WILLIAMS, Duncan

Trousered Apes (Monos vestidos)

Arlington House, New Rochelle, N.Y. 1972.

 

CONTENIDO DE LA OBRA

Se trata de una crítica ideológico‑moral de la literatura contemporánea y de la cultura que refleja. Se centra en la cultura occidental y la literatura inglesa. Es una obra de difusión general, por lo cual—como reconoce el autor (p. 159)—adolece de las deficiencias de cualquier simplificación. Parte de la convicción de que la literatura y las humanidades son verdaderas fuerzas sociales y formativas, que moldean una época a la vez que la retratan. Y su tesis de fondo es que, actualmente, las humanidades actúan como un veneno que llega no sólo a la conciencia sino también a la esencia del hombre, destruyendo los valores verdaderos.

Desarrolla su análisis contrastando la literatura contemporánea con la del pasado, y su objetivo principal es descubrir por qué la actual literatura se caracteriza por la violencia y el animalismo (tratar al hombre meramente como un animal): “si el hombre moderno del occidente es sometido continuamente a una imagen de sí mismo que le presenta como un ser violento, apasionado, sádico y animalizado—imagen que no sólo procede de los mass media, sino que aparece en tratados filosóficos, obras de teatro, novelas, etc., ...— es probable que acabemos tendiendo, quizá inconscientemente, a imitar los caracteres ficticios dibujados por la literatura para nuestro placer y formación estética” (p. 93). Se apoya en las opiniones de otros autores, como Wertham, y llega a la conclusión de que esta imagen del hombre es presentada por la literatura contemporánea conscientemente, y no por casualidad.

1. Para hallar las raíces de esta actitud, el autor la compara con la mentalidad que refleja la literatura neoclásica de principios de siglo XVIII y la del período de transición que se da a finales de mismo siglo. Aquella época, a su parecer, vivía el ideal clásico del hombre civilizado, caracterizado por cierta dignidad, serenidad y armonía dentro de sí mismo, y dentro del universo (cfr. pp. 35 y 37). Al menos implícitamente, ese orden era manifestación natural de la mente del Creador. El héroe de la época era una persona diligente, agradable y satisfecha de sí misma (cfr. p. 52).

También opina que la época neoclásica hacía, de lo más alto, la norma; y de lo que no lo era tanto, algo corrupto. Sin embargo piensa que todo esto se debía, en parte, a la misma sociedad jerarquizada: en la sociedad actual aquellos standards son rechazados porque “la literatura contemporánea, que tiende a aceptar lo ínfimo como la norma, es fruto de una sociedad igualitaria” (p. 95).

Williams piensa que el cambio que ha sobrevenido se debe a que la revolución francesa (en la esfera política), el romanticismo (en la esfera literaria) y la predicación de Wesley (en la esfera religiosa inglesa) han desencadenado un anti‑autoritarismo y un movimiento emotivo que son los progenitores de la violencia y animalismo de la literatura de vanguardia de hoy (cfr. pp. 45‑48). El resultado es un relativismo atroz.

Afronta después la creación del teatro del absurdo, en el cual se ve la vida como una ilusión y engaño absurdo... todo sucede al azar, y los intentos del hombre por imponer un orden al caos son también simplemente absurdos (cfr. p. 69).

Pasa a tratar a continuación del existencialismo en la literatura y, para ello, se basa en Camus. Comenta las cinco fuentes que propone ese literato para considerar al mundo como algo absurdo (la futilidad de nuestros quehaceres diarios, el inevitable paso del tiempo ante la impotencia del hombre por detenerlo, un sentido de alienación del mundo externo de la naturaleza, la falta de sentido de las acciones humanas, y la muerte). Al hacer su crítica de estos puntos subraya el cambio que se ha operado desde un espíritu de abnegación a otro que sólo se interesa por el perfeccionamiento personal y que Williams señala como actitud dominante de nuestro tiempo.

2. Entre las principales características de la literatura y el pensamiento contemporáneo, el autor ve las siguientes:

a) “el poder de conmocionar, como su fuente principal de fuerza” (p. 72). De aquí arrancaría la violencia y el animalismo que parecen ingredientes obligados de casi todos los best‑sellers y obras de teatro;

b) el hincapié que se hace en que “la auténtica personalidad” es algo esencialmente primitivo v bárbaro. Esto aparece no sólo en el retrato complacido de prácticas anormales de sexualidad, sino sobre todo “en la elevación de la suciedad al nivel de la virtud, considerando el pudor y la modestia como vicios; de hecho, todo aquel que quiere hablar de una ética es considerado como un payaso cultural o, lo que es peor, como un reaccionario” (p. 97). Cita como ejemplos los anti‑héroes de Hollywood y la glorificación de lo primitivo. Se opone firmemente al llamado “realismo” y dice que “alabar la belleza, la dignidad y la grandeza, en el hombre y en la naturaleza, no es escaparse de la realidad ni de lo que es natural” (p. 129) sino que constituye la esencia del verdadero realismo;

c) el culto a la igualdad (igualitarismo). Piensa que los escritores del siglo XX consideran que “lo que es mejor de lo habitual debe mirarse con sospecha y hostilidad, porque será una reliquia del pasado, que es necesario cazar y destruir” (p. 39). A juicio de esos escritores, la sociedad ha de ser igualitaria—todos han de comportarse del mismo modo—y necesariamente hedonística (cfr. pp. 94 y 104). El autor rechaza esa postura como un mito moderno, comentando que no se puede negar que los hombres son desiguales, y que hay muchos jóvenes frustrados, precisamente porque luchan contra el mismo orden natural.

Una consecuencia de esta búsqueda de igualdad a cualquier precio, es —según Williams— la convicción entre los escritores contemporáneos de “que nosotros no necesitamos grandes poetas, artistas o músicos; y entonces se reduce el arte al nivel de una terapia subjetiva que no tiene más trascendencia que un baño frío” (p. 105). De hecho, no quieren hacer el arte como en la época neoclásica, porque requiere un esfuerzo y concentración prodigiosos; todo esto—afirma—contribuye a la creación de un público que adquiere erudición sin gusto (cfr. p. 74);

d) la desesperanza. Parece que cualquiera que escribe con optimismo es despreciado. “Todo el culto moderno a la violencia y al animalismo es en esencia el reconocimiento de un fracaso. Ya que los hombres no podemos llegar a un estado ideal, vamos a volver a un estado de barbarie. Y como no podemos borrar los vestigios de un pasado al que odiamos, pero del que no podemos escapar, vamos a vestir nuestro fracaso con palabras altisonantes...” (p. 40).

Williams piensa que la concepción destructiva y fatalista de la vida (que retrata al hombre más como una víctima que como un héroe) es en el fondo un complejo de inferioridad. “Muchos autores modernos se mueven subconscientemente por un sentido de inferioridad en sus relaciones con el pasado, su dignidad y su belleza; quieren destruir lo que se sienten incapaces de imitar o mejorar” (p. 42).

e) la oposición a toda autoridad, sea en la sociedad, sea en las diversas formas de religiosidad, que está en la base de esa literatura. “La moralidad siempre trae consigo un sentimiento de sumisión, un sentido de servicio y obligación... que pide que se reconozca una norma autoritaria, civil o religiosa” (p. 108).

3. La ética de situación tendría, pues, su raíz en esta actitud de oposición a la autoridad, que estaría a su vez fundamentada en el abandono de los principios de la ética natural. Dicha ética, piensa, ha llevado a algunos hombres de cada época a criticar los errores de los demás hombres y de la sociedad de su tiempo, con una mezcla de optimismo y pesimismo (cita a Henry Fielding y a Alfred Jarry a este propósito). Aunque se limita a unos ejemplos parciales, deduce que los escritores que no conceden validez a unas normas éticas absolutas siempre acaban difundiendo ideas subjetivas y minoritarias como si fuesen las opiniones de todos. Tales autores rechazan las bases de la sociedad en que viven, mostrando desprecio por la civilización misma y el comportamiento civilizado. Ellos son los únicos beneficiarios de los “movimientos de libertad” que propagan; como no se sienten miembros de la sociedad, se despreocupan de la suerte de esa sociedad (cfr. pp. 101‑102).

Encuentra en la figura de Raskolnikov en Crimen y Castigo de Dostoievsky, el ejemplo típico de la persona que tiene el deseo de desesperar y negar todo; es el anti‑héroe de la edad actual, egoísta, sin corazón y odiando todo raciocinio. “La mente raskolnikoviana es destructiva, de uno mismo y de la sociedad... profesando un amor a toda la humanidad, pero en el fondo buscando fines egoístas” (pp. 84 y 87). Considera el autor que ésta es la raíz de los movimientos revolucionarios y de algunos movimientos de protesta entre la juventud: “El apego de los 'raskolnikovs' a las teorías abstractas y su amor jurado por toda la humanidad, se debe en parte a su incapacidad de amar a cualquier ser humano fuera de sí mismo” (p. 109). En su crítica de los que argumentan de esa forma, dice que hay una falta de sinceridad y una huida de la realidad.

Otra faceta de la oscuridad de muchos autores provendría de su desprecio por las masas. Han perdido el contacto con la realidad y fabrican teorías abstractas que nunca estarían dispuestos seriamente a llevar a la práctica, pero que son peligrosas “porque tarde o temprano alguien intentará poner dichas teorías en práctica” (como Lenin, Hitler o Mao Tse‑tung) (p. 85).

4. Williams piensa que la característica más radical del pensamiento y de la literatura contemporáneos es la falta de fe en Dios: no la simple pérdida de fe en Dios, sino el rechazo deliberado de la misma posibilidad de la fe en Dios. “No es posible entender la literatura y la sociedad moderna sin reconocer que para la gran mayoría de escritores, artistas, críticos y otros moldeadores de los gustos y creencias públicas de hoy en día, Dios no sólo ha muerto, sino que nunca existió. Además, alguien que profesa una creencia en una fuerza sobrenatural es, dicen, o un cobarde moral (que quiere escapar de la realidad), o le falta el aparato intelectual necesario para dar peso a su opinión... en consecuencia, se establece una forma de totalitarismo intelectual, dentro del cual todo se permite y no se pone límite a las acciones o creencias de sus miembros” (pp. 60‑61).

Así, en nombre del liberalismo, estos autores son de hecho intolerantes hacia cualquier oposición a sus ideas, y tienden a la violencia, la destrucción y la anarquía. Williams piensa que esta situación es aceptada pasivamente por la sociedad en general, porque la gente no se da cuenta de lo que está pasando. A propósito de estas ideas hace notar la reacción confusa de muchos; mientras el revolucionario está siempre convencido de que hay una solución única, el hombre de la calle—que conoce la complejidad de la vida—supone que debe haber múltiples soluciones. Tristemente señala cómo los jóvenes que vocean los slogans, a lo que parece, sin humor ni humanidad, en el fondo no entienden los valores culturales que destruyen, ni el régimen que están ayudando a construir en su lugar (cfr. p. 135).

Al criticar el teatro del absurdo, el autor insiste en que la falta de fe no es algo espontáneo, sino que hay “una voluntad de no creer actualmente, del mismo modo que lo contrario era cierto en siglos anteriores; de modo que el caos moral que se avecina, como consecuencia del alejamiento de Dios no parece sino algo deliberadamente querido” (p. 82).

Con ocasión de su estudio del existencialismo literario, acusa a Camus de haber creado una situación de la cual no puede escapar porque deliberadamente se niega a tener fe en Dios. Aquí saca una conclusión que considera válida para muchos autores modernos: como su ateísmo es voluntario, las conclusiones que saquen serán pesimistas y absurdas.

Reconoce que siempre ha habido ateos, pero que lo que antes era un fenómeno aislado, ha llegado a tomar las dimensiones de un rasgo fijo y dominante en el pensamiento occidental: “los fenómenos modernos de índole filosófica, religiosa y literaria como el existencialismo, la ética de situación y el teatro del absurdo... son manifestaciones diversas de una falta de creencia en el Ser supremo y, por tanto, en un universo ordenado. El abandono de las viejas sanciones morales para buscar más bien la satisfacción personal es una consecuencia también de esa pérdida de fe” (pp. 61‑62). Todas esas tendencias subsisten en la convicción de que ésta es la única vida que tenemos. En definitiva, la falta de una creencia firme en Dios conduce poco a poco a la creación de una sociedad en la cual cada uno es su propio juez respecto a la moralidad, estética y leyes que necesita (cfr. pp. 67‑68).

VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLÓGICA

A pesar de las alabanzas que Williams dedica a la razón, orden y sabiduría que presiden la literatura neoclásica, por contraste con el subjetivismo romántico que está en la base del irracionalismo actual, la obra deja mucho que desear en cuanto a rigor científico y precisión terminológica. Al describir los frutos de la tradición clásica y cristiana afirma que “aun las virtudes dejan de ser virtudes si se las lleva a extremos”; aunque lo que trata de decir es “que el hombre no debe aspirar a ser un dios ni bajar al nivel de las bestias” (p. 89), tales afirmaciones no parecen tener un sólido fundamento, sino basarse más bien en el rechazo instintivo del autor hacia todo lo que sea desorden y barbarie cultural. Su argumento se reduce, en el fondo, a recordar que durante miles de años los hombres se han adherido a un orden moral, han buscado un ideal, han mantenido un código moral, que no se puede ni se debe echar abajo sin más. Negar esto, sigue diciendo el autor, sería tan inútil como organizar una polémica sobre el color preferido de cada uno. Le falta profundidad y se limita a persuadir sin dar razones claras; en cierto modo, cae en el relativismo que procura rechazar.

Al rebatir los argumentos de Camus, se limita a decir que el mundo y la vida no son absurdos, y que es una insensatez decir lo contrario, recurriendo a una intuición cuasi‑instintiva de que no es así.

En su deseo de persuadir a sus lectores de que hay un orden y un ordenador, Williams se sale de su tema para tratar de la evolución de la inteligencia. Asume entonces una posición evolucionista sin vacilación, como si fuese algo sobre lo cual nadie dudara hoy en día, con lo que demuestra que también él ha sido afectado por los slogans de moda que tanto critica, sin preocuparse de comprobar su validez científica cuando instintivamente está de acuerdo con ellos.

Así pues, aunque su sentido común le lleva a hacer un diagnóstico bastante acertado de los males que aquejan a la literatura contemporánea y de su influencia sobre la sociedad actual, sus afirmaciones no tienen más base que la que le proporciona su, al parecer, innata tendencia hacia un vago humanismo clásico. Cuando se opone a la desesperanza y tendencia nihilista que impregnan esa literatura, lo hace porque piensa que “la libertad verdadera puede preservarse solamente con un ideal individual basado en el control de uno mismo” (p. 112).

En consecuencia, su conclusión final aparece con poca base desde el punto de vista científico: “negar un ideal, hacer hincapié en el primitivismo del hombre, encender sus pasiones bajas, dudar de su capacidad de simpatía y empatía es, en definitiva, retratarle meramente como un mono vestido; es no sólo una forma de deshonestidad literaria, estética y filosófica, sino también un pecado contra la vida misma, un crimen contra la humanidad” (p. 149).

VALORACIÓN  DOCTRINAL

Ya en las primeras páginas, el autor señala como característica de la edad neoclásica la tendencia al deísmo, “haciendo hincapié en un modo razonado de vivir la religión, ignorando los elementos más sobrenaturales del Cristianismo” (p. 37). Williams parece aprobar esa actitud sin reservas. Más adelante, en su crítica al teatro del absurdo, da a entender que la única manera de evitar el caos moral que allí se propugna es simplemente la voluntad de creer en Dios. Aunque quisiera referirse a las disposiciones para aceptar la Revelación y corresponder a la gracia, su modo de expresarse ingenuo e incompleto está más cercano a una postura de tipo deísta que a la fe católica. En la misma línea, hay que advertir que cuando el autor habla de ley natural, se refiere, como explica a continuación, a una ética natural puramente humana, y no a la ley natural en cuanto ley eterna impresa en la naturaleza humana por Dios.

Cuando trata del evolucionismo, lo hace refiriéndose a una voluntad primordial e inconsciente de las criaturas prehistóricas para sobrevivir y adaptarse al ambiente, para llegar finalmente a ser un hombre. No menciona la espiritualidad del alma humana ni su creación directa por Dios, aunque está tratando de describir la génesis de un pensamiento conceptual. Sin necesidad de resumir sus argumentos, que son débiles y—como se dijo—poco científicos, baste decir que adopta la posición de los evolucionistas de moda; olvida por completo que una causa sólo puede actuar en cuanto que está en acto. A este respecto, son patentes las deficiencias filosóficas y teológicas del autor. En el capítulo “Moralidad instintiva”, afirma que el problema de la existencia de Dios no debe asignarse a la facultad racional, sino a la facultad instintiva. Y lleva este error a la esfera de la ética diciendo que lo más importante es dar cultura y civilización a los hombres. Hay que notar que tener una buena disposición es importante (cuidar, p.e., las actitudes afectivas y volitivas), pero no tanto como para que éstas sean la misma fuente de los juicios del hombre acerca de la existencia de Dios.

Una de las características que el autor encuentra en el literato contemporáneo es su dedicación al “self‑fulfillment” (satisfacción personal). Señala la búsqueda de este perfeccionamiento personal como el elemento base de la “nueva moralidad” de Santayana, Robinson, o Fletcher. La crítica de Williams a esos autores es más bien confusa, porque al rechazar la moralidad de situación o de conveniencia, parece conformarse con la necesidad—propugnada por ellos—de una elite que sabe más y que desprecia parcialmente a los demás. En el propio capítulo conclusivo, hace el autor numerosas indicaciones inexactas y confusas. Dada la importancia primordial que concede al proceso de civilización de la humanidad, no puede por menos de lamentar que éste sea tan lento. Pero lo hace simplemente en nombre de un humanismo del que ya hemos hablado y que corre el peligro de convertirse en un inmanentismo, si no en un determinismo.

En resumen, aunque esta obra constituye, en su mayor parte, un valioso contrapunto de las aberraciones a que está llegando gran parte de la cultura contemporánea, las lagunas filosóficas y teológicas del autor, que se guía casi exclusivamente por sus intuiciones y convicciones personales, dan cabida a errores doctrinales y a una ambigüedad de expresión que limita su lectura a personas con sólida formación.

J.W.A. y D.E.

 

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