SCHMAUS, Michael

El Credo de la Iglesia católica (Orientación postconciliar)

Ed. Rialp, Madrid 1970, 2 vols. 754 + 850 pp.

(Original alemán publicado por Max Hüber Verlag, München 1968)

 

CONTENIDO DE LA OBRA

El esquema del libro es el siguiente:

I parte: Fundamentación

1. La teología como Palabra de Dios en el mundo actual y para el hombre de hoy.

2. Posibilidad y trascendencia del diálogo salvífico entre Dios y el hombre (fundamentación trascendental de la Re­velación).

3. La venida salvífica de Dios hacia el hombre en acciones y locuciones históricas.

4. La Revelación en la Iglesia.

S. La Teología en la Iglesia y para la Iglesia.

6. La teología dogmática.

II parte: La Cristología: el acontecer y el ser de Cristo

Sección primera: los presupuestos

1. La imagen de Dios en el Antiguo Testamento.

2. El Dios creador.

3. El pecado original y el pecado hereditario.

4. Los ángeles.

Sección segunda: Jesucristo

1. El suceso de Cristo.

2. El ser de Jesucristo.

III parte: La Iglesia

1. La Iglesia, un misterio de fe.

2. La perspectiva cristológico-pneumática de la Iglesia.

3. El desarrollo de la eclesiología y la doctrina obligatoria de la Iglesia.

4. El orden en la Iglesia

5. La articulación jerárquica de la Iglesia.

6. Índole sacramental de la Iglesia: la sacramentalidad total y la sacramentalidad en particular.

IV parte: La justificación del individuo

1. Notas metodológicas.

2. El movimiento h hacia el estado de gracia en el individuo.

3. El estado de la justificación.

4. El dinamismo de la justificación.

S. María como la plenamente redimida.

V parte: La escatología

1. Escatología y protología.

2. Escatología profana v bíblica.

3. Reinado de Dios e Iglesia.

4. Parusía de Cristo.

5. La resurrección de los muertos.

ó. El juicio.

7. La consumación total.

8. El aspecto individual de la consumación.

 

El autor indica las características que ha procurado dar a esta obra, que la diferencian de su anterior Teología Dogmática: estructura cristológica, la elaboración de los resultados de la actual ciencia bíblica bajo una perspectiva dogmática y el tener en cuenta las preguntas actuales (cfr. I, pp. 9‑105. Manifiesta también el propósito de presentar la fe dentro de la perspectiva de nuestro tiempo, con el convencimiento de que “el hombre de nuestro tiempo tiene una forma de pensar y una sensibilidad, unas imágenes y representaciones, una concepción del ser y una atmósfera de vida, distintos de los tiempos anteriores” (I, p. 11).

Se trata expresamente de un intento de elaboración teológica desde dentro de lo que de modo vago viene a llamarse pensamiento o filosofía moderna, convencido de que entre la doctrina católica y esa filosofía no existe incompatibilidad.

El libro se dirige a los estudiantes de teología y a los sacerdotes (cfr. I, p. 13). Otra característica del contenido de esta obra la expresa su autor con estas palabras: “quiere ser una especie de inventario crítico, a fin de que también aquellos que no están en situación de estudiar inmediatamente las numerosas y en su mayor parte dispersas aportaciones literarias a la actual problemática teológica y, por tanto, sólo reciben una información fragmentaria, puedan por lo menos formarse una imagen y un juicio a base de una breve información crítica del conjunto” (II, pp. 1‑2).

VALORACIÓN CIENTÍFICA

Esta extensa obra manifiesta un trabajo notable por ofrecer una visión de conjunto de la teología. Sin embargo, ya desde ahora hay que decir que esa extensión está caracterizada por un gran acopio de datos, a los que une una débil y poco madura base especulativa, dando como resultado una obra ecléctica muy poco consistente.

Una característica principal del libro es el intento de exponer una teología existencial.—contrapuesta a una teología esencial o conceptual—que “centra primariamente su mirada en el hombre llamado por la Revelación” (I, 159. La teología existencial tendría su punto de arranque en la Biblia, mientras la teología esencial o conceptual estaría esencialmente condicionada por la filosofía griega. Schmaus, sin embargo, dice que no puede exagerarse esa contraposición: son dos aspectos, dos modos válidos de enfrentarse con la revelación (I, 234); pero actualmente no puede olvidarse, según el autor, que “es casi seguro que los hombres del lejano oriente, concretamente de la India, no tienen o apenas tienen acceso a las formulaciones de la revelación hechas a base de términos y conceptos aristotélicos” (I, 21S).

Hay que decir que esa simplificación, sin distinguir entre la filosofía griega en su forma original y su elevación al servicio de la teología que le imprimen la patrística y Santo Tomás, es inaceptable. Así, no sorprende ya que se afirme, por ejemplo, que con la sistematización de Santo Tomás “si bien no se perdió ningún elemento de la verdad bíblica, sin embargo, la perspectiva de la verdad quedó considerablemente alterada y los acentos fueron cargados de un modo distinto del de la Biblia” (I, 2109. Pero esto no sólo se dice de la teología de Santo Tomás, sino incluso del Magisterio de la Iglesia: por ejemplo, la doctrina del Símbolo Quicumque sería puramente esencialista (cfr. I, 600), y las declaraciones de los concilios Lateranense IV y Vaticano I tendrían una formulación puramente metafísica, pero situada en un contexto histórico salvífico: “lo metafísico es el vestido, y lo histórico‑salvífico es el elemento que sustenta las declaraciones metafísicas” (I, p. 318).

Los presupuestos filosóficos de esa teología existencial, aunque Schmaus no los desarrolla, se dejan ver con frecuencia, especialmente en relación con el conocimiento; tema en el que según él “se requiere una síntesis entre el objetivismo de la escolástica y el subjetivismo moderno (Kant), por encima de esas antítesis (Agustín)” (I, p. 307). La dependencia de los autores que han intentado esa síntesis (Maréchal Rahner, Lotz. etc.) es patente: “no podemos conocer y comprender el mundo tal como es en sí. Lo que se presenta a nuestros ojos es siempre el mundo conocido por nosotros y configurado por nuestro propio conocimiento”. (...) “Ambos pensadores (se refiere a Santo Tomás y a Kant) coinciden en que nuestro mundo es solamente el mundo conocido. Estas reflexiones nos muestran que el mundo no ha de ser entendido como algo ya existente en el ámbito de la mera objetividad; ha de ser más bien concebido como una realidad que acontece siempre de nuevo en virtud de nuestro propio esfuerzo” (I, p. 10S; cfr. también I, p. 4029. Es vieja ya esa pretensión de atribuir—al menos en cierto grado—a Santo Tomás algo que le es ajeno y aun contrario, como lo es esa concepción inmanentista del mundo. En la misma línea dirá Schmaus—siguiendo al parecer a Rahner sin citarle—y pretendiendo que se trata de doctrina de Santo Tomás, que el ser es autoconciencia: “Tomás de Aquino está persuadido de que una realidad es ser en la medida en que puede volver hacia sí misma” (I, p. 290).

La aplicación de estas ideas al estudio de nuestro conocimiento de Dios es muy ambigua. Dice el autor: “lo que el hombre realiza intelectualmente en las demostraciones de la existencia de Dios, puede concebirse como una reflexión y una explicación racional acerca de esa apercepción (de Dios). Por la apercepción, penetra en el ámbito de la conciencia una anterior interrelación óntica” (I, p. 34). Esta teología existencial “no puede desenvolverse sin el pensamiento dialéctico” (II, p. 7889; de ahí que el autor encuentre en todo extremos dialécticamente opuestos; así, y por citar sólo un ejemplo, dirá: “la dialéctica entre la autoridad divina y la humana nos plantea el problema de si, ante esa situación, podemos seguir llamando palabra de Dios a la Sagrada Escritura” (I, p. 1769.

En casi todos los temas adopta una posición ecléctica, caracterizada por la afirmación de la doctrina tradicional a la que se unen —como elemento dialéctico— las más variadas ideas de moda que contrarían claramente a esa doctrina (cfr. por ejemplo: I, pp. 27, 39, 40, 164, 216, 229, 692, etc.).

El intento de Schmaus le ha llevado a emplear una terminología realmente sorprendente v, en ocasiones, pintoresca (que no explica nunca o casi nunca). Citemos simplemente algunos de los muchos ejemplos que podrían darse para mostrar esta característica: los sacramentos son definidos como “signos meteorológicos del futuro absoluto” (II, p. 281); “ciertamente Jesús es el a priori divino de todo destino individual” (II, p. 105; parece confundir la noción de causa segunda con la de causa instrumental: “según esa terminología, e] autor humano aparece como un “instrumento” del Espíritu Santo. De ahí se desprende aquella relación entre el autor humano y el divino, que en la teología escolástica se ha expuesto bajo las expresiones causa principal y causa secundaria” (I, p. 175). En ocasiones, hay que tener gran benevolencia e interpretar de modo no literal lo que dice, porque en sentido estricto serían a veces herejías explícitas. Por ejemplo “Cristo presente en la Iglesia bajo la forma de Espíritu Santo” (II, p. 248): en sentido literal se trata de una expresión típica de la herejía modalista; “La Confirmación es, de una forma especial, el sacramento de la ética de situación” (II, p. 424). Estas sorprendentes expresiones indican—ya que no se explican—una grave falta de rigor científico.

La terminología confusa en ocasiones es menos pintoresca y conocida ya por ser típica de otras teologías existenciales. Por ejemplo: “el fin del hombre es alcanzarse a sí mismo” (I, p. 55; análoga expresión en I, p. 23).

Como otro elemento de fondo, a lo largo de toda la obra puede apreciarse una concepción fuertemente subjetivista de la teología: su objeto primario no es Dios en sí sino Dios para nosotros: “Dios bajo el aspecto de actuación salvífica” (I, p. 239); y esa teología debe tener en cuenta la ciencia moderna: “en la actualidad la tarea teológica de la reflexión dogmática está matizada por el encuentro con las ciencias naturales y la sociología, sin olvidar o descuidar la misión de incorporar la filosofía y la historia. Estos diálogos son esenciales para la teología” (I, p. 210).

Otra característica que hace perder valor a la obra es la imprecisión histórica. El libro tiene una estructura sistemática, pero con frecuencia se tratan aspectos históricos, con afirmaciones categóricas, sin ninguna referencia bibliográfica, y con gran frecuencia discutibles e incluso claramente equivocadas. Por ejemplo, Schmaus hablando del rito de la Confirmación en occidente, afirma: “de hecho, hasta el siglo V, la Iglesia occidental administró la confirmación mediante la oración y la imposición de manos. A esto iba unida una acción de signar en forma de cruz. Hipólito Romano constituye una excepción, en cuanto él añade la unción a la imposición de manos v a la acción de signar. Sin duda, él se halla influenciado por la teología alejandrina” (II, p. 413). Schmaus no da ninguna prueba de que San Hipólito se hallase influenciado por la teología alejandrina. En la Traditio apostólica se encuentra va descrita, hacia el ano ~~9() la liturgia de la Iglesia romana de fines del siglo II. Precisamente el siguiente testimonio de la liturgia romana es ya del siglo V (la Epístola Si instituta eclesiastica de S. Inocencio I, ano 416), y habla claramente de la unción. Además la unción está también atestiguada en la Iglesia africana (cfr. Tertuliano, De baptismo, VII; De resurrectione mortuorum, VIII; S. Cipriano, Epístola LXX, 2).

Estas afirmaciones históricas infundadas se hacen más graves cuando se atribuyen a los Padres expresiones en contraste con la fe católica. Así, dice de S. Cipriano—y de Tertuliano—que “según ellos, incluso después de la consagración permanecen los elementos del pan y del vino” (II, p. 316; sin explicar qué quieren decir aquí con el término elementos); “La opinión según la cual el alma humana no es inmortal en virtud de su propia esencia, fue ensenada por todos los Padres” (II, p. 786), lo cual es simplemente falso: cfr. por ejemplo lo que—resumiendo de algún modo toda la tradición—escribió San Juan Damasceno: Anima est vivens, simplex et incorporea substantia, corporis oculorum suapte natura invisibilis, inmortalis, rationalis et intelligens (de fide orthodoxa, 2, 12: PG 94, 924).

VALORACIÓN DOCTRINAL

Antes de pasar a detallar esta valoración en puntos concretos, parece necesario advertir que Schmaus, en esta obra, más que caer en errores doctrinales se mueve en una continua ambigüedad: lo que afirma unas veces lo niega poco después casi textualmente. En conjunto, sin embargo, el libro está caracterizado por numerosas afirmaciones que o son erróneas o llevan al error.

1. Sobre la Sagrada Escritura y la Tradición

En la interpretación de los Evangelios, Schmaus se deja llevar por la moda de desmitizar y de estudiar los textos en base exclusivamente a la historia de ]as formas y a la historia de la redacción: “la exégesis sería infiel a su método científico si intentara decir más de lo asequible con los medios filológicos e históricos” (I, p. 228). Veamos algunos pocos ejemplos, que no requieren un análisis crítico detenido, por lo manifiesto de su ambigüedad o error:

“En el mandato misional narrado por Mateo, quien usa la fórmula trinitaria, no podemos ver las palabras literales del mismo Jesús” (II, p. 379), ya que “podemos muy bien aceptar que, únicamente después de la resurrección de Jesucristo, a base de la meditación sobre la relación del Señor glorificado a Dios y de la experiencia del Espíritu Santo enviado por Jesús, fue formándose progresivamente la conciencia y la fe de la triple personalidad divina” (II, p. 380).

Es continuo su interés por desmitizar la figura de los ángeles. Por una parte afirma que sólo con Cristo adquirimos seguridad plena de la existencia de los ángeles (I, p. 444), pero a la vez dice que el Nuevo Testamento emprendió una desmitologización de los textos del Antiguo sobre los ángeles (I, p. 445). Duda Schmaus de si el ángel de la anunciación es real o bien es una forma mítica de expresar la vocación de María (I, p. 446); los ángeles del sepulcro después de la resurrección serían una forma literaria (cfr. I, p. 503) y lo mismo los ángeles que aparecen en el evangelio de la infancia del Señor (I, p. 549), al que niega, en muchos elementos, carácter histórico (cfr. I, pp. 549 ss.).

Para el autor, las epístolas a los Efesios y a los Colosenses son posteriores a San Pablo (II, p. 296); “Contra lo que pretenden muchas interpretaciones teológicas, hemos de decir que la carta a los Hebreos no contiene ningún texto eucarístico” (II, p. 285): ni siquiera se molesta en interpretar o hacer al menos alusión a Hebr. 13, 10.

Aunque critica el a priori antisobrenatural de Bultmann (cfr. I, p. 466), Schmaus acepta la tesis de Lessing según la cual los milagros apenas pueden demostrarse como históricamente fidedignos (I, p. 127); concretamente, dice que los milagros del Antiguo Testamento podrían ser fruto de la fantasía del autor para ensalzar la disposición benévola de Dios (cfr. I, p. 130); etc.

Todo esto se sigue de minusvalorar, al interpretar los textos, la inspiración e inerrancia de la Sagrada Escritura. Para Schmaus el origen de la Escritura es la Iglesia primitiva que reflexiona y expresa su fe en el marco de la historia de Jesús; es decir los libros sagrados han surgido “como objetivación de la conciencia creyente de la Iglesia apostólica” (I, p. 1749; los libros del N.T. “son testimonios de fe construidos sobre una base histórica. Es decir, son relatos reflexionados y configurados teológicamente” (I, p. 182); de ahí que, efectivamente “ante esta situación el teólogo tiene planteadas cuestiones muy serias. La primera es si podemos fiamos de los evangelios, supuesto que éstos nos trasmiten las palabras de Jesús, no en su forma original, sino transformándolas según la situación de las Iglesias” (I, p. 185). Este carácter creador de la primitiva comunidad cristiana y su alejamiento de las palabras de Jesús fue necesario, afirma Schmaus, “a fin de conducir a los lectores y oyentes hacia la cosa en sí, a saber, la salvación inaugurada por Dios, es decir, el futuro absoluto que El ha abierto” (I, p. 186). Prácticamente, con otras palabras, se trata del error modernista que distinguía entre el Cristo de la fe y el Jesús de la historia (cfr. Dz 2029, 2076, 2096).

Por último, hay que decir que también respecto a la fecha de composición de los evangelios de San Mateo y de San Lucas y de los Hechos de los Apóstoles, Schmaus se separa completamente de los decretos correspondientes de la Pontificia Comisión Bíblica (compárese: I, p. 549; II, pp. 50, 304, 661; con Dz 2150, 2152, 2160 ss., 2169).

2. Sobre el Magisterio de la Iglesia y la evolución de los dogmas

El autor afirma explícitamente que la Iglesia es intérprete y protectora de la Revelación (cfr. II, p. 105), sin embargo los presupuestos inmanentistas que ha tomado de otros autores condicionan notablemente la misma noción de dogma, y el valor que da a las declaraciones del Magisterio, tanto solemne como ordinario.

El dogma es definido como conciencia de fe: “en el tránsito de la fe irreflexiva a la consciente nace el dogma” (I, p. 217); esto podría entenderse bien —aunque no en todos los casos— pero no deja de ser impreciso. Siendo el dogma la conciencia de fe, hay una evolución dogmática: “algo cambia, a saber: el modo de la conciencia a través del cual lo eterno y definitivo está presente en los hombres creyentes” (I, p. 223). Todo esto, según Schmaus, se ve claro desde el horizonte espiritual moderno: el mundo como proceso de evolución (cfr. I, p. 225). En los siglos XIX y XX “mediante este proceso de historiación del cristianismo se recuperó lo que, en principio, o mejor dicho, estructuralmente, es decisivo para la Revelación cristiana, con su carácter de devenir histórico” (I, p. 225).

Estas expresiones—y en conjunto todas sus referencias a la inmutabilidad de la verdad en la evolución del dogma—llevan de hecho a rebajar el valor de las declaraciones del Magisterio. Baste citar unos pocos ejemplos: habla el autor de “la disputa secular, e incluso enemistad, entre la predicación eclesiástica y la teología, por una parte, y las ciencias naturales con sus diversos ramos, por otra parte. Tanto los teólogos como los naturalistas estaban en general persuadidos de que aquí sólo cabe una aut, aut. A veces los teólogos se limitaban a la afirmación abstracta y formal de que, en realidad, no puede haber ninguna contradicción, pues la fe y la ciencia tienen una misma fuente, a saber, Dios. Pero esa tesis no revestía una eficacia concreta y vital, pues se movía solamente en el cielo de la afirmación formal” (I, p. 179). Olvida Schmaus que esa afirmación, que califica de abstracta, formal e ineficaz, no sólo es de teólogos, sino del Concilio Vaticano I (cfr. Dz 1797).

Parece rebajar el valor de las enseñanzas del Concilio de Trento, presentándolas como una teología, como lo pueda ser la de Lutero, y sin tener en cuenta que la enseñanza del Concilio es la verdad revelada por Dios: “como trasfondo de las disputas se hallaban dos conceptos distintos de teología, uno más metafísico-conceptual, representado por el tridentino, y otro más existencial, reinante en el campo protestante. (...) Quizá ayude a superar la oposición y las tergiversaciones el que tengamos en cuenta cómo el Concilio tendía a evitar que las tesis defendidas por los reformadores en un sentido existencial fueran entendidas metafísicamente y surgiera así un error. (...) En todo caso, se echa de ver que la fórmula sola fides, entendida en el sentido de sus autores, no tiene tanta fuerza explosiva que justifique una separación de las Iglesias” (II, p. 557). Así, Schmaus, de hecho afirma —en contra de Trento—que la sota fides (tal como la entendían los protestantes) no es herética (que no separa de la Iglesia, por tanto).

Como último ejemplo, cabe citar la afirmación de Schmaus según la cual el magisterio (esta vez se refiere al magisterio pontificio), en lo que se refiere a la ley natural sólo puede apoyarse en los medios de la filosofía y razón natural, no en la Revelación: “la problemática aquí latente consiste precisamente en que el Papa solamente puede orientarse en la naturaleza a base de la filosofía o de otros medios del proceso de conocimiento natural y no a base de la Revelación” (II, p. 190). Esta opinión es falsa y contraria a la doctrina católica, ya que la Revelación también contiene verdades de orden natural (Conc. Vaticano I; Dz 1786), y corresponde al Magisterio de la Iglesia la interpretación auténtica de la ley natural (cfr. p.e., Pío XII, alloc. Magnificate Dominum, 2-XI-1.954; AAS 46 (1954) 671‑672; Pablo VI, Enc. Humanae vitae, 25-VII-1.968, n. 4).

3. Otros errores y ambigüedades

Con los presupuestos ya mencionados no es de extrañar el incontable número de afirmaciones gravemente ambiguas —en ocasiones literalmente erróneas—que se encuentran en esta obra en relación con casi todos los temas teológicos estudiados. Como más llamativos pueden citarse:

a) En cristología:

—la Encarnación es entendida en clave evolucionista, como el término supremo de la elevación de la materia: por la fuerza creadora de Dios, la misma materia se sobrepasa a sí misma v la creación se vuelve reflexiva en el hombre; “este proceso alcanza su momento cumbre dentro de la historia en Jesucristo” (I, p. .33), pues allí “la materia se autosupera a sí misma hasta entrar en el seno de Dios” (ibid., cfr. I. p. 615. Considerar la Encarnación como el término del proceso de evolución—supuesto que lo haya—es simplemente herético, pues con ello se niega la gratuidad completa de esa Encarnación, y además se trataría de una transformación de la humanidad en la divinidad, +~~ no de la asunción de aquella por la Persona divina, lo cual es expresamente contrario a la definición dogmática del misterio de Cristo (cfr. Concilio de Calcedonia, Dz 148). Sin embargo, más adelante—de modo también confuso—, Schmaus afirmará (que no obstante ese proceso no es necesario sino gratuito (cfr. I, 7029.

—Aunque se afirma varias veces la divinidad de Jesucristo, el esfuerzo del autor es el de explicar su humanidad que—según él—ha sido muy olvidada por la teología tradicional. Como consecuencia, suaviza mucho el error de Nestorio y afirma que San Cirilo exageró la posición de Nestorio (cfr. I, p. 677). Este interés por mostrar que Jesús es hombre lleva al autor a afirmaciones en contraste con la doctrina católica: niega que Cristo gozase de la visión beatífica antes de su ascensión al Cielo; afirma que Jesús no tuvo desde el principio conciencia de ser Hijo de Dios; que “al principio Jesús tenía conciencia de haber sido enviado para anunciar el mensaje salvífico a todo el pueblo de Israel y sólo a él” (II, p. 24), y la Iglesia surgió “definitivamente como consecuencia de la negativa a la fe por parte de Israel y del momentáneo retardo del Reino de Dios” (II, p. 50); etc.: cfr. también I, p. 528; I, p. 711, 716‑720).

—Sobre la resurrección del Señor, Schmaus se sitúa decididamente al lado de las teorías actuales próximas al modernismo: es en la Resurrección cuando Jesús se introduce en el misterio de Dios (cfr. I, p. 473); la resurrección no es un hecho que descanse en sí mismo, sino un suceso para nosotros (cfr. I, p. 512); no es un suceso dentro de la historia, porque no está a disposición de la investigación histórica (cfr. I, p. 4859; las apariciones del Resucitado, narradas en la Escritura son, según Schmaus, la síntesis de sucesos objetivos y esfuerzos cognoscitivos del sujeto; la vivencia se funda no en una simple observación, sino en un entender creyente (cfr. I, pp. 488 ss.); etc.

—En relación con la cristología, tampoco faltan afirmaciones muy ambiguas sobre el Misterio de la Santísima Trinidad: cfr., por ejemplo: I, p. 574; I, 584; I, pp. 269, 276, 328; II, pp. 3, 596, 597; I, 579, 573, 338, etc.

b) En relación al monogenismo y al pecado original

—Schmaus acepta acríticamente un planteamiento evolucionista muy poco o nada fundamentado, y que presenta serios inconvenientes, por el que llega a decir que “el espíritu se educe de la materia” (I, p. 3759, aunque también diga que el alma la infunde Dios, sin conciliar esos extremos (que, en realidad, tomados estrictamente son contradictorios): cfr. I, 370. Teilhard de Chardin es un punto de referencia clave para Schmaus (cfr. I, p. 387), de modo que “una síntesis entre el pensamiento de Tomás de Aquino y los pensamientos evolucionistas de Hermann Schell y Teilhard de Chardin” (I, p. 375) es lo que él dice haber hecho. El resultado real es una mezcla incoherente y de muy poca altura.

—Con esa confusa concepción evolucionista, el autor se inclina decididamente por el poligenismo, afirmando que no parece incompatible con la doctrina del pecado original (cfr. I, p. 432).

—Schmaus no logra mostrar ni de lejos que no exista esa incompatibilidad, a pesar incluso de que presenta una noción de pecado original profundamente desvirtuada, hasta el punto de decir que no es necesario mantener que la tesis de la transmisión del pecado hereditario por generación esté amparada por el Concilio de Trento (cfr. I, p. 426). Por el contrario, cfr. Dz 789 y 790.

—Alrededor de esta temática, no faltan otros errores explícitos: afirma que la muerte no es castigo por el pecado; los hombres hubieran muerto igual sin ese pecado original, pero habrían aceptado esa muerte con amor, ya que el único cambio que ha habido en el mundo como consecuencia del pecado es sólo un cambio de la conciencia humana (cfr. I, p. 401 ss., 433), etc. Por el contrario, cfr. Dz 101 y 788.

c) En lo relativo a la relación natural‑sobrenatural

Como podría esperarse por todo el planteamiento del libro, en este tema se da una especial confusión: cfr. por ejemplo, I, pp. 55, 73, 117> 298, 405; II, pp. 544, 545, 528‑529. En el fondo parece aceptar la tesis de De Lubac, según la cual el fin del hombre en cuanto tal (en el plano natural) es el fin sobrenatural, al que sin embargo no puede llegar por sus solas fuerzas naturales. Sobre este punto cfr. Recensión a H. De Lubac, Surnaturel.

d) Sobre los sacramentos

—Muestra el autor una tendencia a disminuir el contenido de la expresión ex opere operato, que, por lo demás, emplea muy pocas veces, y dándole unos matices confusos que fácilmente pueden conducir a desvirtuar su significado: “Frente a Lutero hay que acentuar que, como el mismo Cristo obra en el signo salvífico, la operación de éste no está esencialmente condicionada por la actitud del ministro. Lo cual no significa que la fe y el amor del ministro sean indiferentes para la eficacia salvífica de los siete ritos. Semejante objetivación es un peligro que se esconde en la doctrina del Concilio Tridentino. Pero constituye un peligro inevitable, que sólo puede superarse mediante el continuo autoexamen y la autorreforma del ministro” (II, p. 252). Esa precisión que hace Schmaus es equívoca e induce a error, porque al referirse a la eficacia ex opere operato—de eso está hablando—y al Concilio de Trento, en realidad se contraría la enseñanza de la Iglesia (cfr. Dz 169, 424, (356, 645, 793) ). Ciertamente, la fe y la caridad del ministro podrán contribuir a que el sujeto se disponga mejor para recibir la gracia del sacramento, pero eso se puede decir con claridad sin enturbiar la doctrina precisa de la eficacia ex opere operato. Cfr. también Dz 851, 855.

—También acepta Schmaus la llamada institución mediata de algunos sacramentos por Cristo: “según la fe de la Iglesia católica, los siete ritos sagrados se deben mediata o inmediatamente a la voluntad de Cristo” (II, p. 262). Esto parece muy poco concorde con el tenor de la definición del Concilio de Trento (cfr. Dz 844).

—En relación a la Eucaristía es muy confuso. Afirma, por ejemplo, la presencia ontológica y no sólo virtual de Cristo (cfr. II, p. 333); pero, sin embargo, después se va desvirtuando esa doctrina al afirmar que lo ontológico (metafísico, dirá también en otras ocasiones) es propiamente lo espiritual, que da sentido a lo material (cfr. II, p. 339 ss). Todo es muy confuso y, en cualquier caso, no expone adecuadamente la doctrina católica.

Afirma también la doctrina del carácter sacrificial de la Eucaristía: “en la Eucaristía se actualiza sacramentalmente el sacrificio de la Cruz” (II, p. 3489, pero después—una vez más—se va oscureciendo esa doctrina. En ocasiones se dicen cosas que estrictamente tomadas son heréticas, aunque el caos es tal, que todo se puede interpretar de todas maneras. Cfr., por ejemplo, lo que afirma sobre la participación de los fieles en la Eucaristía: “los creyentes no sacerdotes en tal medida participan en el sacrificio eucarístico, que, en unión con el sacerdote y a través de él, también ellos sacrifican a Cristo y se sacrifican a sí mismos” (II, p. 3S95. Después que el Magisterio señaló claramente la distinción entre inmolación y oblación (cfr. Dz 23009, no está justificado hablar de que los fieles sacrifican a Cristo.

—También pueden encontrarse imprecisiones de relieve sobre los demás sacramentos, y también sobre los sacramentales, entre los que sitúa a las indulgencias (en contra de lo enseñado por la Iglesia: cfr. Conc. Vaticano II, Const. Sacrosantum Concilium, n. 60 y Const. Indulgentiarum doctrina, n. 8, publicada tres anos antes de que Schmaus terminase de escribir este libro).

Como último ejemplo, afirma que el sacerdote perdona los pecados “como representante de la comunidad” (II, p. 4389: lo cual es falso, pues los perdona en nombre y con la autoridad de Cristo.

e) Pueden encontrarse además ambigüedades y aun errores sobre otros muchos temas: matrimonio, celibato, inmortalidad del alma, ecumenismo, naturaleza de la Iglesia, etc. No merece la pena detenerse más: están en la misma línea de superficialidad ecléctica y de confusión (negando y afirmando lo mismo en sitios distintos) que todo lo anterior.

En conclusión: se trata de una obra que carece de interés para cualquier tipo de personas, y que puede fácilmente inducir a error a quien carezca de suficiente formación teológica.

L.C. y A.M.

 

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