismo', que la materia inicial 'se ha engendrado a sí misma'. Porque para producirse, para engendrarse, para crearse, es necesario existir ya previamente . Y si existe ya previamente no es necesario crearse a sí mismo. La expresión 'crearse a sí mismo', absolutamente hablando, carece de sentido” (C. Tresmontant, Como se plantea hoy el problema de la existencia de Dios, Barcelona, 1969, p. 99). Esto en el caso de que se piense que el mundo ha comenzado a existir. Pero si se supone eterno e infinito en el tiempo, tampoco se resuelve la dificultad. “Algunos sabios, y algunos filósofos, imaginan que por el mero hecho de establecer y defender enérgicamente la teoría de un universo eterno, o de un recomienzo eterno y cíclico del mismo, eluden la doctrina judía y cristiana de la creación, y procuran así una respuesta al problema planteado por la existencia misma del universo. Se trata de una ilusión ingenua y de una falta incalificable de lógica. Porque, al afirmar sin poseer por lo demás ningún dato positivo que permita fundar una tal aserción, ningún dato ni real ni posible (no se ve cómo podría establecerse positivamente, por una experiencia real, la eternidad del universo); al afirmar, decimos, que el universo es eterno, no se responde en absoluto al problema planteado por su existencia. Como advertía ya Santo Tomás contra los averroístas, poco importa que el universo sea o no eterno, desde el punto de vista de la doctrina de la creación. Porque, incluso en el caso de que fuera eterno, no quedaría demostrado que fuera increado” (ibidem, p. 102).

No hay otra alternativa: o el mundo que actualmente existe, aun cuando se le suponga eterno, es creado y dependiente de un ser absoluto, necesario, omnipotente, es decir, Dios, o bien el mundo mismo es ese ser absoluto y necesario, es decir, Dios, y entonces caemos en el panteísmo.

Pero si el mundo es obra de Dios , Ser omnipotente y omnisciente, resulta todavía más absurdo el recurso al “azar” para “explicar” la aparición de la vida y de la “evolución ascendente” desde la más primitiva bacteria hasta el hombre. “Esto equivaldría a barajar sin orden ni concierto las 28 letras en moldes de imprenta, esperando que por azar vayan a unirse adecuadamente para componer esta o aquella conocida poesía. Solamente por medio de una ciencia y por una ordenada disposición de las letras y de los vocablos en el poema podemos nosotros componer un poema” (Oparin, citado por Tresmontant, o. cit. , p. 189). Y el mismo Tresmontant escribe: “El azar no basta para explicar la ordenación de los átomos en una molécula. El azar no basta para explicar la ordenación de las moléculas en esas moléculas gigantes que son, por ejemplo, las proteínas del núcleo. El azar no basta para explicar la formación de moléculas como los azúcares, las grasas, etc. El azar no basta para explicar la organización de todas las moléculas en ese universo centrado y viviente que es la célula. Pero hay algo más grave y más radicalmente decisivo: la ordenación de los átomos, de las moléculas y de las macromoléculas no basta para explicar la vida misma del ser vivo. A lo más, esa ordenación podrá ser susceptible de explicar la constitución de un espléndido cadáver fresco de célula, pero no su vida, es decir, el poder que ella tiene de renovar sus existencias materiales, de asimilar y de eliminar, de repararse en caso necesario, de reproducirse conservando, manteniendo y dando su propia estructura a una célula-hija. Desde cualquier punto de vista y como quiera que sea, la tentativa de explicación por el azar es anticuada, anacrónica, inutilizable: es a su vez un cadáver de explicación” (o.cit., p. 194).

Y queda por último el problema de la aparición del hombre. En éste hay algo original: la libertad, el conocimiento, el espíritu, que no se pueden explicar tampoco por la supuesta “evolución ascendente” de la materia viva, ni tan siquiera por la simple generación intraespecífica, una vez aparecida la raza humana en el mundo. El alma de cada hombre tiene que ser creada inmediatamente por Dios. Por el hecho de que dicha alma es inmortal y no podría dejar de ser más que por aniquilamiento, también es ingenerable, y no puede venir a la existencia más que por creación. “Por lo que se ha dicho acerca del carácter espiritual del alma humana, ya se colige que el origen de cada una de ellas no puede ser otro que su inmediata creación por Dios. Esto es lo que afirma también la Sagrada Escritura (Sap. 15, 11; Eccle. 12, 7); en el mismo sentido se ha manifestado, naturalmente, el magisterio de la Iglesia. Así en la condenación de la preexistencia de las almas: Conc. de Constantinopla (543), Dz. Sch. 403 ss; Conc. de Braga, (581), Denz. Sch. 455 ss. El Conc. V de Letrán afirma que el alma es infundida en el cuerpo (Denz. Sch. 1440-1441); en la bula de Alejandro VII sobre la Concepción Inmaculada de María (1661), se habla de la 'creación e infusión' del alma de la Virgen en su cuerpo (Denz. Sch. 2015). Dios crea en cada caso el alma con ocasión del acto generador por el que los padres trasmiten a las nuevas criaturas sus particularidades somáticas y psíquicas (cfr. Pío XII, Enc. Humani generis). El Conc. V de Letrán (Denz. Sch. 1440-1441) ha defendido la individualidad de cada una de las almas, contra los que sostenían la existencia de un alma universal común” (Francisco Beltrán, HOMBRE, en Gran. Enciclopedia Rialp, t. 12, p. 119).

En definitiva, el libro es un ejemplo patente de cómo un autor movido por un prejuicio ateo, puede llegar hasta el punto de tergiversar la interpretación más cierta e inmediata de los mismos datos objetivos que le proporciona su ciencia particular.

J.G.L.

 

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