CadenaLa cadena del proselitismo

Gervasio, 30 de marzo de 2007

Imagen: Franz Sedlacek, "Trining Field"

 

 

            Después de haber pitado, mi mayor desilusión fue darme cuenta de que en la Obra todo se reduce a proselitismo, que ese es su único fin, que todo gira en torno al proselitismo y que cualquier otra cosa buena o mala que del proselitismo pueda derivarse es mero subproducto. Al hacerme de la Obra —ingenuo de mí— me creía que había que convertir al infiel, hacer practicar su fe a quien no lo hacía —incluido yo mismo— y cosas por el estilo. También eventualmente proselitismo. Pero lo entendía como consecuencia de entusiasmar a otros en las mencionadas tareas de convertir al infiel, hacer practicar su fe a quien no lo hacía —incluido yo mismo— y cosas por el estilo. Hacer proselitismo como un fin en sí mismo nunca lo entendí y es de suponer que moriré sin entenderlo. Por eso fue para mi un gran alivio pasar una temporada larga en Villa Tevere. Allí no había que hacer proselitismo. ¡Qué maravilla! Sólo encomendar.

 

            No entiendo ese hacer proselitismo, para que a su vez el prosélito produzca otros prosélitos. Y así sucesivamente. Es la mecánica de las cadenas. El fundador de la cadena pide a seis personas que le envíe cada uno diez euros, con lo cual reúne sesenta euros. Pero esas seis personas, si consigue cada uno de ellos otras seis personas que les envíen seis euros, no pierden el dinero. Cada uno acaba ganando cincuenta euros. Y así ¿hasta cuando? Hasta que la cadena se rompe “no se sabe por qué”. Es un misterio que se rompan las cadenas, pero se rompen. ¿Si todos hiciesen lo que el fundador? ¿Si todos hiciesen lo que los primeros? No es tan difícil. Seis personas por barba. ¡Qué fácil! Y el fundador nos dio los criterios, y el ejemplo y las directrices y los medios y todo. Poniéndolas en práctica, las cosas tendrían que salir.

 

            De pequeño me dijeron que había unas llamadas “aporías”. Nunca las he entendido muy bien. Hay una aporía según la cual Aquiles, gran corredor, nunca puede adelantar a una lenta tortuga. La explicación de por qué no la puede alcanzar es correcta, al parecer, pero el caso es que Aquiles de hecho alcanza a la tortuga. Algo así sucede con las cadenas. De hecho se rompen, aunque inexplicablemente. Ninguna dura demasiado tiempo. La Obra me parece que está en ese momento de cadena rota, a juzgar por las noticias que me llegan. La cadena proselitista no tiene motivo para romperse, pero se ha roto. No se sabe por qué. Por eso lo que digo a continuación es pura opinión aventurada, pura intuición masculina, que como es sabido es muy inferior a la femenina.

 

            Dentro de la Obra hay gente frustrada. La fuente de frustraciones es consecuencia en la generalidad de los casos del cumplimiento de obligaciones que no conducen a ningún resultado positivo. Haz esto, haz lo otro, haz lo de más allá. Y el obligado a hacerlo en muchas ocasiones está convencido de que para nada sirve, de que es incluso contraproducente. Alguien es capaz de soportar condiciones de vida muy duras, cumplir deberes muy costosos, si tiene el convencimiento de que ello conduce a una meta precisa. Pero esa misma actividad —y aun otras mucho menos exigentes y  menos duras— resultan  frustrantes si se sabe que no conducen a buen término.

 

            La vocación comienza con la esperanza de que, haciéndote del Opus Dei, serás santo y feliz. ¿Qué se debe hacer? Seguir el camino trazado por el fundador, que inicialmente consiste en vivir un plan de vida —dos horas diarias de prácticas piadosas muy tradicionales— y participar en unos llamados “apostolados”, que en definitiva consisten en lograr que haya gente que pida la admisión en la Obra.

 

            Podríamos hablar de las tres edades de la vida interior frustrante. En la primera se tiene el deseo de ser santo, de ser proselitista, de empujar a la humanidad hacia el bien. El deber coincide con el deseo y eso es delicioso. Es la situación del que trabaja en lo que le gusta. Le gusta hacer deporte y además es su profesión y le pagan por ello. Por añadidura hay resultados perceptibles y gratificantes.

 

            Después viene la segunda fase de la vida interior frustrante. Uno ya ha logrado el hábito de dedicar dos horas todos los días a prácticas de piedad. Pero eso ya no se aprecia como un logro. Yo ya he adquirido el hábito de dedicar diariamente dos horas a prácticas de piedad. ¿Y qué? Yo he traído a dos amigos a la Obra, para que cumplan ese mismo plan de vida. ¿Y qué? ¿Va a ser ese mi sino hasta el día que me muera: traer gente a la Obra para que hagamos todos el mismo plan de vida? Y los que vengan lo mismo y así sucesivamente. ¿No estaré haciendo el canelo? ¿Sirve esto para algo?

 

            A esto hay que añadir que uno va adquiriendo las virtudes propias del pájaro solitario. Sin darse cuenta, uno se ha convertido en una rara avis entre los demás ciudadanos “nuestros iguales”. Lo de menos es lo de la soltería, cosa que cualquiera entiende. Lo peculiar es que todos perciben que uno depende para todo de unos extraños superiores. Como diría García Lorca “porque yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa”. Y por qué y para qué. En los centros del Opus Dei también eres una rara avis porque te ocupas y hablas de cosas —ejerces una profesión— alejadas de los apremiantes intereses del Opus Dei.

 

            La llamada “dirección espiritual que nos da la Obra”, donde ciertamente no caben capillitas ni falta que hacen, resulta por lo general despersonalizada. Uno puede haber hecho la charla fraterna, a lo largo de un año, con tres o cuatro personas diferentes y no digamos a lo largo de la vida. En esas condiciones uno no puede ser salvajemente sincero, sencillamente por falta de tiempo y de las condiciones necesarias. ¿Cómo puedo yo darme a conocer hablando a ratitos con personas diferentes? Lo de la sinceridad salvaje resulta aplicable sólo en relación con la pureza y no siempre. La cuarta vez que, nada más pitar, fui sinceramente salvaje con mi confidente, me regañó:

 

            — ¡Cállate! No sigas. Que puede oírte el jardinero. Yo creo que te ha oído.

 

            Efectivamente estábamos haciendo la charla en el jardín, mientras el jardinero iba y venía. Espero no haberlo escandalizado demasiado.

 

            Los que reciben la fraternal charla se ajustan al protocolo para recibir charlas al que uno también se ajusta tanto para darlas como para recibirlas. Esas plantillas, protocolos o como deban ser llamados son útiles. Y la verdad yo los echaba de menos para confesarme. Casi siempre tenía que hacer tremendos esfuerzos de imaginación para tener algo de qué acusarme.

 

            ¿Va mi vida a consistir en dar y recibir charlas fraternas, además de llevar a cabo dos horas de prácticas de piedad diarias? No, porque  además tienes que encontrar, seducir y convencer a gente para que ellos a su vez  hagan lo mismo.

 

            Cada vez percibes con mayor evidencia que a la Obra tú, tu entorno y tus circunstancias le importan un rábano. Y te exige que los demás —sean o no de la Obra— te importen un rábano también, lo mismo que sus circunstancias. Les importas —es verdad— en la medida en que puedas ayudar a la Obra. Y sólo en ese medida. La Obra y sus circunstancias y su entorno es lo que tiene interés. Te das cuenta de que en la charla fraterna no interesas a nadie. Y si eres tú el que recibes la charla fraterna lo que debes lograr  es que los que te han sido confiados no creen problemas de ningún tipo, que no den la lata, que aporten dinero y vocaciones. Y ya está.

 

             El ideal de charla que uno desearía hacer y recibir es de este tenor. Preocupaciones: estoy muy preocupado porque no correspondo bien ni a la Obra, ni a nuestro Padre. La Obra se desvive por mí. Me da medios de formación. Me facilita el camino hacia la santidad. Y yo no sé como corresponder. Tristezas: me entristece ser tan poco mortificado. Ayer sin ir más lejos comí una galleta. Debiera no haberla comido, ofreciéndolo por las intenciones del Padre. Alegrías: me alegra mucho que el Padre nos haya escrito una carta exigiéndonos más. Todos los días la leo y la releo y me siento ¡tan contento!, ¡tan contento!, ¡tan contento! ¡Me hace tanto bien! Tentaciones: tengo tentaciones contra la fraternidad. Sin ir más lejos ayer tuve la tentación de no dormir en el suelo la víspera de mi día de guardía. Se me ocurrían cosas como “ya dormirás en el suelo otro día en que estés menos cansado” o cosas así. Al final no cedí y acabé durmiendo en el suelo.

 

            — Veo que flaqueas en tema de fraternidad. Así que este va a ser tu examen particular. ¿Cuántas correcciones fraternas he hecho yo? ¿Cuántas solías hacer al mes hasta ahora? ¿Dos? Pues ahora harás por lo menos cuatro. Ese será tu modo de mejorar en fraternidad.

 

            Hay que olvidarse de uno mismo. Los demás deben también olvidarse de ellos mismos. Si al llevar su charla les hace demasiado caso, si das demasiada importancia a sus problemas, no alcanzan el olvido de sí. Con gentes de vida interior latosa no vamos a ninguna parte. Hay cosas más importantes que las preocupaciones de gentes egoístas o no suficientemente entregadas. Pero eso más importante no es, como en el caso de la madre Teresa de Calcuta, los pobres que no tiene donde caerse muertos, o algo así, sino la propia Obra. La Obra y su futuro. La Obra y su pasado. La Obra y la prensa. La Obra y la televisión. La Obra y sus enemigos. La Obra y sus amigos. La Obra y el gato con botas. Tu dinero es necesario para la Obra. Tus energías son necesarias para la Obra. Tus amigos son necesarios para la Obra. ¿Y la Obra qué hace? La respuesta no es satisfactoria: muchas prácticas piadosas, poca justicia y poca caridad.

 

            Un buen día, con la misma naturalidad con que aparece el sol por la mañana aparece la tercera etapa de la vida interior frustrante. Siguiendo con el símil del deportista, uno se da cuenta de que está cumpliendo una serie de obligaciones que no son simplemente estériles. Sigues teniendo la obligación de hacer una hora de gimnasia de mantenimiento diariamente. Pero no logras tonificar tu musculatura. Lo más que logras es tener de vez en cuando una rotura de músculos, lo que le obliga ir al fisioterapeuta, encontrar excusas para no hacer deporte, trampear como se puede. La obligación de hacer deporte acaba resultando y percibiéndose como una obligación de autodestrucción. ¿Es eso la unión transformante de que hablan los místicos? Como diría Ortega: ¡No es eso! ¡No es eso!

 

            Pero ciertos directores y directoras  sí alcanzan la unión transformante. Son los únicos —diría yo— que la alcanzan. Ellos son Opus Dei y el Opus Dei son ellos. Para los cargos de responsabilidad dentro de la Obra se eligen personas de espíritu y santidad probada. La santidad del numerario corre paralela con los cargos que ocupa, a los que por supuesto no está apegado. Recuerdo a Emilio Navarro, aleccionándonos a los que nos íbamos a incorporar por vez primera a un centro de estudios en estos términos: el que vale algo saldrá del centro de estudios de director local o por lo menos de subdirector o de secretario. Los que ocupan cargos de gobierno, incluido el fundador, siempre me han parecido un poco trepas, actitud que en tales casos es virtud, la de la magnanimidad. Es que quieren ser santos —he aquí la rectitud de intención— lo cual es aspirar a algo grande. Y se perpetúan en el cargo, al que por supuesto no están apegados. Si uno consigue tener un mercedes con chofer y todo ello pagado por los numerarios, las numerarias, los agregados, las agregadas, los supernumerarios y la supernumerarias, los cooperadores y las cooperadoras; en esa caso, se encuentra ya muy cercano a la santidad. Ha logrado la perfecta unidad de vida entre lo ascético, lo apostólico y su propio trabajo que es ser director del Opus Dei. Todo en él es Opus Dei: lo que piensa, lo que dice, lo que rechaza. Si el que tiene mercedes con chofer lo tiene como consecuencia de su actividad profesional, la santidad ya no está tan clara. Es sospecho de aburguesamiento y no de santidad.

 

            Todos estábamos contentos al principio; pero luego hay algo que conduce a la frustración. Esa frustración acaba siendo una frustración vital, profunda, existencial. En estas páginas de Opuslibros he leído muchas de estas frustraciones. Yo también tuve las mías. Me voy a limitar a una.

 

            Una de las obligaciones que me resultaban más frustrantes era asistir al curso anual, desde el primero al que asistí. Para quien no lo haya padecido resumo brevemente en qué consiste. Se trata de una estancia de veinticinco días en régimen de internado en un lugar aislado. No tiene lugar una sola vez en la vida, sino anualmente. Se vive a toque de timbre, según un horario, haciendo todos lo mismo al mismo tiempo: rezar, estudiar, dormir, reír, hacer deporte. El director puede cambiar el horario, cosa que hace con frecuencia, por lo que hay que estar atento a los timbrazos. Todo me resultaba desagradable. En las llamadas tertulias no me correspondía hablar, pues tengo pocas dotes personales de gracejo y de entretenimiento. Además cuando hablo suelo ser poco edificante. Los que reunían ambas dotes y tenían cargos de gobierno eran los que hablaban en las llamadas tertulias. Se estudiaba latín, pero de tal modo organizado, que nadie aprendía latín. Deporte tampoco se podía hacer, porque el tiempo de deporte era simultáneo para todos, por lo que una cancha de tenis permitía jugar un partido al día a dos personas o a lo más a cuatro si el partido era de dobles. Tampoco se podía hacer oración a gusto. Me resultaba difícil hacer oración por la mañana, porque en el oratorio diariamente hay un cura de predicación gritona. Por la tarde tampoco se podía hacer a gusto la oración, pues había de hacerse paseando por el jardín. Hacer la oración fuera del oratorio es una necesidad cuando uno trabaja. Y nada tiene de particular. El fundador afirmaba que su oración más sublime tuvo lugar en un tranvía. En mi caso tenía que llegar tarde al trabajo, después de hacerla en el oratorio, porque la organización del Opus Dei había llegado a la conclusión de que no basta que alguien afirme en la charla que cumple las normas, sino que  la organización debe comprobarlo visualmente.

 

            Y no sigo porque la mayoría de vosotros conocéis qué es un curso anual de veinticinco días de los que no te perdonan ni uno. ¡Lo que yo podría haber aprovechado veinticinco días al año, si me hubiesen dejado organizándome a mi aire! Lo directores con mercedes por supuesto no hacen curso anual. Tienen cosas más importantes en las que ocuparse.

 

            Los asistentes a un curso anual son clasificables en dos categorías. Unos en el  curso anual lo pasan bien, se divierten y se relajan. Pero también hay otros, ciertamente una minoría —minoría silenciosa por lo demás—, que lo pasan mal. Yo me contaba entre estos últimos. Ese encontrarme en minoría hacía que me sintiese muy alejado del Opus Dei. Este no es mi mundo, pensaba. Este no es mi sitio. Yo aquí no pinto nada. Y así lo contaba en la charla fraterna.

 

            Al llegar a mi centro y hacer vida ordinaria, la crisis de vocación iba cediendo poco a poco, generalmente al cabo de dos meses. Y así iba tirando de curso anual en curso anual. En el último de ellos me sinceré conmigo mismo y me dije. ¿Tú querrías realmente para tus sobrinos este género de vida? ¿Estarías dispuesto a enviarlos a cursos anuales para el resto de sus días? Mi respuesta sincera fue negativa. Es cierto que había una mayoría que en los cursos anuales se lo pasaba bien, se divertían, se relajaban y posiblemente aumentaban su piedad. Y es precisamente eso lo que me llevaba a la conclusión de que aquel no era mi mundo. Yo no crecía más que en frustración. Además entre los que se lo pasan bien predominaban los infantilizados, los mediocres, los poco trabajadores. ¡Cosa más fácil que vegetar en un curso anual! Los representantes de la minoría eran invariablemente personas de gran categoría en los diversos aspectos de la personalidad, santidad incluida.

 

            Tomada la decisión de abandonar una vida frustrante —los cursos anuales no eran lo único desde luego—, cuando se presentó la oportunidad de llevarla a la práctica no vacilé. En el curso anual, estaba dentro pero me sentía fuera. Eso les pasa a una minoría en la Obra. Están dentro, pero se sienten fuera. Y con el tiempo se acaban yendo. Se fueron unos pocos desgraciados. Pero luego aparecen otros pocos y otros pocos…

 

            Diagnosticaba antes que la Obra parece estar en una situación de cadena rota, a juzgar por noticias que me llegan. Cuando se rompe una cadena no se suele romper toda ella simultáneamente. Hay muchas ramificaciones, algunas de las cuales pueden perdurar. Pero, conocido el fuerte centralismo institucional presente en la Obra, no es de esperar que ese vaya ser el resultado, no parece que ese esté siendo el resultado.

 

            La Obra se está trasformando en algo parecido a la Old Order Amish. La Old Order Amish es una Iglesia anabaptista asentada en Estados Unidos y Canadá cuyos miembros siguen a Jacob Amman (c.1644-1730). Viven de un modo muy autosuficiente y autónomo. Tienen sus propias tierras de cultivo. No envían a sus hijos a las escuelas públicas, que rechazan, sino que tiene sus propios medios de enseñanza. Tienen su propio idioma, que en un dialecto germánico. Son piadosos. Su número se calcula en 80.000 distribuidos en 1.200 distritos. La necesidad de preservar los propios valores, las propias esencias, la propia identidad, en suma, los hace muy cerrados a cualquier innovación tanto eclesial como mundana.

 

            El la Obra percibo rasgos semejantes. Como a los Amish tampoco a los miembros de la Obra les sirven las escuelas públicas para llevar a sus niños, ni tampoco las de los religiosos. Tienen sus propios colegios. Tienen su propias Universidades, insuficientes en número. Las carreras de humanidades en general y sobre todo la carrera de filosofía de las Universidades estatales no son aptas para sus jóvenes, pues fácilmente se deforman en ellas. Tienen su propio santuario de peregrinación, Torreciudad. Tienen su propia intelectualidad. Uno de sus más significativos intelectuales era Carlos Cardona Pescador (q.e.p.d.), que fue director espiritual de la Obra. De él dependía la llamada “censura interna”, que es la que da permiso a las personas de la Obra para que publiquen. Eso de “censura interna” suena un poco mal y su nombre fue sustituido por el de “asesoría de publicaciones”. Ello quedaba justificado porque a la función de censura —esta frase o esta idea hay que cambiarla, esto no se puede publicar si no es así o asá— se añadió la de asesorar sobre lecturas. Inicialmente sólo había dos libros aconsejados. Curiosamente de los dos era autor Carlos Cardona Pescador (q.e.p.d.). Uno se titulaba “Metafísica del bien común”. Era su tesis doctoral, muy floja. No me acuerdo del nombre del segundo libro; pero era el resultado de su  otra tesis doctoral —la segunda— que estuvo a punto de ser rechazada por el tribunal que la juzgó. Cuando falleció la reseña periodística dio la noticia de que había fallecido “el filósofo Carlos Cardona”. Lo que omitió decir es que se trataba de un filósofo desconocido en los círculos filosóficos. Y lo propio sucede con sus teólogos. Como consecuencia del Derecho particular canónico al que están sometidos, el Opus Dei les “asesora” —nunca les “censura”—, sus escritos. Por lo demás son intelectuales como los otros intelectuales sus iguales.

 

             El Opus Dei tiene también sus propios clubs juveniles, su propio servicio doméstico, sus propios proveedores, sus propias casas de decoración, sus propias sociedades mercantiles o civiles para esto y para lo otro. Hacen bien. No lo critico. Se trata generalmente de actividades lícitas. Los miembros del Opus Dei suelen aclarar que hay que distinguir dos cosas: las obras corporativas y las que no lo son. De las primeras se hace cargo oficialmente el Opus Dei. Las casas de retiro son casi siempre obras corporativas. Pero un colegio de segunda enseñanza no tiene por qué serlo y generalmente no lo es. Tienen razón. En honor a la verdad hay que decir que hay entidades que son del Opus Dei y hay otras que no lo son —“nada tienen que ver con el Opus Dei”—, lo que no impide constatar que se trata de una editorial donde suele publicar la gente del Opus Dei o de un colegio al que envían sus hijos la gente del Opus Dei, etc.

 

             Tiene sus propias casas de retiros muy parecidas las unas a las otras. Las casas de retiro —lo mismo que los clubs, los centros y demás edificios— tienen el planteamiento de una franquicia. Tienen que cumplir con un motón de requisitos —cuidadosamente inspeccionados por los directores— para que puedan ser homologados, incluido el nombre. Se aceptan fácilmente los nombres de árboles: los robles, los tilos, los pinos, las acacias, etc. Los nombre de torre, peña y monte seguidos de algo, especialmente si son nombres concordes con la toponimia del lugar: torrecorada, torre cerrada, torre corrida, monte mar, monte río, monte lago, peña blanca, peña  negra, peña merciana.

 

            Tienen su propia lengua oficial que no es el inglés, sino el castellano. El fundador no entendía inglés y decidió que el idioma oficial de la Obra fuese el castellano, con todo lo que esto  limita las pretensiones de universalidad de la Obra. Ese mundillo peculiar acaba produciendo un lenguaje peculiar.

            — ¿Que es eso de abrirse en abanico?, me preguntó un amigo presuponiendo que yo, por haber sido del Opus Dei, debería conocer su significado.

            Se lo expliqué lo mejor que pude. Había acudido a él un numerario que le hablaba de cosas de la Obra entre ellas de que faltaba apertura en abanico en relación con no sé que situación o con no sé qué persona. Otra cosa que tampoco entendía era a qué pudiera referirse su amigo cuando le hablaba de “labor de San Rafael” o de “vocal  de San Gabriel”. No digamos ya cuando decía cosas como “trataba” a un “chico de San Rafael” muy “encajado”.

 

            — ¿Qué es la corrección fraterna?

 

            Eso ya no se lo supe explicar.

 

            Me sorprendió inicialmente que un numerario ya mayor confiase a un amigo que no es de la Obra cosas que tiene que ver con la corrección fraterna y la apertura en abanico. Lo pensé un poco más y llegue a la conclusión de que, si no ¿con quien lo iba a hablar? A los del Opus Dei les pasa como a los militares. No pueden criticar al mando entre ellos mismos porque es delito de conspiración. Tampoco pueden enfrentarse al mando o enjuiciar sus decisiones porque es delito de rebeldía. Como consecuencia acuden a alguien fuera del mundo militar, que de nada entiende del ejército ni se interesa en ese tema.

 

            Como los militares, como los Amish, los del Opus Dei viven en un  mundo cerrado. El mando militar impone la solapa ancha, para modernizar sus uniformes y cuando acaba de dar esa orden la moda civil ya ha vuelto a cambiar. Las numerarias iban casi siempre con falda plisada  durante una época. Parecía un uniforme. Un amigo mío para referirse a una numeraria, como no conocía muy bien la distinción entre numeraria y supernumeraria,  decía:

 

            — Sí. Una de esas que llevan falda plisada.

 

            A lo que voy. Que me estoy divirtiendo mucho. Para que la cadena no se interrumpa, se ha adoptado un sistema de circuito cerrado, que es como funcionan actualmente la mayoría de las fuentes ornamentales de las plazas y jardines. Hay un despliegue de surtidores, de juegos de agua, de chorros diversos y de luces, pero el agua no se renueva. Es siempre la misma. Necesita sólo un poquito de agua nueva nada más. La suficiente para recebar. Pero esa fuente no aporta agua al huerto, ni produce flores, ni verdor, no apaga la sed, no sirve para que las personas  ni para los animales, para que alguien pueda asearse, refrescarse o solazarse. Me recuerdan al Opus Dei.

           

Gervasio

 

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