SAVATER, Fernando

Etica para Amador

Ariel, 26ª ed. Barcelona 1996, 189 pp.

 

El texto se usa con frecuencia como un manual de ética para bachillerato, aunque no es esa la intención del autor. Vendió 100.000 ejemplares en el 92. Savater ofrece una “reflexión moral”, “unas primeras consideraciones generales sobre el sentido de la libertad” (p. 10), escrita al modo de una carta que un padre dirige a su hijo de quince años.

En nueve capítulos se expone una ética de la buena vida en la que libertad, inmanencia y relacionalidad adquieren una gran relevancia.

Al final de cada capítulo se ofrecen algunos breves extractos de las obras de Erich Fromm, que es el más citado, Homero (La Ilíada), Aristóteles, Séneca, Santo Tomás Moro, Shakespeare, Hume, Spinoza, Montesquieu, Rousseau, Martin Buber, Hanna Arendt y Bertrand Russell.

 

I. CONTENIDO DEL LIBRO.

1. Capítulo primero: “De qué va la ética”. La ética es el arte de vivir, el saber vivir: el arte de discernir lo que nos conviene (lo bueno) y lo que no nos conviene (lo malo).

Se comienza constatando que muchas veces es difícil saber lo que nos conviene. A veces está claro, pero otras no, porque el hombre experimenta deseos contrapuestos, y porque en muchas materias existe desacuerdo entre unas personas y otras. La libertad, el dominio de nuestros actos, posibilita y hace necesaria la ética: lo que sea nuestra vida depende (al menos en parte) de nosotros mismos. La libertad hace posible acertar y equivocarse, la alabanza o el reproche, es decir, la valoración de la conducta. En definitiva, hace posible y necesario el saber ético: si no fuéramos libres sería absurdo plantearse cuestiones morales. El autor lo ilustra con paralelismos, en los que manifiesta su extraordinaria capacidad de comunicar: de una parte están los castores que hacen presas, las abejas que construyen celdillas hexagonales y las hormigas blancas que mueren para defender a sus compañeras que construyen el hormiguero; de otra, Héctor, que defiende su ciudad de los ataques de Aquiles aun sabiendo que, con toda probabilidad, va a morir. La diferencia está en la libertad. Son quizá las mejores páginas del libro.

Savater quiere deshacer cualquier posible error que lleve a negar la existencia de la libertad y señala sus límites: 1) no es posible elegir lo que nos pasa: sólo podemos decidir qué hacemos; 2) la omnipotencia: elegimos dentro de lo posible, es decir, dentro de lo que nos permiten nuestra capacidad y las circunstancias exteriores. Pero que nuestra libertad sea limitada no quiere decir que no seamos libres. Ante lo que nos pasa, o ante las circunstancias exteriores dadas, siempre se puede elegir qué actitud tomar: hay que distinguir entre que las circunstancias pongan algo muy difícil y que lo hagan imposible. Aquí el autor previene contra la tentación de tomar lo primero por lo segundo, y lo desenmascara certeramente como un intento de huir de la responsabilidad que nos impone la libertad. Por último, ante quien niegue radicalmente la libertad, recurre a un argumento ad hominem aprendido de Aquiles en su carrera con la tortuga. En este capítulo se apunta ya una de las fuentes principales de inspiración de la obra: el vitalismo nietzscheano.

2. Capítulo segundo: “Órdenes, costumbres y caprichos”. Antes de resumirlo es necesario adelantar una observación general. Como veremos, Savater renuncia a una fundamentación antropológica de la ética. Casi se diría que la repudia. Por esto, gran parte del libro son cuestiones que podríamos llamar “formales”, no “de contenido”. No nos dice qué hay que hacer, sino cómo hay que decidir lo que hacemos; no nos dice cuáles son los criterios de moralidad, sino cómo los encontramos, qué forma reviste una decisión ética, cuáles son sus fuentes.

En los capítulos segundo y tercero estudia las “fuentes formales” de la moralidad. Es decir, supuesto que queremos elegir lo conveniente para nuestra vida, ¿cómo reconocemos que una cosa es “buena”? ¿cómo se presenta lo bueno? ¿Es bueno lo que está ordenado, independientemente de su contenido? ¿Lo que es costumbre? ¿Lo que me apetece?

El capítulo tiene dos elementos. El primero es un análisis de los motivos por los que actuamos ordinariamente, en situaciones que no exigen mucha reflexión. Apelando a lo que hace por la mañana un muchacho de quince años ‑levantarse, asearse, vestirse, desayunar e ir al colegio dando patadas a una lata que se encuentra en la calle‑ concluye que las motivaciones habituales de nuestras decisiones son las órdenes, las costumbres y los caprichos. Obedecemos las órdenes por temor a las represalias o por la confianza que nos merece quien las da; seguimos las costumbres por rutina, o para no desentonar; los caprichos son las cosas que hacemos porque sí, porque nos viene en gana.

El segundo elemento está tomado de Aristóteles. El capitán de barco que se encuentra en una tormenta: ¿aligera la mercancía, o se arriesga a sortear la tormenta con toda la carga? Con este ejemplo muestra que, en ocasiones, no basta con atenerse a las órdenes ni a las costumbres, ni mucho menos a los caprichos: hay que inventar soluciones razonadas. Los tres primeros motivos no pueden ser las únicas fuentes formales de la decisión moral, y normalmente no son las fuentes adecuadas cuando se trata de tomar una decisión grave.

3. Capítulo tercero: “Haz lo que quieras”. Insiste en que ni órdenes ni costumbres ni caprichos son fuentes válidas de las decisiones morales. Los ejemplos de órdenes, costumbres y caprichos inválidos son muy sencillos: las órdenes asesinas que recibe el comandante nazi; la costumbre de discriminar a los negros, o la costumbre de una persona que pide dinero y no lo devuelve; para los caprichos, se ponen como ejemplos pasar un fin de semana en la playa abandonando a un bebé, o cruzar siempre los semáforos en rojo. Todo esto pueden muy bien ser órdenes, costumbres o caprichos, y está claro que no hay que obedecerlas. No son, pues, el criterio último de la moralidad. Sí lo es la decisión tomada conscientemente por la voluntad. Quien obedece una norma o se atiene a una costumbre, tiene que hacerlo porque quiere, porque le parece bien, no porque sí (por el puro hecho de que es una norma), ni mucho menos por simple temor al castigo o esperanza del premio: sólo una decisión razonada puede fundar el actuar ético.

A continuación se señala con profusión de ejemplos ‑algunos rayan la sofística‑ la gran disparidad de criterios para juzgar si una acción o una persona son moralmente buenas. Savater no se preocupa de decir si se puede hallar la verdad en medio de la confusión. Esto no le interesa, sólo constata el hecho de la disparidad, e intenta dar una justificación: es fácil convenir sobre si una cosa ‑una moto, por ejemplo‑ es buena, porque sabemos exactamente para qué sirve una moto; en cambio, resulta muy difícil ponerse de acuerdo sobre si un hombre es bueno o malo “porque no sabemos para qué sirven los seres humanos” (p. 62).

¿Qué queda pues? De momento la libertad: “haz lo que quieras”, es decir, “actúa como un hombre libre”. Es la conclusión de este capítulo.

4. Capítulo cuarto: “Date la buena vida”. Comienza con una divulgación de la visión existencialista de la libertad. Destaca dos elementos: 1) estamos “condenados a la libertad”: incluso si alguno quisiera renunciar a su libertad, lo haría en uso de su libertad; 2) para saber qué uso tenemos que hacer de nuestra libertad, hemos de interrogar “a la libertad misma” (p. 69): la libertad vacía. La libertad no tiene más referencia que ella misma, no puede buscar una verdad superior a la que atenerse.

Sin embargo hacer lo que se quiere no es hacer lo primero que apetece, sino pensar bien lo que conviene y decidir en consecuencia. Esto se ilustra con el capricho de Esaú, que vendió su primogenitura por un plato de lentejas. Según Savater, Esaú no hizo lo que realmente quería, sino lo que le apetecía, lo que le vino en gana en ese momento.

La conclusión del autor es que lo que desea el hombre es vivir una buena vida, darse una buena vida. Y observa que se trata de la buena vida humana. Más adelante explica en qué consiste ser humano: “en tener relación con otros seres humanos” (p. 76). Tratar a los demás como humanos, y ser tratado como humano, dar y recibir, enriquecerse mutuamente. El capítulo acaba, por contraste, con una brillante mención de la soledad de Ciudadano Kane, como ejemplo de vida humana frustrada.

5. Capítulo quinto: “¡Despierta, Baby!”. Los ejemplos de Esaú y de Kane demuestran que la vida es compleja, y que al tomar decisiones no se puede simplificar esa complejidad: es preciso prestar atención, es decir, reflexionar en serio. Señala tres elementos de esa complejidad: 1) el presente no se puede vivir aislado, sino teniendo en cuenta que forma una unidad con el pasado y con el futuro (caso de Esaú, que es el paradigma del instantaneísmo); 2) las cosas pueden “esclavizar”, según cómo las poseamos, y privarnos de lo más importante, el afecto sincero de los demás (caso de Kane y del sabio que tenía un discípulo avaricioso: le pidió que cogiera bien cogidas las dos cosas que más deseara, y luego le hizo caer en la cuenta de que con las manos así ocupadas no podía ni siquiera rascarse); 3) y principal, las personas son mucho más complejas, ricas y misteriosas que las cosas. “La mayor complejidad de la vida es precisamente ésta, que las personas no son cosas” (p. 89). Si las tratamos como cosas ‑“Kane (...) se dedicó a vender a todas las personas para poder comprarse todas las cosas” (p. 85)‑ sólo nos darán lo que las cosas pueden dar, y no lo que más necesitamos, lo que sólo nos pueden dar las personas: afecto y compañía inteligente; arrancarnos de la soledad. Lo que más necesitamos...: en efecto, “como no somos puras cosas, necesitamos «cosas» que las cosas no tienen”, “el dinero ‑se refiere Savater al dinero como paradigma de las cosas‑ sirve para casi todo y sin embargo no puede comprar una verdadera amistad (a fuerza de dinero se consigue servilismo, compañía de gorrones o sexo mercenario, pero nada más)”(p. 90).

En un tránsito sin frontera nítida, realizado mediante una hipotética discusión con su hijo, pasa Savater al segundo tema del capítulo: la necesidad de asumir la responsabilidad de ser libres. “Yo creo que la primera e indispensable condición ética es la de estar decidido a no vivir de cualquier modo (...) el esfuerzo de tomar la decisión tiene que hacerlo cada cual en solitario: nadie puede ser libre por ti” (p. 95).

6. Capítulo sexto: “Aparece Pepito Grillo”. Trata de responder a la pregunta “¿por qué está mal lo que está mal?”

La ética nos enseña cómo vivir una buena vida. Se trata pues de defender un “sano egoísmo”, “recto amor propio” en lenguaje clásico: desear aquello que realmente nos permite una buena vida, no lo que nos destroza. Y si la vida humana es vida entre humanos, lo principal de la buena vida es la amistad sincera. Savater pone tres ejemplos: Kane muere solo; Calígula, rodeado de temor y odio, acaba muriendo a manos de su propia guardia; Ricardo III, rodeado también de terror y odio, acaba reconociéndose enemigo de sí mismo. Lo que está mal lo está porque nos impide la buena vida.

“Enemigo de sí mismo” termina Ricardo III. A partir de aquí explica Savater la responsabilidad moral (culpa y remordimiento, porque sólo trata la hipótesis negativa). Podemos interpretarlo así: la “mala vida”, resultado de los “fallos”, no es sólo una cuestión “de hecho”, sino que es “valorable”: valorable por uno mismo, y en esta valoración consiste el “castigo”: en que “comprendemos (...) que nos hemos estropeado a nosotros mismos voluntariamente” (p.111). El castigo es pues “darse cuenta” de eso.

Savater apunta una vez más, a la libertad y desenmascara múltiples modos de eludir la responsabilidad de nuestras acciones basadas en la consideración de que “en realidad no fuimos dueños de nuestros actos”: las múltiples formas de lo “irresistible”, que Savater denuncia como una superstición inventada por quienes tienen miedo a la libertad.

En este capítulo trata también de la conciencia, que parece entender como el bagaje interior necesario para reflexionar y decidir con ciertas garantías de éxito. Así pues, la conciencia sería la capacidad de decidir desde dentro de uno mismo, de acuerdo con la realidad y con la fuerza suficiente para llevar a cabo lo decidido; la “energía interior” para decidir autónomamente en materia moral. Savater espolvorea cuatro elementos que la componen: asunción de nuestra libertad; decisión de reflexionar; voluntad para poner en práctica lo decidido; responsabilidad.

Para el autor, la ética de los hombres libres es autónoma a ultranza y quienes funcionan con una moral heterónoma ‑entendida como una ética de ajustarse a “reglas externas” que no tienen nada que ver con la reflexión y la voluntad interiores‑ son imbéciles en sentido etimológico, son cojos que necesitan un bastón (in‑baculus). Puesto que carecen de conciencia (ese bagaje interior o energía interior que debería bastarles para decidir y llevar una buena vida), tienen que apoyarse en un andamiaje exterior.

7. Los tres últimos capítulos requieren una introducción conjunta. Como se habrá observado, en los seis primeros no se trata temáticamente ninguna cuestión de las que podríamos llamar “de contenidos concretos”. Se alude incidentalmente a muchas de ellas, pero hasta el momento todos los capítulos tratan lo que podríamos llamar “ética fundamental”, o “parte general” de la ética: qué es la ética, las fuentes de la decisión moral (y las fuentes del “criterio” para una decisión moralmente correcta), la finalidad que preside al actuar moral, la libertad, la conciencia, la “ley”... En cambio los tres últimos tratan temas concretos de la que podríamos llamar “parte específica”: el séptimo habla sobre el trato que se ha de dar a los demás (en la p. 142 se dice que es el capítulo más importante), el octavo sobre la sexualidad y el noveno sobre la política. La selección de temas es coherente con una de las posturas fundamentales de Savater: la ética trata del modo de vivir una vida humana en cuanto que humana; y lo esencial de la vida humana, lo que la define, es que es vida entre humanos.

El capítulo séptimo, “Ponte en su lugar”, comienza con el descubrimiento de la huella de Viernes por Robinson Crusoe. Según Savater, en ese momento se abre para él un nuevo mundo de cuestiones: “empiezan sus problemas éticos” (p. 125), porque la ética se ocupa de cómo vivir la vida entre humanos. ¿Qué es lo que tienen en común todos los humanos, más allá de sus diferencias sobre todo culturales? ¿Cuál es ese punto común que les permite un trato distinto del que dan a las cosas? El lenguaje, responde Savater; es decir, los símbolos. No precisa más, pero resulta evidente que está aludiendo a la capacidad de relación, con toda su complejidad y sus múltiples vehículos, cuyo emblema son precisamente los símbolos y, más concretamente, el lenguaje.

Sentado esto, se dan “normas” para el trato entre humanos. En primer lugar hay una vibrante llamada a la confianza. Acudiendo a Marco Aurelio, se afirma que hay que confiar en los hombres porque éstos me convienen. No en el sentido de que puedan darme cosas, sino porque pueden darme amor (lo que en definitiva importa es mi vida buena). El segundo elemento es el respeto, definido como la reverencia que tenemos ante algo valioso y frágil: la amistad es quebradiza si no la cuidamos. Confianza y respeto deben perseverar aunque los otros no nos paguen con la misma moneda. Esto por nuestro propio beneficio: más nos vale no incrementar la maldad. Este argumento se refuerza acudiendo a la célebre frase de la criatura de Frankenstein: “Soy malo porque soy desgraciado”. Cuanto más feliz se es, más fácil es ser bueno. Por eso, ayudando a los demás a no ser desgraciados, sobre todo dándoles afecto, aunque no sólo, es más probable que no se sientan inclinados a tratar mal a las personas, todas incluidas.

La actitud fundamental que debe presidir el trato con los demás es ponerse en el lugar del otro. Es decir, comprender desde dentro sus razones, pero no sólo: hacerse cargo de sus sentimientos, sus pasiones (la con‑pasión), sus deseos, entender sus intereses y relativizar los propios. En la conclusión se señala que todo esto tiene que ver con la justicia, es decir con la virtud que nos lleva a dar al otro lo que tiene derecho a esperarde cada uno.

Octavo capítulo: “Tanto gusto”. La tesis central es la afirmación de que todo lo que da gusto a dos y no daña a ninguno está bien. Pero, ¿cuál es el criterio para saber si nos daña o nos hace bien? La alegría, entendida aquí vitalísticamente, como un sí espontáneo a la vida que surge de nuestro interior. En síntesis, sostiene que lo que previsiblemente va a aumentar la propia alegría, está bien; lo que previsiblemente la va a quitar, está mal (la argumentación se basa en considerar un placer que no impida disfrutar de la vida). La templanza consiste en saber poner el placer al servicio de la “alegría”.

El resto del capítulo se dedica a la crítica de la moral sexual “tradicional”. Una buena parte se destina a desvincular sexualidad y procreación, que se ve como una  de las funciones ‑la más crudamente biológica‑ de la sexualidad. Utilizando otra vez el esquema naturaleza‑cultura, ya usado en otros momentos, se dice que el erotismo (también el agenésico) es una sana culturización de la sexualidad, como el atletismo y la gastronomía. El erotismo humaniza la sexualidad haciéndola cultural (es decir, haciendo que no sea meramente “natural”, en el sentido de “biológica”) mediante símbolos, refinamientos y miramientos que la sustraen a lo simplemente biológico. Lo simplemente biológico es la generación: “Cuanto más se separa el sexo de la simple generación, menos animal y más humano resulta” (p. 150).

Otra buena parte del texto intenta “desenmascarar” a la moral tradicional; es decir, desautorizarla a base de mostrar las “insuficientes” e incluso “torcidas” motivaciones que le dieron origen. Savater admite que a veces el placer puede hacer daño, y explica la moral sexual “tradicional” como consecuencia de una indebida y turbia generalización del miedo al placer, que se hizo emblemático en esta materia. A ello añade las “ganas de fastidiar” (Savater no utiliza esta expresión) de los tristes de la vida: como ellos no disfrutan, intentan evitar que los demás lo hagan: son los puritanos.

Noveno capítulo, “Elecciones generales”. Trata sobre la relación entre ética y política, puesto que ambas se ocupan de la buena vida. “El objetivo de la política es el de organizar lo mejor posible la convivencia social, de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene” (p. 169). Una de las exigencias éticas es no desentenderse de la política.

La diferencia fundamental entre ética y política es que a ésta le interesan sólo los resultados externos, con independencia de la “rectitud interior” (por supuesto, Savater no utiliza esta expresión), que es el ámbito de la ética. Savater concluye que no debemos esperar de la política un directo mejoramiento moral de las personas, desenmascara la tentación de renunciar al esfuerzo ético en espera de un cambio de las estructuras y critica  la ilusión utópica -falta de realismo- que lleva a una actitud de exilio.

Termina con algunas orientaciones que se pueden dar a la política desde la ética. Una sociedad bien organizada se fundaría sobre los pilares de la libertad, la justicia (a este propósito Savater inserta unas bellas palabras sobre la dignidad, que contrapone al precio ‑el valor de las cosas‑, pero no indica un fundamento de esa dignidad: lo reduce a la pura facticidad de la semejanza), la asistencia y la conveniencia de una autoridad mundial.

8. El epílogo cumple una doble función. El lector puede, llegado al final, sentirse decepcionado por no haber encontrado apenas contenidos “normativos”, sino indicaciones formales. En este caso, demostraría no haber comprendido el planteamiento básico de Savater.Así lo aclara explícitamente: “he intentado enseñarte formas de andar, pero ni yo ni nadie tiene derecho a llevarte en hombros” (p. 118). Savater señala certeramente que la moral es un arte, no una técnica, y que cada uno tiene su propio camino (lamentablemente no habla de verdades éticas objetivas, es decir, de una adecuación mejor o peor a la verdad del hombre). En segundo lugar, señala una serie de cuestiones despreciables: el sentido de la vida, si merece la pena vivir, qué es la muerte y la existencia de una vida después de la muerte. Despacha estas cuestiones, sobre todo la muerte y la vida de ultratumba, con evasivas y con una explícita reafirmación del vitalismo inmanente que impregna toda la obra: “Lo que me interesa no es si hay vida después de la muerte, sino que haya vida antes. Y que esa vida sea buena”; “sólo es bueno el que siente una antipatía activa por la muerte”.

 

II. FORMA Y ESTILO.

La forma redaccional del libro ‑una carta de un padre a su hijo‑ permite un lenguaje ágil y directo que Savater utiliza con gran habilidad. La lectura es amena y fácil. El tono “simpático” de la obra también merece ser destacado: el autor se gana la complicidad del lector con su socarronería directa y su tono desenfadado; muchas veces es sólo un guiño al lector, que basta para establecer una afinidad en la que es más fácil comunicar pensamientos. Todo rebosa simpatía y gracejo.

El uso de ejemplos tomados de los clásicos de la literatura, o de apelaciones rápidas a la experiencia, es constante. Algunas veces, muy pocas, busca simplemente distraer la atención o captar la benevolencia del joven lector; otras, la mayoría, pretende establecer un contacto con la vida, los modelos humanos de las diversas actitudes, vicios o defectos qur la literatura o el cine recogen con fuerza. La Iliada, Ciudadano Kane, Frankenstein, Robinson Crusoe y otras obras maestras son utilizadas con gran acierto.

Se puede aprender mucha retórica ‑y utilizo aquí esta palabra en su mejor sentido‑ en las páginas de esta obra. Savater es hábil en el manejo del lenguaje, hábil en la retórica, aunque con frecuencia se excede y cae en el sofisma.

A veces los árboles no dejan ver el bosque: en ocasiones el efectismo retórico despista al lector, debido a una de las técnicas redaccionales que más utiliza el autor: la vinculación incidental entre dos temas que no guardan relación, o cuya relación no explica. Este recurso suele poner de relieve una cierta desintegración de ideas.

 

III. JUICIO CRÍTICO.

1. Crítica general. Ausencia de la antropología.

El planteamiento formal de Savater ‑la búsqueda de la buena vida‑ parece correcto. En definitiva, es la tradición de las morales eudemonistas. El capítulo central, “ponte en su lugar”, parece correcto en sus líneas generales, porque contiene el principio de “tratar a las personas como personas, y no como cosas”, y lo explicita en alguna medida, dando importancia a las relaciones personales y criticando una “normativa” impersonal, una especie de absoluto del deber. Esto está bien captado y expuesto en esta obra. Sin embargo, el autor lo afronta desde un plano lo más genérico y formal posible.

Quizá, la crítica global más severa que merece es la carencia de una fundamentación antropológica de la ética. Esta laguna explica muchos de los errores de la obra:

a. La contraposición entre naturaleza y cultura. En Savater, la naturaleza, que es lo “ya dado”, se reduce a lo biológico (p.ej: la carga de instintos). A esto se contrapone lo cultural, que es lo “no dado”, lo que aportamos ‑o copiamos‑ en nuestra historia. Pero esta contraposición soslaya la pregunta sobre la existencia de lo natural no biológico, es decir, si existe algo ya dado, común a todos, aparte del patrimonio biológico humano, o que exceda lo biológicamente medible y conceptualizable. Es significativo que la “programación” natural de Héctor sea, para Savater, totalmente instintual (cfr. pp. 27-28). En definitiva, la cuestión es la siguiente: ¿se distinguen realmente naturaleza y cultura?, ¿no existe lo natural-cultural? Todo esto nos lleva a esta cuestión: ¿existe ‑aparte de lo biológico‑ una verdad sobre el hombre? Esta es una cuestión fundamental, que sin embargo está ausente en toda la obra.

b. La falta de una pregunta antropológica. Estamos ante la carencia más grave de la obra, que por sí sola la desautoriza en su conjunto. Savater pretende hacer una ética sin preguntarse qué es el hombre. Al faltar, todo queda reducido a fuegos de artificio con la capacidad de deslumbrar a algunos; pero tras el deslumbramiento queda muy poco.

Da, eso sí, unos cuantos “consejos” u orientaciones que se aceptan en base al buen gusto o al sentido común ético del lector, independientemente de que se les pueda encontrar algún fundamento.

c. Una ética sin referencias a Dios. Según el autor, para Robinson Crusoe los problemas éticos empiezan cuando ve la huella de Viernes sobre la arena (p. 125). Pero ¿es esto cierto? ¿No hay actitud ética en el amor de Robinson Crusoe a la vida antes de su descubrimiento? ¿No la hay en el ingenio con que afronta las situaciones, en la creatividad que tiene por amor a la vida? Savater no tiene en cuenta que un Robinson Crusoe está siempre, al menos, en relación con un ser personal: Dios.

d. La muerte. La ausencia de referencias a Dios se manifiesta también en su opción exclusiva por esta vida y, correspondientemente, en su postura sobre la muerte. La muerte es una de las claves antropológicas, porque no se trata sólo de que el hombre singular ha de morir en el futuro, sino de que ya ahora es mortal. ¿Qué dice sobre ella el autor? Que no le interesa. Particularmente no le interesa saber si con ella se acaba definitivamente todo o no; sólo se preocupa por que haya buena vida antes de la muerte. Subyace un desinterés por saber lo que es el hombre, porque el hombre es alguien absolutamente distinto según si pensamos que vive eternamente o sólo unas decenas de años.

Otra consecuencia: una moral de la buena vida cerrada a la trascendencia (es decir, inmanente en el sentido de que sólo interesa ésta vida) no puede dar respuesta al problema de la muerte noble. El hombre de Maratón, que cayó muerto tras comunicar su mensaje, realizó una acción noble; Héctor realizó una acción noble; quien muere luchando por la justicia, o tratando de salvar a otras personas en peligro, realiza una acción noble. Esto son intuiciones éticas universales que el autor acepta, pero esto no cuadra con el resto del trabajo: una ética de la buena vida inmanente es incapaz de fundamentar estas intuiciones.    Es una ética incapaz de integrar la muerte; mejor dicho, es una ética que no quiere integrar la muerte: la muerte “no me preocupa”, afirma Savater.

Todo el libro va a la deriva entre dos peticiones de principio. Una al inicio y otra al final. “De momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del suicidio los dejaremos de lado por ahora” (p.21). El valor de la vida es un postulado arbitrario (las justificaciones de la página 185 remiten al postulado, salvo que se acepte un extraño argumento en círculo vicioso: el que se suicida elige un modo de vivir). El otro lo indica en el epílogo sobre la muerte: “de ésta sí que no sabemos nada” (p. 185).

e. La visión del hombre que subyace. La poca antropología “explícita” de Savater está en la afirmación de las relaciones entre personas como “tema” fundamental de la ética y en las páginas sobre la libertad. Savater capta “el carácter relacional de la persona”.  Es una pena que no hable explícitamente aquí del amor (el amor, por cierto, en Savater no parece ser nunca algo más profundo que el afecto). Por otra parte, la reflexión sobre la relacionalidad del hombre no alcanza ninguna profundidad metafísica, permanece en el plano fenomenológico del análisis de la condición cultural del hombre.

A pesar de todo, subyace una cierta antropología no explicitada, y en esa medida, acrítica. La ética que propone se cierra a vastas parcelas de la realidad: la salvación, el pecado, la resurrección, el cielo y el infierno, el amor de Dios y nuestra debilidad. El hombre de Savater pretende ser “protagonista exclusivo” de su propia vida. Se hace evidente la contraposición entre la paradoja cristiana y la sabiduría gentil.

f. A vueltas con la muerte. En el capítulo cuarto, a propósito de Esaú, hay un excursus (pp. 74-75) que no tiene directa relación con el argumento que se está desarrollando. Savater parece obsesionado con que no hay que obsesionarse con la muerte, y comenta que Esaú obró como obró por miedo a la muerte: “como me voy a morir, voy a atenerme a las lentejas de ahora”. Hace un brillante alegato contra el instantaneísmo, que es una de las tentaciones de nuestro tiempo: olvidar que la vida no es sólo el presente, sino que éste está trenzado con los recuerdos y con las esperanzas de futuro.

Savater no sabe qué hacer con la muerte, porque le parece que, si se tiene demasiado en cuenta, desvitaliza en todo caso. Acogiendo la crítica del vitalismo nietzscheano, supone que la visión cristiana de la inmortalidad y de las relaciones entre esa vida y la otra, entre historia y escatología, conduce a un nihilismo en esta vida: puesto que lo importante es la vida futura, no merece la pena aprovechar la de aquí. Pero parece que Savater tampoco quiere rechazar la inmortalidad, porque podría concluirse que más vale atenerse al instante fugaz. Parece que, cualquier cosa que se afirme sobre la existencia de otra vida conduce siempre a quitar valor a esta vida. Por lo tanto, nuestra única solución es no decir nada: un poco de antipatía y nada más.

Más adelante dirá que “la muerte es una gran simplificadora: cuando estás a punto de estirar la pata importan muy pocas cosas” (p. 86). ¿Qué cosas? No el amor, no los que me quieren, nada de eso menciona Savater; sólo “cosas”, sólo los hechos biológicos: “la medicina que puede salvarte, el aire que aún consiente en llenarte los pulmones...”. En realidad ante la cercanía de la muerte con frecuencia pasa lo contrario de lo que dice Savater: muchas cosas adquieren gran valor: “He de decir por última vez a mi mujer que la quiero”, “ella tiene que saber que me acordé de ella en estos momentos”, “dale esto a mi hijo”. No es lo mismo que en el último momento venga mi hermano a decirme que me perdona, o que no venga. Por supuesto que no sirve de nada, puesto que la muerte está próxima, pero precisamente lo de menos es que “sirva” o no sirva.

Reconsiderando la crítica que hace al cristianismo, se puede aceptar que ciertas doctrinas escatologistas pueden haber adormecido la pasión por esta vida, pero lo que se critica no es cristiano. La teología se ha esforzado para esclarecer las relaciones entre esta vida y la otra, por ejemplo al tratar la resurrección como devolución de la “vida”, no sólo en su dimensión biológica, sino sobre todo biográfica (“vida de fulanito de tal”). La otra vida está hecha de lo que ha sido ésta. El cristianismo resuelve la aporía de la muerte y fundamenta la pasión por esta vida porque en ella todo tiene “vibración de eternidad”, todo lo que se haga puede perdurar eternamente, y en cada acto puede darse un encuentro con Dios. Por eso es inútil la crítica que hace en la página 186: “Desconfío de todo lo que debe conseguirse gracias a la muerte”. El cristianismo no afirma eso, sostiene, en cambio, que nada se obtiene “gracias” a la muerte, sino “después” de la muerte.

2. Algunas observaciones puntuales

a. Sobre el carácter relacional de la persona y la posibilidad de la buena vida.

En el capítulo sexto se dice que la vida humana es vida entre humanos, y que, por tanto, la buena vida humana exige tratar a los demás como personas. Al respecto Savater plantea un problema: “A veces uno puede tratar a los demás como a personas y no recibir más que coces, traiciones o abusos. De acuerdo. Pero al menos contamos con el respeto de una persona, aunque no sea más que una: nosotros mismos” (p. 91). Se podría tomar la hipótesis al pie de la letra: no recibir más  que coces y traiciones. ¿Es posible una vida buena en estas condiciones? Savater responde con valentía, y con acierto, que sí, porque queda al menos el propio respeto. De acuerdo, pero hay que resolver dos objeciones: ¿Dónde queda el carácter relacional del hombre, que es pieza clave de la antropología y un acierto de esta obra? ¿No sería un heroísmo sartriano en el que “el infierno son los demás”? En este pasaje el carácter relacional del hombre desaparece, más aun, es negado implícita pero rotundamente. Si rodeado de desprecio ‑y nada más que desprecio‑ un hombre puede tener una buena vida, entonces el hombre es un ser solitario. ¿No habrá una persona que “reconozca” el amor que se le da y “lo devuelva” amor? La fe cristiana enseña que la hay, y no una sino tres: cada persona divina. Es decir, la hipótesis no se da. Si se diera, si Dios respondiera con coces y traiciones, entonces la buena vida sería imposible. Así pues, Savater habla muy bien sobre el carácter esencialmente relacional de la persona humana, pero ¿esto no le exige a Dios?, ¿no le exige una relación trascendente? Este es el “premio”: saber con seguridad que hay una persona que dará a cada uno lo que necesita como hombre. El cielo es el definitivo “disfrutar de la humanidad vivida entre personas” (p. 94; incluidos, por supuesto, Dios y los ángeles, que también son personas).

b. Sobre el cielo y el infierno.

Se enlaza aquí con otra de las observaciones. El autor aprovecha todas las ocasiones para desprestigiar incidentalmente lo cristiano. Lo hace de un modo indirecto, con cierto desdén, apenas un instante, como quien tiene superado el problema y no necesita ocuparse de él.

Aunque en ningún momento lo desarrolla, parece claro que Savater no comparte la doctrina cristiana sobre el cielo y el infierno: “Lo primero que hay que dejar claro es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos ni los premios repartidos por la autoridad que sea, autoridad humana o divina, para el caso es igual” (p.59).

Es evidente que hay una alusión crítica a la doctrina cristiana sobre el cielo y el infierno. Pero, ¿lo que critica Savater es la auténtica doctrina cristiana sobre el cielo y el infierno? ¿La moral es un juego de intereses fácticos, un voluntarismo arbitrario de Dios? Desde luego que no. El propio Savater habla certeramente del infierno, cuando dice: “Muy pocas cosas conservan su gracia en la soledad, y si la soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan irremediablemente” Esa soledad completa y definitiva es el infierno. “El infierno es haber dejado de amar”, decía Bernanos, con la misma exactitud que Savater; sólo que, gracias a Dios, esa soledad definitiva ‑soledad radical, encerramiento en el propio egoísmo, distinta de la soledad “de hecho”, no es posible en esta vida: el amor puede arrancar de la soledad incluso en los momentos postreros. Basta pensar en el diálogo de Cristo con Dimas: éste no hace un acto de puro personal “interés”, hace un acto de amor: confiarse a Cristo, dejar que Él le salve. Puede que se de un pequeño infierno en esta vida, para quienes se empeñan en la soledad del no‑amor, pero sólo con la muerte es posible un empecinamiento definitivo. Lo define muy bien Shakespeare, en el Ricardo III citado en la página 109: “Me lanzaré con negra desesperación contra mi alma y acabaré convertido en enemigo de mí mismo”. Parece que Savater no quiere reconocer la posibilidad del amor eterno o de la frustración definitiva de la capacidad de amar y, por tanto, de sí mismo. Sólo lo grande se puede frustrar. El propio odio es el castigo del condenado, y su propio amor el premio del santo (Savater ha intuido algo muy cercano a esto, cuando habla del remordimiento). Pero se puede hablar de premio y de castigo, porque no es una realidad impersonal, sino que la verdad sobre la situación del santo y del condenado es también pronunciada por Dios: se constata en el seno de una relación personal yo‑tú. El premio y la condena, el “juicio” de Dios, la justicia de Dios es eso: el pronunciamiento de la verdad sobre cada uno por parte de Dios.

c. La conciencia y la autonomía en la moral.

Savater se posiciona a favor de una moral autónoma y ataca la moral heterónoma a lo largo de toda la obra, de modo más explícito en el capítulo sexto.

¿Ocupa la “ley” (la “ley moral natural”) algún lugar en este planteamiento? La ley moral es una “pedagoga”: manifiesta diversas exigencias de la verdad en las varias esferas de actuación. En sentido fuerte, la “ley natural” es algo más que una pedagoga, puesto que es la ordenación puesta por la Sabiduría divina en la creación. No es algo añadido al ser de las cosas, sino el mismo modo de ser de las cosas en cuanto que conlleva un dinamismo determinado. Como se ve, esto no es heteronomía, entre otras razones porque, una adecuación exterior a las pautas de la ley, sin una correspondiente interiorización no serviría para nada.

Un último e importante matiz. Hay mucho de creativo en la libertad humana, que no está sometida a una ley con respuestas prefabricadas para todos los casos; por eso existe la virtud de la prudencia ‑que no consiste en saber teología moral casuística‑, y por eso la moral es un arte. La regla y medida del comportamiento comprende la situación concreta: inclinaciones, gustos, aptitudes del sujeto ... La conciencia no se interesa sólo por lo común a todos los hombres, sino también por la irrepetible verdad particular sobre cada uno, de modo que la moral nunca se reducirá al sólo cumplimiento de normas generales: es un arte personalísimo.

d. La sexualidad (capítulo octavo). La visión general que resulta es lamentable.  Savater no habla nunca del amor a propósito de la sexualidad. Parece que en el ejercicio de la sexualidad sólo cuente el placer. Así lo refleja el título del capítulo “tanto gusto”.

“Cuanto más se separe de la simple generación”, más humano resulta el sexo, dice el autor perdiendo de vista que se trata no de “separarse” de lo biológico, sino de considerar lo biológico en lo personal humano. ¿Acaso tener un hijo es algo simplemente biológico? Savater demuestra en este capítulo cuán lejos está su ética del corazón del hombre.

 

C.S. (1999)

 

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