En homenaje a Antonio PetitEn homenaje a Antonio Petit

Líbero, 20 de abril de 2007

Imagen: Salvador Dalí, "Rosa meditativa"

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Transcribo a continuación la carta que acabo de recibir:

 

            «Querido L.,

            Cada día se suceden situaciones injustas y dolorosas en la vida, muchas de ellas difíciles de evitar, pero muchas otras son provocadas intencionadamente, y por eso resultan más dolorosas. Estas acciones se perpetúan y se repiten con la complicidad del silencio: nadie ha visto nada, nadie comenta nada, nadie sabe nada, hasta que alguien habla y se empieza a investigar. Estoy firmemente dispuesto a conseguir que cosas así dejen de suceder. Ya es realmente increíble que todavía sucedan y encima que las lleven a cabo personas que dicen amar a Dios. ¿Se dan cuenta del daño que están haciendo?

            El pasado 12 de febrero falleció Antonio Petit Pérez, sacerdote numerario de la Prelatura del Opus Dei, y yo no quiero que su ejemplo heroico y su sufrimiento permanezcan en el olvido. Por eso te lo cuento para que el testimonio de su coherencia de conciencia sea conocido y tu hagas de todo esto el uso que creas más conveniente.

            Antonio tenía 59 años y desde hacía unos 22 vivía con un riñón transplantado, por lo que necesitaba frecuentes atenciones médicas: llevaba 43 años en el Opus Dei y 32 como sacerdote. El 15 de abril de 2006, después de pedir consejo a personas que le querían y de haber hecho completo su curso de retiro anual, escribió la carta a su Prelado pidiendo la excardinación por su decisión de dejar la Prelatura.

            Desde hacía unos diez años era objeto de calumnias dentro de la institución y de persecuciones que se concretaban en el control de la correspondencia (me dijo que, cuando se trasladó de ciudad hace diez años, no le entregaron ninguna carta durante 6 meses, a pesar de que le constaba que le escribían) y también las llamadas telefónicas, hasta el punto que un día el director le preguntó que por qué llamaba con tanta frecuencia a un número en donde respondía siempre una mujer. Era su hermana, pero el director llamaba a hurtadillas y, al oir la voz, colgaba, con gran susto por parte de su hermana que pensaba que la estaban persiguiendo.

            La situación se hizo insostenible y decidió irse. Se trasladó a la ciudad M., en donde viven sus padres, ya muy mayores, y estuvo con ellos unos días hasta que se trasladó a la ciudad B., en donde trataba de incardinarse para continuar ejerciendo su sacerdocio. Al día siguiente de llegar a M. se presentó en su casa el director de su Centro para pedirle que reconsiderase su decisión. Y, viendo éste que no había modo, entonces le pidió que cambiara la carta al Prelado porque en ella decía cosas que al Prelado no le gustarían: concretamente, Antonio decía que no podía seguir en una institución en la que el Prelado mismo había dicho de él, ante otras personas (y sin haber hablado personalmente con Antonio), que él “era una mala persona”.

            En la ciudad B., aconsejado por sus amigos y para evitar difamaciones –que, cómo no, llegaron puntuales, a pesar de todo–, estuvo viviendo en un convento de clausura de carmelitas, al tiempo que las atendía como sacerdote, en donde las monjas disponían de una habitación vacía, de 3 por 3 metros, para su director espiritual. Allí ha vivido este último año, hasta el día de su muerte, prácticamente sin nada, en la pobreza más absoluta, sin sueldo ni dinero con que vivir, buscando ejercer su ministerio sacerdotal contra viento y marea.

            Poco tiempo después de haberse instalado allí, un día le dijo la Superiora del convento que no les celebrara la Misa, pero sin explicarle el motivo. Muy extrañado, Antonio habló con ella al día siguiente y ésta le confesó que el Vicario de la Prelatura del Opus Dei había hablado con ella y le había dicho que él estaba suspendido por su Prelado. Su asombro fue mayúsculo, pues efectivamente había recibido un decreto del Prelado (que te adjunto al final, con unas breves notas) en el que curiosamente le concedía la venia para excardinarse, le daba 4 meses para encontrar un nuevo obispo, y le decía que entretanto quedaba suspendido de las licencias para confesar y predicar y, si pasados los 4 meses no encontraba obispo que le incardinara, entonces el Prelado entendía que era obligado suspenderle “a divinis”. Por las notas que añado al final podrás ver mejor la manifiesta injusticia y el abuso inaceptable de este modo de obrar.

            Este “decreto” lo recibió Antonio a principios de julio, es decir dos meses y medio después de dejar la Prelatura materialmente, y cuando tenía concertada una entrevista con el obispo de la ciudad B. para pedirle la incardinación. Antonio preparó un recurso canónico frente al abuso del Prelado del Opus Dei, para su tramitaciónn ante la jerarquía de la Iglesia y defender el derecho y la honestidad de su proceder. Sin embargo, como la entrevista con el obispo de B. estaba fijada para unos pocos dias después, decidió consultar este asunto primero con este obispo. Y, efectivamente, éste le aconsejó que no lo presentara: aparte de considerar que el “decreto” adolecía de defectos de fondo que lo hacían nulo de pleno derecho, no veía necesario que lo hiciera, porque él le otorgaba ya, de inmediato, las licencias necesarias para ejercer el ministerio sacerdotal en su diócesis. Y además, si el decreto valiera para la Prelatura del Opus Dei, Antonio ya no iba a ejercer ahí su ministerio. Lo mejor era pasar, y dejar ahí el tema.

            La verdad es que Antonio salió muy contento de esa entrevista, por el apoyo personal que encontró en ese jerarca de la Iglesia para continuar con su dedicación al sacerdocio. Fue una mano amiga, en momentos difíciles. No sé si eres consciente de que Antonio llevaba 43 años en el Opus Dei, como antes te decía, y ejerciendo como sacerdote durante más de 32 años, trabajando sin parar y sin cobrar un solo euro. Después de tantos años, se fue de la Prelura con lo puesto, sin apoyo de nadie ni cobertura económica ninguna. Esto se dice fácil, pero es difícil ponerse en su situación.

            En esa entrevista Antonio le dijo al obispo que, a petición del vicario de la diócesis, ya le había entregado un curriculum y un certificado médico de su precario estado de salud. Ante su sorpresa, el obispo le dijo que no había recibido nada. Más tarde pudo comprobar que “alguien” —en el camino— había tirado las dos cosas a la papelera. Sobre este punto vale la pena que te cuente con más detalle lo que sucedió con su certificado médico.

            Resulta que en cuanto llegó a la ciudad B. se fue a ver a su médico, a la sazón supernumerario del Opus Dei, y éste le dijo que ya sabía que estaba en B. y, muy molesto, le comentó que le habían importunado desde la Delegación indicándole que no le entregara ningún certificado médico a Antonio o, en el peor de los casos, que lo mandara antes a la Delegación para que ellos examinaran su contenido y, además, que supiera que bajo ningún concepto Antonio se habría de quedar en la ciudad B. A pesar de estas “quejas” del médico, manifestadas en el primer momento, meses después Antonio me dijo que ese médico ya no se comportó con él del mismo modo y con la confianza de antes.

            Terminada la entrevista con el obispo, éste le dijo a Antonio que tendría que esperar un poco antes de que le diera ningún encargo pastoral, pues pensaba que, antes de resolver sobre su situación, era prudente que él mismo —el obispo— se pusiera en contacto con el Prelado de la Obra o sus Vicarios. Al parecer las relaciones con éstos eran o siguen siendo bastantes tensas, no sé exactamente si por el asunto de Antonio o por otros motivos.

            El caso es que, en el mes de septiembre, el obispo de B. le confirmó a Antonio que sí, que le acogía a prueba por un año, como es costumbre en las excardinaciones, para después incardinarlo en su diócesis, pues no veía obstáculo ni inconveniente para no hacerlo. De momento, provisionalmente, le asignaba un encargo en la curia diocesana y le concretó también una buena parroquia de la ciudad, cuyo párroco también trabajaba por las mañanas en la curia, para que echara allí una mano y tuviera una casa digna donde vivir.

            Cuando unos días después Antonio va a esa parroquia, advierte que el párroco pertenece a la asociación clerical de la Obra, que se llama Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, o sea, que ese párroco era o es del Opus. Antonio le transmite lo que le ha dicho el obispo y, cuando le cuenta también su situación e historia personal, observa entonces que la acogida inicial de ese párroco, favorable hacia su persona, cambia de inmediato. Le dice que espere, pues tiene que hacer una llamada telefónica (ya puedes imaginarte a quién o a quiénes). Resultado: ahí mismo le niega acogida, desobedece a su obispo, echa a Antonio de la paroquia, y no le permite quedarse ni un segundo porque le dice que es imposible y que el obispo no se entera de nada.

            A mí lo que me parece es que el obispo no pudo imaginar ni prever que la gente del Opus fuera capaz de comportarse así, y aún es posible que le hubiera enviado a una parroquia regentada por alguien del Opus pensando que tal vez serían los más indicados para comprender a Antonio y vivir la caridad con él, en su nueva situación. ¡Qué ingenuidad! ¿Vale la pena que te añada algunos comentarios sobre qué es la caridad o cómo la entienden algunos? Pienso que no. El comportamiento de ese párroco habla por sí solo. Es cualquier cosa menos caridad cristiana.

            En este caso el efecto inmediato fue que, como consecuencia de esa negativa, el destino último de Antonio acabó siendo una parroquia difícil, muy descuidada en la diócesis, donde el obispo pensaba que la presencia de Antonio haría mucho bien, pero que no tenía calefacción ni vivienda en condiciones. Por eso Antonio continuó durmiendo en la habitación del convento de carmelitas. Todo esto agravó sensiblemente su delicado estado de salud, con el fatal desenlace que ahora te cuento.

            No obstante, debes saber antes que, en todo este tiempo y a pesar de los retrasos, las incomodidades, y las jugarretas que le hicieron a Antonio, jamás salió de su boca una palabra de crítica hacia nadie, ni de queja por su situación. Sus familiares incluso lo veían cambiado, porque una alegría y una luminosidad especial se veía en su rostro durante estos últimos meses: “le había vuelto la sonrisa, y era otro”, decía uno de sus familiares. Es verdad que, ante el comportamiento de sus “hermanos” del Opus Dei, Antonio quedaba perplejo porque no podía dar crédito a lo que estaba viendo y viviendo: no podía creer que todo eso viniera de la que llamaban –y él mismo lo creyó así durante años– “nuestra madre guapa la Obra”, a la que había servido durante tantos años.

            Desde el mes de septiembre, en que el obispo de B. pidió la venia al Prelado del Opus Dei para recibir canónicamente a Antonio, tuvo que esperar hasta finales de noviembre a que la Prelatura respondiera y, hasta ese entonces, el obispo no pudo formalizar el nombramiento de los encargos a Antonio en la diócesis. Y, aún así, la Prelatura dió su conformidad sólo de palabra, llamando por teléfono directamente al canciller de la diócesis, quizá para no dejar rastro de que estaban cediendo ni rastros por escrito de reconocer que no tenían derecho a impedir la incardinación de Antonio en B. Pero el canciller, según contó después Antonio, tomó nota de lo que le decían por teléfono, levantando una diligencia por escrito y dando fe de esa venia.

            En enero de 2007 es cuando Antonio supo también que, a pesar de su precario estado de salud, la Prelatura le había dado de baja en la Seguridad Social durante el mes de septiembre de 2006, sin decirle nada, al tiempo que el Prelado retrasaba su venia, sin la cual él no podía tener un  nombramiento oficial en la diócesis de B. y, por tanto, no podía tener ningún sueldo, como tampoco la atención médica adecuada. Nunca mejor dicho, en estos meses vivió de la caridad de quienes se preocuparon por él y con él practicaron la misericordia, pues en todo ese tiempo ni después recibió jamás un solo euro del Opus Dei. Y, para mayor vergüenza de quienes han demostrado no tenerla, debo decir que esa institución sí le creó otros problemas económicos añadidos.

            Resulta que hacía años había tenido un coche puesto a su nombre en la ciudad B., que también en su día fue dado de baja, pero esta baja no se comunicó al Ayuntamiento. Como habían pasado varios años, cuando Antonio se empadronó ahora en la ciudad B., de inmediato recibió un aviso de embargo en su cuenta corriente por importe de 500 euros (él apenas tenía 1.000 disponibles) por los impuestos municipales atrasados de aquel coche. Llamó al Centro de la Obra respectivo para que se hicieran cargo de la deuda, pero no le hicieron ningún caso. Y él personalmente tuvo que ir —ya fatigado y agotado, por las calles de B. con su insuficiencia respiratoria— a pedir una copia de la baja del coche, para luego hacer los trámites en el Ayuntamiento a fin de que le retiraran el embargo. Perdió dos mañanas enteras, y parte de su quebrantada salud, para recuperar unos pocos euros que le eran necesarios para poder comer.

            La cosa no acaba aquí. En esos días llamó a su antiguo centro de la ciudad S. para pedir que le enviaran la correspondencia del último año, en la cual estaba una carta con la tarjeta de crédito recién gestionada en la entidad bancaria, donde tenía su minúscula cuenta. Respuesta: le dijeron que lo habían tirado todo a la basura, incluída la carta con esa tarjeta de crédito. En fin, al menos le dijeron que lo habían tirado.

            Perdona si desciendo a todos estos detalles, que pueden parecer puntillosos. Son importantes, pues este escrito no es capaz de reflejar en su justa medida los sufrimientos y las humillaciones que padeció el pobre Antonio. Y sí deseo transmitir, al menos, la misma pena que yo sentí —y sigo sintiendo— cuando él me los contaba, según acaecían estas cosas: obras todas ellas de “buenos cristianos” que presumen de su fidelidad y de su amor a Dios.

            Ya en agosto comenzó a estar muy fatigado, por lo que en septiembre pasó su revisión médica semestral. Como su médico no le dijo nada especial para sus ahogos respiratorios, el familiar que le acompañaba se lo hizo notar a los médicos del servicio y, después de unas pruebas, le diagnosticaron hipertensión pulmonar indicando un tratamiento. Mejoró y así fue tirando hasta el mes de enero. A partir de entonces se fue apagando, poco a poco, pues sus dificultades para respirar eran cada vez mayores. El pneumólogo le hizo pruebas, pero con tan mala fortuna que omitieron la prueba de esfuerzo, por lo que tuvo que retrasar el tratamiento hasta que se la hicieran.

            Durante los días de la semana que fue la última de su vida, estuvo especialmente atendido por uno de sus familiares que, al verlo tan mal y conociendo su situación, le ofreció su casa para poder cuidarlo más de cerca y ayudar a que mejorase. Sin embargo, fue empeorando, hasta el punto que el día anterior a su muerte lo llevaron a casa del médico (el supernumerario de la Obra) que le trataba, quien se limitó a recetarle algo para expectorar y además dijo: “no lo veo para ingresar porque no está cianótico”. Pero ese día se encontraba tan mal que ni siquiera pudo celebrar Misa.

            Al día siguiente le despertaron a las 9 de la mañana, tomó su medicina y, como seguía sin encontrarse bien, prefirió quedarse un poco más en la cama. A las 10,30 le oyeron gemir y, cuando entraron en su habitación para ayudarle, había dejado de respirar. Se avisó al médico de inmediato, pero ya nada pudo hacer. Este familiar comunicó el fallecimiento a la gente de la Obra y éstos, al poco, se presentaron en la casa para llevarse el cadáver y ocuparse de su funeral y entierro. Un Vicario de la Obra dijo a los familiares que se ocupaban de todo porque Antonio seguía perteneciendo jurídicamente al Opus Dei.

            La realidad aparente fue así: la Obra le organizó un funeral por todo lo alto, en una Iglesia llevada por sacerdotes numerarios, en el que concelebraron 18 sacerdotes y cuya homilía fue predicada por el mismo Vicario que, en vida de Antonio, se cuidó de inquietar a las carmelitas para asegurarles que no podía celebrarles Misa. Huelgan los comentarios. También es verdad que en el tanatorio, estando todavía Antonio de cuerpo presente, un vicario de la diócesis de B. increpó a los jefes de la Obra con palabras fuertes, diciendo: “vosotros sois quienes le habéis matado”.

            Días después se celebró otra Misa de funeral en la parroquia de la diócesis de B. que Antonio atendía. Pero aquí no asistió nadie de la Obra, salvo su médico supernumerario: ¿con cargo de conciencia?, él sabrá. El hecho cierto es que en la historia clínica que entregó tras la muerte figura que le había diagnosticado ingresos periódicos en el hospital para atender sus insuficiencias respiratorias, e incluso el uso habitual de determinados aparatos para superarla. Nada de eso nos consta a quienes conocíamos de cerca la situación de Antonio.

            ¿Qué se ha dicho después? Los parroquianos atendidos por Antonio en la ciudad de B. le recuerdan con gran cariño, a pesar del poco tiempo que con ellos estuvo: supo quererlos y consolar a muchos de ellos. El sacristán, que ayudaba dariamente en su Misa, le recuerda con particular afecto: “Era muy bueno. Estaba muy malito. Y me temía algo así, porque a veces le veía que ni tenía fuerzas para levantar el cáliz después de la consagración”.

            Sin embargo, en los ambientes del Opus se dicen otras cosas, siempre en voz baja porque, en estos casos, la mejor política es el silencio y borrar el nombre de la memoria de los mortales. ¿Por eso, dos meses después de su muerte, ni siquiera han puesto todavía su nombre en la lápida del panteón de la Obra donde está enterrado? ¿Lo pondrán alguna vez? Ya en el mismo funeral algunos comentaron: “Antonio no estaba bien de la cabeza, se le había ido la olla y le daba por dedicarse a atender a los mendigos, vivía por su cuenta como un pordiosero, porque así quería… Y, al final, la Obra que es tan buena madre se ha cuidado de todo: desde luego, no hay mejor sitio para vivir y morir que el Opus Dei”. Y, en esta secuencia, otros rememoraron actos heroicos de sus hermanos: “Me parece que vivía en un convento de carmelitas, y hasta fue ahí uno de los nuestros, muy enfadado, para recriminar a las monjas porque le estaban ayudando en sus locuras”. Y suma y sigue. No sigo por aquí, porque esto no es lo fundamental.

            Antonio, te has ido físicamente muy sólo, pero con todo el afecto de tus amigos, de quienes de verdad te querían. Estoy seguro de que ahora, quienes conozcan tu historia, te acompañarán con su afecto y sus oraciones, como estoy seguro de que tú nos ayudas y nos acompañarás a todos. A mí me parece que, si hay santos en la Iglesia católica, son gente como tú. ¿No es acaso tu vida el testimonio heroico de una santidad verdadera, anónima, sin espectáculo?

            Como decía más arriba, te mando una copia del decreto que recibió Antonio. Es una prueba irrefutable de que había dejado ya la Obra, aunque el expediente de su excardinación no estuviera formalmente cerrado: quien lo dice es el mismo Prelado que le concede la venia de excardinación. Después añado unas notas para que puedas entender un poco el “sinsentido” de ese decreto y las incoherencias de su contenido.

 

I

Decreto de Mons. Javier Echevarría de 28 de junio de 2006

 

 

 

 

 

II

Notas al decreto dictado contra Antonio Petit Pérez

 

            1. Tanto durante su estancia en M. con sus padres, como luego en la ciudad B., las autoridades de la Prelatura no solamente conocían su teléfono móvil, sino que supieron en todo momento en dónde se encontraba, como lo corroboran las varias visitas recibidas en M. por parte del director de su antiguo Centro de la Obra en la ciudad S. y de otras personas pertenecientes al gobierno regional de la Obra en España, como las recibidas en B. por parte del Vicario delegado en esa ciudad, quien por dos veces se presentó en el convento de carmelitas sin previo aviso.

            2. Se le concede la venia para la excardinación solicitada y al mismo tiempo se le sanciona con la revocación de las facultades ministeriales para predicar y oir confesiones, aduciéndo como motivo la objetiva imposibilidad por parte del Ordinario de nuestra Prelatura que te concedió esas licencias (y que en definitiva es el responsable último del uso que de esas facultades se hace) de ejercer un efectivo control que garantice ante la Iglesia el adecuado uso de las licencias ministeriales. Y no contento con sancionar sin que el sancionado haya cometido delito, falta o conducta sancionable, se le concede un plazo perentorio de cuatro meses para encontrar un Obispo que esté dispuesto a incardinarlo. O sea, un plazo para realizar algo que no depende de él, sino de la voluntad del Obispo que le reciba. Y, encima, se aduce como razón para limitar ese tiempo a solo cuatro meses, el que no puede, sin grave daño, dilatarse indefinidamente en el tiempo. Y a continuación se añade que, si en ese plazo no encontrara un Obispo dispuesto a incardinarle, entonces el Prelado —dice— me vería objetivamente obligado a asumir la dolorosa responsabilidad de privarte de otras facultades relativas al ejercicio del Orden Sagrado (es decir, la llamada suspensión “a divinis” canónica).

            3. Esta resolución es tan injusta, y al mismo tiempo tan inútil, que bastaría citar muy pocos cánones del Código vigente para desmontar su objetiva inconsistencia.

            a) Nunca existió “abandono” de funciones por parte de Antonio, sino ejercicio simple y llano de lo establecido en el número 29 de los Estatutos de Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei (Codex Iuris Particularis Operis Dei) que dice: 29. Perdurante incorporatione temporanea vel iam facta definitiva, ut quis possit Praelaturam voluntarie relinquere, indiget dispensatione, quam unus Praelatus concedere potest, audito proprio Consilio et Commissione Regionali [“Mientras dura la incorporación temporal o ya hecha la definitiva, para que alguien pueda dejar voluntariamente la Prelatura, necesita una autorización (dispensa), que sólo puede conceder el Prelado, oído su propio Consejo y la Comisión Regional”]. Esto es lo que hizo Antonio, por unas causas que explicó detalladamente en su carta al Prelado de fecha 15 de abril de 2006, que a su vez motivó su salida del Centro en la ciudad S.

            b) Esas razones no fueron ni negadas, ni discutidas ni refutadas, sino que la única respuesta fue el “decreto” de junio. De su texto puede deducirse curiosamente que tales razones no se negaban, a salvo el matiz de que en parte no eran compartidas, pues se dice: Pienso que comprenderás que pueda no estar de acuerdo con algunas de tus afirmaciones y reflexiones que en esas páginas se contienen, pero respeto tu libre y clara decisión de pedirme la excardinación que, en dicha carta, manifiestas que lo haces, después de un período de especial reflexión. ¿Dónde está entonces la conducta “errónea” o “irregular” de Antonio que justifica la sanción penal que sigue?

            c) Si algo quedó sin la debida atención en la Prelatura, nunca se debió a negligencia de Antonio, sino a la del Prelado, ya que tardó varios meses en responder a la carta de abril y, para su mayor vergüenza, lo hizo dictando este decreto inicuo. Este hecho muestra muy a las claras los modos internos de proceder en el Opus Dei, donde una cosa es el papel de sus Estatutos y otra la realidad de hecho. La cosa resulta más escandalosa cuando se lee en el número 31 de esos Estatutos: Dimissio, si opus sit, fíat maxima caritate: antea tamen suadendus est is cuius interest ut sponte discedat [“Si hubiera de hacerse la dimisión, hágase con la máxima caridad: antes, sin embargo, persuádase al interesado de que se marche por su iniciativa”]. ¿Dónde está la caridad máxima con que deben conducirse estos asuntos?

            d) Cuando un sacerdote solicita la excardinación —el sacerdote numerario lo debe hacer a la autoridad de su Prelatura— debe seguir lo que establece el Código canónico vigente, en los cánones 267 y siguientes. Y, curiosamente, estas normas no determinan ningún plazo ni limitan el tiempo para buscar y encontrar un nuevo obispo que incardine. Es más, en esas materias se prevé que, si un sacerdote marcha a una diócesis distinta de la suya y ninguno de los dos obispos —el de procedencia y el de destino— dicen nada durante 5 años, automáticamente quedará incardinado en la nueva (c. 268 §1). ¿A qué viene entonces ese plazo de los cuatro meses? No es más que una “excusa” para amenazar con la suspensión absoluta del ministerio sacerdotal y, en este caso, impedir que Antonio ejerciera con normalidad su ministerio fuera de la Prelatura del Opus Dei, pero ciertamente una excusa ilegítima y contra todo derecho.

Querido L, esto es todo lo que quería contarte. Te puedo decir que redactando esta carta, recordando a Antonio y su calvario me he emocionado varias veces. Pero también te digo que ahora he roto el silencio que más daño le hizo a él y a muchos y estoy seguro de que las cosas pueden cambiar, para que nunca vuelva a sucederle a nadie más.

 

Recibe un fuerte abrazo,

Pedro»

 

Libero

Foto de Antonio Petit Pérez, tomada el 17 de enero de 2007, 26 días antes de su muerte.

Antonio Petit

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RECURSO DE ANTONIO PETIT CONTRA EL DECRETO DEL PRELADO

LA HISTORIA INMORAL DEL OPUS DEI

 

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