POULANTZAS, Nicos

PODER POLÍTICO Y CLASES SOCIALES EN LA SOCIEDAD CAPITALISTA

Siglo XXI editores, 17ª ed., 471 pp. Madrid, 1978. Título original: Pouvoir politique et classes sociales. De l’Etat capitaliste. Librairie F. Maspero, París, 1968.

COMPOSICIÓN DEL LIBRO

Consta de una introducción programática de 30 páginas, que sitúa la temática que se va a desarrollar y los supuestos marxistas desde los que se la aborda, y de cinco partes, divididas en capítulos, y cada capítulo en epígrafes, según el esquema siguiente:

Primera parte: Cuestiones generales. Comprende: 1. Sobre el concepto de política; 2. Política y clases sociales; 3. Sobre el concepto de poder (pp. 33-148). Como se observa por los títulos, se delimitan aquellos conceptos que van a ser de mayor uso a lo largo del estudio del Estado capitalista. Los tres capítulos son igualmente básicos, pero es el segundo el que maneja un número mayor de términos técnicos (estatuto de las clases, fracciones autónomas, lucha política de clases, categorías, estratos, distinción entre estructuras y prácticas de clases, coyuntura, fuerzas sociales...).

Segunda parte: El Estado capitalista. Comprende: 1. El problema; 2. Tipología y tipo de Estado capitalista; 3. El Estado absolutista, Estado de transición; 4. Sobre los modelos de la revolución burguesa (pp. 149-240). El tema, que de forma monocorde aparece desde ahora en toda la obra, es el modo en que se presentan las relaciones entre las instancias político-jurídica, ideológica y económica en el Estado capitalista. Derivadamente, se recorrerán las diversas modalidades que presenta este tipo de Estado y se explicará su génesis a partir del Estado absolutista, que por su parte sirve de transición desde el tipo feudal de Estado. El Estado de transición ha traído consigo variaciones en el modo en que se ha operado el paso al último capitalismo, según las diversas formaciones sociales en cada nación.

Tercera parte: Los rasgos fundamentales del Estado capitalista. Comprende: 1. El Estado capitalista y los intereses de las clases dominadas; 2. El Estado capitalista y las ideologías; 3. El Estado capitalista y la fuerza; 4. El Estado capitalista y las clases dominantes (pp. 241-330). Los efectos del Estado son diversos en relación con las clases dominantes y dominadas, respectivamente, y necesita unos principios ideológicos imaginarios que lo legitimen y el empleo organizado de la fuerza.

Cuarta parte: La unidad del poder y la autonomía relativa del Estado capitalista. Comprende: 1. El problema y su planteamiento teórico por los clásicos del marxismo; 2. Algunas interpretaciones y consecuencias; 3. El Estado capitalista y el campo de la lucha de clases; 4. El Estado capitalista y las clases dominantes; 5. El problema en las formas de Estado y en las formas de régimen: el ejecutivo y el legislativo (pp. 331-424). Lo que aquí se trata estaba ya implícito en general en las secciones anteriores. Pasa al primer plano, sin embargo, el concepto de bloque en el poder y la división en clases y fracciones en el seno del mismo, paralelamente a lo que acontece en la formación social.

Quinta parte: Sobre la burocracia y las élites. Comprende: 1. El problema y las teorías de las élites; 2. La posición marxista y la cuestión de la pertenencia de clase del aparato de Estado; 3. Estado capitalista. Burocratismo. Burocracia; 4. La burocracia y la lucha de clases (pp. 425-471). Dependiendo del papel del Estado sobreviene como categoría específica la burocracia, de variable significación de acuerdo con la forma de coexistencia de unos u otros modos de producción en el tipo de Estado capitalista.

 

TRAYECTORIA BIBLIOGRÁFICA DEL AUTOR

            Entre otras obras del autor, cabe señalar: Fascismo y dictadura, Hegemonía y dominación en el Estado moderno, La crisis de las dictaduras, Las clases sociales en el capitalismo actual y Estado, poder y socialismo.

            Las clases sociales en el capitalismo actual es un análisis sociológico de la burguesía en sus relaciones con el Estado, Estado, poder y socialismo plantea la cuestión acerca de las relaciones en el momento actual entre el Estado totalitario y las clases, así como entre socialismo y democracia.

            Existe continuidad en la temática de todas las obras, con la excepción de algunos análisis y formulaciones que «han sido rectificados y adaptados posteriormente». Se trata de estudios críticos enmarcados en la teoría marxista, tomando también en consideración aportaciones de autores estructuralistas como Foucault y Althusser. Tal teoría es tomada, no como conjunto de afirmaciones dogmáticas, sino como método crítico, abierto a su vez a críticas posteriores, ya que «únicamente la crítica hace avanzar la teoría marxista». Habremos de ver, sin embargo, cómo la crítica (en general y en este caso particular) no es posible sin unas verdades aceptadas acríticamente. Por otro lado, todo esfuerzo crítico, en lo que tiene de constructivo, ha de conducir a algún objetivo establecido con anterioridad; en su caso, el autor lo cifra en el servicio a la estrategia revolucionaria.

            Los libros citados están compuestos de distintas colaboraciones para el Bureau de Recherches et d’Etudes Economiques (BRAEC), la Confédération Française Démocratique dú Travail (CFDT), así como para las revistas L’home et la société y Les temps modernes.

 

PROPÓSITO DEL LIBRO

            El autor se vale de la metodología marxista para el tratamiento sociológico de las clases burguesas y el Estado capitalista, proponiéndose cubrir una laguna, ya que en los clásicos del marxismo sólo aparecían estos aspectos «en hueco», es decir, no explícitamente. Las conclusiones propugnadas no son fragmentos aislados, sino que han de ser integradas en el sistema. Se tachan de falsas y nefastas las restantes corrientes de pensamiento (Max Weber, funcionalismo de Parsons, Raif Dahrendorf...) y aun las interpretaciones que suponen alguna desviación respecto a la ortodoxia marxista (Lukács, Lucien Goldmann...).

            El materialismo dialéctico ofrece los conceptos abstractos con que se construyen las formaciones sociales concretas objeto de este estudio, mientras que el materialismo histórico significa la génesis de las estructuras que en conformidad con el método dialéctico se han ido sucediendo en la historia.

 

EXPOSICIÓN DEL CONTENIDO

Introducción

            Los objetos reales de los que da cuenta el materialismo histórico son singulares y concretos, son las formaciones sociales históricamente variables, en las cuales operan una pluralidad de determinaciones que hacen posible el paso de una a otra formación social. Se dan también los objetos abstracto—formales o conceptos, que son condición del conocimiento de los objetos reales. El materialismo dialéctico estudia el proceso mental por el que los conceptos se reagrupan en cada una de las combinaciones reales determinadas que presenta el materialismo histórico. De entre estos conceptos el determinante es «lo económico» o modo de producción. El lugar asignado a las otras instancias (lo político y lo ideológico) depende de la articulación particular de cada modo de producción, dado que cada uno de los niveles de estructuras y prácticas de clase que lo componen tiene un ritmo o temporalidad propios, produciéndose, por consiguiente, los desajustes correspondientes que traen consigo el predominio en el todo de la formación social de una u otra región o instancia. Pero, cualquiera que sea la región que detente el papel predominante, «la articulación de las instancias que especifican la matriz de un modo de producción está determinada, en última instancia, por lo económico» (p. 20).

            Los elementos invariantes de lo económico son la fuerza de trabajo, los medios de producción y el no—obrero, que se apropia el producto. La combinación especifica de estos elementos, que constituye lo económico en un orden de producción dado, está compuesta por una doble relación: a) relación de apropiación real entre el trabajador y los demás componentes de la fuerza de trabajo o medios de producción; b) relación de propiedad. Mientras en las sociedades precapitalistas se da la separación entre el trabajador y el producto de su trabajo, pero no respecto de las condiciones naturales del mismo o medios de producción, la sociedad capitalista se caracteriza por la homología (coincidencia) en ambas separaciones, la de apropiación real —que concierne al proceso de trabajo— y la de propiedad. Otra característica del modo de producción capitalista es la autonomía —relativa— específica de las instancias política y económica; tal autonomía, sin embargo, es como el efecto paradójico de la determinación de la sociedad capitalista por lo económico sin la mediación de algún otro nivel que aparentemente fuera el predominante, como ocurría con las relaciones interpersonales de dependencia entre señor feudal y siervo en la época medieval.

 

Parte primera: Cuestiones generales

Capítulo I: Sobre el concepto de política

            El autor rechaza aquellas interpretaciones del marxismo que adjudican el primer plano en la historia a lo político, pues ello supone un protagonismo voluntarista que no contaría con la especificidad de los diversos niveles de estructuras y prácticas sociales. La tesis de Marx de que la lucha de clases es el motor de la historia no habrá de ser entendida en el sentido de un devenir guiado por las voluntades, sino a partir del «concepto teóricamente construido de un modo de producción dado en cuanto todo—complejo—con predominio» (p. 38). La práctica política tiene como objeto de transformación el «momento actual», entendiendo por tal el punto nodal en que se condensan las contradicciones entre los diversos niveles de una formación; para ello su objetivo estratégico específico serán las estructuras políticas del Estado, como punto de cohesión de los diversos niveles de estructuras. Sin esta transformación estructural no hay práctica política. «El concepto de práctica reviste aquí el sentido de un trabajo de transformación sobre un objeto (materia prima) determinado, cuyo resultado es la producción de algo nuevo, que constituye, o al menos puede constituir, una ruptura con los elementos ya dados del objeto» (p. 39).

            El Estado es sólo el aglutinante de la formación social. De aquí que la práctica política tienda inexorablemente a una de estas dos alternativas: o bien a la conservación de la unidad de una formación —dada por medio del Estado—, o bien a la transformación de las relaciones de producción a través de la ruptura de la unidad dada por el Estado. La lucha política no tiene por objetivo específico las relaciones sociales económicas, pues ello sería un simple reformismo. Más bien, si la práctica política recae sobre el Estado es porque en éste se reflejan los antagonismos o contradicciones de la sociedad consigo misma; el lugar y los límites del Estado en el todo están determinados por el modo de producción que caracteriza a la formación social del momento histórico.

            Las funciones económica e ideológica del Estado, están en dependencia de la función propiamente política, concerniente a la lucha de clases, es decir, al predominio político de una clase; tales funciones corresponden, por tanto, a los intereses políticos de la clase dominante.

            La articulación de una formación social se refleja en la articulación de las funciones del Estado. Así, el predominio en el Estado de la función económica indica que el papel predominante en la formación social corresponde a lo político. «En ese caso el predominio de la función económica del Estado sobre sus otras funciones se conjuga con el papel predominante del Estado, pues la función de factor de cohesión necesita su intervención específica en la instancia que detenta el papel determinante de una formación social: lo económico» (p. 58). Esto ocurrió en el Estado despótico, asiático, o en el capitalismo monopolista de Estado. En el Estado liberal el predominio corresponde a la función propiamente política, sin que eso signifique que —a su modo— no detente también en tal caso el Estado la función de cohesión.

Capítulo II: Política y clases sociales

            La lucha económica pasa por un primer estadio de diseminación de los obreros en diferentes grupos; más tarde, la organización sindical; por fin, la organización propiamente política. No se acepta la interpretación histórico-genética, dada por Lukács, Goldmann o Marcuse, según la cual la clave de la historia es la conciencia histórica de clase; el momento de la conciencia de clase, surgido críticamente de los anteriores, y no la acción que se opone a la materia, sería el factor transformador de la historia. Esta interpretación desconoce que los agentes de la producción —actores sociales— los considera Marx como portadores de un conjunto de estructuras y no como origen genético, organizado en clases, de las estructuras. Son las estructuras las que tienen como efecto global las clases en el dominio de las relaciones sociales. Por razones análogas tampoco se acepta una interpretación economicista, al no tener en cuenta la pluralidad de regiones (política, ideológica y económica) en el modo de producción. «La definición de una clase como tal y su captación en el concepto correspondiente se refiere al conjunto de los niveles cuyo efecto es» (p. 69). El economicismo confunde las relaciones sociales con las estructuras, habiendo de intervenir, en consecuencia, la voluntad para convertir las relaciones de producción en relaciones «sociales» de producción.

            Para Poulantzas, las relaciones sociales de producción —o relaciones de clase— son un efecto de las relaciones de producción, como combinación entre los agentes de la producción y las condiciones materiales y técnicas de trabajo. Tal combinación comprende las tres regiones de estructuras citadas. «Las relaciones de producción tienen como efecto, sobre las relaciones sociales, y en lo que respecta a lo económico, una distribución de los agentes de producción en clases sociales, que son, en ese nivel, las relaciones sociales de producción» (p. 72). Las clases no son una estructura regional (como las relaciones de producción, el Estado o la ideología), sino un concepto que designa los efectos del conjunto de las estructuras sobre los agentes que constituyen sus apoyos. Las estructuras están determinadas en última instancia por las relaciones de producción. Sin embargo, la determinación por lo económico puede dar lugar a un desplazamiento del nivel dominante en que se sitúa la lucha de clases (niveles de lucha política e ideológica). «El papel determinante, en la constitución de las clases sociales, de su relación con las relaciones de producción, en la estructura económica, indica de hecho, muy exactamente, la constante determinación en última instancia de lo económico en las estructuras reflejadas en las relaciones sociales» (p. 77). Es decir, la misma estructuración que se dé en el modo de producción será la que se refleje en las relaciones sociales en sus diferentes niveles de lucha de clases.

            Las clases son efecto de la matriz en que aparecen las estructuras regionales. La interpretación lukacsiana separa las relaciones de clase del nivel meramente económico, confusión a la que dio lugar el Marx de la juventud al diferenciar la «clase en sí» de la «clase para sí». «El proceso histórico constaría, en cierto modo, de estructuras económicas puestas en acción por una lucha político-ideológica de clases» (p. 86). Pero lo mismo que el Estado aglutina las diversas instancias con sus contradicciones, la lucha política de clases refleja las luchas de clases de los otros niveles y tiene el Estado por objetivo. «La lucha política es el motor de la historia», podría decirse.

            Por su parte, ciertas clases en la formación social se presentan como fracciones de otras clases, es decir, como correspondiendo a los modos de producción no predominantes en esa formación social. Ejemplo son los campesinos parcelarios en el Segundo Imperio francés, que no se organizaron políticamente, pero que estaban representados por Luis Bonaparte, al constituirlos como fuerza social en la modalidad que adoptó el Estado. La presencia de la fracción de clase se detecta por los efectos pertinentes que produce en los niveles distintos de lo económico.

            Otros conjuntos sociales son las categorías, que tienen por rasgo distintivo la relación específica y sobredeterminante con estructuras distintas de las económicas: así, la burocracia en sus relaciones con el Estado, o los intelectuales en sus relaciones con lo ideológico. En cuanto a los estratos, son los efectos secundarios de la combinación de los modos de producción en una formación social sobre las clases: aristocracia obrera, las alturas de la burocracia...; son las franjas-límite de las clases, categorías y fracciones, que influyen sobre la práctica política.

            Las relaciones conflictivas en cada uno de estos ámbitos requieren conceptos propios, no traspasables de uno a otro ámbito. «Las relaciones de producción no son la lucha económica de clases (las relaciones no son clases), así como la superestructura jurídico-política del Estado o las estructuras ideológicas no son la lucha política o la lucha ideológica de clases: el aparato de Estado o el lenguaje ideológico tampoco son clases en mayor medida que las relaciones de producción» (p. 102).

            Es posible un diferente grado de desarrollo entre los niveles de las estructuras (económico, político e ideológico) y entre los niveles de práctica y organización de clase (lucha política, ideológica y económica). Por ejemplo, en Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XIX, la superestructura jurídico-política del Estado —de tipo feudal— va retrasada, no sólo con relación al desarrollo del modo de producción capitalista, sino también con respecto a la lucha política de la clase esa.

            La coyuntura designa la combinación específica de las fuerzas sociales (clases, fracciones, categorías y estratos) que singulariza a cada formación social. Es, como ya indicamos; el objeto sobre el que versa la práctica política, que tiene como objetivo el poder del Estado.

            La conclusión es que la práctica política, que actúa sobre la estructura, está determinada asimismo por la estructura.            La estructura produce los límites dentro de los cuales se dan las variaciones en la lucha de clases. A su vez, la práctica política, al concentrar en sí todos los niveles de la lucha de clases, está inscrita en los límites del campo global de la lucha de clases, determinados por las variaciones en la estructura. «La práctica política es ejercida en los límites marcados por las otras prácticas y por el campo global de prácticas de clase —lucha económica, política e ideológica— por una parte, en tanto que ese campo está circunscrito a su vez por los efectos de la estructura como límites, por otro» (p. 113).

Capítulo III: Sobre el concepto de poder

            El concepto de poder aparece en el campo de la lucha de clases. «Así como el concepto de clase indica los efectos del conjunto de los niveles de la estructura sobre los soportes, el concepto de poder especifica los efectos del conjunto de esos niveles sobre las relaciones entre clases sociales en lucha» (p. 119). El poder designa la capacidad de una clase para realizar sus intereses específicos, en oposición con los intereses de las otras clases. Los intereses no se sitúan en las estructuras, sino en el campo de la lucha de clases. Las estructuras sólo asignan sus límites a este campo. Mientras las fuerzas sociales —que abarcan la coyuntura— delimitan el campo de la clase en cuanto clase distinta, en cambio, los intereses delimitan el horizonte de su acción (no ya la existencia de la clase como fuerza social, sino su grado de organización o extensión de su poder). «El concepto de intereses sólo puede referirse al campo de las prácticas, en la medida en que los intereses son siempre intereses de una clase, de los soportes distribuidos en clases sociales» (p. 134).

            Cabe un desplazamiento de la especificidad de estos intereses dentro de los límites estructurales y en función del poder del adversario. La especificidad se refiere a los diversos intereses de clase, concernientes respectivamente a lo económico, lo político y lo ideológico, ya que el poder se sitúa en estos tres tipos de prácticas de clase. En cada uno de los niveles los intereses son relativamente autónomos. «Lo mismo que las estructuras o las prácticas, las relaciones de poder no constituyen una totalidad expresiva simple, sino relaciones complejas y diferenciadas determinadas, en última instancia, por el poder económico: los poderes político e ideológico no son la simple expresión del poder económico» (pp. 137-138). Asímismo, la determinación por lo económico no tiene lugar mecánicamente, ni por simple efecto, sino de modo dialéctico tal que la afirmación de uno de los términos traiga consigo el debilitamiento —la negación— de aquel que lo determina.

            El poder de las clases está organizado en centros de poder, de los que el Estado es el centro de ejercicio. Pero los otros centros o instituciones no son simples instrumentos del Estado, sino que poseen especificidad estructural. «Las instituciones deben ser consideradas según su impacto en el campo de la lucha de clases, pues el poder concentrado en una institución es un poder de clase» (p. 140).

 

Parte segunda: El Estado capitalista

Capítulo I: El problema

            No son los individuos los que, tras la disolución de las estructuras feudales, pasan a integrar progresivamente las clases, sino que las modificaciones son estructurales, dejando ciertos efectos en los individuos. En el capitalismo lo característico en las relaciones de producción es —como ya apuntamos en la Introducción— la separación entre el productor directo y los medios de producción. Tal separación tiene su reflejo en el nivel político, en que la sociedad civil se presenta como un conjunto de individuos libres, independientes entre sí e iguales jurídicamente, de cuya voluntad general se hace eco el Estado. El concepto de «sociedad civil» en Marx indica la autonomía específica de lo político en el modo de producción capitalista. «La separación del producto directo de los medios de producción se refleja (en lo político) por la fijación institucionalizada de los agentes de producción en cuanto sujetos jurídicos, es decir, individuos-personas políticos» (p. 156).

            Las estructuras jurídicas e ideológicas ocultan las relaciones de clase, instaurando una relación entre los sujetos jurídicos y económicos como independientes, que se llama competencia entre los obreros asalariados, por una parte, y los propietarios privados, por la otra. «La competencia, lejos de designar la estructura de las relaciones capitalistas de producción, consiste precisamente en el efecto de lo jurídico y de lo ideológico sobre las relaciones sociales económicas» (p. 160). De aquí que las clases en cuanto tales se constituyan en el nivel de la lucha política, por cuanto las relaciones económicas de clase quedan ocultas por el efecto de la superestructura jurídica e ideológica. En el ámbito privado de la lucha económica el capital es el más fuerte; sólo triunfará el obrero si transforma en política la lucha de clases. El aislamiento entre los individuos privados, contrapuestos a la esfera de lo público o interés general, es un efecto superestructural del Estado; pero tal efecto determina a su vez en el Estado la función de unidad política nacional, encubridora de su carácter político de clase. El Estado representa la ficción creada por él del «interés general» de los intereses económicos competidores. «El Estado representa la unidad de un aislamiento que es en gran parte —pues lo ideológico representa en esto un gran papel— su propio efecto. Doble función —de aislar y de representar en unidad— que se refleja en contradicciones internas en las estructuras del Estado. Estas revisten la forma de existencia de contradicciones entre lo privado y lo público, entre los individuos-personas políticos y las instituciones representativas de la unidad del pueblo-nación, y aún entre el derecho privado y el derecho público, entre las libertades políticas y el interés general, etc.» (p. 164).

            En el modo de producción capitalista la lucha política de clases se autonomiza de la lucha económica. Es una lucha política que se enfrenta a la otra clase por el intermedio de la búsqueda de la conservación del Estado.

Capítulo II: Tipología y tipo de Estado capitalista

            Dentro de un tipo de Estado caben distintas formas, ya que puede darse un desarrollo mayor en alguna de las instancias; por ejemplo, en un modo de producción capitalista como el bismarckismo el Estado era todavía feudal. Las transformaciones resultan de un desplazamiento de las contradicciones entre los diferentes estadios de cada fase. «Las diferencias entre las formas de Estado afectan precisamente a las formas específicas que toma la relación entre una esfera económica y una esfera política relativamente autónomas: constituyen variables de una invariante específica» (p. 187). Así, dentro del Estado capitalista se encuentran los estadios del capitalismo privado, social, monopolista y monopolista de Estado. «Los estadios de esa fase de una formación se refieren al predominio de una forma de ese modo de producción “puro” sobre las otras formas, lo que acarrea cierta combinación concreta del modo de producción capitalista y de los otros modos de producción» (p. 188).

            A una forma de Estado pueden corresponder diversas formas de régimen. Por ejemplo, el Estado liberal puede presentar tanto la forma de régimen de la Monarquía constitucional —en Gran Bretaña— como la de la República parlamentaria —en Francia—. Las diferencias en las formas de régimen no dependen, como las diferencias de estadios en una formación, de las relaciones entre las instancias, sino de la temporalidad particular en las estructuras políticas. Sobre ello volverá el autor en parte tercera, cap. 4. La coexistencia de varios modos de producción y de varias formas del modo de producción capitalista y la articulación de instancias con temporalidades propias hacen que la forma predominante en un modo de producción capitalista no tenga un desarrollo simple, sino que se den combinaciones diversas: paso del capitalismo monopolista al capitalismo privado en los países occidentales después de la primera guerra mundial, paso en Gran Bretaña de un capitalismo privado a un capitalismo monopolista de Estado sin mediación del capitalismo monopolista después de la segunda guerra mundial, situación contraria en Francia...

            Una vez traspasado cierto umbral, el desajuste —o falta de correspondencia entre la estructura y su función— produce la ruptura de la estructura con la unidad de la que forma parte. La instancia regional se diferencia más allá de lo que la unidad regional permite, apareciendo sus funciones nuevas en desajuste con el resto de la unidad.

Capítulo III: El Estado absolutista, Estado de transición

            En este Estado se adelanta la propiedad sobre el proceso de trabajo. Sin que haya separación en el proceso de trabajo entre el trabajador y los medios de producción, ni se den las relaciones sociales de producción propias del modo de producción capitalista, sin embargo, el modo de propiedad en la manufactura es capitalista, en que el capital posee el trabajo, así como también es capitalista la institucionalización política correspondiente. «Ese Estado presenta, en su relación con las relaciones sociales de producción, características de un Estado en relación con el aislamiento capitalista de esas relaciones, cuando no existen aún en realidad los supuestos previos de ese efecto de aislamiento en su forma capitalista» (p. 202).

            El hundimiento de la agricultura feudal, la aparición de las manufacturas, el desarrollo del comercio internacional, la disminución de la población... son factores que determinan la crisis del feudalismo en los siglos XIV y XV. Aparece un sistema jurídico de reglas formales que ha de respetar el poder estatal. La razón de Estado representa el interés general. La noción del contrato social significa la autonomía en las instancias política y económica. «El poder absoluto está fundado sobre el contrato por el cual los gobernados, en su aislamiento privado, se unen para formar un cuerpo político sometiéndose, por ese mismo acto, al poder público del gobierno» (p. 206). La autonomía del Estado capitalista realizó la transición al nuevo modo de producción y al surgimiento de la burguesía como clase consolidada. Progresivamente vino el desplazamiento en la estructura del Estado de la nobleza terrateniente por la burguesía. La autonomía «le permitió al Estado precisamente funcionar en el sentido de la acumulación primitiva del capital» (p. 210).

            Los modelos de la revolución burguesa dependen de los desajustes en cada caso entre el sistema de las estructuras y el campo de la lucha de clases. En Inglaterra, en 1640 comenzó la capitalización de la renta de la tierra; al faltar la burguesía industrial y comercial, la revolución la inició una parte de la nobleza. Persistió, por tanto, el Estado de tipo feudal aun después de la llegada de la burguesía al poder. «La instancia económica detentó casi constantemente, hasta el estadio del capitalismo monopolista de Estado —que en Inglaterra fue posterior a la revolución—, no simplemente la determinación en última instancia, sino también el papel dominante» (p. 218). En Francia fue la burguesía la que inició mediante el Estado el modo de producción capitalista, buscando apoyo en el campesinado, por lo que no se abolió la pequeña producción agrícola. Al contrario que en Inglaterra, el desarrollo de las instituciones va por delante del desarrollo económico. En Alemania la revolución capitalista fue hecha desde la alta nobleza bajo el Imperio de Bismarck, pero fuera de la capitalización de la tierra y sin Estado absolutista; por ello la transición fue más lenta, permaneciendo las estructuras feudales y transformándose el Estado de Bismarck desde el interior hacia el Estado capitalista; Estado que hubo de jugar un gran papel político, con objeto de evitar la revolución de la burguesía contra la nobleza.

 

Parte tercera: Los rasgos fundamentales

del Estado capitalista.

Capítulo I: El Estado capitalista y los intereses de las clases dominadas

            Este Estado representa los intereses políticos de la clase dominante, siendo compatible con la defensa de los intereses económicos de la clase dominada, hasta el límite en que la lucha económica llegara a transformarse en lucha política, no pudiendo hacerse entonces compromisos en favor de esta clase. Tal ha sido la política social del llamado «Estado benefactor».

Capítulo II: El Estado capitalista y las ideologías

            Se empieza rebatiendo la concepción historicista de las ideologías, defendida por Gramsci, según la cual la ideología es el factor dominante del todo social. Para el historicismo «una clase hegemónica se convierte en la clase-sujeto de la historia que, por su concepción del mundo, llega a impregnar a una formación social de su unidad y a dirigir, más que dominar, provocando el “consentimiento activo” de las clases dominadas» (pp. 253—254). Por el contrario, la ideología es un nivel específico más en la formación social, en el que se refleja, no una relación simple con la clase dominante, sino una relación política concreta entre ambas clases. La instancia ideológica tiene su propia autonomía, con o sin correspondencia con las otras instancias. Caben, pues, desajustes. «Una ideología dominante profundamente impregnada por el modo de vida de una clase o fracción puede seguir siendo la ideología dominante aunque aquella clase o fracción no sea ya dominante» (p. 259).

            Las ideologías tienen por función «insertar a los agentes en las actividades que sostienen la estructura» (p. 264). Lo ideológico no resulta de un acto de conciencia refleja, ni siquiera es un conocimiento-copia de lo verdadero, ni tampoco son conscientes los motivos —de explotación de clase— que la hacen necesaria. La propia explotación parece ser, entonces, más que un acto consciente una necesidad del sistema. «Precisamente a causa de su determinación por su estructura, el todo social es un nivel de lo vivido opaco para los agentes, opacidad sobredeterminada, en las sociedades divididas en clases, por la explotación de clase y las formas que esa explotación toma a fin de poder funcionar en el todo social» (p. 264). Las estructuras que determinan la ideología aparecen, sin embargo, invertidas y ocultadas en ésta.

            De las varias regiones que comprenden la ideología, la región dominante tiene por función ocultar el nivel que ejerce el papel preponderante en la formación social; así, en la formación feudal el papel predominante es lo político, mientras que el nivel ideológico imperante es el religioso. En la formación capitalista, en que domina lo económico, la región ideológica que mejor desempeña el papel de ocultación es la jurídico-política —por su efecto de aislamiento en los miembros de la sociedad civil—, a la que se deben nociones como libertad, igualdad, derechos, deberes, Estado de derecho, nación... Tiene lugar, asimismo, una contaminación de las otras regiones por ésta, de la que toman en préstamo sus nociones. Hasta las clases dominadas viven su rebelión de acuerdo con la región ideológico-política: apelan a la justicia social, la igualdad, etc. La ideología jurídica constituye a los sujetos en iguales en derechos, ocultando «las verdaderas estructuras de lo económico, de su predominio en el modo de producción capitalista, de las estructuras de clase, etc.» (p. 274). La unidad nacional reconstruida ideológicamente es ficción, encubridora del dominio de clase. La ideología burguesa se presenta además como técnica científica o fin de las ideologías, encubriéndose a sí misma como ideología.

Capítulo III: El Estado capitalista y la fuerza

            Siguiendo el planteamiento de capítulos anteriores, es el dominio estructural de una clase lo que determina la existencia de instituciones coactivas, como el ejército, la policía o el sistema penitenciario. «Las instituciones de dominio de clase, lejos de derivar de alguna relación de fuerza, de factura psicosocial, son las que asignan a la fuerza de represión su funcionamiento concreto en una formación determinada» (p. 290). No habría diferencia cualitativa entre la autoridad del Estado y la violencia, ya que la legitimidad del Estado es «violencia constitucionalizada». «El ejercicio de la represión física está legitimado en adelante porque se presenta como correspondiente al interés general del pueblo-nación: la legitimidad se refiere aquí únicamente al Estado» (p. 293).

Capítulo IV: El Estado capitalista y las clases dominantes

            El poder no lo detenta una clase aislada, sino un bloque o conjunto de clases y fracciones, de las cuales a su vez alguna ejerce el papel predominante. Bloque en el poder designa, pues, «la unidad contradictoria particular de las clases o fracciones de clase dominantes, en su relación con una forma particular del Estado capitalista» (p. 295). No es una unidad de fusión, sino de intereses antagónicos. La fracción hegemónica del bloque en el poder se constituye, por su parte, en representante del interés general del bloque: igual que antes, esta función política hace el juego a la explotación económica que ejerce aquélla sobre los otros grupos. «La clase o fracción hegemónica polariza los intereses contradictorios específicos de las diversas clases o fracciones del bloque en el poder, constituyendo sus intereses económicos en intereses políticos, que representan el interés general común de las clases o fracciones del bloque en el poder: interés general que consiste en la explotación económica y en el dominio político» (p. 309).

            En cuanto a las alianzas, no se dan necesariamente entre clases o fracciones que pertenezcan todas al bloque en el poder; se dan sólo en el nivel económico, o bien sólo en el nivel político. Las clases-apoyos, por su parte, son carentes de organización política (pequeña burguesía, campesinado...), por lo que buscan su protección en el Estado-general, al que por una ilusión suponen garante del interés general.

            Dentro de la periodización política, hay que distinguir la periodización general en estadios, marcada por las relaciones entre las estructuras políticas y las prácticas de clases, de la periodización de las estructuras en un nivel político, dentro de una formación determinada. A la segunda corresponden las formas de régimen; a la primera corresponden las formas de Estado y las variaciones en el bloque en el poder. Son ejemplos de formas de Estado la Asamblea Nacional Constituyente en Francia, del 4 al 29 de mayo de 1849, o la República Constitucional, del 29 de mayo de 1849 al 2 de diciembre de 1851. Son ejemplos de formas de régimen el período comprendido entre el 29 de mayo y el 13 de junio de 1849, caracterizado por la lucha entre democracia y burguesía, que terminó con la derrota del partido pequeño burgués o demócrata; del 13 de junio al 31 de mayo de 1850, período de la dictadura parlamentaria de la burguesía, coronada por la supresión del sufragio; también, entre el 31 de mayo y el 2 de diciembre de 1851, en que acaece la caída de la dominación burguesa, tras su lucha con Bonaparte.

            Mientras las clases políticamente dominantes son las que forman parte del bloque en el poder, las clases o fracciones reinantes son las que están presentes en la escena política. Puede haber desajuste entre la práctica y la escena política: no era reinante la burguesía industrial en el tiempo de Luis Felipe, aunque estaba en el poder. En Inglaterra, después de 1832 la clase terrateniente es la reinante y mantenedora del Estado, mientras que la hegemónica es la burguesía. No se da tampoco siempre correspondencia entre las relaciones en la escena política (de partidos) y las relaciones de clases. «El caso muy frecuente de un partido de la oposición parlamentaria... representa en realidad a una clase o fracción del bloque en el poder del estadio de una formación en el que se sitúa la etapa. Inversamente, un acuerdo entre partidos puede ocultar una lucha intensa en el campo de las prácticas políticas, y no hay sino mencionar el caso frecuente de ciertos acuerdos exclusivamente electorales» (pp. 326-7).

 

Parte cuarta: La unidad del poder y

la autonomía relativa del Estado capitalista

Capítulo I: Planteamiento teórico por los autores clásicos

            «Por unidad propia del poder político institucionalizado entiende ese carácter particular del Estado capitalista que hace que las instituciones del poder del Estado presenten una cohesión interna específica» (p. 332). No hay parcelación del poder institucionalizado del Estado, a diferencia de otras formas de Estado, en que había centros de poder de carácter económico-político. El Estado posee una autonomía relativa respecto de las clases en el poder. Frente a la tendencia historicista, para la que el Estado era un aliado sometido a la clase dominante, la relación entre el Estado y la lucha política de clases «refleja en realidad la relación de las instancias, por. que es efecto de éstas, y concentra en sí la relación de los niveles de las estructuras y del campo de las prácticas de clase» (p. 334).

Capítulo II: Interpretaciones erróneas

            Además de la interpretación historicista, el autor no acepte el funcionalismo, cuyo punto de partida es la existencia de un sistema social como sujeto integrador, faltando la lucha de clases.

            Tampoco considera admisible la corriente neoliberal, pare la que se darían una pluralidad de poderes o centros de decisión que se contrapesaran recíprocamente, revistiendo el Estado una función auxiliar-ejecutante de aquellas decisiones Lo político se diluye en lo económico.

            Por razones inversas rechaza la tendencia neocorporativista de Estado, basada en la existencia de un poder político central institucionalizador. Habría una absorción de lo económico en lo político. «Los diversos grupos de intereses y grupos de presión se supone que reciben directamente una situación pública, que son oficialmente reconocidos y directamente organizados por el Estado que realiza su unidad (p. 349).

Capítulo III: El Estado capitalista y el campo de la lucha de clases

            La normativa estatal tiene el efecto de ocultar la pertenencia de los ciudadanos a una clase mediante el recurso a la voluntad general. Pero como las voluntades individuales no coinciden, no puede darse una representación por el Estado del querer de los ciudadanos: es el Estado quien crea el efecto de la individuación atómica y de la voluntad general, identificada con la suya.

            De aquí que el antagonismo entre sociedad y Estado, como dos entes distintos y luego relacionados por la voluntad general de la sociedad, no sea un dato simple a registrar, sino «la percepción de los efectos de la autonomía de las instancias del modo de producción capitalista sobre el campo de la lucha de clases» (p. 367). Los intereses políticos de la clase dominante no se reflejan si no es a través de la autonomía relativa del Estado. «Esta característica de unidad del poder institucionalizado corresponde precisamente al hecho de que constituye un poder unívoco de las clases o fracciones dominantes» (p. 369). La unidad del Estado vendría exigida por la incapacidad de organización interna de la burguesía. Esta incapacidad proviene del fraccionamiento de la clase burguesa, de la permanencia en las clases capitalistas de las clases de pequeña producción, de la ascensión y organización de la clase obrera...

            Una vez más el autor parece suponer el carácter inconsciente u oculto del mecanismo de representación de los intereses políticos de una clase por parte del Estado; lo consciente o manifiesto son, por el contrario, las vicisitudes externas, que pueden aparecer como hostilidad entre el Estado y la clase dominante. «El Estado, a fin de revestirse concretamente de esa autonomía relativa inscrita en el juego de sus instituciones y necesaria precisamente para el dominio hegemónico de clase, se apoya en ciertas clases dominadas de la sociedad, llegando a presentarse, por un proceso ideológico complejo, como su representante: las hace, en cierto modo, actuar contra la clase o clases dominantes, pero en provecho político de estas últimas» (p. 373). Así, las medidas tomadas por Bonaparte en favor de los campesinos parcelarios y de la pequeña burguesía.

            La igualación de los ciudadanos, que oculta su división en clases, da pie finalmente a la llegada del Estado totalitario, en que «el individuo es directamente entregado al poder político» (p. 382).

Capítulo IV: El Estado capitalista y las clases dominantes

            Como ya se indicó (Parte tercera, Cap. 4), en el bloque en el poder se da también una relación de dominio, en que una clase o fracción ostenta la hegemonía y detenta el poder unitario del Estado. El Estado es «el factor de unidad política del bloque en el poder bajo la égida de la clase o fracción hegemónica. Dicho de otro modo, constituye el factor de organización hegemónica de esa clase o fracción, de suerte que sus intereses específicos pueden polarizar los de las otras clases y fracciones del bloque en el poder» (p. 391). En el Segundo Imperio de Luis Bonaparte el Estado servirá los intereses de la burguesía financiera, incapaz de organizarse por sí misma en grupo político. El Estado no tiene nunca mero papel de arbitraje.

            Cada fracción en el poder desempeña un lugar institucional diferente (ejecutivo, o bien legislativo). Si el legislativo y el ejecutivo están controlados por la misma fracción, no hay distinción de poderes: así en Gran Bretaña hasta los últimos tiempos. Cuando hay separación, «la unidad del poder institucionalizado se mantiene por su concentración alrededor del poder predominante, donde se refleja la clase o fracción hegemónica» (p. 399). En Francia, con la Convención el ejecutivo quedó en manos de la burguesía comercial («La Montaña») y el legislativo en manos de la fracción financiera e industrial («La Gironda»); el papel predominante lo asumirá el segundo término.

Capítulo V: El ejecutivo y el legislativo

            Las relaciones entre ambos poderes son criterios para la distinción de formas de Estado. El ejecutivo comprende el aparato estatal: burocracia, administración, policía, ejército. «Esa distinción, y el predominio de uno de los poderes sobre el otro, incluye también formas diferenciales de articulación, y aun de intervención y de no-intervención, de lo económico y lo político: por ejemplo, un predominio del ejecutivo significa con frecuencia una intervención específica de lo político en lo económico» (pp. 403-4). Tanto el predominio del ejecutivo como del legislativo se insertan en el marco ideológico de la soberanía popular que caracteriza al Estado capitalista: siempre se está bajo la égida de la clase dominante, sin que el ejecutivo ni el legislativo signifiquen una declinación de tal función.

            La democracia es un sistema político de la burguesía, basado en la noción de legitimidad, que supone el aislamiento en las relaciones civiles. Algo análogo ocurre con el Estado capitalista, cuya alternancia entre la concentración en los poderes legislativo y ejecutivo respectivamente es el resorte que impide la conquista del poder político por las clases dominadas.

            «Por ejemplo, el predominio característico del ejecutivo en una hegemonía de los monopolios responde directamente a una incapacidad particular de organización de esa hegemonía respecto del bloque en el poder en el marco del parlamento. Las contradicciones particularmente vivas entre las diversas fracciones del bloque en el poder del estadio monopolista, reflejadas y reducidas en el parlamento por todo un desajuste particular de las fracciones y de los partidos debido a «supervivencias» tradicionales de representación por los partidos, explican esa incapacidad. La hegemonía se organiza en adelante por procesos diferentes, en el interior del ejecutivo» (p. 412). El predominio del ejecutivo traduce, pues, una incapacidad de organización en los partidos del bloque en el poder. Pueden darse desfases: como que la fracción hegemónica se sitúe en el ejecutivo —por no llegar a Instalarse en el legislativo—, mientras que hay predominio de la asamblea legislativa.

 

Parte quinta: Sobre la burocracia y las élites

Capítulo I: El problema y las teorías de las élites

            No existe un poder político paralelo y complementario respecto al de la clase económicamente dominante, como han supuesto Wright Mills o Bottomore (teoría de las élites). En cuanto a la concepción de una pluralidad de élites políticas en Parsons y Aron (Classe social, classe politique, classe dirigeante, Révue Européenne de Sociologie, 1960), es una forma ideológica de encubrir la lucha de clases, por cuanto mantener una unidad política recordaría bastante la existencia de una clase dominadora. Sostienen la unidad de las élites políticas Mosca, Miles, Michels... También Burnham, con la particularidad de que para él es la nueva clase tecno-burocrática de los gerentes el sujeto del poder político. «El poder, sin fundamento posible, es considerado como un simple lugar cuya existencia misma unificaría a las diversas élites...» (p. 430).

Capítulo II: La posición marxista

            La determinación por lo económico no tiene lugar de un modo simple, sino que actúa a través de la lucha política de clases y de la superestructura, valiéndose de los desajustes que éstas provocan. «Si el nivel económico de las relaciones de producción determina, en última instancia, los lugares de poder y de dominio del campo de la lucha de clases, no es sino por su reflejo en el conjunto complejo de una formación» (pp. 433-4). En esta cadena compleja y, en algunos de sus eslabones, reversible de causas y efectos es donde se sitúa la burocracia, como efecto de la región del Estado sobre los agentes de la formación social, los cuales, de ahora en adelante, pasan a pertenecer al aparato del Estado. No es una clase específica, sino que participa del poder de clase propio del Estado. La alta burocracia procede de la clase mantenedora del Estado, no siempre coincidente con la clase hegemónica. Pero lo que la constituye en categoría específica es su papel en el aparato del Estado, que a su vez viene determinado por la clase hegemónica. «El llamado poder burocrático no es en realidad sino el ejercicio de funciones del Estado, Estado que no es fundamento del poder político, sino el centro de poder político perteneciente a clases determinadas, en nuestro caso a la clase o fracción hegemónica» (p. 440). Si la burocracia posee autonomía relativa respecto de la clase hegemónica, es debido a su unidad propia en el funcionamiento del Estado. La clase de procedencia de la burocracia marca, no obstante, ciertos límites a la clase hegemónica y en los momentos de transición, en que el ejercicio del aparato estatal se revela más decisivo, aparece como medio de la llegada al poder de las clases mantenedoras; así, durante la Primera Revolución bajo Napoleón la burocracia fue quien llevó a la burguesía al dominio de clase: la burguesía era la clase mantenedora.

Capítulo III: Estado capitalista. Burocratismo. Burocracia

            La burocracia es un cuerpo en contradicción con el Estado capitalista, que hace su aparición en el seno de éste. Viene exigida por el modo de producción capitalista en la medida en que coexisten en él otros modos de producción. El burocratismo es el sistema de organización del Estado, igualmente necesario y contradictorio.

            La burocracia ha sido particularmente significativa en Francia por la coexistencia con el modo de producción capitalista del campesinado parcelario. En Inglaterra, donde las clases de la pequeña producción quedaron absorbidas en el modo de producción capitalista, el papel de la burocracia fue menos importante.

            La autonomía específica de la burocracia, que lo es tanto respecto de la clase hegemónica como de la de procedencia de sus miembros, se explica por las funciones del burocratismo; el cual, a su vez, es efecto de las estructuras del Estado capitalista y de la ideología dominante sobre el aparato del Estado.

Capítulo IV: La burocracia y la lucha de clases

La autonomía de la burocracia deriva de la que tiene el Estado en el modo de producción capitalista. La autonomía del Estado capitalista es abordada por Marx y Engels —de modo teórico y explícito— sólo a propósito del equilibrio entre las fuerzas sociales en el bonapartismo. La postura de Poulantzas —lo que él considera su aportación— está en entender la autonomía como un rasgo constitutivo del Estado capitalista. «Esa autonomía relativa es un rasgo constitutivo del tipo capitalista de Estado, y por lo tanto de sus formas concretas, aun en el caso de que de ningún modo se esté en presencia de un equilibrio de las fuerzas. Así, en la medida en que se encuentra en Marx el examen (en estado práctico) de la autonomía relativa del tipo capitalista de Estado respecto de las clases dominantes, se encuentra, de una manera directamente determinada, el de la autonomía relativa de la burocracia respecto de éstas, aun en el caso de una situación concreta de no equilibrio de las fuerzas» (p. 462). La unidad de la burocracia sigue al aislamiento del campesinado parcelario y la pequeña burguesía, así como al aislamiento civil que es efecto de la superestructura jurídica. Las clases dominantes se organizan políticamente, quedando representadas por la burocracia. En cuanto a las clases de la pequeña producción, ante su aislamiento e incapacidad de organización, encuentran en la burocracia la unidad del poder que las representa, a la vez que les permite continuar en su desorganización.

El autor enumera diversas contradicciones en que incurre el burocratismo con respecto al dominio político que, por su posición en la lucha de clases, ejerce. Hay contradicción entre el secreto burocrático necesario y el principio burgués de publicidad u opinión pública; entre el funcionamiento del ejecutivo —burocratismo— y la forma parlamentaria del poder; entre el dominio político de la burguesía y la ideología pequeño-burguesa en el burocratismo —basada en el fetichismo del poder que no detenta—; entre «la personalización por privilegio de los cargos en contradicción con su carácter impersonal o bien el caso del fatalismo y de la falta de acción en contradicción con la ideología de la eficacia, etc.» (p. 466).

El carácter de fuerza social de la burocracia está en dependencia del papel del Estado en el conjunto de las instancias, es decir, del lugar predominante —o no— que le incumba.

 

VALORACIÓN TÉCNICA

            No entramos en una valoración global de los supuestos ontológicos del materialismo dialéctico e histórico, ni de sus aspectos éticos y sociológicos, acerca de lo cual existen abundantes estudios. La crítica general dirigida al marxismo es aplicable a esta obra.

            Limitándonos a algunos aspectos particulares de la misma, destaca en especial la dificultad en la conciliación de la tesis general de que la materia es omnicomprensiva de toda la realidad con la otra tesis, complementaria de la anterior, relativa al movimiento dialéctico, tomado del idealismo hegeliano, que animaría a la materia, así como con la noción althusseriana de surdétermination (determinación superestructural), con eficacia propia (¿venida de dónde?) sobre la materia. Si lo primero aparece ya como un acoplamiento enteramente artificial, puesto que no se ve en virtud de qué la materia habría de comportar en su seno una serie de afirmaciones, negaciones y síntesis, cuyo origen y término estaría en la misma materia, el segundo de los aspectos señalados pone más aún en tela de juicio la coherencia interna del materialismo: ¿cómo entender que las relaciones meramente económicas de producción den lugar a unos efectos ideológicos, políticos, religiosos, morales, jurídicos... que, además de serles necesarios a aquellas relaciones, ejercen sobre las mismas una virtualidad específica? ¿Cómo se explica, por ejemplo, la vigencia del determinismo económico cuando el predominio en la formación social corresponde, según dice el autor, al poder político, o bien al poder ideológico? ¿Es acaso un predominio provisional, determinado dialécticamente? Pero queda por explicar cómo es posible la transformación de la materia en superestructura. Estas dificultades se agudizan tanto más cuanto que el autor, como hemos tenido ocasión de comprobar, suscribe las posiciones materialistas más estrictas, no dejando en ningún momento lugar para un proyecto existencial que fuera algo más que un efecto estructural. Los soportes de las estructuras no serían sujetos originarios, a los que atribuir sus actos, sino que sólo cuentan en las prácticas sociales en tanto que distribuidos en clases. «A la pregunta quién lucha, quién trabaja, quién practica, puede contestarse que son los soportes distribuidos en clases sociales, sin referirse por eso al sujeto... los soportes distribuidos en clases no pueden ser teóricamente concebidos como sujetos» (pp. 105-6). En ningún momento del libro queda paliada o discutida la tesis dogmática de la «determinación en última instancia por lo económico».

            Veamos las consecuencias que esto tiene en lo que es tema central del estudio: el Estado y la lucha política de clases. Para ello tal vez convenga resumir en unas líneas lo que el autor defiende.

            Las relaciones de producción capitalista determinan la autonomía de la superestructura jurídico-política del Estado. A su vez, la superestructura tiene por efecto el aislamiento entre los agentes de un modo de producción. El Estado se presenta a sí mismo como lo que armoniza (unifica) los intereses antagónicos sociales, cuyo aislamiento ha venido provocado por el propio Estado. La ficción del Estado de derecho —la legitimidad— es una coartada ideológica, mediante la cual se oculta la división en clases y se convierte a los sujetos, divididos estructuralmente, en ciudadanos políticos soberanos, en cuerpo político. Es el Estado el que crea el efecto de los individuos atomizados y de la voluntad general, identificada con la suya. «La soberanía popular se identifica con la soberanía del Estado, ya que el pueblo no está fijado en el Estado más que si está representado» (p. 362).

            Pero es el propio autor quien resume todo su libro en las siguientes palabras. «El Estado capitalista saca, en efecto, su principio de legitimidad del hecho de que hace las veces del pueblo-nación, visto como un conjunto de entidades homogéneas, idénticas y dispares, fijadas por él en cuanto individuos-ciudadanos políticos» (p. 380).

            Ciñendo la pregunta que nos hacíamos antes al terreno político: ¿por qué ha de crear el Estado la ficción del interés general y de la legitimidad? La única respuesta que encontramos en el autor estaría en la incapacidad de organización interna de la burguesía (p. 370). Es decir, que de lo que es una negación o carencia la burguesía extrae la unidad positiva de un Estado y hasta un fin, como es el interés general o bien común, que le confiere su legitimidad. Además, esta transformación de lo negativo en positivo es estructural, es decir, acaece sin hacerse consciente ni ser pretendida como fin.

            Si no queremos aceptar tan extraña metamorfosis, habremos de suponer que la «incapacidad de la burguesía para constituirse en unidad», de que Marx y Poulantzas hablan, es un hecho que sólo se puede entender dentro de la moral, como de no atención al bien común, poniendo por encima el bien particular. La propia terminología marxista, como sin querer, se expresa en sentido ético. «La burguesía sacrificaba su propio interés general de clase, su interés político, a sus intereses particulares más limitados, más sucios» (Marx, Le 18 Brumaire..., p. 327, citado por Poulantzas, p. 370). Pero, entonces, el fin desde el que se constituye la unidad estatal habrá de estar presente ya, como querido, en la burguesía que origina al Estado. No es concebible que una clase social pueda influir —o bien, padecer— violencia en relación a otra clase sin tener conciencia de tal hecho. Lo que haya de injusto en la división en clases sólo puede ser advertido como tal por referencia al bien que en la situación del caso se lesione. Lo que no cabe es que la burguesía haya de inventar las ficciones de un Estado y de un interés general para de esta forma atender a una necesidad suya de organización frente a otra clase, necesidad que como tal es desconocida por ella. Es insostenible que desde la carencia opaca, no vivida como carencia, la propia carencia cree unos fines de comportamiento político que a su vez no son asumidos como tales, en su finalidad última de encubridores de unas relaciones de producción, por los propios agentes de las estructuras que han dado lugar a ellos. Una tal tesis aparece a lo largo de casi todo el libro. «La ideología no es visible por los agentes en su ordenación interna: como todo nivel de la realidad social, la ideología está determinada por su propia estructura, que es opaca para los agentes en las relaciones vividas» (p. 264).

            Desde estos presupuestos el autor no llega a ver la dimensión de praxis, actividad inmanente que recae sobre el propio sujeto, de la acción política. Se fija solamente en su aspecto de poiesis, actividad transeúnte que recae sobre una materia externa, a la que transforma. La distinción aristotélica entre praxis y poiesis no es sólo entre dos tipos de operaciones, sino también entre dos aspectos de una misma acción, cuando ésta es dirigida por las facultades superiores del hombre singular —entendimiento y voluntad— y a la vez productiva de unos efectos externos al agente. Si sólo atendemos a lo segundo, convertimos la eficacia en único criterio valorativo de la acción. En tal caso se olvida que la eficacia siempre lo es en orden a algún fin, moralmente cualificado, el cual en tanto que tal no es eficiente en la acción humana, sino su principio, con vistas al cual ésta es emprendida.

            Los análisis que se ofrecen siguen el método de Hegel, desde conceptos aislables, para luego recomponer una formación social, un todo concreto. Pero estas construcciones, al estar faltas de un elemento de contraste en lo que fuera su punto de partida, resultan arbitrarias, pudiendo antojarse otros tipos de combinaciones conceptuales. Esto puede verse a propósito del concepto de clase, los modos posibles de presentarse la revolución burguesa, los retrasos y desajustes entre las diversas instancias... Si en todo ello se ven contingencias históricas, indeterminables en su complejidad desde los puros conceptos, es por la misma potencia del espíritu humano —y para el creyente en último término por la Providencia divina—, capaz de asignar un rumbo a la historia; pero si se pretende que los hechos sociales son necesidades de un desarrollo dialéctico, que atraviesa una serie indefinida de avatares en función de las fuerzas sociales en juego, entonces siempre quedará un mayor o menor grado de arbitrariedad en el tipo de reagrupación efectuada por la mente entre conceptos que corresponden a efectividades extramentales así como en el modo mismo en que tales hechos efectivos se suceden y condicionan. Existe mucho de imprevisible en el acontecer histórico y es jugar al azar proponer uno u otro tipo de combinación unívoca y determinante para explicarlo Descalificar como «ideológicas» las explicaciones que no coinciden con la determinación unívoca de tipo económico carece de significado objetivo, porque arranca ya del concepto marxista de ideología como mala conciencia o pretendida autojustificación engañosa; es una descalificación que en sí misma se autoinvalida, ya que ella a su vez tendría una explicación a partir de las relaciones de producción, sin estarnos permitido ir más allá de las condiciones técnico—productivas del trabajo.

 

VALORACIÓN DOCTRINAL

            Como es bien sabido, los principios de la filosofía marxista son incompatibles con la Revelación cristiana y con la admisión de una ley moral trascendente, tanto en el orden natural como en el orden sobrenatural. El Magisterio de la Iglesia lo ha expresado repetidas veces (Pío XI, Quadragessimo Anno, 120; Juan XXIII, Mater et Magistra, nn. 23 y 34; Pablo VI, Populorum Progressio, 39; Octogessima Adveniens, 26). He aquí la última de las citas indicadas: «El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política concebida como servicio no puede adherirse, sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen, radicalmente o en puntos sustanciales, a su fe y a su concepción del hombre. No le es licito, por tanto, favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de la violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva» ( op. cit.). Asimismo, adoptar el método marxista para el análisis sociológico no es posible sin establecer un vinculo con aquellos principios ( Octogessima Adveniens, nn. 33 y 34).

            La doctrina social de la Iglesia debe ser aceptada en coherencia con la visión antropológica de la que deriva, tal como está contenida en la Revelación. «La Iglesia posee, gracias al Evangelio, la verdad sobre el hombre. Esta se encuentra en una antropología que la Iglesia no cesa de profundizar y de comunicar. La afirmación primordial de esta antropología es la del hombre como imagen de Dios... (la Iglesia) no necesita, pues, recurrir a sistemas e ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre: en el centro del mensaje del cual es depositaria y pregonera encuentra inspiración para actuar en favor de la fraternidad, de la justicia, de la paz, contra todas las dominaciones, esclavitudes, discriminaciones, violencias... » (Juan Pablo II, Discurso inaugural del CELAM III, 28-1-79).

            En relación más inmediata con algunos de los aspectos que se abordan en el libro de Poulantzas, cabe recordar algunas enseñanzas concretas del Magisterio de la Iglesia.

            En primer lugar, la «noble lucha por la justicia social» no es necesariamente fuente de antagonismos, ni pretende destruir la fuerza del adversario; las exigencias que plantea dimanan del mismo bien que pretende restablecer. «La doctrina social católica no considera que los sindicatos constituyan únicamente el reflejo de la estructura de clase de la sociedad y que sean el exponente de la lucha de clase que gobierna inevitablemente la vida social. Sí, son un exponente de la lucha por la justicia social, por los justos derechos de los hombres del trabajo (...). Sin embargo, esta lucha debe ser vista como una dedicación normal en favor del justo bien (...); pero no es una lucha contra los demás. Si en las cuestiones controvertidas asume también un carácter de oposición a los demás, esto sucede en consideración del bien de la justicia social; y no por la lucha o por eliminar al adversario» (Juan Pablo II, Laborem Exercens, 20).

            En segundo lugar, la actividad política no es sólo transitiva, sino que se ordena, Como toda otra acción humana consciente y libre, al perfeccionamiento de la persona. «La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo» (Const. Gaudium et Spes, Conc. Vat. II, n. 35).

            Por eso, las reformas fundamentales en la vida social no son de carácter estructural, sino que tienen su inicio en la libertad interior de las personas. «De otro modo, como es evidente, aun las ideologías más revolucionarias no desembocarán más que en un simple cambio de amos: instalados a su vez en el poder, estos nuevos amos se rodean de privilegios, limitan las libertades y consienten que se instauren otras formas de injusticia» (Pablo VI, Octogessima Adveniens, 45). Análogamente, Juan Pablo II se refiere a la insuficiencia de un cambio social en los poseedores de los medios de producción: «... La simple sustracción de los medios de producción (el capital) de las manos de sus propietarios privados no es suficiente para socializarlos de modo satisfactorio» (Laborem Exercens, 14).

            Si la lucha de clases no representa el dinamismo auténtico de la sociedad, tampoco el origen de la autoridad viene de la imposición de una clase mediante el aparato estatal. La autoridad, que tiene su procedencia última en la misma autoridad de Dios (Juan XXIII, Pacem in terris, 51), recibe su legitimación ética —auténtica, no ficticia— del servicio que desarrolla en favor del bien común civil. «El Estado, cuya justificación reside en la soberanía de la sociedad y a quien se confía la salvaguardia de la independencia, nunca puede perder de vista este su primer objetivo, que es el bien común de todos los ciudadanos sin distinción, y no sólo el bienestar de un grupo o categoría particulares» (Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático en Nairobi, 6-V-80).

            Por último, la fuerza de trabajo no es un elemento más en la producción, ni siquiera el fundamental, sino que el trabajo se realiza todo él en función de una misión confiada por Dios al hombre; por tanto, el hombre debe tener conocimiento de los fines para los que trabaja, así como poder desarrollar libremente opciones en su trabajo. «Jamás el hombre ha sido tan rico en cosas, medios, técnicas, y jamás ha sido tan pobre en orientaciones sobre el destino de los mismos. Devolver al hombre la conciencia de los fines para los que vive y trabaja; ésta es la tarea a la que estamos llamados todos en este resto de siglo que cierra el segundo milenio de la era cristiana» (Juan Pablo II, A la Federación italiana de Caballeros del trabajo, 11-V-79). La espiritualidad en el trabajo es posible justamente por ésta su procedencia inmediata de la persona. «El trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad» (Gaudium et Spes, 67).

U.F.S.

 

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