SAMPEDRO, José Luis

La inflación en versión completa

Planeta, Madrid 1976, 157 pp.

INDICE

I. La ciencia oficial y el hombre de la calle (7).

II. La ciencia oficial, desconcertada (19).

Un problema clave (21).— La ciencia, desconcertada (25). La ronda de las teorías (27).— ¿Qué inflación? (29).

III. La inflación de demanda o la riada monetaria (35).

Las teorías capitalistas (37).— La inflación de demanda (41). La riada de Friedman (44).

IV. La inflación de costes o los salarios en el banquillo (51)

La "nueva inflación" (53).— Los salarios en el banquillo (56). ¿Son inocentes los beneficios? (63).— La política llamada de rentas (69).

V. La inflación estructural (75).

Hacia el enfoque estructural (77).— El estructuralismo latinoamericano (80). Inflación y desarrollo (86). El sociologismo francés (94).

 

La creación de deseos (101).— La explicación de la riada (108) Los componentes del precio (116).— La inflación importada (118). Beneficios frente a salarios (121). Defendiendo los beneficios (126). La inflación concertada (129).

VII. El capitalismo inflacionario (135).

Con la inflación a cuestas (137).— Cuanto más lucro, menos lucro (140).— Las vías de la inflación capitalista (147). ¿Hasta cuándo? (150).

Indice (157).

EXPOSICION DEL CONTENIDO

Objetivo del libro

Parte el autor de que la ciencia convencional escamotea la verdadera explicación de los fenómenos sociales, incluida la inflación. El objeto del libro es ofrecer ésta en "versión completa", no como una película en que el doblaje y los cortes han falseado la realidad ("Dedicatoria", p. 5).

Dice escribir para sus "compatriotas de trabajo (...) para los hombres y mujeres víctimas de tantos mitos: el orden natural de la sociedad, el interés nacional, la moral dogmática..." ("Dedicatoria", p. 5). Ahora bien: ese público no entenderá, a menudo, sus argumentos técnicos, aunque su lenguaje claro hará asequibles a todos sus eslóganes. El libro parece más bien orientado a estudiantes de economía y a un público culto interesado en el tema.

Capítulo I. La ciencia oficial y el hombre de la calle

"Quiero exponer lo que ocultan la gran mayoría de los manuales asequibles al lector español" (p. 9), porque "la teoría convencional sólo ofrece una visión incompleta de la realidad" (p. 10), ya que en ella se oculta la separación de los hombres en dos clases: la de los que viven de su trabajo y la de los que viven del trabajo de los demás, "porque sus ingresos exceden, a veces, muchísimo, de lo que corresponde a su esfuerzo" (p. 9). Pero, además de esa omisión, la ciencia oficial es irremediable e indudablemente errónea, y muestra su propia debilidad en el desconcierto que presenta ante la nueva inflación con paro y estancamiento, y ante el "hecho comprobable" de "la impotencia de la ciencia capitalista ante la inflación" (p. 12).

Capítulo II. La ciencia oficial, desconcertada

Un problema clave. Como punto de partida, recoge Sampedro una definición de Bronfenbrenner: "Por inflación se entiende una disminución del poder adquisitivo del dinero, mediado de ordinario por un índice de precios" (p. 22). Señala seguidamente las dudas sobre lo que hasta ahora se creía saber acerca de la inflación, y sobre la creciente confusión que se ha ido creando en los últimos años. La "nueva inflación", es, según Sampedro —y también según otros economistas— un problema nuevo, cualitativamente distinto, y cuantitativamente más agudo y duradero que los episodios anteriores.

La ciencia, desconcertada. Para nuestro autor, el desconcierto de los economistas capitalistas se debe a que han cerrado la posibilidad de entender el fenómeno al eliminar los factores político-sociales de su campo de estudio. Como muestra, recoge opiniones contemporáneas y aparentemente contradictorias de Samuelson y Friedman. "El resultado —concluye Sampedro— no es extraño, con tan desorientada opinión científica como base de la política" (p. 27).

La ronda de las teorías. Supuesto que las teorías antiguas ya no sirven, ¿qué otras explicaciones se han ofrecido? En todo caso, variantes de la "inflación de costes", que es lo que se considera "nuevo" en la situación. "En resumen, cortando aquí lo que podría ser una casi inacabable lista de condiciones entre los mejores expertos, de fracasos de los políticos y de rápido envejecimiento de teorías brillantes, la conclusión ineludible es que la ciencia económica convencional no ofrece hoy una respuesta clara y generalmente aceptada sobre la inflación y, en consecuencia, la política no logra resultados positivos" (p. 29).

¿Qué inflación? Antes de seguir adelante, Sampedro considera deseable disponer de una tipología de la inflación. A la hora de intentarla, deja fuera a los países subdesarrollados, porque, aunque su sistema capitalista tiene mucho en común con el de los países desarrollados, pueden señalarse —dice— diferencias notables, que harían improcedente aplicar a los primeros las políticas aptas para los segundos: mientras en las economías desarrolladas la inflación convive hoy con el estancamiento (stagflation), en las subdesarrolladas lo hace con el crecimiento (expanflation). Igualmente deja fuera a los países socialistas, pues la diferencia entre ambos sistemas económicos es total. Si, "como iremos viendo, la inflación capitalista no puede comprenderse si no se afronta como un problema esencialmente político, en cambio las alzas de precios registradas en el mundo socialista admiten una interpretación perfectamente válida, aun sin salirse de los planos estrictamente técnicos y económicos" (p. 31). Queda pues claro que su campo de análisis se limitará a "los países capitalistas que han superado el subdesarrollo" (p. 32).

Capitulo III. La inflación de demanda o la riada monetaria

Las teorías capitalistas. Bajo este título Sampedro recoge las teorías de la "inflación de demanda", cuyo origen remonta a 1566 (Juan Bodino).

 La inflación de demanda. Esta versión de la inflación tiene dos variantes. Una, atribuye la inflación a un excesivo volumen de dinero en circulación (Irving Fisher, Milton Friedman). La otra variante (Knut Wicksell, John M. Keynes) ve en las alzas del nivel general de precios el efecto de un exceso de demanda global. De un modo u otro, un aumento del poder adquisitivo por encima de la capacidad productiva del país debe llevar, necesariamente, a una inflación. El público, en efecto, desea comprar más —y tiene medios para ello—, pero no hay más bienes disponibles. Y "la tendencia ascendente de los precios continuará en tanto persista el vacío inflacionario; es decir, hasta que tengamos la suerte de que disminuya la inversión o la demanda de consumo, o hasta que la nación sea lo suficientemente hábil para adoptar las medidas fiscales y monetarias correctivas de la situación determinada por aquel bache" (p. 43, citando a Samuelson). Sampedro reconoce una parte de verdad en esta tesis: más dinero a cambio de la misma cantidad de bienes debe provocar un alza de precios. Pero no está ahí —dice— toda la verdad: porque ese límite a la contención de los precios que Samuelson anuncia (la reducción de la inversión y el consumo) no actúa hoy en día, ya que los precios siguen subiendo pese a la recesión económica y la reducción de la demanda (la llamada stagflation). Tampoco la adopción de medidas fiscales y monetarias supone un freno a la inflación: porque, si así fuese, ¿por qué no las toman los gobiernos capitalistas? ¡Por qué no pueden tomarlas (en cuyo caso ya no son una solución)? ¿0 por qué, aunque se tomen, no resolverán el problema?

La riada de Friedman. El principal defensor de la inflación de demanda en su versión monetaria es Milton Friedman. Y tiene razón, según Sampedro, pero esa razón no dice nada. Lo importante es lo que esta teoría "no se decide a afrontar y escamotea" (p. 47): ¿por qué aumentan las autoridades la cantidad de dinero? "Si, invocando la división del trabajo científico, se alega que esas razones escapan de la esfera de estudios del economista, entonces está claro que a éste le faltará competencia para orientar la lucha contra la inflación. Que es, como dije al principio, exactamente lo que le ocurre a la ciencia económica ortodoxa y, de ahí, el fracaso de las políticas contra la inflación actual" (p. 47).

Así pues, para Sampedro, el economista capitalista, o no se ocupa de lo que hay tras la riada monetaria, o, si se ocupa, es para acusar a los trabajadores de querer ganar demasiado, obligando a ese aumento de la masa monetaria. ¿No será —se pregunta Sampedro— que no tendríamos ese afán "consumista" si no hubiera mecanismos que, hábilmente manipulados, nos llevan a ello? "Como veremos, las causas de la expansión monetaria y del gasto están más allá de nuestra voluntad e incluso del criterio de las autoridades monetarias, porque están en el sistema mismo, del que todos somos constructores y prisioneros"(p. 48).

Capítulo IV. La inflación de costes o los salarios en el banquillo

La "nueva inflación". La otra versión "capitalista" de la inflación es la "de costes": un aumento de precios debido a aumentos de costes de producción independientes de la demanda ¿Cuáles son esos costes que suben? La causa más frecuentemente citada —a menudo, la única— es el aumento de los salarios debido al poder sindical. Otras son el aumento de precios por la industria (inflación "administrada"), el desplazamiento de la demanda de un sector a otro, provocando mayores precios y salarios en éste, que luego se transmiten (principalmente los costes salariales) a otros sectores (inflación "sectoral"), etc.

Los salarios en el banquillo. Sampedro subraya una vez y otra cómo cuando se habla de inflación de costes, "se trata de concentrar la atención sobre los salarios como causa del alza, y sobre los obreros como responsables de ella" (p. 58). Es, por tanto, una nueva maniobra de la economía capitalista para que no fijemos nuestra atención en sus causas verdaderas.

Los teóricos se han volcado, en los últimos años, en la curva de Phillips, un instrumento teórico que —según Sampedro— abona la conclusión de que la inflación de costes es sólo una inflación de salarios. Lo que esa curva muestra, en definitiva, es que hay que elegir entre ciertos niveles de paro y ciertas tasas de inflación, conteniendo, según nuestro autor, la tesis implícita del ejército laboral de reserva: un paro elevado domará a los obreros y moderará sus peticiones inflacionarias. Pero empíricamente la curva de Phillips arroja resultados muy variables, y en lo teórico es un instrumento muy pobre, pues no es más que una descripción y no da una explicación: "Mal podría darla, cuando reduce el problema tan estrechamente" (p. 61).

¿Son inocentes los beneficios? Sampedro vuelve ahora su atención al beneficio empresarial, "y no sólo al de los monopolios —que vienen siendo de antiguo acusados de explotar el mercado, por su propia naturaleza— sino al de la gran empresa en general" (p. 63). Si éste no se incluye, a menudo, en la teoría anterior, es porque no se considera un coste, sino un residuo, la diferencia, retenida por el empresario, entre el precio que fija el mercado y los costes.

Con todo, las teorías "capitalistas" de la inflación no tuvieron más remedio que prestar atención al papel de los beneficios: alzas de precios debidas al monopolio, y existencia de precios administrados, que son un reconocimiento de que las empresas pueden elevar sus precios sin que lo hayan hecho previamente los costes. Sin embargo, tras esto se solía rechazar que los beneficios fuesen una causa importante de la inflación, por una serie de razones que Sampedro expone y critica: 1) Los beneficios son un pequeño porcentaje del precio. Pero esto no es válido para todos los sectores, y se basa en el supuesto de la existencia de una "acusada competencia" (p. 66), que él niega. 2) La competencia impide a las empresas aumentar los precios. Pero la competencia es muy imperfecta. Además, las empresas disponen de otros medios para atraer al cliente, de modo que, a pesar del alza de precios, son capaces de incrementar la demanda, lo cual nos acerca ya al problema del poder de los negocios sobre el consumidor. 3) Los monopolios se ven frenados a subir precios, por temor a la reacción de la opinión pública o a la intervención del Gobierno. Pero esto no es sino una versión ingenua, que ignora el poder de las empresas. 4) Los gerentes de las sociedades anónimas no están interesados en subir precios, cuando los beneficios no los reciben ellos sino los accionistas. Pero este argumento olvida que esos gerentes se mueven por motivaciones distintas del sueldo (prestigio, rango profesional, percepciones en especie, etc.), ligadas a la potencia de la empresa, que se ve favorecida por la acumulación de beneficios no repartidos.

Hay que ir algo más lejos en la crítica, dice Sampedro: ¿tienen poder las grandes empresas sobre el mercado, sobre la opinión pública, sobre el gobierno? Los manuales convencionales responden negativamente, por estar ligados a las creencias liberales de la competencia perfecta y la mano invisible. Pero el poder de las empresas, en el mundo real, es efectivo y muy grande. Y lo aprovechan para subir los precios: en principio, sólo para trasladar al consumidor los mayores costes; pero es frecuente que aprovechen esa coyuntura para subir los precios en una cuantía mayor que los costes.

 La política llamada de rentas. Presentada como un complemento a los instrumentos fiscales y monetarios antiinflacionistas, la política de rentas es también una manifestación del problema del poder antes enunciado.

Las formas adoptadas por esa política son muy variadas. No obstante, sus efectos son discutibles: si han tenido éxito en la lucha contra la inflación, ese éxito no se puede separar del de otras políticas.

Y, en todo caso, su efecto sobre la distribución de la renta ha sido más bien negativo, porque "prácticamente la política de rentas suele reducirse a una política de congelación de salarios" (p. 71), ya que los beneficios son más disimulables y disimulados que los salarios, por lo que difícilmente podrá un gobierno actuar sobre aquéllos (en el supuesto de que estuviese dispuesto a hacerlo): pero, además, las autoridades no querrán actuar contra los beneficios, porque los poderes económicos de las grandes empresas violentan la presunta "neutralidad" del gobierno, neutralidad que, como se verá más adelante, "no existe" (p. 72).

Capítulo V. La inflación estructural

Hacia el enfoque estructural. La ciencia convencional se ha visto obligada, según Sampedro, a admitir la versión estructural de la inflación porque la persistencia de la misma hace dudar de su carácter coyuntural. Las nuevas teorías aquí tratadas discrepan de las tradicionales en tres sentidos: 1) "no se limitan a factores económicos y van dando entrada a otros de carácter político-social" (p. 78), 2) "no se atienen a una sola causa principal, sino que aceptan una génesis más complicada, con la combinación de diversos factores" (p. 78), y 3) "no consideran la inflación de hoy como algo meramente coyuntural, sino que la conceptúan más duradera o permanente" (p. 78). Esas tres divergencias se reducen, en el fondo, a "superar los límites supersticiosamente respetados por la ciencia convencional al acotar su campo de estudio" (p. 78).

El estructuralismo latinoamericano. Nos hallamos ante unos autores que forman la corriente del "estructuralismo" o "cepalismo" (el nombre viene de la CEPAL, Comisión Económica Para América Latina de las Naciones Unidas, entre cuyos expertos se desarrolló esta tesis), como oposición a los "monetaristas" (expertos de organismos internacionales, principalmente del Fondo Monetario Internacional). Su origen se remonta a la comprobación, según Sampedro, del fracaso de las teorías y políticas convencionales al ser aplicadas a países subdesarrollados. "Una hipótesis implícita en la tesis ' estructuralista ' es la de que existe una distinción radical entre el comportamiento inflacionista y la política seguida por los países menos desarrollados, tomados como grupo, de un lado, y los países desarrollados, de otro; y por consiguiente, se necesita una teoría distinta para tener en cuenta ese comportamiento" (p. 82, citando a Oliveira Campos).

La debilidad del estructuralismo es, para Sampedro, que no ha captado bien la clave del problema, que está en el capitalismo, común a los países atrasados y a los desarrollados.

Si hay diversidad de factores causantes de la inflación, habrá que ordenarlos según el nivel de la realidad en que se insertan. Sampedro cita la clasificación de Grunwald, en primer lugar, distinguiendo entre factores "básicos" (oferta inelástica de productos, organización financiera del gobierno e inversiones públicas y factores "no estructurales", que subdivide en "circunstanciales" (tales como encarecimiento de las importaciones, malas-cosechas, convulsiones políticas, catástrofes) y los de "propagación (los más importantes: el mecanismo del crédito, los reajustes de sueldos y salarios y el gasto deficitario del gobierno). Ofrece luego la clasificación de Sunkel: 1) "presiones inflacionistas básicas" (añadiendo a la lista de Grunwald la insuficiente formación de ahorro, las deficiencias del sistema tributario y, sobre todo, la limitación de la capacidad exportadora); 2) "presiones inflacionistas circunstanciales" (siempre latentes, pero que, al manifestarse, refuerzan las anteriores); 3) "presiones acumulativas" engendradas por la propia inflación y que la acentúan (deformación de las expectativas empresariales, distorsiones de precios, orientación especulativa de las inversiones, y 4) "mecanismos de propagación", "resultantes de los esfuerzos de los distintos grupos sociales para descargar sobre los demás los daños de la inflación, o los intentos del sector público para aumentar, con una fiscalidad deficiente, su control sobre recursos colectivos" (pp. 83-84).

Inflación y desarrollo. Sobre todo, la queja de los estructuralistas radica en que las políticas antiinflacionistas convencionales, además de no atajar la inflación, estancan el desarrollo económico; esto provoca desajustes estructurales y, con ello, se impide la solución de las causas últimas de aquella inflación. "La esencia del argumento estructuralista es que se puede obtener estabilidad de precios sólo a través del crecimiento económico" (p. 86, citando a Grunwald).

La versión estructuralista de la inflación "es más profunda y real que las interpretaciones ortodoxas" (p. 91), porque reconoce la necesidad de una explicación diferente para los países subdesarrollados ("aunque, como veremos, en el fondo del sistema la raíz es la misma", p. 91), con una política para combatirla también diferente. De todas maneras, señala Sampedro que los países desarrollados tampoco se libran de la inflación, lo cual hace pensar en la necesidad de explicaciones estructurales también en esas economías. En todo caso, las explicaciones estructuralistas captan mejor el problema, pero no llegan al fondo: sus factores explicativos son todavía técnico-económicos, y sus recomendaciones son reformas "en la" estructura, y no "de la" estructura. Sampedro señala un ejemplo: el papel de los conflictos entre grupos sociales (para descargar sobre los otros las consecuencias de la inflación), aparece sólo como "mecanismo de propagación" en la clasificación de Sunkel, pero es clave en la verdadera explicación de la inflación, situándose "en el centro mismo de los problemas estructurales y de la dinámica política de nuestro tiempo. Es también lo que hace diferente la inflación actual en los países adelantados de otros procesos análogos en tiempos pasados" (p. 93), con lo que pone las bases para entrar ya en los dos capítulos centrales del libro.

El sociologismo francés. Como final de este capítulo señala otra interpretación de carácter estructural, debida a la preferencia de los sociólogos franceses por "un enfoque interdependiente en general y, en particular, de la realidad económica" (p. 94). Como representantes cita a Andrés Marchal, Sauvy, H. Aujac ("la inflación es una consecuencia monetaria del comportamiento de diversos grupos sociales" —el gobierno, los empresarios, los asalariados y los rentistas—; "cuando tales grupos se comportan de una manera adaptativa no hay fenómeno inflacionistas que en cambio aparece cuando actúan de una manera conflictiva") (pp. 94-95), Jean Marchal, François Perroux, Ch. Goux (hay que tener en cuenta el conflicto entre salarios y beneficios, fundamento de la dinámica de los países capitalistas, así como las contradicciones que se dan entre las diversas capas de la clase dirigente), y autores marxistas como G. Jourdain y J. Valier (la inflación es "la expresión financiera de las nuevas formas que adoptan, a la vez, la tendencia a acumular y las contradicciones en el proceso de acumulación, dentro del capitalismo contemporáneo") (p. 95, citando a esos autores).

Con este capitulo se ha tendido el puente hacia la parte sustantiva del libro, ya de carácter "irremediablemente político" (p. 14).

Capítulo VI. La inflación concertada

La creación de deseos. "Si las empresas, sobre todo los grandes intereses, tienen algún poder —y claro es que lo tienen— sobre el público y sobre el gobierno, es forzoso concluir que los beneficios pueden ser aumentados con consecuencias inflacionarias; porque el poder se tiene para aprovecharlo, y el —objeto de las empresas es el lucro" (p. 101). "No hay duda de que las empresas pueden influir en el gobierno: más todavía, que en muchos casos desaparece el conflicto entre aquéllas y este, porque las conexiones mencionadas producen casi una completa identificación" (p. 104).

¿No existen mecanismos de control? Sí: las organizaciones políticas, la libertad de expresión, el derecho al voto, la opinión pública, ... Pero es fácil que las concesiones a las empresas pasen inadvertidas, en tanto que la independencia de la prensa respecto de los grandes negocios es discutible. Es, además, muy dudoso que el gobierno "quiera" luchar contra esa inflación de beneficios, dadas sus conexiones con las empresas. ¿Y el público? "El sistema ha establecido mecanismos de tal naturaleza que muchas veces el consumidor está obedeciendo a las grandes empresas en el mismo momento en que cree estar imponiendo su libre voluntad" (p. 104).

La publicidad y otras técnicas de mercado manipulan los gustos, y por eso es posible incrementar las ventas a pesar de los aumentos de precios. Para conseguirlo "sólo necesitan las empresas dos cosas: tener poder para crear deseos de compra en los consumidores y, además, lograr que el público disponga del dinero necesario para hacerlas efectivas" (p. 105).

Este es su argumento decisivo, pero, ¿es verdadero? ¿Puede el mundo de las empresas crear deseos? No me lo negará nadie (p. 105), sostiene Sampedro, refiriéndose al "consumismo de nuestro sistema: la moderna adoración del becerro de oro irremediablemente enraizada en el capitalismo" (pp. 105-107). "Frente al comunismo, el capitalismo ha esgrimido el consumismo. La gente parece no tener interés en perder sus cadenas y, además, se deja convencer para pagar por llevarlas, atándose las al cuello en forma de letras de cambio para conseguir anticipadamente, a fuerza de horas extras, la moto cuando se va andando, el utilitario cuando ya se tiene la moto y el coche ostentatorio cuando ya se ha subido otro escalón" (p. 107).

La explicación de la riada. En la teoría convencional, las autoridades inyectaban dinero en el sistema, según parece, por incompetencia o indiferencia, como si ignorasen sus efectos inflacionarios. La razón profunda que Sampedro sostiene es otra: se crea más dinero para "suministrar al público los medios de pago con que satisfacer las exigencias de las empresas en el sistema consumista" (p. 108). Las empresas utilizan razonamientos de todo tipo, y medios más o menos indirectos para lograrlo, que hasta aparecen como relacionados con el interés público y con motivos patrióticos: surge así la creación de dinero en forma de gasto público militar.

Otras veces, se racionaliza ese gasto público en términos de desarrollo económico, o de gastos sociales. Por supuesto que estos últimos son necesarios —admite Sampedro—, pero podrían financiarse sin expansión monetaria, si fuesen el resultado de una redistribución de la renta mediante ingresos públicos normales: "si son inflacionarios es porque la hacienda no es redistributiva y no obtiene de los más pudientes lo necesario para atender a esas necesidades" (p. 112). "En cuanto al desarrollo o la expansión, una hacienda fuerte y justa podría atenderla también sin inflación; pero no lo hace por la obvia razón de que no conviene a los intereses ligados a las decisiones del gobierno" (p. 112): si hay que crear dinero es para transformar los nuevos deseos en ventas. Aparte de que el argumento del desarrollo se ve contradecido por los hechos, lo que no es de extrañar, porque los capitalistas, "lógicamente, retendrán una parte mayor del progreso global" (p. 115). "El resultado es algo que puede llamarse la 'inflación concertada', o pactada, entre el gobierno y las empresas. Por supuesto, sin publicidad ninguna, e incluso más o menos tácitamente" (p. 115).

Pero, ¿no daña también la inflación a las empresas? Si, pero éstas se pueden defender bien subiendo los precios, "e incluso aprovechando para un recargo. Como es bien sabido, los perjuicios de la inflación son mucho más graves aún para quienes viven de rentas fijas, como los asalariados, funcionarios, empleados y pensionistas" (p. 115).

 Los componentes del precio. Ya mencionó antes el conflicto entre los empresarios capitalistas y quienes viven de su trabajo. Para analizarlo, estudia Sampedro los componentes del coste: "el beneficio como un primer componente, seguido de los sueldos y salarios abonados a empleados y obreros, pagos por otros servicios personales ajenos a la empresa, importe de intereses y alquileres u otras rentas semejantes, impuestos y tasas y finalmente, coste de materiales, energía y análogos (p. 116). Por un proceso de consolidación, "nos quedamos con tres grandes componentes básicos —beneficios, salarios e impuestos—" (p. 117), porque los demás, descompuestos a su vez en los componentes que contribuyeron a formarlos, acaban reducidos a estos tres. A nivel nacional, quedan los costes de primeras materias importadas, pero no afectan al argumento subsiguiente.

La inflación importada. Para ver si efectivamente no afectan a la inflación, Sampedro pasa a analizar la "inflación importada" y la "mundialización de la inflación". Que la economía se ha mundializado es ya un hecho: "eso es precisamente lo que da nuevo carácter a la crisis económica actual —y no sólo a la inflación— pues sitúa su origen en la convulsión estructural correspondiente al tránsito desde el mundo de la postguerra, ya en trance de liquidación, al del futuro, ya en clara emergencia" (p. 118). Esa mundialización se manifiesta en la transmisión internacional del proceso inflacionario, por la vía de los aumentos de precios de importación.

Otra manifestación es la creciente importancia de las empresas multinacionales, "que están transformando la red de intercambios y manipulando precios y transferencias de una manera que, aun cuando inspirada sobre todo en tácticas de evasión fiscal, incide también sobre los diversos precios nacionales" (p. 119).

"En definitiva, la moderna mundialización de la vida colectiva es un hecho con consecuencias inflacionarias" (p. 119), sin que por ello sea lícito atribuir a la inflación importada la causalidad principal. En primer lugar, porque muchos encarecimientos de materias primas y alimentos han sido una lógica reacción defensiva de los países productores ante la carestía de las manufacturas exportadas por los países adelantados" (pp. 119-121). Y en segundo lugar, porque esas importaciones encarecidas se llevan a cabo porque generan buenos beneficios en el país comprador, dentro del consumismo ya mencionado.

Beneficios frente a salarios. Cuando los economistas convencionales llegan a admitir la existencia de un conflicto de grupos en la distribución de la renta, como causa —normalmente minimizada— de la inflación, suelen referirlo a numerosos grupos, de modo que ese conflicto se enmascara, y con él las relaciones de poder subyacentes. "Pero lo que importa es no dejarse confundir por la multiplicación de grupos y reconocer claramente que los protagonistas de la batalla no son ni siquiera tres, sino solamente dos: los trabajadores y los capitalistas" (p. 122), ya que "el gobierno es, en nuestro sistema, un administrador de los intereses con más poder; es decir, de los capitalistas" (pp. 122-123).

Defendiendo los beneficios. Llegamos, pues, a la clave del conflicto: asalariados contra empresarios. Ese conflicto es antiguo, pero hoy se da un hecho nuevo, que confiere a la actual inflación un aspecto diferente: las empresas, aun siendo muy fuertes, "han perdido relativamente poder, en comparación con el que tenían antes" (p. 126), como lo muestra el hecho de que los obreros pueden soportar altos niveles de paro sin doblegar sus reivindicaciones salariales. El ejército de reserva que frenaba las alzas de salarios sufrió una primera modificación por el creciente poder sindical, que condujo, tras la experiencia de la Gran Depresión, a la política de pleno empleo. Por eso, "en la actualidad ningún gobierno de una democracia occidental se atreve a aplicar plenamente los clásicos remedios deflacionarios. Los disuaden las consecuencias electorales de una gran depresión económica y las presiones cotidianas de hombres de negocios y de la fuerza de trabajo organizada" (p. 127, citando a Jones). El paro ya no defiende los intereses empresariales, y los beneficios van cayendo, a largo plazo, una vez "decaídos los efectos de las innovaciones técnicas de la postguerra" (p. 128). Pero si los beneficios bajan, las empresas tienen una gran necesidad de "repercutir sobre los precios la parte de los beneficios arrebatada por el salario; es decir, para defender sus beneficios mediante la inflación" (p. 128).

La inflación concertada. Si el beneficio es el motor del crecimiento, el objetivo de la empresa, la clave de la economía capitalista, y ese beneficio peligra, sólo queda repercutir sobre los precios las reivindicaciones ganadas por los obreros, fomentando la demanda con la creación de dinero por las autoridades.

Surge así la inflación pactada o concertada: "el gobierno en defensa del beneficio" (p. 132).

Capítulo VII. El capitalismo inflacionario

Con la inflación a cuestas. Ya ha enunciado antes Sampedro cuál es la fuente de la inflación: la necesidad de defender el beneficio. Ante la reducción de éste, la empresa opta por empujar al gobierno a provocar una inflación que, aunque también le afectará, lo hará con retraso (primero suben los precios y sólo más tarde lo harán los costes; cuando esto ocurra, volverá a subir los precios, y tomará otro respiro). Sampedro insiste en la idea de Marx enunciada en el primer capitulo: los capitalistas no son los "malos" de esta comedia: "representan el papel que les ha tocado en el sistema" (p. 138). La culpa, pues, es de éste: "el capitalismo lleva la inflación a cuestas como el caracol su concha" (p. 138).

Si la culpa es del sistema, ¿significa eso que no hay inflación en los países socialistas? "Por supuesto, los autores socialistas niegan tal existencia" (p. 138): cuentan con una producción adecuada, regulan la masa monetaria, y evitan la inflación importada por el procedimiento de "contar con los medios propios" (como hacen en China). Contra esto, los economistas capitalistas objetan que los precios suben en esos países, pero: 1) esa subida aparece oculta por la fijación oficial de los precios; 2) se manifiesta en cambios de nombre del artículo —para justificar su alza— o en mermas de calidad; 3) aparece en el mercado privado, cuando —en pequeña escala— existe en esas economías, y 4) se manifiesta también en forma de un mayor ahorro acumulado en los bancos, al no poder satisfacer la oferta existente el consumo deseado por la población.

"¿Quién tiene razón? Ambos bandos, porque cada uno está llamando inflación a cosas diferentes" (p. 139). Los capitalistas llaman inflación a toda alza de precios: pero la inflación socialista es diferente y "los autores socialistas tienen razón cuando se congratulan de una estabilidad mucho mayor que en los países del otro sistema. Hay alzas de precios porque hay importaciones más costosas, y tendencias reales a decreciente rentabilidad de ciertos sectores, entre otros factores; pero no hay tanta inestabilidad, sobre todo en la relación entre precios y salarios. Estos se salvan mucho más, como lo prueban las mencionadas acumulaciones de ahorros, porque no hay beneficios privados necesitados de salvación a costa de lo que sea. Cierto que no hay bienes de consumo suficientes para todos; pero tampoco los hay en el capitalismo, como lo prueban las denuncias de una Norteamérica pobre, v.g. Por eso estimo que si la palabra "inflación" se reservara para la que llevamos a cuestas, entonces en los países socialistas no hay inflación. Sus alzas de precios, en todo caso, son menores y de naturaleza diferente: esto no son meras palabras, sino hechos derivados, como mera consecuencia, de que no hay beneficios que mantener a flote" (p. 139).

Cuanto más lucro menos lucro. Este título resume una importante contradicción del sistema capitalista: el afán de aumentar el beneficio acaba reduciéndolo; ésta es la ley de la tendencia decreciente del beneficio, que enunciara Marx. Ciertamente hay distintas formas de adaptación y posibilidades de contrarrestar esa tendencia, a corto plazo; pero "precisamente porque el capitalismo se ha resistido a esa tendencia con sucesivas transformaciones parciales de su estructura, es por lo que la inflación actual es diferente de sus manifestaciones anteriores" (p. 142).

¿Cómo tiene lugar eso? En el marco de un capitalismo de Estado que tiene dos manifestaciones destacadas en nuestra época: la simbiosis negocios-gobierno y la planificación (junto con nuevas formas de los monopolios, que evolucionan hacia las multinacionales). Los avances de la técnica y de la organización refuerzan la simbiosis negocios-gobierno, de modo que los intereses exteriores de las empresas son los intereses del gobierno. La planificación se moderniza con el esfuerzo de la guerra. "En suma, vivimos el llamado 'capitalismo de Estado', dentro del cual ha de registrarse un proceso adaptador y tonificante del sistema en forma de innovaciones técnicas, comparables a las que ya en el pasado insuflaron al capitalismo nuevas prosperidades" (p. 144). La economía se potencia con la llamada "revolución científica y técnica" (energía nuclear, cibernética, etc.), pero ésta va perdiendo fuerza a partir de los años 60: y el sistema entra en crisis. "Por eso éste necesita otras salidas a sus excedentes —otros campos de explotación que a veces constituyen variantes respecto de los aprovechamientos anteriores" (p. 145). Surge así un neocolonialismo más disimulado pero no menos efectivo; el consumismo, ya mencionado (que es otra forma de explotación), etc. "Por último, y para concluir con esos rasgos distintivos de la fase presente, deben recordarse rasgos existentes en momentos anteriores, hoy decaídos o desaparecidos: las emigraciones masivas desde países desarrollados hacia la periferia, la descolonización o fin del colonialismo directo y la nueva distribución de fuerzas políticas, dentro de cada país, entre capitalistas y trabajadores. El fin de esos tres hechos es importante porque gracias a ellos superó el sistema crisis anteriores... Bastaría esa realidad para comprender por qué se hace más imprescindible el recurso a la inflación para la defensa de los beneficios, aunque no existieran los demás mecanismos" (pp. 146-147).

Las vías de la inflación capitalista. ¿Cómo se manifiestan los efectos inflacionarios de ese conjunto de rasgos? "Para empezar con la estructura monopolista es claro que, por su propia naturaleza, implica altos beneficios y explotación del comprador a través de los precios" (p. 147). "Como puede suponerse, esas posibilidades inflacionistas se refuerzan y se difunden por encima de las fronteras con las potentes armas de las empresas multinacionales" (p. 147), sobre todo en cuanto riesgo para toda política antiinflacionista, aparte de su "capacidad de aumentar beneficios a costa de trabajadores y consumidores" (p. 148).

El consumismo, ya visto antes, se relaciona con el gasto público creador de liquidez para financiar el gasto provocado por los negocios. Si alguna vez se introducen políticas restrictivas contra la inflación, pronto se alzan voces interesadas —y eficaces presiones— en nombre de la inversión, del nivel de empleo y de otros argumentos.

La mundialización de la economía repite y refuerza esos mecanismos a nivel internacional. Los conflictos entre países (y entre empresas de diversos países) provocan nuevas tensiones en el reparto de beneficios, y nuevas exigencias para su defensa. Las prácticas de las multinacionales refuerzan aún más el efecto inflacionista, y debilitan la posibilidad de luchar contra la inflación. "El nuevo problema de la conciencia de la contaminación del medio ambiente representa ya una fuente de gastos por un lado y de beneficios por otro pero, sobre todo, su impacto psicológico, al crear una conciencia de limitación de recursos, facilita la aceptación resignada de alzas de precios" ( p. 150).

¿Hasta cuándo? Antes la inflación no era tan necesaria para mantener el sistema en pie: el colonialismo brindaba una fuente de explotación suficiente; el paro masivo frenaba suficientemente las reivindicaciones salariales y permitía mantener los beneficios; las innovaciones técnicas facilitaban períodos de desahogo temporal en la tendencia al decrecimiento de la tasa de beneficio. Pero ahora el mayor poder político de los trabajadores mina decisivamente los beneficios (pese a la fuerza contraria del consumismo): de ahí la necesidad de la inflación. ¿Hasta cuándo? Es evidente que si se trata de algo enraizado en el sistema, la respuesta es ésta: mientras dure el capitalismo" (p. 153).

"Por eso no hay que desperdiciar energía en una lucha que debe emprenderse sobre todo contra el sistema mismo" (p. 18).

ANALISIS CRITICO

Comprensión de la teoría convencional

Nos encontramos ante un libro escrito con una doble finalidad: criticar las teorías tradicionales, y presentar una explicación alternativa de la inflación reciente, en las economías capitalistas desarrolladas. No es un libro original, ni pretende serlo (p. 10): pero cuando recoge y critica la teoría convencional (cap. II a VI) presenta numerosas omisiones, errores y contradicciones.

En primer lugar, la literatura que menciona incluye muy pocas obras modernas y omite casi todas las aportaciones importantes que han desarrollado, precisamente, los puntos que él critica del saber convencional (1).

Así, por ejemplo, la polémica entre las versiones monetaria y de Wicksell-Keynes (cap. III) sobre la inflación de demanda, hace más de una década que quedó saldada, al menos en los términos en que Sampedro la presenta. La abundantísima literatura sobre la curva de Phillips (a la que no hace referencia en el cap. IV) se parece muy poco a la caricatura que él presenta. Junto a esta pobreza en el manejo de la literatura que pretende criticar, cita con frecuencia artículos de periódico y de revistas gráficas.

En segundo lugar, en su exposición de las teorías "capitalistas" abundan los errores y confusiones. Veamos algunos:

— No ha entendido el sentido de la polémica entre monetaristas y postkeynesianos, que despacha como una "batalla escolástica" (p. 41). Y esa polémica es clave para entender el mecanismo de transmisión de los impulsos en una economía (también si es comunista).

— Utilizar el argumento de que la recesión no es capaz de detener la inflación (p. 43) es muestra de no conocer cuál es la relación entre variables monetarias (precios) y reales (producción y empleo), la naturaleza de la stagflation, etc.

— La curva de Phillips, ampliamente difundida en los 60 y 70, no es, como Sampedro sostiene (pp. 59-60), una teoría de la inflación debida a los salarios: en sus primeras versiones no lo fue, y sólo algunos autores han sostenido esa interpretación, con escaso apoyo teórico.

— Su explicación del tratamiento "capitalista" de los beneficios y costes (pp. 63-64) no se funda en lo que los propios economistas "capitalistas" han escrito. Según él, en la economía ortodoxa, "el beneficio no se considera como coste, sino como una ganancia residual, algo que otorga el mercado" (p. 63): pero la economía convencional considera que los beneficios "normales" sí son un coste, y, además, que ese beneficio no lo otorga el mercado. Por otro lado, cuando invita a pensar en una teoría contraria, que dejase los salarios como residuo, limita el beneficio al sueldo del gerente —que es, desde el punto de vista económico, un coste—, omitiendo el beneficio propiamente dicho, que se da incluso en las economías comunistas.

— Las pequeñas empresas siguen los precios de las grandes (p. 68): esto supone ignorar la teoría y la evidencia empírica, que apuntan en sentido contrario.

— "Aparte de la motivación de una mayor ganancia, que puede inducir a las empresas a aumentar el precio, está la más justificada de repercutir sobre el consumidor los aumentos que hayan podido sobrevenir en los salarios. Si el encarecimiento del producto sólo se realiza en esa medida, el beneficio —en su influencia directa— sería neutral, aunque no si, como sucede con frecuencia, se aprovecha la oportunidad del alza salarial para recargar algo más el precio; lo cual se produce además automáticamente cuando el beneficio es un porcentaje sobre el coste" (p. 68). ¿Cómo puede una empresa aumentar el precio a voluntad, por encima de lo que crecen los costes, si otros factores —como el aumento de la demanda— no lo permiten? Sampedro no ofrece ninguna contestación posible a esta pregunta. Además, si puede aumentar el precio (y recuérdese que en la p. 66 ha quitado el freno que supone el temor al gobierno o a la opinión pública para esas alzas), ¿por qué no lo hizo antes? Y si puede aumentar libremente los precios más que los costes, ¿por qué se reducen los beneficios? (sobre este tema volveremos más adelante). Finalmente, un sencillo ejercicio de aritmética muestra que su última afirmación ("lo cual se produce...") es falsa.

— El consumidor —afirma— no puede defenderse de la inflación (p. 69). No como consumidor, pero sí como oferente de trabajo, capital, etc. Porque, desde luego, no es admisible que se considere "rentas fijas" a las de los asalariados y empleados (p. 115).

— El consumidor "llega a creer" que las tarjetas de crédito permiten "comprar sin dinero", "obrando en consecuencia" (p. 107). Parece como si no conociese qué se puede hacer con una tarjeta de crédito, y cómo las usa el público.

Junto a esta muestra de errores, es patente su actitud crítica hacia la ciencia económica "capitalista". Empieza señalando que la ciencia convencional no es capaz de dar una definición de inflación que vaya más allá de los "precios en alza" (pp. 21-22), pero en vano se buscará en todo el libro una definición alternativa. Y no pierde ocasión de subrayar la confusión que se da en la ciencia ortodoxa: así, en las pp. 28-29 da una lista de teorías contrapuestas, para destacar ese desconcierto: la "teoría de la productividad" (que no es tal, sino una regla práctica), la "teoría (...) basada en la famosa curva de Phillips" (que no es una teoría), el "neomonetarismo", el "principio de Paish" (que tampoco es una teoría), las "teorizaciones de base para los controles de Nixon", la "nueva economía de Kennedy" (que es un programa, no una teoría) y "los diversos programas británicos" (obviamente, tampoco son teorías). Frecuentemente, a una afirmación convencional opone otra (sacada, en ocasiones, de los periódicos: por ejemplo, p. 118), para subrayar lo inseguro y debatido de la teoría convencional. Y es verdad que hay numerosos debates entre los expertos, pero él calla cuidadosamente el amplio campo de acuerdo a que se ha llegado.

Pero además, esa actitud crítica ante la teoría ortodoxa le lleva a extremos poco nobles, como falsear el debate Samuelson-Friedman (pp. 26-27) (debate que efectivamente, existe, pero no en los términos en que él lo plantea: basta leer los párrafos que presenta de uno y otro para darse cuenta de que no se contradicen). O señalar la falta de éxito del plan inglés del verano de 1975 (p. 27), cuando está escrito el libro en el mismo año (lo cual excluye la posibilidad de cualquier observación sobre ese éxito o su ausencia). O su énfasis en la inoperancia de las medidas convencionales contra la inflación (p. 44), omitiendo los ya numerosos ejemplos de políticas que han dado buenos resultados. O afirmar que en la búsqueda de soluciones al problema de la inflación, los países sudamericanos " despliegan una imaginación creadora superior a la de sus críticos monetaristas, empecinados en los dogmas ortodoxos" (p. 89), para poner como ejemplos la indiciación (abogada y extensamente estudiada por los monetaristas) y las minidevaluaciones brasileñas (una forma de flotación de la moneda, incluida en las recomendaciones de política de los monetaristas).

Y junto con lo anterior, está la cuidadosa defensa contra toda crítica : "Ya sé que no convenceré a quienes nunca echaron de menos la verdad porque el escamoteo les favorecía. Por eso mismo, su discrepancia será una prueba más" (p. 5). "Por su puesto que los creyentes en la ciencia convencional negarán esta interpretación: ése es su oficio. Algunos hasta la calificarán de demagógica; pero esto no me preocupa porque es lo que se grita siempre ante las verdades molestas. Ahora bien, antes de entrar en materia, quiero aportar ya al lector un hecho indiscutible: el de que aun cuando mi interpretación tuviera errores, no por eso resultaría más verdadera la ciencia convencional" (p. 12). Afortunadamente, deja a salvo la buena intención de los economistas " capitalistas", pues, aunque es verdad que "el que disimula los mecanismos explotadores con pompas ideológicas y especulaciones teóricas" (p. 14) vive mejor en una sociedad capitalista, sus errores se deben a que "se descarría entre la neblina de sus racionalizaciones especulativas" (p.16). Pero aún hay más: "el 'malo' no es el economista, no es ninguna persona (...) El enemigo principal es el sistema. Dada su estructura, las posiciones en el andamiaje determinan las conductas (los papeles de la farsa)" (p. 16).

No faltan contradicciones en sus afirmaciones. Lo de menos es que califique de "capitalista" a una teoría enunciada en 1566 (p. 37). Se lamenta de que se culpe a los Sindicatos de la inflación (p. 55), para admitir unas páginas más adelante la realidad del poder sindical creciente y de su efecto sobre los salarios y precios (pp. 126-127). Por otro lado, cuando trata del crecimiento de los países subdesarrollados, defiende la tesis estructuralista de que ese crecimiento no es posible sin la inflación (p. 86 y ss.), para decir, unas páginas más adelante, que los gastos sociales y los que fomentan la inversión, el desarrollo económico, etc., "podrían financiarse sin expansión monetaria inflacionaria" (p. 112).

Uno de los puntos delicados de su argumentación es la tipología de la inflación y, concretamente, su intento de demostrar que la inflación "nueva" que considera, es exclusiva de los países desarrollados capitalistas. En primer lugar, excluye a los países subdesarrollados, porque el problema en ellos es de inflación con crecimiento, en tanto que en los capitalistas avanzados es de inflación con estancamiento (p. 31). No obstante, se dan numerosos ejemplos de países desarrollados con inflación y crecimiento, y aun con crecimiento sin apenas inflación, en tanto que hay países subdesarrollados con inflación sin crecimiento, y aun con inflación y estancamiento. Por otro lado, sostiene que las situaciones estructurales son distintas en ambos tipos de países (p. 88), sin aclarar en qué consisten esas diferencias: porque, a renglón seguido, reconoce que hay también factores estructurales en la inflación capitalista de los países desarrollados (p. 89), para acabar sosteniendo que "aun dentro de innegables diferencias, es en la naturaleza misma del capitalismo, común a Latinoamérica en general como a otros países más adelantados, donde hay que buscar la capacidad generadora de inflación" (p. 82). Entonces, ¿por qué esa distinción entre ambos contextos si coinciden en lo que para él es esencial? Probablemente, por un postulado de la praxis marxista: es distinto el planteamiento de la revolución en ambos tipos de países, por lo que no conviene mezclar argumentos. O porque, si la crisis actual del capitalismo se caracteriza por la recesión con inflación (cap. VI y VII), la posibilidad de que una economía tenga inflación con crecimiento resulta algo molesta, por lo que es mejor dejarla de lado (pero, entonces, ¿qué hacemos con las altas tasas de crecimiento del Japón?).

Más complicada es su argumentación cuando se trata de eliminar a los países socialistas de su gama de economías inflacionarias (pp. 31-32 y 138-140). Necesita a todas luces que la inflación sea diferente en las economías socialistas pues de otro modo su tesis (que la atribuye al capitalismo) se vendría abajo. Él mismo cita las críticas de los economistas "capitalistas" a la inflación en los países socialistas (pp. 138-139), y no es capaz de dar ningún argumento preciso en contra: porque la estabilidad de sus precios se explica, perfectamente, por el control oficial de los mismos, y la ausencia de inflación importada puede ser verdad en China, pero no en los países de la Europa Oriental. En cuanto a que "cada uno está llamando inflación a cosas diferentes" (p. 139), está claro, porque él mismo admite que "si llamamos 'inflación' a cualquier alza de precios, incluida la observable en los países socialistas, tendrán razón los autores capitalistas" (p. 139). Y añade a renglón seguido: "pero habrán de reconocer inmediatamente que, en todo caso, se trata de 'otra' inflación"; (p. 139). ¿Por qué? Cuando aumenta excesivamente la cantidad de dinero, los precios crecen en esos países como en los "capitalistas", si no se someten a control (en cuyo caso aparecen los mercados negros, sobre los que la evidencia es enorme). En los países socialistas, los salarios —dice— "se salvan mucho más, como lo prueban las (...) acumulaciones de ahorros, porque no hay beneficios privados necesitados de salvación a costa de lo que sea" (p. 139). Este texto merece un comentario. Para empezar, toma la necesidad por virtud (la imposibilidad de gastar toda la renta, por escasez de oferta, que obliga a guardar elevados ahorros en los bancos, se toma como evidencia de un nivel de salarios superior). Y contiene la falacia de que, en las economías socialistas no hay beneficios: no existe lo que se llama beneficio en las economías occidentales, pero sí su equivalente, que es la parte que se destinará al pago de impuestos y a la inversión. Y sigue poco después: "cierto que (en las economías socialistas) no hay bienes de consumo suficientes para todos; pero tampoco los hay en el capitalismo, como lo prueban las denuncias de una Norteamérica pobre, v. g." (p. 139). El caso es muy diferente: en Norteamérica, los pobres no tienen renta con que comprar (aparte de lo discutible del concepto relativo de "pobreza"), en tanto que en la Unión Soviética quizás tengan renta, pero no hay suficiente cantidad de bienes, que es, precisamente, lo que caracteriza a la inflación ("demasiado dinero a la caza de demasiados pocos bienes", dicen los manuales), si los precios no están congelados oficialmente. En cuanto a que "la inflación con paro de los países capitalistas desarrollados no se da en los socialistas" (p. 140), es verdad, pero se debe a la asignación forzosa del trabajo y al control estatal de los sindicatos en los países comunistas. En resumen, es verdad que "si la palabra 'inflación' se reserva para la que llevamos a cuestas, entonces en los países socialistas no hay inflación" (p. 139): pero éste es un criterio arbitrario (2).

Señalemos, finalmente, la oscuridad de algunos argumentos. En primer lugar, el de la "mundializacion" de la economía, que es obvia, pero no en el sentido en que él la describe (carácter internacional del capitalismo). Aquí sólo hay alusiones, sugerencias apuntadas, pero no claras. Parece que el sistema monetario internacional crea inflación (p. 118), pero no lo llega a afirmar. "La misma estructura mundial de las relaciones comerciales y productivas incide sobre la inflación" (p. 119): no explica cómo tiene lugar esto, ni en qué consiste esa incidencia ¿Se referirá a las multinacionales? En tal caso, éstas crearían inflación, pero ¿cómo? Difícilmente podrá decirlo. Apunta que esas empresas "están transformando la red de intercambios y manipulando precios" (p. 119): pero ¿se trata de precios absolutos o relativos? Si son absolutos, ¿cómo puede hacerlo una multinacional? Si son relativos, ¿es esto inflación? No, por supuesto. Más adelante parece que va a ser más explicito: dice de las multinacionales que "su manejo de fondo especulativos y su capacidad de desplazar beneficios y de eludir presiones fiscales, son, en adición a su capacidad explotadora, un riesgo y una debilidad para toda política nacional antiinflacionista" (pp. 147-148). No explica más (no podría hacerlo): todo eso puede tener efectos sobre la balanza de pagos, sobre la redistribución de la renta, etc., pero difícilmente sobre la inflación. Y cuando llega a la conclusión de que "en definitiva, la moderna mundialización de la vida colectiva es un hecho con consecuencias inflacionarias" (p. 119, citando a Rocard y Gallus), seguimos sin saber por qué. Y esa conclusión es admisible y demostrable, pero con argumentos que nada tienen que ver con la extensión del capitalismo mundial o con las multinacionales.

Otra muestra más de lenguaje oscuro: su análisis del monopolio como factor inflacionista. "Está claro que, por su misma naturaleza, implica altos beneficios y explotación del comprador a través de los precios" (p. 147). Nótese que no afirma que sea inflacionista, porque la más elemental lógica económica se lo prohíbe, pero lo deja sugerido, al resumir: "en cuanto a influencias inflacionarias bastan por ahora las mencionadas: capitalismo de estado monopolista, explotación de la periferia subdesarrollada, explotación interior del consumidor y la apuntada mundialización de los problemas (p. 146) (3).

Argumento principal y otros puntos de la doctrina marxista

En las páginas anteriores nos hemos concentrado en el tratamiento que Sampedro da a la economía convencional. Han salido ya algunos argumentos y eslóganes que, sin ser netamente marxistas, son muy queridos por esos autores: los monopolios, la mundialización de la economía, las multinacionales, etc., junto con otros que no merecen nuestro comentario: el"complejo militar-industrial", la explotación de la periferia subdesarrollada, etc. (y que difícilmente se pueden conectar con la inflación). Son, en todo caso, simples añadidos que hacen atractiva la argumentación al recoger todos los tópicos, pero no añaden nada importante a su argumento central. Ahora nos ocuparemos de éste, y de otras observaciones de carácter doctrinal marxista que, sin ser centrales, aparecen también en el libro.

Un punto clave en la argumentación de nuestro autor es el del poder de las empresas. En las pp. 66 y 67 se nos insiste en que las grandes empresas (que son el sujeto de su ataque) tienen ese poder, y que pueden ejercerlo sin trabas reales, porque controlan la opinión pública, el gobierno y los consumidores. Y ese poder —insiste Sampedro— les permite subir impunemente los precios. Sería interesante que abundase sobre la naturaleza de ese poder, su relación con el beneficio, cómo se ejerce, o si está ligado simplemente a la dimensión o a otros factores (él lo relaciona con el volumen de los beneficios no repartidos y, en definitiva, con la dimensión —p. 67—, pero no es nada explícito). Es verdad que la teoría convencional ha descuidado mucho el tratamiento del poder de las empresas, pero Sampedro no contribuye en nada a ese análisis. Por otro lado, si las empresas grandes tienen ese poder, ¿por qué pierden, a veces? "Si las empresas, sobre todo los grandes intereses, tienen algún poder —y claro que lo tienen— sobre el público y sobre el gobierno, es forzoso concluir que los beneficios pueden ser aumentados con consecuencias inflacionarias" (p. 101). Pero no debe ser tan forzoso, cuando las empresas tienen, a menudo, dificultades y pérdidas. Y ¿por qué se les somete a impuestos, a controles de precios, etc.? ¿Se trata de pérdidas de poder ocasionales? Pero si esto ocurre una vez, puede ocurrir ciento: y, ¿dónde está entonces la inevitabilidad del proceso, que Sampedro como buen marxista, sostiene? (p. 16) (4).

Desde otro punto de vista, ese poder lo han de ejercer contra alguien. Sampedro no menciona a las empresas pequeñas (la fuente del "ejército de reserva" marxista), por lo que sólo le quedan los consumidores y los trabajadores. Los primeros, obviamente, son explotados, según Sampedro: "por eso cabe a veces elevar los precios y además aumentar las ventas" (p. 105) (argumento difícil de sostener si no hay razones distintas, como un aumento de venta que lo permita). Para demostrarlo recurre al consumismo: las empresas son capaces de crear necesidades en el público, llevándole a aumentar la demanda para absorber la producción, aun a precios mayores. "¿Puede el mundo de las empresas crear deseos? No me lo negará nadie" (p. 105). Sampedro se conforma con esta afirmación, y unas referencias a la publicidad (pp. 105-107), sin preocuparse por demostrar que las empresas pueden crear los deseos en la cantidad que necesitan, para los bienes que les interesan, en el momento adecuado, etc.: todo esto lo da por supuesto. Y, naturalmente, su análisis del consumismo no va más allá, hacia su consideración ética (5).

Retengamos en nuestra mente el poder de las empresas, que ha quedado "demostrado" como algo obvio, ante el gobierno, los consumidores, la opinión pública, etc., y completemos su argumento: además de crear deseos, las empresas han de proporcionar dinero para que los consumidores puedan comprar sus productos. ¿Pueden hacerlo? En el cap. II ha atacado a los economistas "capitalistas" por omitir tan importante complemento de la versión monetaria de la inflación: ¿por qué se crea dinero? Al llevar a cabo ese ataque, silencia las numerosas obras que, desde enfoques diversos (teoría económica del gobierno, teoría de la burocracia, análisis de la oferta monetaria, estudio de políticas monetarias concretas, etc.), se han ocupado del tema. En todo caso, no es válida la explicación que él pone en boca de los economistas ortodoxos (el exceso de deseos del público: p. 47), porque omite cuál sería la relación de causalidad entre esos deseos (que siempre se han dado) y la demanda efectivamente manifestada en el mercado.

La versión de Sampedro es que la creación de dinero por parte de las autoridades no se debe a "incompetencia o indiferencia, como si ignorasen sus consecuencias inflacionarias" (convendría aclarar en este punto que no todo aumento de la masa monetaria es inflacionario), sino que "su finalidad es clara: suministrar al público los medios de pago con que satisfacer las exigencias de las empresas en el sistema consumista" (p. 108). De todos modos, este argumento no es concluyente, porque omite la diferencia —tan importante en la ciencia económica moderna entre variables nominales y reales: un aumento de la cantidad de dinero es capaz de aumentar el gasto nominal del público, pero, si suben los precios, no podrá aumentar el gasto real, la compra concreta de las unidades producidas a precios remuneradores, que es lo que interesa a las empresas (6).

El modo en que esa mayor creación de dinero tiene lugar tampoco resulta convincente. Sampedro dice que es a través del gasto gubernamental, pero al hacerlo confunde dinero con gasto público: éste puede crecer sin que aumente la masa monetaria (que el mismo Sampedro ha admitido como un requisito para toda inflación: pp. 46-47), si se financia con deuda pública o con impuestos; en tal caso, el poder adquisitivo del público no crece. Es más: aunque el gasto público se financie con dinero de nueva creación, hay otros factores que pueden reducir la cantidad de dinero. Y la evidencia de muchos años en muchos países pone de manifiesto que no existe ninguna relación evidente entre creación de dinero y gasto público. Y aún hay más: los ejemplos que pone Sampedro para explicar ese aumento de gasto público (gastos de defensa, de ostentación, etc.) son de los que llevan consigo la demanda de sus propios bienes, sin elevar directamente el poder adquisitivo de los consumidores. Es decir, que su argumento de que las empresas pueden forzar al gobierno a crear más dinero por la vía de aumentar el gasto público no se sostiene (salvo que admita la financiación de transferencias de renta con ese nuevo dinero —seguridad social, subsidios, etc.—: pero esto sería admitir que esa creación de dinero beneficia al consumidor, lo cual no le debe parecer admisible).

Pero volvamos a la línea argumental de Sampedro, y admitamos —aunque sea violentando la lógica y la evidencia— que las empresas pueden forzar al gobierno a crear el dinero que necesitan para fomentar ese consumismo que permite subir los precios sin perder producción (y no nos preocupemos por el hecho de que, en época de crisis, las empresas, a pesar de ese poder, no pueden vender todo lo que producen a precios remuneradores) Hasta aquí, el panorama se pinta muy luminoso para las empresas. Pero pronto se nos hace saber que la situación no es tan brillante, pues nos enteramos de que la tasa de beneficio se está reduciendo (p. 127). El argumento tiene también su origen en Marx, como Sampedro explica (p. 140), pero sólo en ese lugar se enuncia de acuerdo con la explicación marxista convencional (basada en la modificación de la composición orgánica del capital), quizás porque Sampedro se da cuenta de que ese dogma, o no se sostiene (pese a la literatura marxista o filomarxista que aduce en su favor), o no le sirve para explicarla inflación. Y entonces busca su propia explicación del fenómeno: "los desplazamientos del poder político en su distribución entre los dos actores enfrentados en el conflicto por el reparto" (p. 142). En efecto, "es el mayor poder político de los trabajadores el que constituye la más activa y constante erosión de los beneficios" (p. 152) (7).

Antes de entrar en este punto, conviene explicar por qué se produce ese enfrentamiento entre capitalistas y trabajadores. En el cap. V ha hecho referencia a las versiones estructuralistas del conflicto de grupos sociales, pero no le han parecido suficientemente convincentes. Esa atribución a numerosos grupos "enmascara todavía más la naturaleza del conflicto y las relaciones de poder entre los verdaderos protagonistas" (p. 122); por eso "lo que importa es no dejarse confundir por la multiplicación de grupos y reconocer claramente que los protagonistas de la batalla (...) son solamente dos: los trabajadores y los capitalistas" (p. 123), una vez que el gobierno ha quedado reducido al papel de "administrador de los intereses con más poder: es decir, los de los capitalistas" (p. 123). Este dogma marxista del conflicto entre dos grupos y sólo entre ellos dos, es aceptada por Sampedro sin más explicación.

En ese marco de enfrentamiento entre capitalistas y trabajadores, Sampedro inserta su afirmación de que "es el mayor poder político de los trabajadores el que constituye la más activa y constante erosión de los beneficios" (p. 152). No explica por qué se da ese cambio; cuando parecía que iba a hacerlo (pp. 142 y ss), se limita a explicar, con terminología marxista, la evolución del capitalismo tras la crisis de 1929: y nada más. Quizás está intentando hacer notar a los obreros su fuerza, para llevarlos a la revolución; pero, en todo caso, su argumento se opone a la tesis marxista clásica del derrumbe del sistema capitalista, en que los proletarios quedaban totalmente desprovistos de poder y riqueza. Por tanto, su visión del futuro del capitalismo no puede ser la marxista convencional, ni puede tampoco aceptar el derrumbe que señalara el autor de El Capital.

He aquí, pues, su explicación de la caída de beneficios : el poder sindical es cada vez más fuerte, las reivindicaciones salariales son mayores, por lo que los costes de las empresas son también crecientes. Y nos encontramos entonces con que aquellas empresas que podían aumentar a voluntad las ventas, que podían subir impunemente los precios y forzar al gobierno a crear más dinero para financiar sus ventas, que controlaban los medios de comunicación y los consumidores, han perdido su fuerza, no son capaces de trasladar los aumentos de costes a los consumidores, y ven reducidos sus beneficios. ¿Qué es lo que ha cambiado? Sampedro no lo dice (obviamente, no puede admitir que las empresas no tienen el poder que decía que tenían). En todo caso, habla de la "aguda necesidad de las empresas para tratar de repercutir sobre los precios la parte de beneficios arrebatada por el salario" (p. 128). El carácter trágico de la situación se debe a que las empresas suben los precios, los sindicatos suben los salarios, y con ello las empresas se ven forzadas a volver a subir los precios. Si la tasa de beneficio se reduce (y Sampedro no ha hecho referencia alguna al volumen de capital), es que las empresas salen perjudicadas en esta "espiral entre los salarios y los beneficios" (p. 126). Pero Sampedro tampoco lo admite. Si los precios suben un 10%, y los salarios hacen otro tanto, y no hay otra renta relevante que los beneficios (porque el enfrentamiento se reduce a trabajadores y capitalistas), éstos han debido crecer también un 10%. ¿Dónde está la caída del beneficio? Además, el mayor poder sindical que ha llevado a las empresas a la "aguda necesidad (...) para tratar de repercutir sobre los precios la parte de beneficios arrebatada por el salario" (p. 128), debió producir un aumento relativo de salarios. Pero —y estamos ante otra contradicción— esto tampoco se da, porque "los perjuicios de la inflación son mucho más graves aún para los que viven de rentas fijas, como los asalariados" (p. 115), ya que, cuando los empresarios repercuten los mayores salarios en los precios, los obreros "se resignan a tal repercusión" (p. 130). La paradoja está completa: las empresas tienen poder y medios para subir libremente sus precios, pese a lo cual no pueden subirlos tanto como los salarios, por lo que se reducen los beneficios, pero los asalariados salen perjudicados. Al no haber otro grupo social relevante, ¿quién explica esa contradicción? Porque, a renglón seguido (p. 130), copia una frase de Dernburg y Mc Dougall para explicar cómo cuando los salarios crecen un 10%, los beneficios lo harán un 15% (¿pese al decrecimiento de la tasa de beneficios?). Con todo, ya al final del libro concluye: "La defensa del beneficio se consigue con la inflación que, si no lo salva en términos permanentes y absolutos, lo defiende al menos en términos relativos, manteniéndolo a flote y por delante de los ingresos de los trabajadores" (p. 154). ¿Qué quiere decir beneficios en términos relativos? ¿Respecto del capital? Pero esa tasa es decreciente, según Marx y según Sampedro (quien, además, ha facilitado "evidencias" empíricas sobre ellos: pp. 126-128). ¿Respecto de la renta nacional? Pero eso es incompatible con el deterioro de los salarios....

Antes de acabar, hagamos referencia a otro dogma marxista mencionado por nuestro autor: el del ejército industrial de reserva. De un lado, Sampedro muestra la curva de Phillips como un ejemplo del modo en que los empresarios utilizan ese ejército (el paro) para bloquear los salarios (pp. 59-60). No obstante, hace a renglón seguido una crítica de esa curva, sin mencionar la presunta negación —en tal caso— de dicho ejército (sus palabras más bien parecen reconocer que sigue siendo válido, al decir "que tan bien les ha venido siempre a las empresas para presionar a la baja los salarios o dificultar su subida" (p. 60). Más adelante, sin embargo, afirma que "los obreros pueden soportar sin doblegarse niveles de paro que antes les hubieran obligado a someterse" (p. 126). ¿Significa esto la refutación del ejército industrial de reserva (o al menos, de sus efectos sobre el sistema capitalista)? El se refiere al contexto de la curva de Phillips y la relación entre la inflación y el paro: pero en dicho contexto, la gran mayoría de trabajos teóricos y estudios empíricos "capitalistas" muestran que, a largo plazo (el período utilizado por Marx), existe una independencia entre la tasa de inflación y el nivel del paro, o, lo que es equivalente, entre la tasa de crecimiento de los salarios y el volumen del "ejército industrial de reserva": esto sí que es una refutación empírica de la tesis de Marx.

Pese a todas sus contradicciones, Sampedro sigue confiando en la inevitabilidad de la vinculación de la inflación con el capitalismo en su fase actual. Aunque en la p. 32 admitía que quizás habría que distinguir varias fases en la inflación capitalista del pasado, para el futuro es tajante: "¿Hasta cuando? Es evidente que si se trata de algo enraizado en el sistema, la respuesta es ésta: mientras dure el capitalismo" (p. 153). ¿Quiere esto decir que se somete al veredicto de la historia? "Me limitaré a decir que, hasta entonces, podemos muy bien asistir a nuevas readaptaciones del capitalismo, que retornen la inflación a sus manifestaciones aparentemente coyunturales del reciente pasado" (p. 154). Con otras palabras: la inflación es connatural a la fase actual del capitalismo, y perdurará con él... a menos que el sistema se adapte y la elimine. Como dice él mismo, "la profecía es fácil de hacer" (p. 154).

VALORACIÓN DE LAS CONCLUSIONES

Editado en una colección de gran difusión, el libro tiene un carácter eminentemente propagandístico. Para ello, utiliza como armas el desprestigio de la ciencia económica "capitalista" y un conjunto de argumentos escritos en terminología marxista. Ahora bien, con un mínimo de formación en la ciencia económica convencional se comprende que, bajo eslóganes y explicaciones "objetivas", se esconde una gran dosis de ignorancia de dicha ciencia, o, al menos, de omisión de lo que realmente dice. En cuanto al argumento central del libro (cap. VI y VII), pretende ser una versión "completa" de la inflación, explicando por fin lo que nadie se atrevía a decir: pero, según hemos visto, su argumento es contradictorio y, por supuesto, fácilmente refutado, no sólo por la ciencia económica convencional, sino también por la evidencia empírica.

El contenido doctrinal-marxista del libro es muy pobre. Toma una serie de enunciados o argumentos de origen marxista (o de otros autores de la "nueva izquierda" de los 60) y los reproduce sin más, a veces sin venir mucho a cuento (mundialización de la economía, capitalismo monopolista de Estado, simbiosis gobierno-negocios, multinacionales, etc.); en otras ocasiones sin justificar la afirmación (reducción de los conflictos sociales al enfrentamiento entre capitalistas y trabajadores, etc.), y en otras de modo incompatible con la explicación marxista tradicional (caída de la tasa de beneficios, inevitabilidad de la crisis del capitalismo, papel del ejército industrial de reserva, etc.) (8). Esto último debería plantear una cuestión de coherencia con el resto de su mensaje, cuestión que el autor no se le ocurre presentar.

NOTAS

(1) Dos buenos resúmenes de las teorías recientes sobre la inflación, amplios y con abundante bibliografía, son: D. Laidler y M. Parkin, Inflation: A Survey, en Economic Journal, Diciembre 1975 (versión castellana en Información Comercial Española, Enero 1977), y H. Frisch, Inflation Theory 1963-1975: A "Second Generation" Survey, en Journal of Economic Literature, Diciembre 1977.

(2) Sobre la inflación en economías socialistas, cfr. B. Oyrzanowski, Problems of Inflation under Socialism, en D. C. Hague, ed., Inflation, Nueva York: Macmillan, 1962; T. Wilson, Inflation, Oxford: Basil Blackwell, 1961; A. Katsenelinboingen, Disguised Inflation in the Soviet Unión: The Relationship between Soviet Income Growth and Price Increases in the Postwar Period, en A. Abouchar, ed., The Socialist Price Mechanism, Durham: Duke University Press, 1977; G. Grossman, Price Controls, Incentives, and Innovation in the Soviet Economy, en A. Abouchar, ed., op. cit. Sobre los mercados negros (y otras formas de mercado) en la Unión Soviética: A. Katsenelinboingen y H. S. Levine, The Soviet Case, en American Economic Review, Febrero 1977.

(3) Una muestra de la reciente bibliografía "ortodoxa" sobre el tratamiento del monopolio, beneficios, concentración industrial, competencia, etc., puede verse en H. J. Goldsmid, H. M. Mann y J. F. Weston, eds., Industrial Concentration: The New Learning, Boston: Little, Brown & Co., 1974; Y. Brozen, ed., The Competitive Economy, Morristown: General Learning Press, 1975.

(4) Sobre el poder de las empresas y otros argumentos de la "nueva izquierda", véase A. Lindbeck, La teoría económica de la "Nueva Izquierda", Madrid: Alianza Editorial, 1971.

(5) Sobre la creación de deseos por las empresas, véase: F. A. Hayek, The Non Sequitur of the Dependence Effect, en Studies in Philosophy, Politics, and Economics, Londres: Routledge and Kegan Paul, 1967; M. Friedman, From Galbraith to Economic Freedom, Londres: Institute of Economic Affairs, 1977.

(6) Hay numerosos tratamientos de las causas de la creación de dinero en las economías "capitalistas". El análisis teórico puede verse, por ejemplo, en K. Brunner, Some Further Investigation of the Demand and Supply Functions for Money, en Journal of Finance, Mayo 1964, y en A. E. Burger, The Money Supply Process, Belmont: Wadsworth, 1971. Hay estudios empíricos sobre las causas de creación de dinero en Estados Unidos, como R. J. Barro, Unanticipated Money Growth and Unemployment in the United States, en American Economic Review, Marzo 1977 (y otros muchos, referidos a ese y a otros países, en los últimos años). Una versión particular de por qué se ha creado dinero es la de F. A. Hayek, ¿Inflación o pleno empleo?, Madrid: Unión Editorial, 1976. Finalmente, las nuevas teorías sobre la democracia, el gobierno, la burocracia, etc., ofrecen puntos de vista mucho más atinados y plausibles que los marxistas, sobre las causas de la actuación de los gobiernos. Cfr., por ejemplo, A. Downs, Una teoría económica de la democracia, Madrid: Aguilar, 1973; A. Leijonhufvud, Costs and Consequences of Inflation, en G. C. Harcourt, ed., Microeconomic Foundations of Macroeconomics, Londres: Macmillan, 1977; K. Brunner, Comment, en Journal of Law and Economics, Diciembre 1975; J. M. Buchanan, The Limits of Liberty, Chicago, 1975; J. M. Buchanan y G. Tullock, The Calculus of Consent, Ann Arbor: The Michigan University Press, 1971; J. M. Buchanan et al., The Economic of Politics, Londres: institute of Economic Affairs, 1978; W. A. Niskanen, Bureaucracy and Representative Government, Nueva York, 1971; Ibid., Bureaucracy: Master or Servant?, Londres: Institute of Economic Affairs, 1973; G. Tullock, Los motivos del voto, Madrid: Espasa Calpe, 1979; etc.

(7) La caída de la tasa de beneficio está tratada en la recensión a P. M. Sweezy, Teoría del desarrollo capitalista. Una explicación muy interesante del comportamiento de los beneficios en los últimos años en las economías capitalistas y sus determinantes, se da en G. M. von Furstenberg y B. G. Malkiel, The Government and Capital Formation: A Survev of Recent Issues, en Journal of Economic Literature, Septiembre 1977.

(8) Las cuestiones que Sampedro toma sin justificar y sin comentar, del análisis marxista convencional, pueden verse tratadas en la Introducción general a las recensiones de obras marxistas, en la recensión a El Capital de K. Marx, y en manuales clásicos sobre la materia, como A. Piettre, Marx y marxismo, Madrid: Rialp, 1962; F. Ocáriz, El marxismo: Teoría y práctica de una revolución, Madrid: Epalsa, 1975; J. M. Ibáñez Langlois, El marxismo: visión critica, Madrid: Rialp, 1973; R. García de Haro, Karl Marx: El Capital, Madrid: Emesa, 1977; E. Colom, P. Baran-P. Sweezy: La economía política del crecimiento y El Capital Monopolista, Madrid: Emesa, 1979; etc.

 

                                                                                                                 A.A. (1981)

 

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