SABATO, Ernesto

El túnel

Sudamericana, Buenos Aires 1976

I. Resumen del contenido

En la primera página, aparecen estas palabras, a modo de planteamiento y de síntesis: "...en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío".

 

I

 

"Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne" (p. 9). Este personaje, protagonista de la novela, comienza a describir así su actitud ante la vida:

"Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase «todo tiempo pasado fue mejor» no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que «todo tiempo pasado fue peor», si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial! Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano; es una honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso? Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco" (pp.9-10).

Se muestra escandalizado: "Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un expianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva" (p.10).

 

II

 

"Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi crimen (...) Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres (...) De la vanidad no digo nada: creo que nadie está desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre; quiero decir parecer modesto. Aún cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia (...) La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad"' (p.11).

A continuación se refiere a su madre, con afecto, aunque le dolía descubrir también en ella "un sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo" (p.12). Y él no se cree mejor que los demás. Pero no quiere dar explicaciones de nada; "¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida?" (p.12).

De todas formas, es simple el motivo de escribir estas paginas: "pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme, AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA" (p.12-13). ¿Por qué es débil esa esperanza?: "Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté" (p.13).

 

III

 

Relata como conoció a María Iribarne Hunter "y cómo fui haciéndome a la idea de matarla" (p.13).

"En el Salón de Primavera de 1946 presenté un cuadro llamado Maternidad. (...) arriba, a la izquierda, a través de una ventanita, se veía una escena pequeña y remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el mar. Era una mujer que miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado y distante. La escena sugería, en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta (...) Con excepción de una sola persona, nadie pareció comprender que esa escena constituía algo esencial. Fue el día de la inauguración. Una muchacha desconocida estuvo mucho tiempo delante de mi cuadro sin dar importancia, en apariencia, a la gran mujer en primer plano, la mujer que miraba jugar al niño. En cambio, miró fijamente la escena de la ventana y mientras lo hacía tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo entero no vio ni oyó a la gente que pasaba o se detenía frente a mi tela". (p.14). Juan Pablo Castel se debate entre "un miedo invencible y un angustioso deseo de llamarla" (p.14). Todos los días siguientes, "hasta que se clausuró el salón", esperó verla de nuevo, sin conseguirlo. Durante los meses que siguieron, sólo pensó y pintó para ella. "Fue como si la pequeña escena de la ventana empezara a crecer y a invadir toda la tela y toda mi obra" (p.15).

 

IV

 

"Una tarde, por fin, la vi por la calle". "La reconocí inmediatamente (...) indescriptible emoción (...) no supe qué hacer".

A continuación, un largo discurso sobre qué se había imaginado, para cuando llegara ese momento. "Creo haber dicho que soy muy tímido (...) La dificultad mayor con que siempre tropezaba en esos encuentros imaginarios era la forma de entrar en conversación". Posibles situaciones:

La muchacha solía ir a salones de pintura; hablar de los cuadros. posibilidad que abandona: "Yo nunca iba a salones de pintura" (p.16). Y tiene esto una explicación; aunque, al tener que explicar o justificar una actitud suya, vacila mil veces "y, casi siempre, termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la boca".

"Realmente, en este caso hay más de una razón. Diré antes que nada, que detesto los grupos, las sectas, las cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por razones de profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen una cantidad de atributos grotescos: la repetición del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto" (p.17).

"Explica que "repetición del tipo" es como si se reunieran en un club todos los individuos que guiñan un ojo o tuercen la boca; y, de otro modo: "encontré rasgos muy interesantes en una mujer, pero al conocer a una hermana quedé deprimido y avergonzado por mucho tiempo: los mismos rasgos que en aquella me habían parecido admirables aparecían acentuados y deformados en la hermana, un poco caricaturizados. Y esa especie de visión deformada de la primera mujer en su hermana me produjo, además de esa sensación, un sentimiento de vergüenza, como si en parte yo fuera culpable de la luz levemente ridícula que la hermana echaba sobre la mujer que tanto había admirado" (pp.17-18).

"Después, está el asunto de la jerga, otra de las características que menos soporto. Basta examinar cualquiera de los ejemplos: el psicoanálisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No tengo preferencias; todos me son repugnantes"(p.18) "Me revienta esa forma de emplear el artículo determinado que tienen todos ellos: la Sociedad, por la Sociedad Psicoanalítica; el Partido, por el Partido Comunista, la Séptima, por la Séptima Sinfonía de Beethoven' (p.19). A los que más detesta es a los grupos de pintores, "porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca pude entender" (p.20).

 

V

 

Otra situación que se podría presentar: "que ella tuviera un amigo que a su vez fuese amigo mío. En ese caso, bastaría con una simple presentación" (p.22). Pero "sería imposible encontrar un amigo sin saber quién era ella. Pero si sabía quién era ella ¿para qué recurrir a un tercero? (...) el problema básico era hallarla a ella y luego, en todo caso, buscar un amigo común para que nos presentara. Quedaba el camino inverso", que lo desecha, por posibilidad frívola, no por descabellada, pues "existen en la sociedad estratos horizontales, formados por las personas de gustos semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?) no son raros, sobre todo cuando la causa de la estratificación es alguna característica de minorías (...) Pero estoy diciendo una trivialidad: lo sabe cualquier persona aficionada a la música, al esperanto, al espiritismo" (p.23).

"(...) la posibilidad más temida: el encuentro en la calle". No sabía cómo entablar conversación. "Descarté sin más cualquier combinación que comenzara con una iniciativa mía (...) tenía que darse la posibilidad de encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me dirigiera la palabra. Sentí una especie de vértigo, de tristeza y desesperanza" (pp.23-24).

Imaginaba entonces qué tipo de pregunta le dirigía ella, y que él "contestaba bruscamente (...) hasta con rabia contenida"(p.24). "Estos encuentros fracasados me dejaban lleno de amargura, y durante varios días me reprochaba la torpeza".

Y se imaginaba ""nuevos y más fructíferos diálogos callejeros". Una noche de insomnio pensó "era preferible atacar bruscamente el punto central, con una pregunta valiente, jugándome todo a un solo número. Por ejemplo, preguntando: ¿Por qué miró solamente la ventanita? Es común que en las noches de insomnio sea teóricamente más decidido que durante el día, en los hechos" (p.25). Lo descartó porque "jamás tendría suficiente valor". Cayó en el otro extremo de hacer una pregunta muy indirecta. "No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo recuerdo que había algunas tan complicadas que eran prácticamente inservibles" (pp.25-26).

 

VI

 

"Al verla caminar por la vereda de enfrente, todas las variantes se amontonaron y revolvieron en mi cabeza" (p. 26) "Tumultuoso rompecabezas en movimiento (...) recordé que era ella quien debía tomar la iniciativa de cualquier conversación (...) me sentía tan nervioso y emocionado (...) Me sentí infinitamente desgraciado. Caminamos varias cuadras (...) Estaba muy triste (...) mi pensamiento era como un gusano ciego y torpe dentro de un automóvil a gran velocidad" (p.27). "Dio vuelta en la esquina de San Martín, caminó unos pasos y entró en el edificio de la Compañía T". Ante la puerta del ascensor, los dos solos, le preguntó si aquel era el edificio que era. Ella se sonrojó. "Usted se sonroja porque me ha reconocido" (p.28) "Tengo algo importante que preguntarle, algo referente a la ventanita, comprende?" (pp 28-29). Ella se hace la que no entiende, aunque "estaba próxima al llanto". El se excusa, y sale apresuradamente. Ella le llama en la calle y le dice que es que estaba tan asustada..., pero que la escena del cuadro "la recuerdo constantemente" (p.30). Después, "echó casi a correr". Él la sigue, pero se detiene, pensando que "era grotesco que un hombre conocido corriera por la calle detrás de una muchacha"; y también porque "no era necesario (...) lo verdaderamente importante, era que recordaba la escena de la ventana: La recordaba constantemente".

 

VII

 

De pronto recapacita: "¿Y quién me había dicho que trabajaba en esa oficina?" (p.31). Y echa a correr hasta la puerta de la Compañía T. Empieza de nuevo a barajar posibilidades de solución. "¿Habría tomado ya el ascensor?". No sabe si preguntar al ascensorista. Sale, indeciso. "Crucé a la otra vereda y examiné el frente del edificio, no comprendo por qué". Ve el gigantesco cartel con el nombre de la compañía, y aumenta su malestar al calcular su tamaño. "Pero ahora no tenía tiempo de entregarme a ese sentimiento: ya me torturaría más tarde, con tranquilidad". Entró enérgicamente. Tomó el ascensor con una decisión: "no diría una sola palabra" (p.32). "¿Cómo se interpretaría un hecho semejante? "Subió al octavo piso; otra persona también, "lo que complicaba un poco la situación". Fue hasta el extremo del corredor, "miré el panorama de Buenos Aires por una ventana". Salió de nuevo del edificio. Se sorprendió de su tranquilidad; era absurda, pues "no había pasado nada en absoluto" (p.33). Esperó una hora.

Analizó nuevas posibilidades (numeradas ahora en el texto): 1. La gestión era larga... 2. Quizá "habría ido a dar una vuelta antes de hacer la gestión". 3. Trabajaba allí... Se decidió a esperar en el café de la esquina. "Pedí cerveza y miré el reloj: eran las tres y cuarto" (p.34). A las seis y minutos empezó a salir el personal. A las seis y media habían salido casi todos (...) A las siete menos cuarto no salía casi nadie (...) A las siete todo había terminado".

 

VIII

 

Volvió a la casa profundamente deprimido. Le ardía el cerebro. Quería clasificar las ideas. "O entró en la oficina para hacer una gestión, o trabajaba allí" (p.35). Analiza con cierto detalle estas dos "'posibilidades favorables. La otra era terrible: la gestión había sido hecha mientras yo llegaba..." y sucedía lo del ascensor. Pensaba: "la recuerdo constantemente (...) y sentí que se me abría una oscura pero vasta y poderosa perspectiva; intuí que una gran fuerza, hasta ese momento dormida, se desencadenaría en mi (...) Era necesario encontrarla" (a María) (p.36).

 

IX

 

"Al otro día, temprano, estaba ya parado frente a la puerta de entrada de las oficinas de T". Después de entrar todos los empleados, ella no apareció. Posibilidades que se abrían: no trabajaba allí; o quizá hubiera enfermado por unos días; o "la posibilidad de la gestión". "Había perdido ya toda esperanza (serían alrededor de las once y media) cuando la vi salir de la boca del subterráneo". Se dirigió hacia ella con "una decisión viril y dispuesto a todo", que procedía de "la sensación de que mi mente había trabajado con un rigor férreo". "La tomé de un brazo, casi con brutalidad (p.37) y la llevó por la calle San Martín en dirección a la plaza. Ella no dijo nada. Se sentaron en un banco. "—¿Por qué huyó?". Ella no decía nada; y le miró con "una mirada extraña, fija, penetrante, parecía venir de atrás; esa mirada me recordaba algo, unos ojos parecidos".

"De perfil no me recordaba nada. Su rostro era hermoso pero tenía algo duro. El pelo era largo y castaño. Físicamente, no aparentaba mucho más de veintiséis años, pero existía en ella algo que sugería edad, algo típico de una persona que ha vivido mucho; no canas ni ninguno de esos indicios puramente materiales, sino algo indefinido y seguramente de orden espiritual; quizá la mirada (...); quizá la manera de apretar la boca (...) podría ser el modo de hablar". (p.38).

Le dice que la necesita mucho; pero ella no entiende por qué, siendo él un gran artista. "—¿Para qué?". Se queda pensativo, pues "más bien había obedecido a una especie de instinto". No lo sabía. "Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas. No, no es eso..."(p.39). Sigue pensando, y añade: "imagine usted un capitán que en cada instante fija matemáticamente su posición y sigue su ruta hacia el objetivo con un rigor implacable. Pero que no sabe por qué va hacia ese objetivo, entiende?"'. Le dice que debe de ser "algo vinculado a la escena de la ventana: usted ha sido la única persona que le ha dado importancia" (p.40). Después se disgusta porque ella le responde que no es "crítico de arte", y le explica qué piensa sobre ellos. Pero... "usted piensa como yo (...) Mejor podría decirle que usted siente como yo" (p.41). Se irrita cuando ella le pregunta qué piensa él. "Después agregué: —Podría decirse que toda mi obra anterior es más superficial. —¿Qué obra anterior? —La anterior a la ventana". Pero tampoco estaba seguro de eso. Reflexiona que la había pintado como un sonámbulo. "No sé, todo esto tiene algo que ver con la humanidad en general, ¿comprende? Recuerdo que días antes de pintarla había leído que en un campo de concentración alguien pidió de comer y lo obligaron a comerse una rata viva. A veces creo que nada tiene sentido"" (p.42). Y habla de la vida en la tierra como de "la comedia inútil".

Habla de que le da miedo la escena de la playa. "No es un mensaje claro, todavía no, pero me representa profundamente a mí". Es un mensaje de desesperanza; en lo que ella coincide, afirmando casi con dureza que es una escena verdadera. "Por un instante su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un puente; pero sentí que era un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo. Con una voz también diferente, agregó: —Pero no sé qué ganará con verme. Hago mal a todos los que se me acercan" (p.43).

 

X

 

"Quedamos en vernos pronto". "Esa misma noche le hablé por teléfono" (p.44). Preguntó a la mujer que le atendió por "la señorita María Iribarne", y pareció vacilar un segundo. Después "oí la voz de María, pero con un tono casi oficinesco, que me produjo un vuelco". Y, tras una pausa, ya con ""su voz verdadera" le dice que ya cerró la puerta. "Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme". Ella empieza llamándole "Castel..."; pero, ante su indignación, ya le llama con timidez "Juan Pablo..." Ella le dice que no ha hecho más que pensar "en todo" (p.45). El se irrita: "yo le he dicho que no he dejado de pensar en usted —respondí—. Usted no me dice que haya pensado en mí". "—Le digo que he pensado en todo". "—Tengo que cortar —me interrumpió de pronto—. Viene gente".

 

XI

 

"Pasé una noche agitada" (p.46). Sigue haciendo una prolongada reflexión de qué pensaba, mientras salió a la calle Corrientes. "Me pasaba algo muy extraño: miraba con simpatía a todo el mundo". Siempre vio a la gente con antipatía y hasta con asco; algunas personas aisladas le fueron muy queridas, por otros tuvo admiración o simpatía; "por los chicos siempre tuve ternura y compasión"; y hasta perdía el apetito todo un día, o le impedía pintar por una semana, "el haber observado un rasgo; es increíble hasta qué punto la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez y, en general, todo ese conjunto de atributos que forman la condición humana, pueden verse en una cara, en una manera de caminar, en una mirada" (p.46-47) Aunque reconoce en su alma todas esas cosas. "Entré en el café Marzotto".

 

XII

 

"A la mañana siguiente, a eso de las diez, llamé por teléfono". "Me quedé frío", cuando se entera de que María "había salido para el campo". Le había dejado una carta. Comienza a hacerse preguntas acerca de si esa resolución era "consecuencia de esa conversación" (p.48), que sostuvieron por teléfono, de si quería huir. Y entra en sospecha sobre los cambios de voz en el teléfono, las gentes que "entraban y salían". Además eso probaba que ella era capaz de simular". La vacilación de la mujer. "Pensé que alrededor de María existían muchas sombras". El ya había averiguado que "vivía en la calle Posadas, casi en la esquina de Seaver", en el quinto piso. Llegó allá. "Abrió la puerta un mucamo que debía de ser polaco o algo por el estilo" (p.49). Le hace pasar a la biblioteca. Llega un hombre "alto, flaco, tenía una hermosa cabeza". Se da cuenta de que es ciego. Le llama "señor Iribarne". "—No me llamo Iribarne y no me diga señor. Soy Allende, marido de María (...) María usa siempre su apellido de soltera". "Sacó una carta de un bolsillo y me la alcanzó" (p.50), rogándole que la abriera. "Decía una sola frase: Yo también pienso en usted. María". Allende le explica que su esposa hace, con rapidez, "cosas que no cambian la situación (...) Como alguien que estuviera parado en un desierto y de pronto cambiase de lugar con gran rapidez, ¿comprende? La velocidad no importa, siempre se está en el mismo paisaje". Y le dice que se fue al campo, a la estancia que "ahora está en manos de mi primo Hunter. Supongo que lo conoce"" (p.51). El pensó: "¿qué podría encontrar María en ese imbécil mujeriego y cínico?". Pero quizá sólo buscaba la soledad del campo. "Mientras bajaba en el ascensor, me repetía con rabia (¿Qué abominable comedia es ésta?".

 

XIII

 

"Necesitaba despejarme y pensar con tranquilidad. Caminé por Posadas hacia el lado de la Recoleta. Mi cabeza era un pandemonio" (p.52). La carta; entregada por el marido; sin advertirle que era casada; en la estancia con Hunter; habían quedado en hablarse por teléfono; quién era el ciego (los ciegos le daban la impresión de "ciertos animales, fríos, húmedos y silenciosos, como las víboras").

Para poner orden en sus ideas, comenzó por el principio, que era la conversación por teléfono. Todo le llevaba a pensar que "había en su vida otras personas como yo" (p.53). Después pasó a la carta. "La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una persona nerviosa" (p.54). La firma le emocionó, "la muchacha estaba ya en mi vida (...) en cierto modo, me pertenecía". Pero, ¿cómo la llamarían los demás, si no? Y se explicaba la vacilación de la mucama y que no le recalzara "lo de señora". Reflexionó sobre la forma de hacerle llegar la carta; sin buscar, por lo menos, la dirección en la guía de teléfonos. No podía ser pereza. Quizá había querido disuadirle así de ir adelante. Pero "yo me pregunto por qué la realidad ha de ser simple" (p.55). Suele haber "debajo móviles más complejos" (p.56). Como en el caso del que da limosna, que quiere resolver el problema de un mendigo auténtico "con un peso o un pedazo de pan; que es sólo resolver el propio problema psicológico del que compra así su tranquilidad espiritual y su titulo de generoso"'.

"Pero volvamos a la carta". Por qué recurrir a ese procedimiento tan engorroso y cruel; por qué no ponerle en ella que era casada y rogarle "que tomara nuestras relaciones en un sentido más tranquilo". 0 bien se trataba de una cuestión patológica de ella o de su marido. Se decidió por ver a María como "una frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria (...) Traté de olvidar, pues, todas mis estúpidas deducciones (...) Pero no pude" (p.57)

 

XIV

 

"Los días siguientes fueron agitados" (p.58). No sabía cuándo regresaría ella. Preguntó a la mucama; consiguió la dirección de la estancia. Le escribió, certificando la carta en el Correo Central. Tuvo un sueño: "visitaba de noche una vieja casa solitaria (...) conocida y ansiada desde la infancia (...), perdido en la oscuridad (...), enemigos escondidos (...), gentes que cuchicheaban (...), renacían en mí los antiguos amores de la adolescencia (...), me desperté (...), la casa del sueño era María".

XV

 

Mientras esperaba la respuesta, "mi pensamiento era como un explorador perdido en un paisaje neblinoso (...) La llegada de la carta fue como la salida del sol (...) Pero este sol era un sol negro, un sol nocturno" (p.59)

Le dice que "el mar, la playa, los caminos me fueron trayendo recuerdos de otros tiempos (...), vivir consiste en construir futuros recuerdos (...), el mar está ahí, permanente y rabioso (...), ahora tu figura se interpone: estás entre el mar y yo (...), me mirás como pidiendo ayuda" (p.60) Ahora tiene ya él la seguridad de que nadie se interpone entre los dos. "Hasta el hecho de tutearme (...) ¡Ah, y sin embargo te maté! (...) ¡Yo, tan estúpido, tan ciego, tan egoísta, tan cruel".

 

XVI

 

Ella se retrasaba en llegar, y "creció en mí una especie de locura" (p.61). Le vuelve a escribir, diciéndole que le quiere. A los dos días ella le escribe: "Tengo miedo de hacerte mucho mal". Le contesta de inmediato que no le importa y le habla de su tortura.

"Pasaron días atroces". Le vuelve a escribir, algo despechado. Al otro día, ella le llama por teléfono, para decirle que regresa a Buenos Aires. Al día siguiente le vuelve a llamar desde su casa, quedan en verse en la plaza San Martín, pero ella prefiere la Recoleta, a las ocho. Se siente transformado; vaga mientras tanto por las calles. Cuando se ven, comienza un interrogatorio de múltiples preguntas. "Ella no respondía. Le estrujé el brazo. Gimió (...) —¿Por qué todo ha de tener respuesta?" (p.62). Ella quiere que él le hable de sus cosas, trabajo, etc.; pero se rebela: "deseo hablar de nosotros dos, necesito saber si me querés" (p.63). El cree sorprender una sonrisa en el rostro de María: "—Has estado sonriendo —dije con rabia—". En un rápido diálogo, en el que ella lo niega y trata de marcharse: "—Temo que tampoco vos me entiendas" (p.64); él se queda muy abatido (p.65). Vuelven a sentarse. Surge el tema de la edad; le dice que la primera vez que la vio le pareció como de unos veintiséis años. "¿Y ahora? —No, no. Ya al comienzo estaba perplejo porque algo no físico me hacía pensar (...) en muchos años. A veces siento como si yo fuera un niño a tu lado" (pp.65-66). Le dice que él tiene treinta y ocho años; él debía de ser mucho mayor que ella. "—Muy joven —repitió, adivinando quizá mi asombro". Sólo en su casa, horas después, se da cuenta de que no le había respondido a la pregunta inicial sobre el motivo de haberse ido a la estancia.

 

XVII

 

"Durante más de un mes nos vimos casi todos los días" (p.67). Hubo muchas cosas tristes, que no quería recordar. Le asaltaban las más grandes dudas: "se me ocurría que era una mujer cualquiera". En muy pocos momentos "lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo" (p.68). En medio de aquel trato que incluía la pasión física, ella empezó a rehuirle. "Nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios" (p.69). "—Si alguna vez sospecho que me has engañado —le decía con rabia— te mataré como a un perro". (p.70). Un día la insultó con una mala palabra; ella lloró y, al pedirle perdón, "comenzó a sonreír con felicidad"; y él entró en nuevas sospechas —con momentos de calma relativa, en que "salíamos a caminar por la Plaza Francia" (p.71)—, con sus dudas e interrogatorios asfixiantes.

 

XVIII

 

Esos interrogatorios "retorcidos, eran a propósito de sus silencios". "Una vez pregunté por qué se hacía llamar señorita Iribarne, en vez de señora de Allende. Sonrió y me dijo: —Que niño sos! ¿Qué importa eso?". Comienza una discusión sobre cada uno de los extremos de la primera vez que se hablaron por teléfono: lo de "señorita", la voz neutra, cerrar la puerta. Después le reclama sobre "un tal Richard" (p.73): que se había suicidado, que le escribía cartas terribles, que las quemó todas porque le deprimían, "se parecía mucho a vos" (p.74), que no estuvo enamorada de él, "era un nihilista. Algo así como tu parte negativa". Pero más le torturaban las personas desconocidas con quienes hubiera tenido relaciones; y, sobre todo, "una palabra que se escapó de sus labios" (p.75).

 

XIX

 

"... el problema Allende fue uno de los que más me obsesionaron (...) ¿a quién quería? (...) era posible que no quisiera a nadie" (p.76). Un día abordó el tema. —Lo quería, me respondió (...) —Dijiste «lo quería». No dijiste «lo quiero»". Y sigue un largo interrogatorio sobre si es un amor pasado y qué tipo de amor. En un punto de la irritada conversación, le dice que ella es capaz de haber engañado a su marido con "una imitación perfecta" (p.79). "Y agrega, aunque me daba cuenta de su vulgaridad y torpeza: —Engañando a un ciego" (p.80).

 

XX

 

Se arrepintió enseguida. Fue como si otro ser "debajo", "más puro y más tierno" se hubiera apoderado de él "y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de María (...) ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia del fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mi mismo de lo que denuncio en los otros (...) En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el alma de María" (p.81). Cuando se vio solo en el taller, salió detrás de ella: "la Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo" (p.82). Fue a su casa, la llamó por teléfono..."Algo se había roto entre nosotros" (p.83).

 

XXI

 

"Volví a casa con la sensación de una absoluta soledad". Esa sensación va unida a veces "a un orgulloso sentimiento de superioridad"; pero en aquel momento era "consecuencia de mis peores atributos, de mis bajas acciones (...); me invade una furia de aniquilación (...); verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean". Se emborracha, se rodea de malas compañías. "Caminé por Viamonte y descendí hasta los muelles". Aparece la tentación del suicidio; pero siempre le detiene "esa irresolución de arrojarse a la nada absoluta y eterna". En esa situación, "cualquier elemento bueno (...) nos aferramos a él como nos agarraríamos desesperadamente a cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo" (p.84). Se encuentra, sin saber, ante la casa de Allende; desde un café llama por teléfono, no puede decir una palabra y regresa a su taller.

 

XXII

 

"Desperté tratando de gritar (...) Había soñado esto" (p.85). Le habían citado varias personas a ir a una casa; se dio cuenta de que era una trampa. El que lo recibió empezó a transformarlo "en un pájaro de tamaño humano. Empezó por los pies: vi cómo se convertían poco a poco en unas patas de gallo o algo así. Después siguió la transformación de todo el cuerpo, hacia arriba, como sube el agua en un estanque" (p.86). Cuando llegaron sus amigos, "sucedió algo que me horrorizó: no notaron mi transformación (...), comencé a contar todo a gritos"; pero le salía "un áspero chillido de pájaro"; sus amigos no lo oyeron. Ante la mirada sarcástica del dueño de la casa, "comprendí que nadie, nunca, sabría que yo había sido transformado en pájaro. Estaba perdido para siempre y el secreto iría conmigo a la tumba" (p.87).

 

XXIII

 

Cuando despertó, "estaba en medio de la habitación, de pie, bañado en sudor frío (...), eran las diez de la mañana". Le escribió una larga carta pidiéndole perdón, "que yo era una basura, que no merecía su amor, que estaba condenado, con justicia, a morir en la soledad más absoluta. Pasaron días atroces". Tres cartas más le siguieron. En la última, le narró todo lo de aquella noche y, mientras lo hacía, "sentía ternura para conmigo mismo y hasta lloré de compasión". Recibió respuesta, invitándole a ir a la estancia. Preparó unas cosas "y corrí a la estación Constitución" (p.88).

 

XXIV

 

"La estación Allende es una de esas estaciones de campo con unos cuantos paisanos, un jefe en mangas de camisa, una volanta y unos tarros de leche. Me irritaron dos hechos: la ausencia de María y la presencia de un chófer". Ante la excusa de que "ha tenido una indisposición", le viene la idea de volverse a Buenos Aires; le detiene, sin embargo, pensar en la espera del tren y en "la necesidad de convencer al chófer de que yo no era, efectivamente, Castel, o quizá la necesidad de convencerlo de que, si bien era el señor Castel, no era loco" (p.89). De todas formas, sería difícil convencerle y, además, "me quedaría con mi rabia, aumentada por la imposibilidad de descargarla en María''.

"Hunter tenia cierto parecido con Allende (creo haber dicho ya que son primos); era alto, moreno, más bien flaco; pero de mirada escurridiza. «Este hombre es un abúlico y un hipócrita», pensé. Este pensamiento me alegró (al menos así lo creí en ese instante). Me recibió con una cortesía irónica y me presentó a una mujer flaca que fumaba con una boquilla larguísima. Tenía acento parisiense, se llamaba Mimí Allende, era malvada y miope" (89-90). El adopta una actitud de "constante guardia", para "levantar un censo" de todo lo que fuera sucediendo, "con un estado de ánimo sombrío".

Los otros dos también le escrutaban. Hablan algo sobre pintura, sobre la casa "que había construido el abuelo en el viejo casco de la estancia del bisabuelo. «¿Y a mi qué me importa?», pensaba yo" (p.91). Esperaba ansiosamente a María. Hunter le llevó al cuarto que él ocuparía. Después, él bajo al jardín. "Estaba muy desorientado" (p.92).

 

XXV

 

Allá están Hunter y Mimí. Ambos se enzarzan en una conversación, en la que salen a relucir, en concreto Miguel Ángel, el Greco, Van Gogh, Los hermanos Karamazov y Zózimo, Tolstoi, Tchekhov. "Fíjate que nunca he podido acabar una novela rusa" (p.94). "Yo estaba horriblemente triste" (p.95). Y pensaba: "GENTE ASÍ NO PUEDE SER RIVAL". Cuál sería entonces la causa de su tristeza: ¿la ausencia de María?. "No era eso". Después siguen aquellos dos "hablando de novelas policiales"; sobre el «Séptimo círculo». "—Le diré a Georgie que las novelas policiales te revientan —agregó Mimí, mirando a Hunter con severidad" (p.96) Hunter cuenta que se le ocurrió una vez una "idea para una novela policial" (p.98): a un hombre le matan a su madre, mujer y un chico"; deduce que la siguiente víctima es él, a tal día y hora; se queda esperando al asesino, que no llega sin embargo; conclusión: "el asesino es él mismo, que ha cometido los otros crímenes en estado de inconsciencia"; el hombre se suicida, no se sabe si "por remordimientos o si el yo asesino mata al yo detective" (p.99).

Siguen hablando de un quiromántico, de telepatía... El piensa que María no ha bajado aún, para no tener que soportar la conversación de la tal Mimí, que probablemente —y ahora recordaba algo que el chófer le había dicho— "acababa de llegar de Mar de Plata, para tomar el té" (p.100). Entonces descubre que se había alegrado al comprender que no tenía competencia en aquellos hipócritas y frívolos, y que le había entristecido el que María pudiera "tener atributos parecidos".

 

XXVI

 

Al levantarse de la mesa, se les acercó María. Entre los dos —pensó— había "un vínculo secreto". Había empezado siéndole indispensable, para llegar a ser "una especie de lujo que me enorgullecía"; como el que se muere de hambre acepta cualquier cosa y, luego, satisfecho lo más urgente, empieza a quejarse de los defectos e inconvenientes. Piensa en el caso de los "emigrados que llegaban con la humildad de quien ha escapado a los campos de concentración, aceptar cualquier cosa para vivir y alegremente desempeñar los trabajos más humillantes (...), el orgullo, la vanidad y la soberbia (...) comienzan a reaparecer (...) avergonzados de haber caído hasta ese punto. No es difícil que en tales circunstancias se asista a actos de ingratitud y de desconocimiento" (p.101). Ahora él se arrepiente de no haberse quedado sólo "con la parte de María que me salvó (momentáneamente) de la soledad".

Le pesaba la presencia de los dos primos, porque no podría mostrar a ella sus sentimientos de arrepentimiento. Pero cuando ésta "no pareció perder el dominio" (p.102) al verle, le empezó a invadir de nuevo la tristeza. Y recordó una escena de días antes, en que le dijo a ella que le gustaría mirar, en un atardecer, las torres de San Gemignano, desde una colina; ella se entusiasmó, pero no quiso acompañarle enseguida: "La felicidad está acompañada de dolor", le respondío con acento sombrío. Esos momentos de comunicación eran inasibles como "ciertos sueños o como la felicidad de algunos pasajes musicales" (p.103). Ella buscó una excusa ante sus primos, para regresar a la casa con él solo.

 

XXVII

 

"Pensaba quedarme varios días en la estancia pero sólo pasé una noche". Apenas salió el sol, se escapó a pie. La tarde anterior había sucedido que, saliendo a caminar con ella hacia la costa, se "entristecía y desesperanzaba" (p.104), al intuir que la vitalidad que mostraba María le "era casi totalmente ajena" y que "debía pertenecer a Hunter o a algún otro". También por la, belleza del "cielo de aquella costa". Era "la misma (tristeza) de siempre ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de belleza" (p.105). "—A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo". También le confiesa que igualmente ella le había buscado antes de encontrarse "al pie de aquel absurdo ascensor (p.106) "Hermosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza (...) empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo (...) hasta qué punto era yo capaz de cosas innobles (...) que también ella podría serlo, que seguramente lo era (...) un sordo deseo de precipitarme sobre ella y destrozarla con las uñas y de apretar su cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar" (p.107). Le hablaba ella "de un primo, Juan o algo así". En aquella quietud, "sombríos pensamientos se movían en la oscuridad de mi cabeza, como en un sótano pantanoso; esperaban el momento de salir, chapoteando, gruñiendo sordamente en el barro" (108).

 

XXVIII

 

"Pasaron cosas muy raras". En la casa, Hunter estaba esperándolos, impaciente. "Durante la comida casi no se habló". María comentó que leía una novela de Sartre. Hunter hizo un comentario de disgusto. Él dedujo que estaba celoso; esperaba cierta hostilidad hacia su persona, y así fue. "Pretexté cansancio y me fui a mi pieza" (p.109). Desde arriba escuchó frases agitadas de Hunter. No pudo dormir, atormentándose con "una serie de reflexiones"' (p.110) sobre si, a pesar de que ella quisiera a Hunter, éste tuviera celos. Su conclusión final es que eran amantes.

Al salir, en la mañana siguiente, un mucamo se dio cuenta, y él le encargó que saludara de su parte "al señor" (p.111). Tras larga espera en la estación, "María no vino"; "sentí una infinita tristeza". Mientras corría el tren hacia Buenos Aires, ve a una mujer bajo el alero de "un rancho" (p.112) y discurre que "todo me parecía fugaz, transitorio, inútil, impreciso".

 

XXIX

 

"Los días que precedieron a la muerte de María fueron los más atroces de mi vida (...) Tengo la impresión de haber pasado días enteros bajo el efecto del alcohol, echado en mi cama o en un banco de Puerto Nuevo" (pp.112-113). En su pesadilla —en la que aparecían María, Mimí y Hunter—, unas imaginaciones recurrentes: "caminaba por los techos de una catedral (...),(mi pieza) se había hecho infinitamente grande (sin poder) alcanzar jamás sus límites". Una vez que se despejó su mente, escribió a María, agradeciéndole algunas cosas y haciéndole ver que no entendía cómo podía tener su mala conducta con su marido, con Hunter y con él. "La cerré, fui al Correo Central y la despaché certificada"' (p.115).

 

XXX

 

Apenas salió, advirtió que no le explicaba "por qué había inferido que era amante de Hunter; y no sabía qué me proponía al herirla tan despiadadamente". En realidad, lo que más quería es que "María volviese a mi".

Ante esta tontería cometida, buscó el recibo y no lo halló. Regresó al correo, se puso en la fila. Preguntó a la empleada; y siguió una larga discusión, cada vez más agria, al querer recuperar la carta "que acababa de enviar (...) a la estancia Los Ombúes" (p.116). La empleada aduce el reglamento, que exige mostrar el recibo; no valen otros documentos; no vale hacerle razonar que "el reglamento no puede ser ilógico'" (p.117); no quiere que le grite; no tiene tiempo de consultar al jefe; busca la carta; le pide, para poder dársela, la cédula de identidad, un certificado de domicilio, "o si no, la libreta de enrolamiento" (p.119). Se marchó muy airado, rumiando diversas formas de incendiar el resto de las cartas "e insultar a la solterona" (p.120).

 

XXXI

 

Después de todo... "Muchas veces me ha pasado eso; luchar insensatamente contra un obstáculo que me impide hacer algo que juzgo necesario o conveniente, aceptar con rabia la derrota y finalmente, un tiempo después, comprobar que el destino tenía razón" (p.120). Se acordó de un sueño de días pasados: "espiando desde un escondite me veía a mi mismo, sentado en una silla en el medio de una habitación sombría, sin muebles ni decorados, y, detrás de mi, a dos personas que se miraban con expresiones de diabólica ironía: una era María; la otra era Hunter" (p.121). "Me encontré sentado en la Recoleta". Se serena y experimenta "una repentina necesidad de correr a mi casa", para llamarle por teléfono. En lugar de pedirle perdón por la carta que le enviaba, le dijo cosas más fuertes aún, pues "empezó a exasperarme el tono dolorido de su voz y el hecho de que no respondiese a ninguna de mis preguntas precisas, según su hábito" (p.122). Ante las amenazas que le hace de matarse, ella le prometió regresar a la ciudad. "Ya verá, pensé, como sí se trata de una venganza" (p.123).

 

XXXII

 

"Ese día fue execrable". Bebió mucho, "terminé buscando líos en un bar de Leandro Alem"'; se peleó con un marinero por cosas de una mujer, con la que tuvo también posteriormente una pelea, en su taller. Pensando "haber llegado a un punto decisivo" (p.125), termina por hacer la comparación entre esta mala mujer y María, e insulta a ésta a grandes gritos. "No debía dejarme embaucar una vez más por su voz dolorida y su espíritu de comediante. Tenía que dejarme guiar únicamente por la lógica y debía llevar, sin temor, hasta las últimas consecuencias, las frases sospechosas, los gestos, los silencios equívocos de María". "Fue como si las imágenes de una pesadilla desfilaran vertiginosamente bajo la luz de un foco monstruoso". Repasa todos los hechos pasados, con esta clave alcanzada al pensar con rigor. Acaba considerando que "entre ciertos instantes de Brahms y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes subterráneos"' (p.127).

 

XXXIII

 

Entonces pensó que podía pulsar "la opinión de otras personas". El indicado era Lartigue, amigo íntimo de Hunter. Le llama por teléfono; le pregunta desde cuándo su amigo era amante de María. "De eso no sé nada" (p.128), le responde. Fue suficiente. Por teléfono, se comunica con ella, quien le dice que sólo se harán más daño al verse de nuevo; y quedan, no obstante en reunirse "a las cinco en punto" (p.129).

 

XXXIV

 

Ya en la Recoleta, piensa él en los buenos momentos anteriores. Vacila por un momento ante la posibilidad de destruir todo, que le aterra. "Y de ese terror fue naciendo y creciendo una modestia como sólo pueden tener los seres que no pueden elegir. Finalmente, empezó a poseerme una desbordante alegría, al darme cuenta de que nada se había perdido y que podía empezar, a partir de ese instante de lucidez, una nueva vida" (p.130). Pero María no llegó. La llamó por teléfono: se había vuelto a la estancia, para quedarse una semana por lo menos. "Salí del café como un sonámbulo". Llamó otra vez, para preguntar si la había llamado Hunter; y así era. "Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio" (p.131). Con un cuchillo grande, destruyó los cuadros que tenía en el taller. Sus obras le parecían "como un museo de pesadillas petrificadas, como un Museo de la Desesperanza y de la Vergüenza" (p.131-132). "Vi confusamente cómo caía en pedazos aquella playa, aquella remota mujer ansiosa, aquella espera (...) ¡Ya nunca más recibiría respuesta aquella espera insensata (...) completamente inútil!". "Corrí a la casa de Mapelli pero no lo encontré: me dijeron que debía de estar en la librería Viau". Le pidió su auto, para irse solo.

 

XXXV

 

"Eran las seis de la tarde (...) empecé a sentir una rara voluptuosidad, que ahora atribuyo a la certeza de que realizaría por fin algo concreto con ella" (p.132-133). "Busqué el doloroso placer de imaginar esta última decisión suya en la forma más repelente". A las diez y cuarto llegó a la estancia; detuvo el auto lejos. "Se sentía ese calor estático y amenazante que precede a las violentas tempestades de verano" (p.134). Se quedó espiando los movimientos que tenían lugar en la casa.

 

XXXVI

 

Fue una espera interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de la muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados. Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mi, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.

¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia mi juventud toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado" (pp.134-136).

 

XXXVII

 

Los vio salir —"bajaron por la escalinata"— del brazo, y el odio y el desprecio le llevaba a considerarla como "inmunda bestia"' (p.137). Se desató la tormenta y corrieron a refugiarse en la casa. Al encenderse tan sólo una luz en el piso de los dormitorios, "sentí como si el último barco que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de desamparo. Mi cuerpo se derrumbó lentamente, como si le hubiera llegado la hora de la vejez" (p.138).

 

XXXVIII

 

"De pie entre los árboles agitados por el vendaval, empapado por la lluvia, sentí que pasaba un tiempo implacable". Una luz se encendió en otro dormitorio. "Lo que sucedió luego lo recuerdo como una pesadilla". Se avalanza sobre ella con el cuchillo. "—Tengo que matarte, María. Me has dejado solo" (p.139). Y se lo clava varias veces. "Corrí a Buenos Aires". Va a la casa de Allende. Le dice que la ha matado, que tenía muchos aman tes. El ciego sólo sabía gritar: "—¡Insensato!"(p.140).

"Cuando me entregué, en la comisaria, eran casi las seis. A través de la ventanita de mi calabozo vi cómo nacía un nuevo día, con un cielo ya sin nubes (...) Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo".

 

XXXIX

 

Desde que todo sucedió, hace unos meses, ha intentado encontrar el sentido de "la ultima palabra del ciego" (p.141) —insensato—, así como los motivos que llevaron a éste a quitarse la vida; pero "un cansancio muy grande, o quizá oscuro instinto", se lo impidieron.

"Al menos puedo pintar, aunque sospecho que los médicos se ríen a mis espaldas, como sospecho que se rieron durante el proceso cuando mencioné la escena de la ventana.

"Sólo existió un ser que entendía mi pintura. Mientras tanto, estos cuadros deben de confirmarlos cada vez más en su estúpido punto de vista. Y los muros de este infierno serán, así, cada día más herméticos".

II. Valoración literaria

El libro es como la transcripción de un relato oral grabado, que no exige, al que habla, recurrir a un lenguaje elegante ni a la variedad de construcciones o de vocabulario (tan reducido como el del lenguaje coloquial).

El estilo sin brillo se adapta bien a las características de la personalidad enfermiza del protagonista, hombre traumado y deprimido, y no presenta un particular atractivo literario, aunque resulta fluido y permite que la novela se lea con facilidad.

III. Valoración doctrinal

A través de las supuestas memorias de un artista —Juan Pablo Castel—, el autor expresa en esta novela su propia visión del existir humano, con particular referencia al tema de la incomunicación entre los hombres, del aislamiento del individuo en la sociedad, cuya vida procedería como a través de un "túnel".

El personaje principal es un hombre cerrado en sí mismo, un pintor con un carácter pesimista y negativo, que se deja guiar apasionadamente por una sensibilidad enfermiza, abandonándose ciegamente a sus sentimientos e intuiciones. Por medio de él, el autor presenta una visión amarga y tristísima de la vida humana, pretendiendo además concederle una validez general, al menos para las personas "no vulgares", para los "más sensibles".

Para este hombre "el mundo es horrible" (p. 10). Y lo es tanto más cuanto más oscuro es lo que encuentra dentro de sí mismo. Lo real —la propia realidad, ante todo— no es simple (p. 55), es despreciable (p. 83), es una pesadilla (p. 84). Piensa que la felicidad es una remotísima lotería (p. 23), y esto le conduce a una actitud cada vez más desesperanzada. En los momentos en que aún percibe el amor, llega a veces hasta la ternura (p. 61) y siente simpatía por todos (p. 46); pero le parece tan superficial y frágil este sentimiento, que le resulta un engaño, al presentarle el mundo como hermoso (p. 62). Lo único que merece el nombre de "amor verdadero" (subrayado por el autor) es la pasión física. La novela se teje, efectivamente, sobre el fondo de un adulterio, rodeado de otros varios.

A este hombre, la belleza le causa tristeza (p. 105), la lealtad le parece fingimiento (p. 82), la modestia la juzga vanidad (p. 11). Sólo su propia madre se merece "decir que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano" (p. 11). Esta parece ser la única chispa de luz. Poco antes ha planteado su visión del hombre mostrando sus principales "rasgos": la vanidad, eminentemente (p. 11), la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez, etc.

La historia que relata viene a ser como un medio para mostrar la inutilidad del razonamiento lógico en la existencia humana. En algunos momentos, el protagonista parecer realizar algún esfuerzo por comprender su situación, como un intento de someter los instintos y los sentimientos a la razón; pero todo resulta inútil, porque la misma razón ignora los principios por los que debe regir. Por esto protesta contra "esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida" (p. 12).

El hecho de existir le resulta así incomprensible y absurdo: no hay un fin al cual deba tender, no tiene sentido el bien y el mal, la libertad es un engaño... Todo esto, que presenta semejanzas con el existencialismo de Sartre, deriva de la negación de Dios, que está ausente de modo total en la novela: el hombre —según Sábato— no puede dar respuesta de sus actos, nunca ni ante nadie (p. 87).

Con el sentimiento de verse arrastrado en su conducta por el azar o por el determinismo (pp. 23, 39, 42, 57), la vida se le aparece "como una larga pesadilla, de la que sin embargo, uno puede librarse con la muerte, que sería, así, una especie de despertar. ¿Pero despertar a qué? (p. 84). Este interrogante "me ha detenido en todos los proyectos de suicidio" (p. 84).

En consecuencia, no es extraño que le resulte problemática o imposible la comunicación entre los hombres, y que las vidas humanas discurran cada una —según él— como por un túnel diverso. De sí mismo constata "esa sensación de estar solo en el mundo... mezclada con un orgulloso sentimiento de superioridad..." (p. 83). Pretende buscar la comunicación en la subjetividad egoísta y complicada de su personaje, que aspira sólo a ser comprendido. Al mismo tiempo, de modo incoherente, parece que teme serlo demasiado, por miedo a salir de su artificial mundo interior.

En este sentido, parece vano intentar una mayor penetración en la concepción de la vida que plantea el autor, porque no tiene consistencia ni coherencia. Esta última ni siquiera se busca, demostrando una frivolidad notable. La novela exalta la complicación interior, el placer de sentirse incomprendido —quizá para permanecer más cómodamente encerrado en el propio egoísmo— y la vanidad de pretender que por esto se posee una personalidad más rica.

Sábato dice, por medio de su personaje, que conoce profundamente el corazón humano; en realidad lo que demuestra conocer es sólo una parte de la miseria que se encierra en él, como consecuencia del pecado, mientras ignora casi por completo toda la capacidad de amar y de bien, toda la belleza de la imagen de Dios impresa en el alma humana, que el pecado no ha podido cancelar y que, con la ayuda de Dios y la colaboración de la propia libertad, puede prevalecer sobre esta otra parte caída, realizando la perfección de que el hombre es capaz.

 

                                                                                                                         F.N.M.

 

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