VILAR, Pierre

Historia de España

Ed. Librairie Espagnole, París, 1963, 183 pp. (Traducción de Manuel Tuñón de Lara)

Se trata de una breve síntesis de Historia de España. En seguida se advierte que al autor le preocupa sobre todo el pasado inmediato. De las 183 páginas que tiene el libro, las ochenta primeras describen desde los orígenes hasta 1814; en cambio, las "Crisis contemporáneas" (1917-1959) abarcan setenta páginas, y dentro de este período, la etapa 1936 a 1959 ocupa más de la mitad.

Esta desproporcionada atención a los hechos más recientes se explica por el momento en que fue escrita la obra. La primera edición francesa apareció en 1947. Tras pequeñas revisiones en 1956 y 1959, la que ahora se ofrece en castellano procede de un retoque realizado en 1963. En 1947 la presión internacional sobre el régimen de Franco era muy fuerte, y los españoles exiliados —entre los cuales cabe contar al autor, pues aunque francés de nacionalidad, es catalán de nacimiento y ha residido mucho tiempo en Barcelona— veían próximo el derrumbamiento del régimen. Esta actitud expectante impregna fuertemente las páginas dedicadas a la guerra civil y al franquismo, y se manifiesta también en otras alusiones a lo largo del libro.

No puede decirse que su contenido sea absolutamente subjetivo, pero enseguida se advierte la inclinación del autor. Son manifiestos sus prejuicios respecto a lo que considera "constantes" del actuar español. Estas "constantes", a las que atribuye todos los errores y el retraso español, cree que responden, más que al carácter y a la escasa instrucción del pueblo, a su educación religiosa. Vilar concede a la demografía y a los factores económicos un importante papel, si bien su mayor definición ideológica viene dada por el absoluto desconocimiento de los valores religiosos, que considera como mera expresión cultural. Esta inadecuada valoración del factor religioso, tan decisivo en la historia de España, resulta el mayor defecto científico del libro.

La obra está escrita con un lenguaje vivo y atrayente. Por su capacidad de síntesis, resulta atractiva para quien se conforma con una visión simplista de la historia de España, que no exige el esfuerzo de desentrañar la complejidad de los fenómenos históricos. La intencionalidad del autor está hábilmente dosificada, con incisivos ataques a determinados momentos del pasado español, a ciertas ideas y a los valores religiosos. También ha contribuido a su popularidad su aureola de obra clandestina, prohibida durante años en España, pero fácilmente accesible a los lectores.

Resulta difícil hacer una reseña de este librito, ya que, al abarcar un período histórico tan amplio y de manera tan sintética, los comentarios serían tan extensos como la obra. Se procurará, sin embargo, recoger algunas de sus opiniones sobresalientes, dejando más bien hablar al propio autor, y precisar lo que tienen de subjetivo.

Al exponer la Reconquista, no hay ninguna alusión a aspectos religiosos propiamente dichos. Sin embargo, la Reconquista no puede concebirse prescindiendo de los factores religiosos. Es evidente que, ante todo, se trataba de la recuperación de territorios ocupados por los musulmanes, y por tanto, que sus objetivos fundamentales eran políticos. Ahora bien, a pesar de las rivalidades entre los reinos o príncipes cristianos, de las ambiciones personales y aspiraciones económicas de los caudillos y jefes de expediciones, es innegable que los cristianos sentían como un ideal la recuperación de aquellos territorios y aquellos súbditos para la fe cristiana. Así lo comprendió, por ejemplo, Fernando III el Santo de Castilla, y bajo la idea de Cruzada se hicieron las más notables expediciones.

Vilar dedica páginas interesantes, y en general correctas, a no ser por su incapacidad ideológica para comprender lo religioso, a la España del siglo XVI. Valora, por ejemplo, muy positivamente el esfuerzo colonial español, pero más bien por lo que significa de despliegue material, de energías y valores humanos (p. 42-46). Hace también un gran elogio del Siglo de Oro, incluso del fenómeno místico, siempre visto como manifestación cultural (p. 56-61). Sin embargo, es duro al juzgar la actitud española respecto a los moriscos: "minoría nacional a la que se combate con armas conocidas: luchas escolares y lingüísticas, propaganda, supersticiones de hijos y padres, represión policíaca, confiscación de bienes. La Inquisición no aporta nada a esta represión ni más ni menos rigor ni escrúpulos que los acostumbrados" (p. 37). Pero no indica que la Iglesia y el Estado procuraron al principio integrarlos y apenas señala que se jugaba la unidad y la paz sociales. La expulsión de los moriscos fue enormemente popular.

Destaquemos estas líneas: "El mundo cambia, alrededor de España, y ésta no se adapta. El unitarismo religioso es responsable de ello, en parte. Afecta, por arriba, a la actividad financiera judía, y, por abajo, a la actividad agrícola de los moriscos de Levante y Andalucía. El triunfo del 'cristiano viejo' significa cierto desprecio del espíritu de lucro, del propio espíritu de producción, y una tendencia al espíritu de casta. A mediados del siglo XVI, los gremios empiezan a exigir que sus miembros prueben la 'limpieza de sangre': mala preparación para una entrada en la era capitalista. Por otra parte, el puesto que ocupa la Iglesia en la sociedad no favorece la producción y circulación de riqueza: la multiplicación del número de clérigos y de las instituciones de beneficencia obstruyen la economía con clases improductivas; las confiscaciones de la Inquisición, las donaciones a las comunidades crean sin cesar bienes de 'manos muertas'. Por último, la Hacienda pública va a arruinarse por el vano empeño de proseguir la hegemonía en el orden espiritual. España, que el descubrimiento de América pudo haber situado en primera fila del mundo económico moderno, no ocupó ese puesto: lo debe, por una parte, a la psicología religiosa, mezclada de elementos económicos y raciales, heredada de la Edad Media en decadencia. El pasivo, en este balance de la unificación espiritual forzada, no puede descuidarse; prepara la 'decadencia' y las dificultades —sensibles hasta nuestros días— que encontrará la renovación" (pp. 38-39).

Este párrafo sintetiza la visión materialista de Vilar, aunque no falte una valoración de aspectos espirituales y culturales, pero siempre como caracteres subsidiarios. Hay una valoración meramente humana de la finalidad de la Iglesia y de los sacerdotes. El párrafo es aparentemente correcto, pero inexacto por su simplificación.

La multiplicación del número de clérigos y de instituciones de beneficencia no tenían necesariamente que crear clases improductivas. Los sacerdotes y religiosos no lo son. Antes al contrario, al desempeñar su ministerio, contribuyen a la promoción humana y social, mientras que las instituciones de beneficencia proveían de medios y sostenían a los necesitados.

Si se crearon bienes de las llamadas "manos muertas", es decir, bienes poco productivos, esto no fue propiamente por motivaciones religiosas, pues igual sucedía con bienes de laicos (mayorazgos), sino consecuencia de las ideas sociales de la época. Tampoco puede decirse que la Hacienda pública se arruina "por el vano empeño de proseguir una hegemonía en el orden espiritual", porque en la acción exterior española lo político y lo religioso, en razón de las circunstancias del momento histórico, estaban estrechamente ligados. Si la unidad religiosa fue lograda a gran precio (necesidad de expulsar a minorías religiosas, actuación de la Inquisición...), y quizás hizo perder al país potencial económico, le trajo un orden y una paz social de que no disfrutaron otros pueblos (guerras religiosas en Francia, Alemania, Escocia, etc.).

Para los españoles de los siglos XVI y XVII, la política del Estado debía atender a las exigencias y obligaciones de orden religioso. Por esta razón España defendió la causa de la Iglesia frente a la Reforma protestante, y hasta donde llegaron las armas españolas llegó también la fe católica, o se detuvo la ola protestante. Así enfocaron también la Colonización de América, aunque no dejaron de buscar provecho económico y aunque los conquistadores ocasionaran injusticias. Pero la intención de los Monarcas y Gobernantes y la acción evangelizadora del clero procuró mejorar espiritual y materialmente a los indígenas, frenar los abusos de los colonizadores y promover los derechos humanos en la forma en que se entendían entonces.

Vilar resalta que el enfoque espiritual de los españoles del XVI y XVII perjudicó a España, que perdió entonces una ocasión única para haber alcanzado un gran desarrollo económico. Esto, en parte, es cierto. Si los españoles entonces hubieran dedicado exclusivamente sus esfuerzos a sacar partido económico de su dominio político, si en América hubieran atendido, ante todo, a sacar provecho de las riquezas mineras, del comercio y de la agricultura, desinteresándose de la evangelización y de la civilización de aquellos pueblos, España hubiera progresado más. Pero la "decadencia del siglo XVII", tras un cierto progreso en el XVI, no es exclusiva ni directamente achacable a una visión cristiana de la vida. Entre otras muchas razones —pues el problema es muy complejo— porque los españoles no estaban preparados, ni por su número, ni por sus posibilidades técnicas y mentalidad, para sacar todo el partido económico posible de la conquista. Además, la conquista y colonización se producen en un momento de guerras europeas, a causa de la escisión protestante y de la expansión turca, y estos enemigos de España —y por tanto quienes estorban la obra colonizadora española— son los enemigos de la Iglesia.

Con los mismos presupuestos mentales se enfrenta Vilar al siglo XVIII y naturalmente, sus conclusiones son también desenfocadas. Véase este párrafo: "La historia contemporánea del pueblo español comienza, en realidad, con sus primeros esfuerzos por readaptarse al mundo moderno (en el siglo XVIII). Estos esfuerzos chocan con las fórmulas sociales y los hábitos espirituales que hemos visto nacer con la Reconquista, fijarse en la Contrarreforma y fosilizarse con la 'decadencia'; el conflicto no ha terminado y las crisis recientes no son sino su último episodio. La España del tiempo 'de las luces' conoció el primero de estos episodios, que fue quizá el más fecundo"(p. 67). No es de extrañar, por tanto, que incluya juicios como estos: "Y la masa española sigue siendo más sensible a los llamamientos del fanatismo misoneísta que a las lecciones, algo pedantes, es verdad, de los escritores ilustrados" (p.72).

Según Vilar, la Ilustración y la renovación cultural que entrañaba hubiera "modernizado" a España, es decir, la hubiera aproximado al mundo europeo. Pero fracasó por la actitud de la mayor parte de la población, especialmente de la masa popular guiada por el clero. Cabría preguntarse, en primer lugar, si esa "modernización" era un bien para los españoles, pues la consecuencia inmediata de la Ilustración ha sido la visión laicista de la vida y el liberalismo económico o Capitalismo, que tantos desajustes sociales, tensiones y guerras produjo en otros países europeos. En segundo lugar, cabría preguntarse si es justo reprochar a los clérigos de que la Ilustración no prosperara en España. Hay sin duda otras razones de carácter social, económico y de mentalidad que deben considerarse. Aducir que todas estas razones son consecuencia de la formación proporcionada por la Iglesia a las masas parece desatinado. Finalmente, hay que tener en cuenta —más de lo que en este libro de Vilar se refleja— el gran progreso español en el siglo XVIII, su desarrollo económico y cultural, y la recuperación de su influencia política en el mundo.

Durante los siglos XIX y XX, la historia de España ha sido más atormentada por las divisiones y discordias intestinas. Este duro y largo proceso, Vilar lo achaca, en el fondo, a que la Iglesia, a la que considera como una Institución de poder y de influencia, mantenga el país bajo control; y las reacciones, sean de los intelectuales, sean de los extremismos sociales, las explica como un fracaso de la misión evangelizadora de esa Iglesia. Los intelectuales de izquierda (Krausistas e Institucionalistas, Generación de 1898) eran los hombres del progreso intelectual, apartados de la Iglesia; los obreros y campesinos revolucionarios, hombres que, exacerbados, se levantaban contra la insostenible situación en que se les mantenía; en ambos casos, gentes a las que la Iglesia no había sabido educar. "La masa del clero español no escuchará la lección y guardará sus pretensiones a la dirección total del pueblo, sin justificarla con mayor cultura. El clero confundirá el mantenimiento de las prácticas con la solidez religiosa (...). En la adhesión u oposición a la religión, la parte integrante intelectual es débil; de ahí vienen los combates apasionados. Es el signo de una quiebra en la educación popular: escuela y catecismo a la vez (...). El movimiento espiritual español contemporáneo, incluso en sus aspectos tradicionalistas y místico, se ha producido fuera de la Iglesia: es un movimiento de 'intelectuales'" (p. 107).

Esta opinión no es admisible. Krausistas, institucionalistas y hombres del 98, no representan exclusivamente al sector intelectual; son solamente una parte de éste. La mayoría de los intelectuales eran católicos, lo mismo que la mayor parte de la población obrera y campesina, y las manifestaciones de anticlericalismo son, quizá, más espectaculares que profundas y a veces, surgidas de interpretaciones parciales y precipitadas. Finalmente, el movimiento espiritual español contemporáneo, incluso en sus aspectos más genuinos, desde Donoso Cortés a Menéndez Pelayo, pasando por San Antonio María Claret y otros tantos apóstoles del pueblo, fue esencialmente fiel a la Iglesia. Lo que ocurre es que Vilar sólo considera intelectuales a los que se apartaron de la Iglesia (p. 111).

Al entrar en los hechos más contemporáneos, es decir desde la Dictadura de Primo de Rivera a 1962 (que es la última fecha que menciona, aunque ya se ha dicho que propiamente el libro concluye en 1959), las opiniones subjetivas del autor, como puede fácilmente comprenderse, son más frecuentes. Por descontado que es patente su admiración por los hombres de la República y su absoluta crítica al franquismo.

Al referirse al terrorismo de los años 1921-23, lo describe simplemente, sin calificativos, y en cambio juzga con dureza la represión de Martínez Anido (p. 114).

Las páginas que dedica a la Dictadura son en gran parte, positivas y correctas. Resalta el interés por resolver los problemas militar y social, el impulso a las obras hidraúlicas, el progreso económico, pero termina diciendo que "el fracaso político acabó por ser evidente" (p. 117).

El análisis de la obra de la República (1931-1936) es bastante parcial. Expone cómo la República, durante su primera etapa (1931-1933) — el llamado bienio reformador o social-azañista —, trató los grandes problemas (Constitución, Escuela, Iglesia y Ejército) que habían surgido en el XIX, pero no advierte que estos problemas fueron abordados con sectarismo, con estrechez de miras, especialmente con respecto a la Iglesia. La idea de Azaña, principal protagonista, era acabar con la religión y con la Iglesia, a las que consideraba fanáticamente como causantes de todos los males del país. Su grito "España ha dejado de ser católica", era un deseo, que trató de poner en práctica con toda su convicción. Esta actitud, lo mismo que la política respecto al Ejército, llenó de natural alarma a la mayoría de la población, católica y conservadora. Pero, sobre todo, estaba el problema social, en particular el agrario. Vista con la perspectiva actual, una gran parte de la población de derechas se mostró excesivamente interesada y mezquina ante el problema de la reforma agraria, aunque para valorar esta actitud hay que tener en cuenta el clima social de la época. La presión radical, jacobina, de los reformadores de izquierdas, había llevado muy pronto a la convicción general de que la República, tan mayoritariamente aceptada el 14 de abril de 1931, estaba amenazando los fundamentos de la tradición. Por si fuera poco, la agitación social, en el campo y en las ciudades, atizada por socialistas y anarco-sindicalistas, creaba una situación difícil,que hacía prácticamente imposible una reconciliación.

Por estas razones vino la reacción de enero de 1934. No es como dice Vilar que "Azaña, creyendo que tenía aún el país con él, había hecho votar una ley electoral favorable a las mayorías compactas, que combinada con la abstención anarquista acentuó la expresión del cambio producido en la opinión" (p. 130). Lo que había sucedido era esto último: un cambio en la opinión, que llevó al poder a la derecha, tras convencerse la mayor parte del electorado de que la República, votada en 1931, era una República sectaria. Así los dos años finales de la República, calificados por Vilar de "bienio de reacción" o "bienio negro", no fueron sino un constante caminar hacia una ruptura violenta. El país estaba ya escindido.

La agitación social era creciente, y estaba dispuesta a hacerse con el poder, como lo demostró la revolución de octubre de 1934. Mientras que las líneas que Vilar dedica a la revolución de octubre rezuman simpatía son sumamente agrias al referirse a la represión (pp. 133-135). Así las elecciones de febrero de 1936, con el triunfo del Frente Popular, no eran más que el comienzo del fin: o la opinión radicalizada del Frente Popular o la opinión de las derechas tenía que imponerse. En una y otra postura se encierran, fundamentalmente, convicciones ideológicas: visión laicista de la vida en unos, visión religiosa en otros, (aunque esta concepción religiosa fuera mal entendida por algunos, e incluso manipulada, en ocasiones, para el logro de objetivos temporales). La alternativa de las derechas contaba con el Ejército, y así vino el Alzamiento de julio de 1936.

El autor expone los defectos o atropellos de los republicanos, pero siempre achacándolos a algo irracional, popular, provocado por la tiranía secular de la Iglesia sobre las conciencias y los hombres: "Una extrema izquierda anarquizante, 'los jabalíes', hacía gala de ese anticlericalismo popular, muy español, para quien el problema político gira 'sobre o contra los curas y frailes'. El 11 de mayo reanudó una tradición secular: los incendios de conventos, obra de pequeños grupos, pero cubiertos por la multitud con su indiferencia irónica" (p. 122).

En el programa de las derechas, no ve más que intereses: "sus consignas eran negativas: contra la Constitución, contra el laicismo. Pero el lazo de unión seguía siendo el viejo complejo de la "España negra": arriba intereses agrarios, y abajo tradición y religión. El clero movilizaba la opinión rural y a la masa electoral femenina" (p. 127). ¿No parece esta última afirmación un tanto simplificadora y exagerada?

La tragedia de la guerra civil la describe así: "El gobierno encuentra el apoyo (por lo menos moral) de las capas sociales medias, más numerosas que en el siglo XIX, porque tiene con él la legalidad, y contra él la 'España negra' de los sacerdotes y los generales, vieja pesadilla del liberalismo" (p. 140). "Los conventos dan asilo a los insurrectos y predican la 'cruzada'". (p. 140). Pero no se detiene a analizar las posibles razones. Relata de pasada, sin explicarlo con claridad, un acontecimiento tan importante como el de mayo de 1937 en Barcelona, en el que los anarquistas fueron brutalmente aniquilados por los comunistas (p. 146). Resalta, ciertamente, la unión del "Movimiento Nacional", pero la explica así: "Pero las masas conservadoras aceptaron la autoridad del clero y del ejército, mientras que las disensiones de los de arriba les eran desconocidas" (p. 146). La actitud de la Iglesia, es puesta en el mismo escalón político que el capitalismo: "Pese a algunos escrúpulos doctrinales, la Iglesia se amoldó a la acción fascista, y el capitalismo extranjero sostuvo a Franco financieramente. Contando con estas protecciones morales y económicas el régimen veló la brutalidad de sus métodos internos, y preparó un doble juego internacional" (p. 147). Esta alusión al doble juego internacional es válida, pero habría que añadir que era la única salida del franquismo para no echarse en los brazos de los regímenes totalitarios.

En la evolución interna de las dos Españas (1936-1939), Vilar señala la existencia en ambos campos de "represiones y terrores", que en el lado republicano fueron "desordenadas", mientras que en el nacional se ejecutaban en orden. Es curioso que el autor critique —no sin razón— las cifras que se han dado, pero intentando demostrar que más que el número cuenta la dimensión psicológica del terror. Pero destaca la cifra de unos veinte mil religiosos ejecutados, precisamente por su condición de tales. No resiste comparación el número de ejecutados —y la forma en que se hizo— en un campo y otro. Además, en el campo nacional las ejecuciones se produjeron en los primeros días y meses, con el natural desconcierto de la explosión revolucionaria, mientras que en el campo rojo fueron constantes, obra de una persecución sistemática. Pero dejemos al autor describir la cuestión, pues es muy explícito al respecto: "El efecto psicológico del 'terror rojo', desenfrenado, teatral, que recaía sobre personalidades conocidas, no será despreciable: el régimen lo explota diariamente por medio de la prensa, las conmemoraciones y los hábitos de vocabulario. Sin embargo, hoy en día, la opinión no toma en menos consideración el terror producido por el 'Movimiento': iniciativas falangistas o represión militar. Este terror se desató brutalmente desde los primeros días, por simples delitos de opinión, sin mayor moderación que la represión popular; además ha durado más tiempo que la sacudida revolucionaria; siguió a los ejércitos en su avance y ha sobrevivido a la guerra" (p. 149). Obsérvese que para Vilar existe un "terror", comparable al de la guerra, en la época franquista (¡). En estas últimas páginas, Vilar ha abandonado, prácticamente, su talante científico, lo cual, por otra parte, es perfectamente explicable.

Al hablar del programa del "pronunciamiento" de 1936 dice que era, en lo político, puramente negativo aunque una vez en marcha asumió el de la Falange (p. 153). También en lo económico era negativo: "... las castas dirigentes —clero, ejército, juventud rica asociada al Partido, a los cuadros militares y al Auxilio Social— se impusieron de forma decisiva, sin que ninguna fórmula económica nueva entrase en la realidad de los hechos" (p. 156).

El régimen de Franco, como se indica en el encabezamiento del apartado, en la página 156, se estudia entre 1939-1959, aunque hay algunas alusiones a acontecimientos posteriores, concretamente a la primavera de 1962. Todo su interés se centra en dar una imagen de provisionalidad del Régimen (por las razones ya indicadas al comienzo de esta reseña), de represión interior, de imposición de fuerzas tradicionales (clero, ejército, Partido) y de existencia de una fuerte oposición, manifestada sobre todo por obreros y estudiantes. Veamos algún ejemplo: "... influencia del clero en la Universidad y en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el desarrollo de las publicaciones apologéticas: todo esto imprimió un sello particular a los primeros años del franquismo, de tal manera que el catolicismo más tradicional y más integrista se identificó con la ideología del régimen en las regiones y clases sociales que habían asegurado su triunfo (Castilla, propiedad rural de tipo medio, burguesía de las pequeñas ciudades)".

Como esta última parte fue redactada en 1947 y revisada en 1959 y 1963, apenas se destaca el notable progreso económico realizado desde 1960. Hay una fugaz alusión a la mejora experimentada desde 1954, pero los datos económicos que se dan tratan de probar que, todavía en esta última fecha, no se habían alcanzado las cifras de producción del quinquenio 1931-1936.

Sin duda Vilar está en lo cierto al poner de relieve el pragmatismo político de Franco, que busca, ante todo, mantener el orden, acomodándose al ritmo de los acontecimientos internacionales. De un fascismo aguado, pasa, al comienzo de los años cincuenta, a una dictadura mitigada, que alcanza tanto a nacionalistas y católicos disidentes como a otros sectores ideológicos de izquierda. Como en todo este libro, su incapacidad para ver los valores religiosos le impide comprender toda la obra de saneamiento moral —sin duda con el apoyo de las instituciones— quizá en nuestros días más positivamente valorable por todos. La interpretación de que era un catolicismo —el del régimen— tradicional e integrista, que se identificó con la ideología de las regiones y clases sociales que habían asegurado el triunfo franquista, es una clara interpretación marxista, simplificadora e inexacta. La alusión a la labor del Opus Dei, parte de una visión superficial, que confunde la acción doctrinal y apostólica con la política. Finalmente, la impresión que quiere reflejar, en estas últimas páginas, de que el país estaba sujeto, pero que el pueblo no era adicto, es falsa, como tal afirmación general.

 

                                                                                                              V.V.P. (1980)

 

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