CONGRESOS IGLESIA ESTADO

ALBERTO MONCADA

 

El Siglo, julio 2006

 

En Mayo de 1952 se celebró en Barcelona el Congreso Eucarístico Mundial. Fue un gesto de apoyo eclesiástico a Franco que, al año siguiente, firmó el Concordato con el Vaticano, cuyas consecuencias aún colean y que  significó convertir la doctrina  católica en parte de la ideología franquista.

 

Ese mismo  año Franco pactó también con Eisenhower el acuerdo de las bases y el régimen logró así los dos principales apoyos que tuvo para subsistir frente a la hostilidad europea por su perfil antidemocrático.

 

En estos días el papa Benedicto viene a Valencia al Congreso Mundial de la Familia para apoyar la hostilidad conservadora contra un gobierno democrático  que se atreve a legislar en clave civil asuntos que la Iglesia católica preferiría mantuvieran un carácter confesional. La Iglesia, como es sabido, ve con malos ojos el divorcio, las bodas entre homosexuales, la interrupción del embarazo, los medios anticonceptivos, en fin, todo aquello que los países democráticos han incorporado a sus leyes cuando las costumbres ya  lo habían hecho.

 

Este papa sigue la línea del anterior en intentar la recuperación de la confesionalidad del Estado, algo que ni siquiera apoya toda la derecha política y sociológica española pero, en este tema, como en otros, el partido popular continúa secuestrado por un trozo de su clientela que actúa de la mano de la conferencia episcopal y que  hoy recibe al papa con la seguridad de que apoyará sus planteamientos.

 

Pero, ¿qué tipo de apoyo puede proporcionar hoy  la Iglesia a los partidos conservadores distinto al extremismo ideológico?

 

La Curia Vaticana, como casi todos los organismos centralizados y endogámicos, fue capaz, bajo la dirección del papa Wojtyla, de cancelar los intentos de renovación eclesial del  Concilio Vaticano II. Y será capaz, de no sufrir una auténtica reforma interna, de cancelar los actuales, teología de la Liberación, opción por los pobres, sacerdocio más abierto,  etc. El papa actual, anterior Inquisidor en jefe,  protagonizó una autentica persecución de los eclesiásticos que pensaban por su cuenta y se atrevían a formular hipótesis que él mismo, antes de ser curial, compartía. La Monarquía vaticana es una gerontocracia dotada de un poder absoluto, con  escasa descentralización y nula participación popular. Estas características la condenarían al fracaso en el mundo mercantil y en el político pero en el mundo eclesiástico todo está permitido porque no hay control por parte de las clientelas, que se limitan a abandonar por incomodidad personal o aburrimiento. Esto es lo que está pasando hoy con la desafección de las nuevas generaciones, la religión a la carta y la pérdida de fieles en beneficio de cuantas sectas ofrecen hoy esa dimensión extra emocional combinada con una ayuda práctica, una red de beneficencia que la Iglesia católica ya no tiene.

 

Paralelamente, los recursos humanos decrecen y van envejeciendo. Uno de los signos más obvios del momento actual, y una de las razones por las que el papado favorece al Opus, a los Legionarios de Cristo, a los Kikos en vez de a las tradicionales ordenes, jesuitas, franciscanos, dominicos es que los primeros tienen abundantes vocaciones, muchos sacerdotes mientras los Seminarios diocesanos y las órdenes tradicionales se vacían. Las nuevas fundaciones, la mayoría nacida en el mundo latino, son también fundamentalistas y encierran a sus gentes en una burbuja ideológica, donde se mantienen seguros al precio de basar su adhesión religiosa en la emoción.  Por eso los que se salen de ellas tienen muchos problemas psicológicos para reconstruir su personalidad y su andadura en la sociedad civil.

 

La organización eclesiástica tiene también problemas de financiación. La América generosa ha visto como algunas diócesis han quebrado por las indemnizaciones resultantes de los juicios civiles de pederastia sacerdotal y, con un dólar débil,  ya no es aquel proveedor munificente de los tiempos del cardenal Spellman.  La Tesorería vaticana ha sufrido incontables avatares, con los conflictos delictivos del caso Calvi y las aventuras en dinero negro del Arzobispo Marzinkus. Pocos días antes de morir, Juan Pablo I había ordenado una investigación de las enmarañadas finanzas vaticanas que se canceló a su muerte. Juan Pablo II utilizó el dinero católico para ayudar al sindicato polaco Solidaridad en su lucha anticomunista y la incapacidad de la Iglesia española para dejar de depender del presupuesto del Estado es un índice más de que los tiempos no son boyantes. La Santa Sede está en números rojos. Y sin dinero no hay influencia.

 

Quizás el gran problema organizativo sea la escasez de sacerdotes diocesanos y su progresivo envejecimiento.  De hecho,  muchos curas tienen que binar o hasta trinar, como dicen ellos, los domingos, decir misa varias veces, y bastantes parroquias son atendidas por monjas que, salvo confesar y decir misa, desempeñan todos los oficios pastorales y asistenciales. Esa es una de las razones por las que el feminismo católico pide más cuotas de poder eclesiástico y, desde luego, que la Iglesia deje de estar obsesionada con los genitales femeninos.

 

Sin una organización bien dotada de personal y recursos, sin una fuerte descentralización,  sin autocrítica,  la Iglesia católica  seguirá avanzando hacia su transformación en un gueto ideológico con un apéndice ceremonial y una antigualla política, el Estado Vaticano. Los discursos y homilías de Wojtyla y Ratzinger están llenos de ese componente nostálgico y condenatorio que se muestra incapaz de entender y aceptar plenamente  la democracia  y el pluralismo cultural y ansía recuperar la confesionalidad perdida desde esa posición de extrema derecha en la que le han instalado los dos últimos pontífices..  La derecha española no puede sacar muchos beneficios de esa situación y, cuando pasen los ecos de la  mascletá” valenciana, las cosas retornarán a su normalidad, el Boletín Oficial del Estado seguirá en manos de la autoridad civil y el partido popular lejos del centro político, donde están los votos que dan la victoria electoral.

 

Alberto Moncada

 

 

 

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