VARGAS LLOSA, Mario

La tía Julia y el escribidor

Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 1977.

INTRODUCCIÓN

Mario Vargas Llosa nació en la ciudad de Arequipa, en la zona sur de Perú, en 1956. Pasó sus primeros años en Bolivia, estudió Letras en Lima y ha vivido en París, Madrid, Londres y Barcelona, siempre dedicado primordialmente a tareas literarias. Aunque su primera publicación fue Los jefes (1959), en España se dio a conocer en 1965 con La ciudad y los perros, que obtuvo el Premio Biblioteca Breve 1963 con la Editorial Seix Barral, dedicado a promocionar valores jóvenes e innovadores de la novela en español a ambos lados del Atlántico. A lo largo de la década de los sesenta siguió publicando en la misma editorial La casa Verde (1966), Los cachorros (1967) y Conversación en la Catedral (1969). Tras esta etapa especialmente dedicada a lo narrativo, se produce una pausa, en la que aparece en 1971 un trabajo crítico titulado García Márquez: historia de un deicidio, dedicado al escritor colombiano, entonces muy popular, tras la aparición de Cien años de soledad. Vuelve a la novela con Pantaleón y las visitadoras (1973), y al ensayo con La orgía perpetua: Flaubert y Mme. Bovary (1975), hasta llegar a 1977 en que aparece La tía Julia y el escribidor. Sus dos últimas publicaciones son, hasta ahora, la pieza teatral La Señorita de Tacna y la novela La guerra del fin del mundo, ambas de 1981. A pesar de haber residido bastante tiempo fuera de su país, sus obras de creación tienen siempre ambientación peruana, y sus escritos de carácter ensayístico revierten, bien al resto de la literatura americana moderna, con la que mantiene ciertas conexiones, bien a la literatura francesa del XIX, cuya lectura parece haber sido una de sus fuentes de inspiración.

Cronológicamente, La tía Julia, escrita a los 41 años, es una obra de madurez, que podría definirse incluso como la que inicia dicha etapa.

CONTENIDO

La narración sigue un esquema de círculos concéntricos, que sirve para contar varias historias diferentes, siendo el círculo más interior el de la tía Julia. Es ésta una señora boliviana de treinta y dos años, atractiva; coqueta y simpática, que acaba de obtener el divorcio de un matrimonio sin descendencia. Para olvidar el disgusto por este hecho, que sin embargo no parece haberle afectado mucho, se traslada a Lima, a casa de una hermana casada con un peruano que, a su vez, tiene un joven sobrino de dieciocho años, estudiante de derecho y empleado en una emisora de radio, en un modesto trabajo de redacción de noticias. La tía Julia, ayudada por su hermana y su cuñado, lleva una intensa vida social, encaminada de modo preferente a encontrar un nuevo marido, serio, de mediana edad y aceptablemente rico. Sin embargo, es el sobrino, que en realidad no lo es suyo sino de su cuñado, quien se enamora de ella; y, a su pesar, ella acaba correspondiéndole, sin dejar de comprender que es una locura. Este idilio, desequilibrado en tantos aspectos, tropieza con la abierta oposición familiar, en especial la de los padres del novio, residentes por entonces en Estados Unidos. La fuga se impone, y también el encontrar un alcalde venal que se avenga a casar a un menor de edad sin el consentimiento paterno. Tras muchas aventuras se realiza una pintoresca ceremonia civil, que es en realidad inválida, y el retorno a Lima, donde los de la familia amenazan con poner en marcha un proceso legal de anulación. Para serenarlos, la tía Julia se va a Chile a casa de su abuela, y su nuevo compañero se dedica a buscar trabajos que le permitan mantenerla y a tratar de conformar a sus desolados padres. La paz, o al menos la calma, renace, y por fin la pareja se reúne en un pequeño y modesto apartamento limeño, arreglado para ellos por las manos de una joven prima, lo bastante romántica para ayudarlos y lo bastante realista para ocuparse de las necesidades cotidianas de cualquier ser humano, por muy enamorado que esté. El matrimonio con la tía Julia dura ocho años, mucho más de lo que todo el mundo supuso en principio; en ese tiempo ambos vivieron en Europa, el marido se convirtió en un escritor conocido y la familia llegó a adorar a la antes tan rechazada ex-tía Julia. Cuando se divorciaron fue un hecho muy lamentado, salvo quizá por el marido, que no tardó en volver a casarse, esta vez con una chica de edad adecuada, también pariente, la prima Patricia, auténtica sobrina de la tía Julia, ya que era hija de su hermana, la que vivía en Lima. En este caso la boda fue no en secreto, sino por la Iglesia y con la bendición del Arzobispo, también emparentado con los contrayentes.

Esta es la línea argumental básica, pero no la única, de la obra. En sucesión concéntrica, le sigue la de Pedro Camacho, un individuo pintoresco, también boliviano, que se dedica a escribir seriales radiofónicos, interpretándolos y dirigiéndolos además. El éxito alcanzado en su país, con insuperables niveles de audiencia, anima a los propietarios de la Radio Panamericana, donde trabaja el protagonista, a contratarle para que repita en Lima lo antes conseguido en La Paz, buscando, no la inexistente calidad literaria de sus producciones, sino los beneficios económicos que sus lacrimógenos textos traen consigo. Entre el joven ilusionado que aspira a ser buen escritor y el cincuentón extravagante que teclea despiadadamente en su máquina de escribir surge una pintoresca relación, basada tal vez en el principio de la atracción de los extremos. A Camacho no le interesa el romance del muchacho, pero a éste y a la tía Julia su insólita persona les atrae, con mezcla de risa y compasión. Tras una primera etapa clamorosa, en la que sus seriales tienen a las oyentes limeñas en vilo, Camacho empieza a trabucarse, a mezclar los personajes de las varias radionovelas que escribe de modo simultáneo y a dar inequívocas señales de agotamiento e incluso de locura, que obligan a encerrarlo en un manicomio. El protagonista debe ocupar su lugar, escribiendo "radioteatros" suplentes hasta que los propietarios de la emisora encuentran nuevas fuentes de aprovisionamiento. Años después, en el capítulo final de la novela, se produce el reencuentro de ambos. Camacho, más miserable y empobrecido aún que antes, desempeña un humildísimo trabajo en una revista a punto de quebrar y vive atendido por su mujer, una corista en decadencia, que aumenta sus bajos ingresos con ayuda de la prostitución. Estos dos estratos narrativos, el de la tía Julia y el del escribidor, son en cierto modo reales, y tienen un principio y un fin basado en la lógica. Hay otros que, en cambio, son sólo historias disparatadas, que corresponden a los seriales inventados por Camacho, y que se insertan en capítulos aparte, interrumpiendo la narración lineal de la estructura argumental básica. En estos episodios aparecen personajes pintorescos, incongruentes, que lo son más a medida que la mente de su autor, Camacho, degenera más rápidamente. Todos estos capítulos, como es de esperaren obras de este tipo, parten de situaciones sensacionalistas: incesto, asesinato, estupro, accidentes tremendos de los que son víctimas niños inocentes, etc., pero, a medida que Camacho va estando cada vez más enfermo, derivan con mayor velocidad hacia lo grotesco. Esto se llega a hacer evidente incluso para quien los escribe y que, abrumado por la consciencia de su creciente incapacidad, provoca finales catastróficos para acabar así, por medio de desastres globales, con unos personajes cuyos nombres y características se le entrecruzan formando una maraña indescifrable, hecho que no pasa inadvertido ni para los actores que los interpretan ni para el público, primero entusiasta y luego desconcertado, que los escucha.

El encierro de Camacho en el manicomio supone el principio del desenlace de la obra. Cesan los seriales, y la historia de la tía Julia y su enamorado comienza a desarrollarse por los cauces más calmados de un matrimonio aceptado, más o menos, por todos. Aquí terminaría la obra si el autor no se reservara aún una ironía más: el capítulo final, a modo de epílogo, diez años después: la tía Julia ha sido sustituida por la prima Patricia, y Camacho ya no escribe seriales sino que vive su último y más triste serial —su propia existencia degradada y miserable— al máximo.

Personajes

Una obra con un argumento tan complejo como éste supone también un elevado número de personajes capaces de sostenerlo. En primer lugar, aparece el protagonista y narrador, el joven enamorado de la tía Julia, al que el autor presta su propio nombre y que es denominado alternativamente, a lo largo de la acción, con los apelativos familiares de Marito y Varguitas, como corresponde a una novela en la que prácticamente todo queda en familia. Hasta qué punto este personaje es autobiográfico es difícil saberlo sin disponer de datos sobre la historia privada de Vargas LLosa. Ha de haber un fondo de autenticidad, ya que muchos datos coinciden; pero, puesto que toda la obra es un alarde de juegos de magia narrativa, nada tiene de extraño que el autor haya jugado a recrear alguien como él pero que no es él, en lugar de limitarse a narrar pasajes de sus años juveniles.

Este Mario Vargas de la ficción es un estudiante de Derecho, poco interesado por su carrera, que asiste a clase de forma esporádica y que acepta con resignación su necesidad, exclusivamente económica, de trabajar en Radio Panamericana. Como sus padres están lejos, vive con unos abuelos arruinados, tolerantes y algo despistados aunque cariñosos. Los jueves come en casa de su tío Lucho, casado con la tía Olga, hermana de Julia, la boliviana divorciada. El resto del tiempo lo dedica a su amigo íntimo, Javier, y a relacionarse con el resto de su extensa y abrumadora familia —"nuestra familia era bíblica, mirafloriana, muy unida"—, dinámica y aficionada a transmitir rápidamente las noticias interesantes que se producen en su seno. Esta ambientación sirve para crear el ambiente apacible, mediocre, y aburrido hasta cierto punto, que rodea al futuro escritor, bajo el cielo plomizo de Lima, allá por los años cincuenta. Así se explica que la novedad de la llegada de la tía Julia, divertida, bohemia y afectuosa, pueda suponer para él un atractivo insuperable. Las circunstancias que rodean a esta mujer y la atracción que le dan su edad y experiencia, son los elementos que ponen en marcha la imaginación y el sentimiento del joven Mario, estimulado además por la resistencia que sabe que sus mayores opondrán a estas relaciones. Casarse con la tía Julia y enfrentarse a la autoridad paterna se le aparecen como las maneras mejores y más satisfactorias de lograr la tan deseada condición de adulto. Si lo consigue, si alcanza de verdad la madurez, es algo que queda fuera del ámbito de la acción y de los propósitos del autor. Este se limita solamente a trazar, con afecto burlón, la figura, bien conseguida, de este muchacho, casi adolescente, que realiza esfuerzos melodramáticos para romper el cascarón de su postadolescencia.

Los demás personajes, una lista bastante amplia, están en función de la figura del protagonista. La tía Julia es sólo un motivo, una ocasión, pero su psicología no está trazada en forma completa e independiente de la de su enamorado. Es una especie de ente femenino, de esencia de la feminidad, entendida sólo en sus aspectos sentimentales. Ni siquiera hay en ella una pasión amorosa fuerte, sino que parece dejarse llevar por las circunstancias, que se imponen a su personalidad débil, aventurera y alocada. Hasta el final no se sabe si se casa por curiosidad, por hacer algo original o por cansancio ante el acoso del sobrino político de su hermana, por lo demás un chico agradable e inteligente. Una frivolidad tranquila y risueña parece ser la característica más destacada que el autor le atribuye, en su condición de elemento pasivo, borroso y secundario.

Mayor importancia y fuerza tiene la figura esperpéntica, quijotesca, del escribidor Camacho —"Un amigo: Pedro Camacho, boliviano y artista, como siempre se presenta a si mismo"—, en cierto modo el reverso, el negativo fotográfico del protagonista, o incluso el antihéroe. Marito es joven, sano, tiene familia, amigos, una cultura, facultades literarias y un porvenir. Camacho está prematuramente envejecido, su mente está enferma, no conoce a nadie, vive solo, y sus escritos son una detestable antiliteratura que acaba por no apreciar nadie; ínfimo producto comercial cuyos beneficios aprovechan otros mientras él malvive. Mario, diez años después, habrá logrado fama; y será él —cuando la tía Julia haya cumplido su función, más maternal que conyugal, de hacer de él un hombre—, quien elija otra esposa, según sus gustos del momento. Camacho, en cambio, fracasará, enloquecerá, será cada vez más pobre y despreciado, teniendo que acogerse al cuidado de una mujer de la que se habla como de lo más bajo y degradado que quepa imaginar. Y, sin embargo, Camacho es una figura literaria bien conseguida, tal vez la mejor de la obra, en su desdicha y patetismo. Marito resulta a su lado un personaje de serial, con sus intentos de emancipación no del todo conseguidos finalmente, ya que, a la hora de su segunda boda, no consigue librarse de las redes familiares pese a haberse convertido en un hombre conocido y cosmopolita. Camacho, con su orgullo por el trabajo que realiza y al que se entrega en cuerpo y alma hasta extremos ridículos, con su apariencia raída, con sus modales de hidalgo virreinal, con la forma altiva en que lleva su ruinosa existencia y con la ingenuidad con que revela sus neurosis, es un ser con fuertes rasgos de humanidad, que tras el protagonismo de su oponente, Mario, es el verdadero inspirador de toda la obra, en sí mismo y a través de las criaturas radiofónicas que inventa.

Los demás personajes tienen todos ellos un carácter auxiliar y su función es perfilar las características de pensar o actuar de los que ocupan el lugar principal. La mayoría son simpáticos figurones, amables, complacientes o razonables. Así, están los tíos Lucho y Olga, cuñados de Julia y padres de Patricia, sucesivas consortes de Mario. Son un matrimonio serio, estable, abierto y condescendiente. Tienen a Julia como invitada por tiempo indefinido, acogen todos los jueves al sobrino estudiante, no muy bien alimentado por los abuelos, en situación económica débil. Cuando se hace público el idilio no toman posiciones drásticas ni violentas, sino que ayudan en lo que pueden, procurando calmar a todos; por último, parece que no ponen obstáculos a cambiar su complicado "status" de tíos-cuñados por el más fácil de suegros, cuando el versátil Mario vuelve a casarse. Amables y subsidiarios son también Javier, el amigo de siempre y para todo de Mario, y la "flaca Nancy", prima también de Mario y perpetuo sueño de amor de Javier, al que da intermitentes calabazas. Ambos ayudan a los novios en lo que pueden, aunque por separado. Javier empeña sus posesiones para allegar dinero, colabora en la búsqueda de trabajos y de un funcionario que case a la pareja fugitiva, además de ser el "paño de lágrimas" y el consejero crítico-artístico del escritor en ciernes, que escucha pacientemente la lectura de cuantas cuartillas salen de la fértil e inexperta mano del artista. Javier es un tipo pintoresco, que recuerda a los criados de las comedias del Siglo de Oro español por su viveza, buen humor, disponibilidad y eficacia operativa. A través de él, Vargas Llosa satiriza a su protagonista, el joven Mario, poniendo en su boca los comentarios jocosos, crudos hasta lo demoledor, que le hacen descender de sus sueños para enfrentarse al mundo cotidiano. Javier sabe dónde se organiza una sesión de espiritismo, dónde se puede hallar un prestamista o un alcalde corruptible. Su presencia en el relato es claramente subsidiaria: ayudar al protagonista en su esfuerzo por casarse y por ser un escritor famoso. Como se dice de él textualmente: "era un ser de entusiasmos cambiantes y contradictorios, pero siempre sinceros. Había sido la estrella del Departamento de Literatura de la Católica, donde no se vio antes a un alumno más aprovechado ni más lúcido lector de poesía... Todos daban por descontado que se graduaría con una tesis brillante... Luego, una mañana... decidió que odiaba la literatura". Deja la Universidad Católica, más prestigiosa, se inscribe en Economía en San Marcos, y trabaja en el Banco Central de Reserva. Su persona aparece como un elemento de comparación favorable para Mario, como su anverso. Por ello, al lector le da cierta pena que en el capítulo final se le olvide, a él, tan leal, y no se diga si se casó con Nancy y si, como economista, tuvo el éxito que no alcanzó en literatura.

Papel aún más anecdótico tiene el resto de quienes intervienen en la acción: empleados de Radio Panamericana, intérpretes de los seriales de Camacho, familiares, algún amigo de la tía Julia, etc. Dentro de ellos merecen especial mención los protagonistas de los seriales. Todos ellos tienen, dentro del tono irónico y caricaturesco que preside la obra, un matiz de crítica de la sociedad peruana de la época, extensivo a estratos muy diversos, desde la plutocracia hasta la más terrible miseria. El autor acentúa deliberadamente en ellos el chantaje emocional que la literatura social produce por la vía melodramática, pero es evidente que su intención es utilizarlos para dejar constancia de unas situaciones que encuentra injustas o censurables.

Ambientación

La acción tiene un sólo escenario: la capital del Perú en los años cincuenta, presumiblemente en la etapa final del gobierno del general Odria (1948-1956), cuando aún no había llegado al país la televisión y era, por tanto, la época dorada de la radio.

Aun cuando La tía Julia y el escribidor no es una novela costumbrista, hay en ella muchos datos de carácter ambiental, como es habitual en la narrativa de Vargas LLosa. Sin llegar al colorismo de Conversación en la Catedral, es ésta una novela limeña cien por cien, hecho patente en todas sus páginas. Por eso, el lector no peruano pierde muchos matices expresivos, por no conocer la topografía de la acción. Así, cuando en la primera página del capítulo primero se habla de que Radio Panamericana está "en la calle Belén, muy cerca de la Plaza San Martín", se lamenta no poder paladear el color, el aroma o el trazado de esos lugares. Cabe pensar si Vargas Llosa será a Lima lo que Galdós a Madrid, pero eso es algo que para un lector no peruano permanece en el terreno de la hipótesis.

Tampoco es fácil captar el sentido del lenguaje, cargado de términos peculiares del español de aquel país. Este rasgo es más acentuado en los capítulos dedicados a los seriales, en cuyo diálogo, "lleno de esdrújulas y gerundios", el estilo se hace desgarrado y popular, hasta unos límites difíciles de precisar, pero que no impiden sin embargo advertir cuánto de obsceno hay en el léxico.

No sólo el lenguaje sino el trazado de las situaciones está realizado de forma que el color ambiental tenga una derivación caricaturizada, que encierra una intención sensual, radicada casi siempre en una vertiente erótica. Las relaciones entre Mario y la tía Julia están marcadas por un Juego de insinuación que transmiten una contenida vibración sexual. En cambio, los capítulos dedicados a los seriales son todo lo contrario: en ellos, lo sórdido del ambiente rompe cualquier tipo de barreras y el sexo se convierte en un elemento primordial, mayoritario, aunque no exclusivo. El autor hace gala de mucha imaginación al atribuir al pobre Pedro Camacho un enorme despliegue de conocimientos sobre las degradaciones, anomalías y violencias que caben en el terreno del sexo. Ya en el primer serial el lector se encuentra en un ambiente de lujo, riqueza y esplendor, en el que una familia distinguida se prepara a celebrar alegremente la boda de su única hija, joven, bella y alegre. Sin embargo, en el banquete que sigue a la ceremonia se desmaya la novia, y el médico que la atiende descubre que esto se debe a su avanzado estado de gestación; y, ante el desconcierto del recién casado, se averigua que la criatura es fruto del incesto. Así, en casi todos los seriales, la ambientación cobra tintes: sórdidos, unidos o no a la miseria, y en ellos lo erótico tiene color propio y preponderante, reduciendo al ser humano al nivel de lo animal. Destaca en este sentido la Historia del Reverendo Padre D. Seferino", párroco de un suburbio en el que él mismo había nacido. Las andanzas de este sacerdote, que es un personaje inverosímil, dan lugar a un violento ataque anticlerical, en el que se acusa a los seminarios de ser nidos de homosexualidad, y se lanzan burlas sarcásticas contra el sacerdocio.

VALORACIÓN DOCTRINAL

La frase que sirve de pórtico a la obra, firmada por Salvador Elizondo, refleja muy bien lo que el autor ha querido hacer en ella. Dice así: "Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo..."

Es en este sentido en el que se advertía al principio que ésta es una novela en círculos concéntricos, un alarde de habilidad narrativa, logrando a base de imaginación y humor, elementos claves que sólo fallan unas pocas veces y siempre en los momentos en que Camacho, cada vez más enfermo, pierde la cabeza y escribe delirios ininteligibles.

Sin embargo, no puede decirse que la única finalidad de la obra sea conseguir un mero juego formal que demuestre el dominio técnico conseguido por el autor. Al contrario, hay en ella también un amplio muestrario de ideas de fondo, que coexisten en cada uno de los planos narrativos sin interferirse ni dar lugar a confusiones. En primer lugar, Mario, Varguitas, es el típico representante de una clase media, burguesa, algo frívola y superficialmente tradicional, conservadora de lo ventajoso, descuidada con las exigencias que impone lo que dice creer. A través de su persona tiene lugar la descripción de una determinada concepción de la vida, sin hacer su apología pero presentándola en forma atractiva. Varguitas es el chico simpático y cariñoso, que además se casa con la mujer de la que se ha enamorado y que consigue el éxito, lo que equivale a demostrar que ha obrado bien y ha tenido razón en cuanto a su forma de ser, de pensar y de actuar, con todo lo que ello incluye. Así como su familia mantiene unos principios —la prima Patricia exige matrimonio canónico, la oposición a la tía Julia es en gran parte porque, al ser divorciada, no puede casarse por la Iglesia—, aunque no siempre viva de acuerdo con ellos, Varguitas en cambio aparece como más "sincero". Es el típico intelectual, liberado de "prejuicios", que sonríe ante las incongruencias familiares entre creencias y conducta, desde la superioridad de su propia coherencia. El actúa por su propia cuenta, sin hacer daño aparente a nadie y siendo él mismo la base y medida de un código ético propio, que prescinde de todo eso que "huele a religión, a beatería, a cosas pasadas de moda". Por eso, su personalidad se hace aparecer como atractiva porque prescinde de criterios objetivos, que se desdeñan como convencionalismos, y actúa con una aparente autenticidad y coherencia que no es en el fondo sino egoísmo y visión materializada de la existencia. Mario todo lo más que alcanza a soñar es vivir en una buhardilla de París, en honor a sus lecturas de Alejandro Dumas, y que sus escritos tengan éxito. Sus ideales no llegan más allá de esto, y de casarse y divorciarse a gusto. Dentro de un planteamiento semejante, la obra lleva implícita una clara defensa del divorcio por la vía práctica. El leve rechazo familiar a la tía Julia por la ruptura de su primer matrimonio, no pasa de ser algo anecdótico y superficial, confirmación por la vía negativa de la lógica de un procedimiento que sólo criticarán unas cuantas señoras chismosas. La tía Julia está contenta y feliz de haberse librado de un marido que no parecía importarle nada, y se divierte en gran manera buscando otro, pero sin dejar de decir lo bonito que es el amor. Desde el primer momento, ella y su joven enamorado se preguntan cuánto durará el matrimonio que proyectan, aceptando como normal el que no sólo no vaya a durar siempre sino que sea más bien corto y que después cada uno busque una nueva pareja. A la tía Julia lo que le preocupa son dos cuestiones de índole material: que Mario se muera de hambre si va a vivir de la pluma (y ella también, si se casa con él) y el trabajo que le costará encontrar otro marido si cuando se separen ella ya roza la cuarentena. Pero ninguno de los dos duda de que el mecanismo divorcista sea natural y el mejor posible. El desenlace de la novela parece confirmarlo, ya que nadie discute que el matrimonio debe durar lo que dure el amor y su final no produce ningún daño a personas equilibradas, máxime cuando, como en este caso, no hay hijos de por medio. Sin embargo, hay claro interés en diferenciar el matrimonio civil de la unión libre. Esto último —se dice— es indigno, en cambio lo anterior será verdadero matrimonio, creando así una confusión respecto a la ley natural.

Siempre en broma, mezclando verdades, errores y exageraciones, como hacen los seriales radiofónicos, el autor descalifica todo lo que signifique moralidad objetiva. No es casualidad que el personaje más recto e íntegro sea precisamente Camacho, también el más ridículo y caricaturesco, quien asegura "que el abuso de grasas, féculas y azúcares entumecía los principios morales".

La obra, sin pretender ser una novela de tesis, tiene dos vertientes conceptuales: la ya citada del relativismo moral de la ética subjetivista, de situación; y la de un claro propósito de crítica social. No se trata de atacar a la dictadura de Odria, ni de plantear de modo directo y primordial cuestiones de política de partidos. Lo que se persigue es satirizar a la clase más o menos dirigente, la alta burguesía, y describir con trazos deliberadamente melodramáticos la injusticia y miseria que padece el pueblo. Sus opresores son, por igual, los gobernantes y el clero, que a su vez es víctima de la represión sexual que el celibato le impone. Esta tendencia a dar al sexo una importancia capital en la vida humana se repite una y otra vez, en distintos planos, pero siempre con la misma insistencia. Su programa de liberación social pasa por esta previa liberación del instinto, y por ello ridiculiza, usando siempre la broma como ariete, la elevación espiritual que el catolicismo significa. Y el que lo haga a veces con ingenio, suave e indirectamente, con escenas que hacen reír y cuya intencionalidad oblicua queda disimulada hábilmente, no significa que el procedimiento sea menos efectivo.

La tía Julia y el escribidor es, en una lectura superficial, una novela bien hecha, divertida y bastante atrevida, tanto en el lenguaje como en su desarrollo. En profundidad, encierra un mensaje hedonista, cimentado en un materialismo sin militancia política, cuyo propósito es atacar, sin violencia visible, las bases de la concepción cristiana de la vida.

 

                                                                                                                 M.V. (1982)

 

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