SEGUNDO, Juan Luis

 El Dogma que libera. Fe, revelación y magisterio dogmático

Ed. Sal Terrae, Santander 1989, 406 pp.

1. El P. Segundo se ha propuesto exponer en este libro el fundamento metodológico de sus anteriores escritos, siguiendo una estructura general de tipo histórico, como un marco en el que se van encuadrando diversas reflexiones acerca de la Revelación, la Escritura, el Magisterio, la Teología, etc.

El Autor plantea numerosas cuestiones importantes y que son de evidente interés para la reflexión teológica (sobre la interpretación del Antiguo Testamento, sobre la formación del canon bíblico, sobre el valor que, para la vida humana, tiene y ha de tener el dogma, etc.). En este sentido, el libro contiene aspectos positivos, especialmente los relativos a intentar poner de relieve la relación entre fe y vida, no sólo en cuanto la fe produce normalmente cambios en la conducta humana, sino sobre todo en el sentido de que la fidelidad en vivir la verdad conocida es necesaria para una verdadera profundización en la fe, para un progreso en el descubrimiento de la verdad.

2. Como el P. Segundo se dirige a un público muy amplio, no se encuentran en su libro todos los análisis y los matices propios de una obra dirigida a especialistas. Sin embargo, hay que lamentar, además de numerosas inexactitudes, excesivas simplificaciones y graves ambigüedades.

He aquí algunos ejemplos significativos. El Autor estima que en el Antiguo Testamento dominó, al menos durante ocho siglos, la idea que la muerte es el fin absoluto de la vida (cfr. pp. 38, 96, 99), cuando en realidad es bien sabido que, en la época a la que se refiere, existía la creencia en el sheol (cfr., entre otros, 1 Sam 2,6). A propósito del pecado de David, el P. Segundo asegura que "No se le dice, sin embargo, que ha pecado contra Dios o contra su Ley" (p. 180), cuando en realidad se lee "Esto dice el Señor... ¿Cómo, pues, has despreciado mi palabra, haciendo el mal delante de mis ojos?" (2 Sam 12, 7.9). En relación a la Última Cena, asegura que "El texto, para designar a los comensales, habla de los 'discípulos'. Es interesante que no utilice la palabra 'apóstol'" (p. 332). Las consecuencias que el Autor deduce son graves; pero ¿cómo puede sostener esa tesis, cuando en realidad Lc 22, 14 habla únicamente de "apóstoles" y Mt 26,20 y Mc 14, 17 habían de "los Doce"?

Por otra parte, es lamentable el modo con frecuencia ofensivo y caricaturesco con que el Autor trata de las expresiones de la fe de la Iglesia y de la obra del Magisterio durante la historia. El P. Segundo reconoce a veces que se expresa en forma exagerada, con una finalidad pedagógica (cfr. pp. 99, 115, 184, 185, 211). Se trata de una pedagogía inaceptable, pues lo que quedará en la mente de los lectores será la imagen negativa, ya que ésta no es realmente corregida después.

3. Pero es sobre todo en su contenido doctrinal donde el presente volumen reclama una valoración netamente negativa, pues se separa explícitamente de la fe católica en varios puntos, algunos de ellos de importancia fundamental, de modo que el conjunto del libro —aun conteniendo, como es lógico, algunos aspectos positivos— resulta de extrema peligrosidad para los lectores, sobre todo para los no especialistas en teología a los que se dirige.

El problema fundamental del libro, determinante para los puntos particulares que luego se describirán, parece ser su concepto de verdad, que no es concebida como verdad que se recibe, de modo que el hacer la verdad (Ef 4,15) sea un conformarse con la verdad viva que nos antecede, sino que la verdad se hace, es decir, se crea en la historia.

Esta noción de verdad es radicalizada por el P. Segundo al afirmar que la verdad se hace en la praxis: "Hasta que la ortopraxis se vuelva realidad, no importa cuán efímera y contingente sea, el cristiano no sabe todavía la verdad" (p. 369); asimismo dicha noción de verdad es relativizada por el P. Segundo, en cuanto "verdad para el hombre", sujeta a la historicidad de una experiencia humana esencialmente mutable (cfr. pp. 343, 371).

A continuación, pues, se enumeran los principales aspectos, explícitos en el libro, derivados de esa concepción fundamental de la verdad, que determinan una valoración doctrinal netamente negativa.

4. A partir de esa concepción sobre la verdad, el concepto y la finalidad de la Revelación sufren un cambio tal, que se separa sustancialmente del concepto católico de Revelación, especialmente por lo que se refiere a su aspecto noético. En efecto, según el Autor, "la ortopraxis no es una última aplicación de lo revelado a la práctica; es algo que condiciona la posibilidad misma de que la Revelación comunique verdaderamente algo" (p. 371; cfr. pp. 379-380).

Sin duda alguna la Revelación es mucho más que una acumulación de informaciones ciertas, pero esto no justifica el reduccionismo que hace el P. Segundo cuando afirma que la Revelación divina no transmite a los hombres un contenido de verdades ciertas y permanentes: "La revelación que Dios hace de sí mismo y del hombre no consiste en acumular informaciones ciertas a ese respecto, es un proceso, un crecimiento en humanidad, y en él el hombre no aprende 'cosas'. Aprende a aprender' (p. 373). Aunque, con estas palabras, el Autor se refiere al Antiguo Testamento, las extiende luego también a la revelación neotestamentaria (cfr. pp. 132-134; vid. también pp. 98-99 y 273). Esta noción de Revelación es contraria a la mucho más rica propuesta por el Magisterio de la Iglesia, especialmente en Dei Verbum, nn. 2 y 5, donde se expone el sentido noético y vital de la Revelación cristiana y, por tanto, de la fe.

Desde estos presupuestos, el Autor propone una concepción secularizada del cristianismo, en cuanto afirma que la finalidad de la Revelación divina no sólo incluye la más plena humanización del hombre, sino que se reduce a ésta: "Dios no se revela sino en y para la humanización del hombre que busca dar sentido a su existencia" (p. 265). Más adelante el Autor afirma que, "la 'revelación' de Dios no está destinada a que el hombre sepa algo (de lo que, de otra manera, le sería imposible o difícil saber), sino a que el hombre sea de otra manera y viva a un nivel más humano" (p. 368). No sería equivocado, en cambio, decir que la Revelación no está destinada solamente a que el hombre sepa algo..., sino también a que sea de otra manera en unión con Dios.

5. En el libro hay una grave ambigüedad sobre el carácter pleno v definitivo de la Revelación realizada por y en Cristo. El P. Segundo interpreta los textos de Jn 16, 7.12-13 y 2 Cor 5, 16, en el sentido de afirmar una "transitoriedad" de Cristo: Cristo debe "perderse de vista", para que el hombre pueda continuar a caminar (cfr. pp. 188-190, 241-242). De hecho, el Autor no sólo no interpreta el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo (cfr., por ejemplo, pp. 111-123) —lo cual puede ser legítimo, si se trata de un estudio simplemente histórico del Antiguo Testamento—, sino que, además, atribuye al Nuevo Testamento el carácter de imperfección y transitoriedad que la Const. Dei Verbum, n. 15 reconoce en algunas cosas del Antiguo Testamento (cfr. p. 374). De ahí que la afirmación "El 'depósito' de la revelación habrá terminado, pero Dios sigue conduciendo a los hombres a la verdad cabal" (p. 365) —que en sí misma es exacta—, quede luego desvirtuada al afirmar que "aun después de la revelación de Dios en Jesucristo, la función reveladora del Espíritu de Jesús sigue acompañando el proceso de humanización de todos los hombres" (p. 374), ya que en esta frase entiende "función reveladora" en "su más estricto sentido" (ibidem, en cita de G. Morán que el P. Segundo hace explícitamente suya). Así, según el Autor, "el mismo Nuevo Testamento habla de esta revelación que continúa y lo seguirá haciendo hasta el fin de la humanidad" (ibidem). No puede esto identificarse con el "desarrollo del dogma" o con el "carácter vivo de la Tradición" (cfr. Dei Verbum, n. 8).

6. El concepto que el P. Segundo tiene de la Revelación y, más aún, su noción misma de verdad, le lleva coherentemente a una noción equivocada de la inerrancia de la Sagrada Escritura. En efecto, afirmando que en la Escritura no sólo existen aparentes contradicciones difíciles de interpretar sino que existen errores —incluso cuando trata de las relaciones del hombre con Dios—, considera que la "inerrancia" bíblica se realizaría en la presencia del error, en cuanto que el error también serviría para favorecer el proceso que lleva al hombre a alcanzar una verdad "más humana" (cf. pp. 95-97, 130-136). Es decir, el error en la Escritura —siendo tal— es considerado como un "primer estadio de la verdad" (cf. pp. 40, 100-102. 320). Afirmando la existencia de error en la Escritura, es lógico que el Autor presente una noción confusa y ambigua de la inspiración divina de la Biblia (cf. pp. 123-130).

7. El P. Segundo presenta también una concepción gravemente insuficiente de la Tradición, especialmente porque silencia por completo la íntima y constitutiva conexión entre Tradición y sucesión apostólica. Además, no distingue con suficiente claridad entre el principio formal de Tradición y la cuestión —secundaria y discutible— de la suficiencia o insuficiencia material de la Escritura (cfr. pp. 310-323). Lo inaceptable del concepto de Tradición ofrecido por el Autor, se manifiesta especialmente cuando afirma que durante siglos, en la Iglesia, se han enseñado como dogmas de fe tradiciones simplemente humanas: "Junto a elementos que proceden de la tradición divino-apostólica, existen en las listas dogmáticas cristianas cosas que proceden de una tradición humana, pero que se han enseñado unánimemente durante siglos como verdades de fe y han sido, después de cierto tiempo de tal enseñanza unánime, declaradas dogmas y confundidas inextricablemente con la Tradición divina" (p. 310). Esta tesis contradice también directamente la doctrina católica sobre la infalibilidad de la Iglesia in credendo y sobre la infalibilidad del Magisterio ordinario universal.

8. En coherencia con todo lo anterior, el P. Segundo realiza una grave minusvaloración del Magisterio de la Iglesia, al que no reconoce una especial autoridad. De hecho, el Magisterio —del que el Autor casi nunca habla en forma positiva, sino casi siempre crítica— es considerado como inferior a los teólogos y sujeto a error (cfr., por ejemplo, pp. 188, 273-284). Ya en el mismo Prólogo del volumen, se considera en forma equivocada el concepto que la Iglesia tiene del dogma, que comportaría un límite indebido que el Magisterio pretende poner a la reflexión teológica y a la experiencia humana, es decir algo que bloquea el proceso de "hacer la verdad" (cfr. pp. 32-37). Muchos dogmas tenidos por tales por la Iglesia serían una especie de incidente histórico, una "víctima de mecanismos históricos propios de las circunstancias por las que la Iglesia ha atravesado" (p. 188).

9. Como lógica consecuencia de los presupuestos enumerados en los párrafos anteriores, el P. Segundo se aparta de la fe de la Iglesia también al tratar algunos temas doctrinales más particulares, y sobre otros muchos su exposición es gravemente confusa. Por ejemplo:

a) afirma erróneamente —como ya se ha indicado en el n. 2 de esta Nota— que, cuando en la Ultima Cena Cristo dijo "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19), se dirigió a todos los discípulos (incluidas las mujeres) y no sólo a los Apóstoles. Negando, además, todo fundamento bíblico a la distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial y tratando en forma crítica la definición dogmática del Concilio de Trento sobre el sacerdocio (cfr. pp. 330-336), se induce al lector a considerar que la distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial es uno de esos falsos "dogmas" a los que el P. Segundo se ha referido muchas veces (cfr. nn. 7-8 de esta Nota).

b) niega que los dogmas de la Inmaculada concepción y de la Asunción de Santa María sean verdaderos dogmas, porque sobre esas materias los Romanos Pontífices no podían empeñar la infalibilidad (cfr. p. 341 nota 15). Esta tesis ha sido expuesta por el P. Segundo —en modo aún más explicito—, en su artículo El legado de Colón y la jerarquía de las verdades cristianas, publicado en "Miscelánea Comillas" 46 (1988) pp. 113-114 nota 7. Así, el Autor desvirtúa de facto el mismo dogma de la infalibilidad pontificia, pues el Papa podría equivocarse, en una definición ex cathedra, sobre la misma definibilidad de la doctrina de que se trate; en consecuencia, ante una definición dogmática, cualquiera podría juzgar si se trata o no se trata de un verdadero dogma;

c) es confuso y parece negar la real existencia del Purgatorio (cfr. pp. 269, 277-280, 313-314);

d) afirma expresamente que, en su opinión, la enseñanza de la Enc. Humanae vitae sobre la contracepción es errónea (cfr. p. 46, nota 20).

 

                                                                                                                 N.N. (1995)

 

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