VALLE-INCLAN, Ramón María DEL

Sonata de Estío

Las primeras narraciones extensas publicadas por Valle-Inclán son sus cuatro Sonatas (Otoño, 1902; Estío, 1903; Primavera, 1904; Invierno, 1905) todas ellas Memorias amables del Marqués de Bradomín, que las escribe, ya anciano, centradas cada una en un momento de su vida, simbolizado por el título. Constituyen el conjunto más acabado de prosa modernista española, en todos los sentidos; y, aunque independientes y distintas entre sí, tienen rasgos en común todas ellas, como, entre otros,ha estudiado A. Zamora Vicente en un libro ya clásico Las Sonatas de Valle-Inclán (Madrid, Gredos, 1966 (2ª Ed.)).

Prosa modernista, decadente, esteticista, etc. Quizá las bases para estudiar la Sonata de Estío deben fijarse en pocos elementos: en lo estilístico, un cuidado exquisito; en lo temático, lo erótico según los tópicos franceses finiseculares. Trascendiéndolo todo, una sensación de pastiche irónico que desvirtúa la fuerza de las inmoralidades, impiedades y perversidades que en ella se acumulan. Algunos críticos han insistido en este aspecto (aunque otros han tomado las Sonatas totalmente en serio y aunque, desde luego, el humorismo no anula la gravedad de los atrevimientos del autor). En realidad, me parece que es necesario, para interpretar las Sonatas en su conjunto, tener en cuenta la intención de Valle-Inclán de realizar una nueva formulación del mito de Don Juan: crear el Don Juan modernista reescribiendo el mito en clave decadente, con todo lo que esto supone de inclusión, más o menos remodelada, de elementos tradicionales del mito (tomados sobre todo de la literatura española en sus puntos claves: Tirso y Zorrilla) y otros nuevos que no lo son tanto, pues también estaban formulados en distintos ámbitos: el dandy de Baudelaire, el super-hombre nietzscheano, etc, Y todo ello, pienso, con la suficiente ambigüedad de planteamiento como para que aunque no se le pueda tomar en broma, tampoco se le deba tomar totalmente en serio: Valle escribe "formalmente como modernista, espiritualmente como decadente, sádico, perverso, etc."(E. G. de Nora). Es decir, crea un pastiche literario que resulta por lo menos doble: impiedad, erotismo y matonería donjuanescos (las cuatro Sonatas, con su abanico de situaciones, novicia a punto de profesar incluida, no son más que trasunto embellecido con arreglo al arte, de la lista de "hazañas" del primer acto del Tenorio) y esteticismo y perversidad fin de siècle. Decadentismo que era ya algo también suficientemente pasado por las fechas en que escribe Valle como para permitir, y casi necesitar, un tratamiento irónico, aunque formalmente se atenga a las reglas del género.

Teniendo esto en cuenta, se pueden estudiar los elementos fundamentales de las Sonatas, y en concreto la de Estío, tal como aparecen de modo patente, en el contenido y en la forma; elementos que se pueden conocer de manera suficiente a través del resumen del texto. En cuanto al contenido, seguiré planteamiento que hace J. Alberich, en un artículo en que además recoge acertadamente lo que ya había sido observado por otros críticos como Zamora Vicente o Casalduero ("Sobre el fondo ideológico de las Sonatas de Valle-Inclán", Annalli della Facolta di Lingue e Letterature Straniere di Ca'Foscari, Paideia, XII, 2, 1973, pp. 267— 285).

Las Sonatas reflejan mucho, ideológicamente, del Valle— Inclán primero y los escritores de su generación. Y lo que antes reflejan es el deseo de cubrir con osadía su debilidad interna: necesidad de afirmarse escandalizando; de exagerar para a épater le bourgeois. Y, siempre según Alberich, estas cosas desorbitadas son sobre todo tres: "el erotismo algo desmesurado, insistente y empalagoso, casi puramente cerebral", "la crueldad estética, la belleza de la violencia, muy imbuida del espíritu de Nietzsche probablemente filtrado por D'Annunzio" y "la burla irreligiosa". El tema central de toda la serie es la conjunción del amor y la muerte —algo esencial al mito de Don Juan—, del sexo y la destrucción. Los subtemas o motivos (los tres instrumentos que realizan la orquestación de la melodía básica) son el orgullo aristocrático, la decadencia del heroísmo, la irreligión, que ponen de relieve "el sótano ideológico" del autor. En el aristocratismo hay un rechazo de la sociedad burguesa; Valle-Inclán en este sentido comienza la apología de una sociedad arcaica, paternalista, precapitalista (J. A. Maravall) que luego tratará en serio en obras posteriores (las Comedias bárbaras, La guerra carlista). Otro aspecto importante del aristocratismo de Bradomín es el dandysmo, la búsqueda de la distinción de la vulgaridad ambiente. Inseparablemente unido al subtema de la aristocracia es el de la decadencia del heroísmo —y en parte la conciencia de la decadencia nacional—. Así, el carlismo se evoca con una mezcla ambigua de nostalgia e ironía como el eco del pasado glorioso resonando vacío en el triste presente. Por último, las Sonatas contienen gran cantidad de chistes irreverentes o impíos y de asociaciones blasfemas del sexo con cosas sagradas. El autor parece proponerse demoler por la ironía los valores tradicionales, católicos de España; a la vez era necesario completar la imagen de un Don Juan decadente con el acicate y el contraste de lo religioso. Aunque Valle-Inclán no quisiese más que seguir una moda artística vacía para él de contenido humano, refleja una situación de fondo ambigua, de inquietud, de juego peligroso, diabólico, muy "fin de siglo". Hay algo más que simple manierismo literario pues "el verdadero creyente no blasfema por estética y el verdadero ateo tampoco, pues le parecería un falso reconocimiento de aquello que niega" (J. Alberich). El tono cínico y frívolo de Bradomín en las Sonatas (sobre todo en la de Otoño y de Estío) no vuelve a repetirse en la obra de Valle-Inclán. "Quizás —según Alberich— después Valle sintiese que había ido demasiado lejos, que había atacado cosas que en el fondo respetaba, aunque sólo fuese emotivamente, a un nivel no racional".

En resumen, Sonata de Estío presenta un cuadro decadente —y por tanto perverso— centrado en el erotismo, aunque éste resulta básicamente no aberrante. El esteticismo —que evita, sin que falten pinceladas, la acumulación de detalles tratados pornográficamente— se concibe como superior a cualquier otro valor, y, más aún, para ser perfecto, requiere no la indiferencia hacia ellos sino su deliberada conculcación. A semejanza de la obra de De Quincey Del asesinato considerado como una de las bellas artes, las Sonatas podrían haberse titulado De la transgresión deliberada de las normas morales y su fundamento como una de las bellas artes. Los capítulos que presentan graves inconvenientes son: XII, XIV, XV y XXXI.

En cuanto a la valoración técnica-literaria, con algunos momentos desiguales, las Sonatas, desde el punto de vista literario están magistralmente escritas. muy en consonancia con el simbolismo, no nos encontramos ante una estructura monumental, de compacto realismo, arquitectónicamente sólida sino ante lo contrario: ligereza, trazos sueltos, máximo poder evocador. Todas las notas que caracterizan la textura de su contenido modernista se pueden individuar estilísticamente en el texto, como se comprueba en los ejemplos abundantes del resumen de la Sonata de Estío: aristocratismo en diversos contenidos, plasticidad, riqueza y belleza de materiales en las imágenes empleadas, valoración extremada de las sensaciones, transposiciones artísticas y literarias —también y mucho, en lo relativo al erotismo: Ovidio, Petronio, Aretino, Flaubert, Barbey d'Aurevilly—, musicalidad, ritmo. Todo ello bajo el signo y en el marco —que quiere plasmarse bello y naturalmente lujurioso— del paisaje tropical americano. Estos aspectos están estudiados por A. Alonso, Zamora Vicente y otros.

Los dos únicos personajes dignos de consideración son el marqués de Bradomín, protagonista absoluto de la serie —de protagonismo doblado al narrar en primera persona— y la Niña Chole. Algunas figuras secundarias se destacan en determinados capítulos: la madre Abadesa del convento de Comendadoras, Fray Lope de Castellar, capellán de las monjas; Juan de Guzmán, capitán de los plateados.

CONTENIDO

"Quería olvidar unos amores desgraciados, y pensé recorrer el mundo en romántica peregrinación. ¡Aún suspiro al recordarlo!" (p. 9) Así se inicia la Sonata de otoño, dando el motivo de la marcha a Méjico del Marqués de Bradomín, aristocrático donjuan de cuyas memorias forma parte esta novela. Ya anciano, recuerda sus amores, en este caso,de juventud sobre lo que hace un breve excurso. Después vuelve a tomar el hilo de su relato: "Decidido a correr tierras, al principio dudé sin saber adónde dirigir mis pasos: Después, dejándome llevar de un impulso romántico, fui a México. Yo sentía levantarse en mi alma, como un canto homérico, la tradición aventurera de todo mi linaje. Uno de mis antepasados, Gonzalo de Sandoval, había fundado en aquellas tierras el Reino de la Nueva Galicia, otro había sido Inquisidor General, y todavía el Marqués de Bradomín conservaba allí los restos de un mayorazgo, deshecho entre legajos de un pleito. Sin meditarlo más, resolvía atravesar los mares. Me atraía la leyenda mexicana con sus viejas dinastías y sus dioses crueles. Embarqué en Londres, donde vivía emigrado desde la traición de Vergara, e hice el viaje a vela en aquella fragata "La Dalila" que después naufragó en las costas de Yucatán. Como un aventurero de otros tiempos, iba a perderme en la vastedad del viejo Imperio Azteca, Imperio de historia desconocida, sepultada para siempre con las momias de sus reyes, entre restos ciclópeos que hablan de civilizaciones, de cultos, de razas que fueron y sólo tienen par en ese misterioso cuanto remoto Oriente"(pp. 12-13).

Comienza el viaje sin hablar apenas con nadie. "Cierto que viajaba por olvidar, pero hallaba tan novelescas mis cuitas, que no me resolvía a ponerlas en olvido"(p. 15). Jactanciosamente declara verse ayudado a su aislamiento por componerse el pasaje de mercaderes de raza sajona, a la que desdeña, y lo compara con un viaje hecho por él como peregrino a Tierra Santa con un abigarrado acompañamiento latino. "¡Cualquiera tendría para desesperarse! Yo, sin embargo, lo llevaba con paciencia. Mi corazón estaba muerto, tan muerto, que no digo la trompeta del Juicio, ni siquiera unas castañuelas le resucitarían. Desde que el cuitado diera las boqueadas, yo parecía otro hombre: Habíame vestido de luto, y en presencia de las mujeres a poco lindos que tuviesen los ojos, adoptaba una actitud lúgubre de poeta sepulturero y doliente"(p. 18). Apenas sale del camarote, salvo al atardecer: entonces se sienta en la popa, viendo el mar y recordando sus últimas aventuras. "El lamento informe y sinfónico de las olas despertaba en mí un mundo de recuerdos: Perfiles desvanecidos, ecos de risas, murmullo de lenguas extranjeras, y los aplausos y el aleteo de los abanicos mezclándose a las notas de la tirolesa que en la cámara de los espejos cantaba Lilí" (pp. 19-20). Era "una esfumación deliciosa del pasado, algo etéreo, brillante, cubierto de polvo de oro, como esas reminiscencias que los sueños nos dan a veces de la vida" (p. 20).

"Nuestra primera escala en aguas de México, fue San Juan de Tuxtlan. Recuerdo que era media mañana cuando bajo un sol abrasador que resecaba las maderas y derretía la brea, dimos fondo en aquellas aguas de bruñida plata. Los barqueros indios, verdosos como antiguos bronces, asaltan la fragata por ambos costados, y del fondo de sus canoas sacan exóticas mercancías: Cocos esculpidos, abanicos de palma y bastones de carey, que muestran sonriendo como mendigos a los pasajeros que se apoyan en la borda" (pp. 21-22). Con un calor asfixiante, se decide a desembarcar. Pasea por las calles arenosas del pueblo y se acerca a caballo con un guía a las ruinas de Tequil. "En aquellas ruinas de palacios, de pirámides y de templos gigantes, donde crecen polvorientos sicómoros y anidan verdes reptiles, he visto por primera vez una singular mujer a quien sus criados indios, casi estoy por decir sus siervos, llamaban dulcemente la Niña Chole. Me pareció la Salambó de aquellos palacios" (p. 26). Describe el aspecto de esta belleza exótica, aunque rara vez podrá verle el rostro; "la Niña Chole tenía esas bellas actitudes de ídolo, esa quietud extática y sagrada de la raza maya, raza tan antigua, tan noble, tan misteriosa, que parece haber emigrado del fondo de la Asiria" (p. 27). Su sonrisa le trae el recuerdo de su antigua amante.

Descansa en una hamaca, en medio de una naturaleza cálida. Da vueltas a sus recuerdos —siempre de amoríos— en los que entra ya la Niña Chole, al menos como posibilidad futura. "Los ojos de la Niña Chole habían removido en mi alma tan lejanas memorias, tenues como fantasmas, blancas como bañadas por luz de luna" (p. 32). El corazón, que poco antes creía muerto, va resucitando. Llega la noche: "Di algunos pasos, y con voces que repitió el eco milenario de aquellos palacios, llamé al indio que me servía de guía. Con el overo ya embridado, asomó tras un ídolo gigantesco esculpido en piedra roja. Cabalgué y partimos. El horizonte relampagueaba. Un vago olor marino, olor de algas y brea, mezclábase por veces al mareante de la campiña, y allá muy lejos, en el fondo oscuro del Oriente, se divisaba el resplandor rojizo de la selva que ardía" (pp. 33-34). Todo parece respirar la "esencia que la madurez del Estío vierte en el cáliz de las flores y en los corazones" (p. 34).

Vuelve de noche a San Juan de Tuxtlan. Pasea por la playa, donde le ataca un indio para robarle. Se defiende de la faca del indio con un bordón labrado que había comprado como recuerdo en las ruinas de Tequil. "Me afirmé los quevedos, requerí el palo, y con gentil compás de pies, como diría un bravo de ha dos siglos, adelanté hacia el ladrón, que dio un paso procurando herirme de soslayo. Por ventura mía, la luna dábale de lleno y advertí el ataque en sazón de evitarlo. Recuerdo confusamente que intenté un desarme con amago a la cabeza y golpe al brazo, y que el indio evitó jugándome la luz con destreza de salvaje. Después no sé. Sólo conservo una impresión angustiosa como de pesadilla. El médano iluminado por la luna, la arena negra y movediza donde se entierran los pies, el indio que desaparece, vuelve, me acosa, se encorva y salta con furia fantástica de gato embrujado, y cuando el palo va a desprenderse de mi mano, un bulto que huye y el brillo de la faca que pasa sobre mi cabeza y queda temblando como víbora de plata clavada en el árbol negro y retorcido (...)" (pp. 39-41). Logra llegar a tomar el bote que le lleva a bordo de la fragata.

Pasa la noche turbado por el recuerdo de la Niña Chole. Llega la mañana y sube al puente. "Envuelto en el rosado vapor que la claridad del alba extendía sobre el mar azul, adelantaba un esquife. Era tan esbelto, ligero y blanco, que la clásica comparación con la gaviota y el cisne veníale de perlas" (p. 46). En él, vestida de blanco, llegaba la Niña Chole, sube a bordo, ayudada por un gigantesco marinero negro. "Yo gano la cámara por donde necesariamente han de pasar. Nunca el corazón me ha latido con más violencia. Recuerdo perfectamente que estaba desierta y un poco oscura. Las luces del amanecer cabrilleaban en los cristales. Pasa un momento. Oigo voces y gorjeos: Un rayo de sol más juguetón, más vivo, más alegre, ilumina la cámara, y en el fondo de los espejos se refleja la imagen de la Niña Chole" (p. 48).

"Fue aquel uno de esos largos días de mar encalmados y bochornosos que navegando a vela no tienen fin. Sólo de tiempo en tiempo alguna ráfaga cálida pasaba entre las jarcias y hacía flamear el velamen. Yo andaba avizorado y errabundo, con la esperanza de que la Niña Chole se dejase ver sobre cubierta algún momento. Vana esperanza. La Niña Chole permanecí retirada en su camarote, y acaso por esto las horas me parecieron, como nunca, llenas de tedio "(pp. 49-50). Ensoñador y melancólico pasa el día. Al declinar el sol, la fragata da fondo en aguas de Veracruz y se ve asaltado por una exaltación patriótica: "contemplé la abrasada playa donde desembarcaron antes que pueblo alguno de la vieja Europa, los aventureros españoles, hijos de Alarico el bárbaro y de Tarik el moro. Vi la ciudad que fundaron, y a la que dieron abolengo de valentía, espejarse en el mar quieto y de plomo como si mirase fascinada la ruta que trajeron los hombres blancos: A un lado, sobre desierto islote de granito, baña sus pies en las olas el castillo de Ulúa, sombra romántica que evoca un pasado feudal que allí no hubo, y a lo lejos la cordillera del Orizaba, blanca como la cabeza de un abuelo, dibujóse con indecisión fantástica sobre un cielo clásico, de límpido y profundo azul. Recordé lecturas casi olvidadas que, niño aún, me habían hecho soñar con aquella tierra hija del sol: Narraciones medio históricas, medio novelescas, en que siempre se dibujaban hombres de tez cobriza, tristes y silenciosos como cumple a héroes vencidos, y selvas vírgenes pobladas de pájaros de brillante plumaje, y mujeres como la Niña Chole, ardientes y morenas, símbolo de la pasión que dijo un cuitado poeta de estos tiempos" (pp. 51-52). En cuanto echan el ancla, se forma un animado cuadro entre los pasajeros que bajan a tierra y la flotilla de barqueros indios que acude a llevarlos. "Todo oscurece lentamente: Gime la brisa, riela la luna, el cielo azul turquí se torna negro, de un negro solemne donde las estrellas adquieren una limpidez profunda. Es la noche americana de los poetas" (p. 55).

Un muchacho mulato que le habían regalado al Marqués de Bradomín en Jamaica le avisa de que a bordo viene un moreno que mata los tiburones en el agua con el trinchete. Acude al puente. La Niña Chole pide al negro, mediante una suma elevada, que mate alguno, a pesar de las protestas del negro, porque se han juntado una punta de tiburones que hace muy peligrosa la matanza. "El negro pareció dudar. Asomóse al barandal de estribor y observó un instante el fondo del mar donde temblaban amortiguadas les estrellas. Veíanse cruzar argentados y fantásticos peces que dejaban tras sí estela de fosforescentes chispas y desaparecían confundidos con los rieles de la luna: En la zona de sombra que sobre el azul de las olas proyectaba el costado de la fragata, esbozábase la informe mancha de una cuadrilla de tiburones. El marinero se apartó reflexionando "(p. 61). Se decide y comienza la lucha contra los tiburones. Cuando están a punto de izarlo, con un tiburón degollado en la mano, "rasgó el aire un alarido horrible y le vimos abrir los brazos y desaparecer sorbido por los tiburones" (p. 64). La criolla, cuya crueldad horroriza y atrae a la vez a Bradomín, arroja al mar las monedas de oro prometidas. Un adolescente rubio, al que ha dirigido una sonrisa, levanta los celos del Marqués.

Bradomín anciano, mientras redacta estas memorias, recuerda las sensaciones que agitaron su ánimo entonces, dudoso de rendirse al atractivo de la criolla. "Al desembarcar en Veracruz, mi alma se llenó de sentimientos heroicos. Yo crucé ante la Niña Chole orgulloso y soberbio como un conquistador antiguo" (p. 70). El desdén parece que despierta el interés de la criolla, que le sonríe. Suben por la playa, bajo el vuelo de grandes pájaros negros. "Aquellas largas y sombrías bandadas cerníanse en la altura con revuelo quimérico, y al caer sobre las blancas azoteas moriscas las ennegrecían, y al posarse en los cocoteros del arenal desgajaban las palmas" (p. 71). Un esquilón tocaba a misa de alba y la Niña Chole entró con el cortejo de sus criados.

Bradomín se aloja en un antiguo parador y trata de reunir escolta hasta las tierras que habían constituido su mayorazgo. Los caminos mexicanos estaban llenos de cuadrillas de bandoleros. "De pronto, en el patio lleno de sol apareció la Niña Chole con su séquito de criados. Majestuosa y altiva se acercaba con lentitud, dando órdenes a un caballerango que escuchaba con los ojos bajos y respondía en lengua yucateca, esa vieja lengua que tiene la dulzura del italiano y la ingenuidad pintoresca de los idiomas primitivos" (p. 74). Manda buscarle, por medio de tres indias muy jóvenes, para ver si se ponen de acuerdo en la escolta, si van por el mismo camino. El Marqués galantea con ella: descubre que van a sitios diferentes pero insiste en que la acompañará:

"—¿Qué dice, señor? Es diferente nuestra ruta. Grijalba está en la costa, y hubiérale sido mejor continuar embarcado. Me incliné de nuevo con rendimiento. —Necoxtla está en mi camino. Ella sonrió desdeñosa: —Pero no reuniremos nuestras gentes. —¿Por qué? —Porque no debe ser. Le ruego señor, que siga su camino. Yo seguiré el mío.—Es uno mismo el de los dos. Tengo el propósito secuestrarla a usted apenas nos hallemos en despoblado. Los ojos de la Niña Chole, tan esquivos antes, se cubrieron con una amable claridad: —¡Diga, ¿son locos todos los españoles? Yo repuse con arrogancia: —Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos: Uno, el Marqués de Bradomín, y en el otro, todos los demás" (pp. 76-77).

Aunque la criolla asegura que va a reunirse con su marido, el general Diego Bermúdez, y que no le conviene "balearse" con él, parten por el mismo camino.

"(...) dio comienzo la jornada fatigosa y larga. Aquí y allá, en el fondo de las dunas y en la falda de arenosas colinas, se alzaban algunos jacales que, entre vallados de enormes cactus, asomaban sus agudas techumbres de cáñamo gris medio podrido. Mujeres de tez cobriza y mirar dulce saltan a los umbrales, e indiferentes y silenciosas nos veían pasar. La actitud de aquellas figuras broncíneas revelaba esa tristeza transmitida, vetusta, de las razas vencidas. Su rostro era humilde, con dientes muy blancos y grandes ojos negros, selváticos, indolentes y velados. Parecían nacidas para vivir eternamente en los aduares y descansar al pie de las palmeras y de los ahuehuetle" (p. 84). Pasan por una aldea india y se detienen a pedir hospedaje en un antiguo priorato de Comendadoras santiaguistas. "La hermana donada nos guió a través de un claustro sombreado por oscuros naranjos. Allí era el cementerio de las Comendadoras. Sobre los sepulcros donde quedaban borrosos epitafios, nuestros pasos resonaron. Una fuente lloraba monótona y triste. Empezaba la noche, y las moscas de luz danzaban entre el negro follaje de los naranjos. Cruzamos el claustro y nos detuvimos ante una puerta forrada de cuero y claveteada de bronce." (p. 86). Era la hospedería. La hermana ingenuamente cree que el marqués viene, como le dice, a cumplir un voto; y cuando equivocadamente cree que la criolla es la Marquesa de Bradomín, no le sacan de su error.

"Entraron primero dos legas, que tratan una gran bandeja de plata cargada de refrescos y confituras, y luego entró la Madre Abadesa, flotante el blanco hábito, que ostentaba la roja cruz de Santiago. Detúvose en la puerta, y con leve sonrisa al par amable y soberana, saludó en latín: —¡Deo gratias! Nosotros respondimos en romance: — ¡A Dios sean dadas! (...). — Yo también soy española, nacida en Viana del Prior. Cuando niña he conocido a un caballero muy anciano que llevaba el título de Marqués de Bradomín. ¡Era un santo! Yo repuse sin orgullo: — Además de un santo, era mi abuelo" (pp. 91-92).

Bradomín se inventa una historia novelesca sobre su imaginaria esposa. Terminada la entrevista, los lleva al jardín y se ausenta la Madre Abadesa. "El jardín estaba amurallado. Era vasto y sombrío, lleno de susurros y de aromas. Los árboles de las avenidas juntaban tan estrechamente sus ramas, que sólo con grandes espacios veíamos algunos follajes argentados por la luna. Caminamos en silencio. La Marquesa suspirante, yo pensativo, sin acertar a consolarla. Entre los árboles divisamos un paraje raso con oscuros arrayanes bordados por blancas y tortuosas sendas: la luna derramaba sobre ellas su luz lejana e ideal como un milagro" (pp. 95-96). En el jardín tiene lugar una burla más de la credulidad de las monjas, mezclando la broma con lo libertino y lo sacrílego.

En el refectorio, donde cena el Marqués, se le ofrece como capellán un fraile dominico. A la hora de retirarse, sigue el engaño de la monja y va a ocupar la misma habitación que la Niña Chole, supuesta marquesa de Bradomín.

El engaño le da pie para conseguir sus propósitos libertinos, venciendo las mínimas resistencias de la Niña Chole, que le amenaza con la venganza del general Diego Bermúdez. mientras se oye el toque de agonía y luego el de difuntos.

Al día siguiente la Niña Chole se muestra preocupada porque considera la separación necesaria, ante el riesgo de muerte por venganza del general. Cuenta al Marqués también —que la adivina— la parte más oscura de su historia: en realidad, el general Diego Bermúdez era su padre: "Yo era una pobre criatura inocente cuando fui víctima de aquel amor maldito " (p. 117).

Oyen misa de difuntos en el convento; aquella noche había muerto una monja. Al terminar los responsos, se alzaron algunos mercenarios de la escolta de Bradomín para apresar a un joven que se hallaba en el presbiterio. Tenía la cabeza pregonada y trató de defenderse. Bradomín le ayuda, disparando las dos pistolas y puede huir. La Niña Chole pacta un precio con los mercenarios. Después se dirige a Bradomín: "—¡Oh!... ¡Qué español tan loco! ¡Un león en pie!... Respondí con una vaga sonrisa. Yo experimentaba la más violenta angustia en presencia de aquellos hombres caídos en medio de la iglesia, el uno sobre el otro. Lentamente se iba formando en torno de ellos un gran charco de sangre que corría por las junturas de las losas. Sentíase el borboteo de las heridas y el estertor del que estaba caído debajo. De tiempo en tiempo se agitaba y movía una mano lívida con estremecimientos nerviosos." (pp. 127-128).

El capellán les espera en la sacristía. Hablan del caso. Sale de un arcón Juan de Guzmán, el perseguido, que se habla escondido allí.

"Como había dicho Fray Lope, la cabeza del famoso plateado, magnífica cabeza de aventurero español, estaba pregonada. Juan de Guzmán en el siglo XVI hubiera conquistado su Real Ejecutoria de Hidalguía peleando bajo las banderas de Hernán Cortés. Acaso entonces nos dejase una hermosa memoria aquel capitán de bandoleros con aliento caballeresco, porque parecía nacido para ilustrar su nombre en las Indias saqueando ciudades, violando princesas y esclavizando emperadores. Viejo y cansado, cubierto de cicatrices y de gloria, tornaríase a su tierra llevando en buenas doblas de oro el botín conquistado acaso en Otumba, acaso en Mangoré. ¡Las batallas gloriosas de alto y sonoro nombre! Levantaría una torre, fundaría un mayorazgo con licencia del Señor Rey, y al morir tendría un noble enterramiento en la iglesia de algún monasterio. La piedra de armas y un largo epitafio recordarían las hazañas del caballero, y muchos años después, su estatua de piedra dormida bajo el arco sepulcral, aún serviría a las madres para asustar a sus hijos pequeños" (pp. 135-136). Así sigue divagando el Bradomín anciano que escribe sus memorias; sobre la admiración que le producen las hazañas crueles de los príncipes renacentistas, y la tristeza de que sus hermanos de hoy día no encuentren otro quehacer que el bandolerismo. "Aquel capitán de los plateados también tenía una leyenda de amores. Era tan famoso por su fiera bravura como por su galán arreo" (p. 138).

Vuelven a la fragata. Un jarocho viejo y su hijo juegan a las cartas, atrayendo otros jugadores, con apuestas de dinero. Vuelven a encontrar alguno de los pasajeros anteriores; Bradomín vuelve a sentir celos ante las sonrisas de la Niña Chole a un joven.

La Niña Chole procura disipar el enfado del Marqués: el joven no debe darle celos: indirectamente le hace caer en su homosexualidad. Bradomín anciano, narrador de la escena, hace sus reflexiones sobre el tema, lamentando cínicamente que, a pesar de haber experimentado todo, sólo esto —"y la música de ese teutón que llaman Wagner"— hubieran permanecido siempre arcanas para él.

Permanecen toda la noche sobre cubierta. Al rayar el sol, la fragata daba vista a Grijalba. Se describe la naturaleza en torno y el aspecto de la ciudad. "Espesos bosques de gigantescos árboles rodean la ensenada, y entre la masa incierta del follaje sobresalen los penachos de las palmeras reales. Un río silencioso y dormido, de aguas blanquecinas como la leche, abre profunda herida en el bosque, y se derrama en holganza por la playa que llena de islas. Aquellas aguas nubladas de blanco, donde no se espeja el cielo, arrastraban un árbol desarraigado, y en las ramas medio sumergidas revoloteaban algunos pájaros de quimérico y legendario plumaje. Detrás, descendía la canoa de un indio que remaba sentado en la proa. Volaban los celajes al soplo de las brisas y bajo los rayos del sol naciente, aquella ensenada de color verde esmeralda rielaba llena de gracia, como una mar divino y antiguo habitado por sirenas y tritones. ¡Cuán bellos se me aparecen todavía esos lejanos países tropicales Quien una vez los ha visto, no los olvidará jamás." (pp. 160-161).

Llegan a tierra y van a un parador. En él, juegan los dos jarochos de los naipes. Se describe el cuadro; los jugadores perdiendo o ganando. El gentío. "Llegaban los charros haciendo sonar las pesadas y suntuosas espuelas, derribados gallardamente sobre las cejas aquellos jaranos castoreños entoquillados de plata, fanfarrones y marciales. Llegaban los indios ensabanados como fantasmas, humildes y silenciosos, apagando el rumor de sus pisadas. LLegaban otros jarochos armados como infantes, las pistolas en la cinta y el machete en bordado tahalí. De tarde en tarde, atravesaba el patio lleno de sol algún lépero con su gallo de pelea: Una figura astuta y maleante, de ojos burlones y de lacia greña, de boca cínica y de manos escuetas y negruzcas, que tanto son de ladrón como de mendigo. Huroneaba en el corro, arriesgaba un mísero tostón y rezongando truhanerías se alejaba " (pp. 167-168).

En el parador tienen ocasión los amantes de entregarse a su conducta libertina. Al día siguiente prosiguen su camino. "Las cumbres azules de los montes se vestían de luz bajo un sol dorado y triunfal. Volaba la brisa en desiguales ráfagas, húmedas y agrestes como aliento de arroyos y yerbazales" (p. 173). Se cruzan con alegres cabalgatas de criollos y mulatos que van a las ferias de Grijalba.

Siguen caminando, ahora rodeados de cuadrillas de mendigos y hampones. Llegan a casa de un liberto negro, casado con una andaluza que había sido doncella de la Niña Chole; lleva una vida equívoca, según se queja el negro al Marqués en un aparte.

"De un cabo a otro recorrimos la feria. Sobre el lindar del bosque, a la sombra de los cocoteros, la gente criolla bebía y cantaba con ruidoso jaleo de olés y palmadas. Reía el vino en las copas, y la guitarra española, sultana de la lloraba sus celos moriscos y sus amores con la blanca luna de la Alpujarra. El largo lamento de las guajiras expiraba deshecho entre las herraduras de los caballos. Los asiáticos, mercaderes chinos y japoneses, pasaban estrujados en el ardiente torbellino de la feria, siempre lacios, siempre mustios, sin que un estremecimiento alegre recorriese su trenza. Amarillentos como figuras de cera, arrastraban sus chinelas entre el negro gentío, pregonando con femeniles voces abanicos de sándalo y bastones de carey" (pp. 183-184).

Después de algún incidente, prosiguen su camino. Encuentran un jinete —el general Diego Bermúdez— ante el que la Niña Chole muestra miedo y que la rapta, llevándola en su caballo sin que Bradomín haga nada para impedirlo. "Mis enemigos, los que osan acusarme de todos los crímenes, no podrán acusarme de haber reñido por una mujer. Nunca como entonces he sido fiel a mi divisa: Despreciar a los demás y no amarse a sí mismo" (p. 197).

Bradomín con su escolta atraviesa la arenosa sabana hacia el lago del Tixul. Calor, cansancio, sed; largo día de cabalgata a través de negros arenales. Cruzan el Tixul, a pesar de los caimanes. "A lo lejos cruzaban por delante de los caballos islas flotantes de gigantescas nínfeas, y vivaces lagartos saltaban de unas en otras como duendes enredadores y burlescos. Aquellas islas floridas se deslizaban bajo alegre palio de mariposas, como en un lago de ensueño, lenta, lentamente, casi ocultas por el revoloteo de las alas blancas y azules bordadas de oro. El lago del Tixul parecía uno de esos jardines como sólo existen en los cuentos. Cuando yo era niño me adormecían refiriéndome la historia de un jardín así... ¡También estaba sobre un lago, una hechicera lo habitaba, y en las flores pérfidas y quiméricas, rubias princesas y rubios príncipes tenían encantamiento!... " (pp. 203-204).

Cruza Bradomín el último, mientras los ojos de un caimán solitario le acechan. "Se puso el sol entre presagios de tormenta. El terral soplaba con furia, removiendo y aventando las arenas, como si quisiese tomar posesión de aquel páramo inmenso todo el día aletargado por el calor. Ante nosotros se extendían las dunas en la indecisión del crepúsculo desolado y triste, agitado por las ráfagas apocalípticas de un ciclón. Casi rasando la tierra pasaban bandadas de buitres con revoloteo tardo, fatigado e incierto. Cerró la noche, y a lo lejos vimos llamear muchas hogueras. (...) Al vernos llegar galopando en tropel, de todas partes acudían hombres negros y canes famélicos: Los hombres tenían la esbeltez que da el desierto y actitudes de reyes bárbaros, magníficas, sanguinarias... En el cielo la luna, enlutada como viuda ideal, dejaba caer la tenue sonrisa de su luz sobre la ruda y aulladora tribu. A veces entre el vigilante ladrido de los canes y el áspero vocear del pastoreo errante, percibíase el estremecimiento de las ovejas, y llegaban hasta nosotros ráfagas de establo, campesinas y robustas como un aliento de vida primitiva. Sonaban las esquilas con ingrávido campanilleo, ardían en las fogatas haces de olorosos rastrojos, y el humo subía blanco, feliz y cargado de aromas, como el humo de los rústicos y patriarcales sacrificios" (p. 207 y 209-210).

Ante la hoguera, su pensamiento está vuelto hacia la Niña Chole. Decide partir hacia fin de su camino, la Hacienda de Tixul, que está a dos horas. "Mi sombra bailaba con la llama de las hogueras, y alargábase fantástica sobre la tierra negra. Yo sentía dentro de mí la sensación de un misterio pavoroso y siniestro" (p. 213). Llegan a sus dominios; un tropel de jinetes que estaban a la puerta se parten al enterarse de que es el Marqués de Bradomín. El mayordomo le da la bienvenida. "Era un antiguo soldado de Don Carlos, emigrado después de la traición de Vergara. Sus ojos negros y hundidos tenían un brillo de lágrimas. Yo le tendí la mano con familiar afecto: —Siéntate, Brión... ¿Qué tropa era esa? —Plateados, señor. — ¿Son amigos tuyos? —¡Y buenos amigos!... Aquí hay que vivir como vivía en sus cortijos de Andalucía mi señora la Condesa de Barbazón, abuela de vuecencia. José María la respetaba como a una reina, porque tenia en mi señora su mejor madrina..." (pp. 217-218).

Duerme desvelado por el recuerdo de su amante. Oye voces y ruidos de escopetazos y de golpes de azada. Al día siguiente el mayordomo le cuenta cómo ha ido mal el golpe a los plateados y cómo pensaba emplearlos para que le ayudaran a hacer emperador a Don Carlos V, y luego, rey de España. Habían dejado abandonada, en su huida, a una linda criolla, que el mayordomo ha recogido. Es la Niña Chole.

La reconciliación es inmediata y en ella encuentran mayores atractivos para su libertinaje, en cuya descripción acaba la novela.

Como bibliografía positiva pueden utilizarse las siguientes obras:

—ZAMORA VICENTE, A., Las Sonatas de Valle-Inclán, ed. Gredos, Madrid

—G. DE NORA, Eugenio, La novela española contemporánea, vol.

 I, pp. 49-68, ed. Gredos, Madrid

 —CASALDUERO, J., Estudios de literatura española, pp. 358

 374, ed. Gredos, Madrid 7

 —ALONSO, Amado, Estructura de las Sonatas de Valle-Inclán y

 La musicalidad de la prosa de Valle-Inclán, recogidos en Materia y forma en poesía, ed. Gredos, Madrid 1955.

 

                                                                                                              M.J.A. (1984)

 

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