Nihil novum sub sole

Ibera, 28/10/2022

 

Llevo bastante tiempo leyendo vuestra página, que me parece magnífica. A mí me ha ayudado a entender muchas cosas por las que pasé. A estas alturas no voy a aportar nada nuevo, creo que todo está dicho. Incluso reconozco que me da un poco de pereza ponerme a escribir... Pienso que hay tantos testimonios que uno más de poco va a servir. Pero allá voy, por si estoy equivocada y si vale a alguien.

Yo era una niña de familia católica practicante. Ambos padres trabajaban en profesiones liberales y el estudio y el trabajo tenían una importancia muy grande en casa. Para todos, daba igual que fueras niño o niña, las exigencias en estudio, en formación y en estímulos intelectuales eran las mismas. Nosotras no teníamos que ser “discretas”. Yo he sido muy alegre hasta los 11 años: reía, cantaba, escribía poesía, hacía comedietas, era bastante gansa y al mismo tiempo muy responsable y autoexigente. Era piadosa, solía ponerle flores a la Virgen. El ambiente católico era mi hábitat natural. La peste entró en mi casa -y en mí- el día que vinieron unos vecinos al edificio. Eran supernumerarios.

La madre -sin profesión conocida- montó un club para niñas. Tenían una hija más o menos de mi edad. Esa niña estaba programada como una calculadora: tenía en el armario una hoja de papel con el horario escrito al milímetro. Vivía en un régimen cuartelario. A mí me daba pena, porque estaba tan controlada... Jugar a levantarse las faldas era pecado, no participaba en bromas tan pronto había un punto de gamberrada, iba a misa diaria, rezaba, leía cuatro cositas previamente fiscalizadas y completamente infantiles para su edad... Vamos, llevaba una vida cuasi numeraril con 13 años.

Después de hacer las manualidades, la madre se ponía seria y nos ponía a hacer un examen de conciencia. Poco después nos llevó a un curso de cocina a un piso y allí, en el club, se contaban historias de miedo, se cantaba, se hacían concursos... Bien, planes divertidos a los 13 años. También pasamos un fin de semana en una casa prestada: dormir fuera tenía mucho atractivo. Poco después pasé a un centro de verdad, a uno de san Rafael. Allí vivían unas cuantas chicas y la directora era un poco mayor que ellas. Yo las veía muy tontas por no entrar en el oratorio con vestidos de tirantes, no sé, se me hacían rancias... Aún tenía frescura en mi cabeza y en mi corazón. Ahí se me pegó con cemento una chica que pasó a ser “mi muy mejor amiga” que diría Forrest. Me empezó a invitar al círculo breve, a meditaciones, a... Bueno, qué os voy a contar que no sepáis.

Como se organizaban maratones de estudio, sonaba “muy de mayor” y poco a poco, casi todo empezó a girar en torno al centro. Yo era muy estudiosa, me gustaba aprender y, como dije, en mi casa la exigencia era clara. Mi formación religiosa era muy pobre (aunque el colegio al que iba era religioso, las monjas estaban en plena efervescencia progre y no hacían más que hablar de las relaciones interpersonales, pero de religión nada). Por eso cuando montaron aula de teología en el centro, me pareció interesante. Mis aprendizajes de Santo Tomás (el cura no salía de ahí) tapaban carencias propias de la edad y específicas mías. Mi panorama interior se fue haciendo más complejo, perdí poco a poco la frescura de mis años anteriores y empecé a plantearme cosas que no sabía gestionar. La religión y el estudio poco a poco se fueron convirtiendo en un refugio donde guardar mis miedos e inseguridades.

Mis padres, que en otras cosas me educaron bien, nos dieron herramientas muy pobres en ciertos aspectos. Supongo que pasó en más familias: había temas que no se trataban con naturalidad. De todas formas, a esas alturas, mi vida no era solo el club. No sé por qué, me aficioné a ir a un asilo a visitar a las viejitas y hacerles compañía. Las limpiaba, les daba la merienda, conversación... Iba muchos sábados. Fue la primera vez que vi morir a alguien: la monja le cerró los ojos, le puso un pañito en la cara y empezamos a rezar. En el club me llevaron a ver a una pobre, pero le pusimos delante unos bombones, le dijeron cuatro tonterías y nos fuimos. A mi aquello me pareció una pantomima (no andaba nada descaminada).

En esas fechas, pongamos 13/14 años, tenía una inquietud intelectual grande. Me encantaba leer y cada vez leía más libros de religión, cuando antes leía novelas en abundancia. Me sentía un poco por encima de las niñas que estaban pendientes de pintarse, arreglarse y tontear con chicos. Mi madurez personal en el sentido afectivo era cero. Mi colegio era de niñas y poquísimas veces me había movido en grupos con niños que no fuesen familia. Como dije antes, seguramente me refugiaba en eso por inseguridad, aunque yo me veía “superior”. Y continuó el machaque constante. Venga meditaciones, confiésate con el sacerdote del centro, venga círculos, venga a hablar conmigo. Mi “muy mejor amiga” no me dejaba ni a sol ni a sombra. Y empecé a tener dependencia de ella para consultarle cosas. A buen sitio fui... Esta numeraria me repetía lo que después vi que eran fórmulas estereotipadas, con madurez vital y espiritual raquítica. Ella era un producto típico made in Opus, con sus estampitas, su ropa de monja de paisano, sus infantilismos, su pobreza cultural impropia de una universitaria... No quiero ser cruel con ella, pero es una barbaridad que pongan a personas como X a aconsejar a niñas en aspectos espirituales, porque no tenía ni idea de la vida, ninguna formación ni perspectiva vital. Es un crimen. Y la Iglesia debería tomar cartas en el asunto. Y serias.

Cuando leí en esta web lo del ángel que baja del cielo con la pluma a decirte que tienes vocación casi me caigo de la silla, ¡¡¡porque a mí también me lo dijo!!! ¡Es increíble que tengan pautadas hasta las mismas frases que dicen para que la gente pite! (el joven rico y la generosidad, otro “must”, que si tienes inquietudes espirituales y has entrado en contacto con la Obra es que Dios te llama por ese camino...). Es más que una vergüenza un abuso en toda regla que haya un planning para violentar las almas en masa, tratándonos como un producto que hay que troquelar para que todas quepamos en el molde. Y en nombre de Dios... Esto, esta acción sistemática y calculada que nos forzó a tantas a entrar en una vida de exigencia religiosa en una organización como el Opus, sería, desde mi punto de vista, motivo más que suficiente para que lo disolviesen. ¿Exagero? No, y es muy adecuado decir que es una estructura de pecado. Claramente una estructura de abuso sobre las almas.

Yo iba dando tumbos. Por un lado me atraía la teología más progre, con más contenido social y criticaba que los sagrarios tuvieran joyas, pero por otra parte que si las canciones de amor humano a lo divino, que si yo tenía tendencia a sublimar las cosas (sublimar es una herramienta muy consoladora cuando hay cosas que te dan miedo), yo qué sé... un horror. La presión a la que te puedes ver sometida si eres un alma con sensibilidad para las cosas de Dios y yo sin duda lo era) te deja marcado lo más íntimo. Mucho tiempo después un sacerdote que me ayudó mucho me dijo que el primer lenguaje que se aprendía era el que dábamos por bueno y que costaba mucho poner la cabeza a 0 para eliminar esas cosas que, además de falsas nos hacían daño y volver a aprender un lenguaje sano. Ellos jugaban con ventaja. Con toda la ventaja. Desde el cura en las meditaciones hasta el taladro de mi “amiga” todo era “Dios te llama, Dios te llama... a ser numeraria y has de ser generosa. Y yo, a aquellas alturas era generosa y buena.

Y llegó una de las fiestas grandes y había que poner un pitaje encima de la mesa. Y me eligieron a mí, de imbécil. La presión era ya la de una máquina de estas que levantan toneladas en las obras públicas. Y yo era una piedrita de 15 años que llevaba cuatro respirando ese ambiente. En una salita, a solas las dos, “vi” que iba a ser apóstol. ¿Una sugestión? Seguro. Los ritmos de mi alma no eran los naturales, todo estaba previamente planeado para que surgiera en mí una crisis vocacional, como acertadamente le habéis llamado en esta página. Y rápidamente, sin perder un segundo, fuimos a dirección a comunicarlo a la directora. Me quedé un poco chocada porque ella me preguntó ¿estás segura? Le dije que sí y me dejó escribir la carta. Pero no sé por qué percibí cierta actitud reticente, algo raro. Esto va a tener mucha miga después, pero no quiero hacer spoiler de la historia.

Ese curso la gente pitó como churros: no quedó títere con cabeza. Por supuesto que no se lo digas a tus padres, porque la vocación es como una velita que se acaba de encender y ellos no entenderían, blablabla... Recientísimamente pitada iba con la directora por la calle y pasó por la acera de enfrente un tío con una pinta digamos “poco convencional”. Yo toda llena de conciencia de mi condición numeraril me sentí obligada a criticar lo feo que iba aquel chico, lo mal vestido que iba. Pensé que así hacía puntos en mi condición de castidad. Mi gozo en un pozo: la directora me recriminó que no guardase la vista, me indicó que por la calle fuera rezando y sin fijarme en nada. Yo me quedé con las orejas gachas. Ella fue la que, una vez pitada, me contó lo del cilicio y las disciplinas. Lo vi medieval, brutal, pero con el pretexto de la Cruz de Cristo acababas tragando con todo lo que te pongan por delante. El pretexto perfecto para que todo valiese.

Una de mis primeras disconformidades fue cuando fui a una meditación a otro centro, de agregadas, no recuerdo el motivo. El cura era el de nuestro centro y estuvo tooooda la meditación diciendo que para estar en presencia de Dios había que tener toooodo el día la cabeza repitiendo jaculatorias, estampas a “nuestro padre”, rosarios, etc... Me dije para mis adentros: bueno, ni de broma voy a andar todo el día como un disco rayado diciendo frases hechas... Vamos, qué absurdo. Si vas por la calle, vas pensando en cosas, problemas, planes, alegrías... Cuestiones que te importan, no vas a ir como un loro blablabla. Aún tenía algo de lucidez y no pensaba plegarme a semejante pérdida de identidad propia. Nunca, en mis cinco años de numeraria, estuve diciendo estampas y jaculatorias: por ahí no pasé. Otro chasco fue en una de mis primeras confesiones como numeraria: se me ocurrió contarle al cura que estaba leyendo el libro X y que me estaba resultando muy interesante para la formación. Yo me esperaba una palmadita en el hombro (espiritual, claro). Me cortó en seco y me dijo que lo único que importaba es que hiciera las normas. ¡Vaya corte! Menos mal que me iba a santificar estudiando, que si no... Y siguieron las discordancias cuando oí en una meditación que la gracia viene por el cura del centro y por las directoras y por nadie más, que los demás son el mal pastor. Y yo me acordaba de aquello de la Biblia de “el Espíritu sopla donde quiere” y no me lo creí. No señor, no me creí que Dios solo actuase por “el conducto reglamentario”. Hasta no me pareció ni cristiano.

Recuerdo un libro que leí mucho tiempo después “Dejar a Dios ser Dios” y me pareció muy consolador y enriquecedor. Y muy cierto: es blasfemo decir que Dios habla a través de la primera tipa que te ponen al lado y solo a través de ella. Tampoco me creí que nosotros no tuviéramos ni votos ni botas ni botones ni botines. Claro que los teníamos, hombre, Escrivá, ¡no hagas juegos de palabras tomando al personal por idiota! Sabía perfectamente que no me iba a casar, la obediencia me la estaban poniendo cada vez más estrecha (la pobreza aún no la notaba, estaba en casa de mis padres). Cuando me enteré del tiempo de la tarde y del de la noche abrí los ojos como platos... ¡Caray, un convento! Vestido de lagarterana, pero un convento en toda regla. Pero bueno, era mi vocación y adelante.

En mi casa se montó un sindiós cuando se enteraron de que era numeraria. No me extraña: tenía 15 años. Decían que el Opus les había robado una hija a sus espaldas. He de decir que en esto mis padres fueron unos ingenuos. Conocían el Opus, me conocían a mí y pensaron que no iba a pasar nada. Error, grave error. Yo no iba a ceder: estaba en luna de miel con Dios y mi vocación y nada de lo que me dijesen iba a hacer efecto. A lo mejor, solo a lo mejor, si me hubiesen mandado a hablar con otro sacerdote se hubiese podido hacer algo, aunque lo dudo. Era la época de los enardecimientos. Sin embargo, como en toda adolescente que se precie, yo seguí haciendo cosas que contravenían los gustos del centro, pero yo no cedía: ir al asilo de ancianos de cuando en cuando para mí no era negociable. Seguí haciéndolo hasta que me cambié de ciudad por estudios.

El nuevo centro, ya en la carrera, pero siendo aún adscrita, parecía un piso de estudiantes jajaja de buen rollito, al menos al principio. En una de las primeras charlas, la directora, con sonrisa del gato de Alicia, me pregunta que si me he llevado a la oración la lista de amigas y las había colocado por orden de ser tratadas en función de sus posibilidades de pitar. Me revolví en la silla. Y manifesté mi desacuerdo. A mí me pareció tremendo hacer con mis amigas una pirámide (fue la imagen que me puso). Según ella, había que colocarlas por prelación, de tal forma que en la base estarían las que no valen para la Obra y en la cúspide... a la que hay que “tratar” intensamente, porque tienen posibilidades de tener vocación a la Obra (si tenía cualquier otra, pasaba inmediatamente a la base como a la casilla de salida del parchís). A mí me pareció escandaloso e incluso antievangélico. No lo hice nunca.

Me acuerdo de un cabreo que me cogí cuando un día llego al centro y me dicen que va a venir Zutanito a darnos una charla sobre el tema X. El tema X era de libre opinión, no era un tema espiritual en el que la Obra se tuviese que meter. Me pareció fatal, dije que mis opiniones sobre las cosas opinables ya me las elaboraba yo. Ingenua de mí, si no había jamás un plan de ir a ver una exposición, una conferencia, un aaaalgo. Yo sabía que no podíamos ir a espectáculos públicos como cine o teatro, pero ¡caramba! ni hacer un recorrido turístico, ver un monumento, ir a una presentación de un libro... nada de nada. Allí había universitarias como podía haber especialistas en adornos florales. Y me empecé a agobiar en las tertulias: que si zutanita va a venir al círculo, que si va a venir a la meditación, que blablabla, que si cantamos guitarra en mano canciones del año de la polka, que si bailamos haciendo rondas... Vamos, haciendo el gilipollas. Hacer el trenecito cantando pamplinadas me parecía una condena.

En ese centro tuve una crisis de renovación y una de las cosas que tuve que “entregar” fue decir: bueno Señor, pues si es tu voluntad que esté haciendo el gilipollas toda la vida, pues sea, me aguanto. Esto lo lee alguna persona con una espiritualidad normal y se escandaliza, pero es que no teníamos una espiritualidad normal. El “joderse”, sin quitarle un punto ni una coma, a uno mismo, podía ser sinónimo perfectamente de estar con Cristo en la Cruz. Y seguí. Y llegué al centro de estudios tras dejar a mi madre llorando en el andén de la estación (si existe el purgatorio voy a estar allí una buena temporada por lo que la hice sufrir). Allí estábamos una barbaridad de chicas, pero una barbaridad. ¡Manadas de vocaciones tenía el Opus en aquellos momentos! Yo iba con ganas de aprender. Ohhh, clase de teología, clase de filosofía, oohhh ¡qué nivel! Bueno, sí, pero muy flojito. Básicamente repetir la filosofía tomista que habíamos estudiado en COU pero con algo más de floritura. Eso sí, desayunábamos y comíamos de maravilla: la administración era una pasada; qué bizcochos, qué hojaldres, ¡qué de todo! En la piscina la cosa era más peliaguda, porque me puse mi primer bañador de faldita y a todo bicho viviente se le veían los puntos del cilicio... Nos reíamos como tontunas jijjiji, ¡bájate un poco más el bañador!

Hicimos alguna excursión, leíamos, paseábamos, nos bañábamos... bueno, no hubo queja. Hasta que un día nos dimos el palizón y nos llevaron a Torreciudad. No podría decir por qué, pero el sitio no me inspiró ninguna afinidad, ninguna simpatía. Me pareció enorme... y seco. Claro, esto es muy personal, habrá gente a la que le encante. A mí me produjo cierto rechazo, yo prefería los oratorios pequeños, los sitios más a escala humana para rezar en intimidad. Y llegaron, cómo no, las discordancias. Un día me voy a confesar y, sin dejarme prácticamente hablar y sin conocerme de nada, el cura me empieza a echar una bronca de mil pares de demonios. Que si era una soberbia, una no sé qué, una no sé qué más. Me puso a caer de un burro sin comerlo ni beberlo... No daba crédito y dentro de mí creció un sentimiento de injusticia como un templo. No tenía recursos para enfrentarme a un cura, para replicarle, así que me fui después del tremendo chorreo y, llorando, me acerqué hasta la habitación de la subdirectora. Esta mujer era un cielo, discretísima y servicial como nadie. Se quedó a cuadros y me dio la razón, me dijo que eso no había estado bien. Menos mal que di con ella: llego a dar con otra que me dijese que el cura tenía razón y que lo tenía que tomar como una oportunidad para vivir la humildad y me hubiese dejado seca. Volveré sobre esto más adelante, sobre la capacidad que tiene el opus de distorsionar la realidad, que puede llegar a enfermar las cabezas al hacerlas vivir en un mundo paralelo y estrambótico.

Hacíamos excursiones de auténtico reviente físico, pero había que ser recias: a una numeraria novata, tras una caminata bajo un sol de justicia le dio un ataque epiléptico y convulsionó. Me imagino que eso, en principio una cosa tremenda, le habrá servido para que le dijesen suavemente que la obra no era lo suyo. Me lo estoy inventado, pero ojalá haya sido así.

Primer año en el centro de estudios: primera estación del Vía Crucis. Llegamos al centro de estudios un buen manojo de chicas, aunque el edificio daba para más. Yo las conocía a casi todas. Muchas habían pitado en el centro en el que dije que no había quedado títere con cabeza. Algunas otras venían de fuera, de otros lugares de España. La directora, además de loca, era mala. Realmente era... ¡caramba no puedo poner insultos! Bueno, poned calificativos peyorativos y acertaréis. Bajo una sonrisa de.... ¿hiena? había una fanática de tomo y lomo. No pasaba una, era de las de “la letra con sangre entra”. Ya los primeros días la antipatía fue mutua, y a duras penas podíamos revestirlo con caridad y buen tono. Me repelía que me cogiese del brazo para hacerse “mi amiga” cuando íbamos hacia el comedor, me repelía su sonrisa cuando yo pasaba a dirección para despedirme... Ni que decir tiene que limpié baños hasta aburrir. Pero a mí no me importaba limpiar baños, nada de nada. Me abría en arcadas cuando limpiábamos las cañerías, con aquel amasijo de grasa, jabón, pelos y suciedad, pero como éramos jóvenes, nos reíamos al mismo tiempo que teníamos las náuseas... Si fuera solo conmigo podía pensar: la rara soy yo. Pero nooo, ¡que va! A la gente se le desencajaba la cara cuando la llamaba “Ella“ a dirección. Se oían voces, porque te “gritaba”. Hombre, no eran alaridos, pero la voz alta y cabreada sí se oía en el pasillo.

Recuerdo una anécdota que aún me da “cosa” recordar. Hacía pocos meses que estábamos allí, muy pocos. Yo estaba en el baño e iba a salir y de repente la oigo a “Ella” echándole una bronca de mil demonios a una numeraria que tampoco era en absoluto santo de su devoción, por una torpeza material que había hecho. Yo me paré en seco, no abrí la puerta, dejé el pestillo cerrado, me miré al espejo y dije musitando “recuerda esto, grábalo en tu cabeza, por si en un tiempo lo quiere contar con “sentido sobrenatural” y lo cambia todo, acuérdate de cómo fue en realidad...” Había que anclarse a la realidad. Tremendo.

Otra vez,, muy al principio nos dicen ¡Que va a venir Don Zutaniiiitooooo, de la delegacióoooooon, todo el mundo a arreglaaaarse! Yo no me moví, no veía por qué tenía que ponerme del derecho y del revés porque un cura nos viniese a ver. A mí aquello tan plástico no me gustaba nada. Eran pequeñas “rebeldías” compatibles con creerte en el séptimo cielo porque estabas limpiando un baño hasta que brillase, ofreciéndolo a Dios. Todas disciplinadas nos ponemos de pie cuando se oye el frufrú de las sotanas (por supuesto el tal Don venía acompañado) y empezó la pantomima. La primera en la frente: Don Zutaniiiiitooo: ¿¿cómo está el Paaaadre?? Yo giré la cabeza en dirección a la untuosa que preguntaba con ese tono. Pasado un mes, hubiera podido darle yo la respuesta: “muy bien, trabajando mucho, rezando por sus hijas para que le seáis fieles, que el mal en la Iglesia está muy arriba y muy dentro, y que lo encomendéis y blablabla”. Pero eso era lo esperable. Lo que no era esperable era la mala espina que a mí me dio aquel cura, la frialdad de sus ojos, no sé, no sabría decir... Pasados los años, ya fuera, supe cosas de él que me hicieron darme cuenta de que no estaba nada descaminada. Pero nada. Alguna de las personas de esta página ha sufrido en sus propias carnes la “caridad“ de este tipo. Bien, éramos teóricamente estudiantes, pero allí no se estudiaba nada de nada. Pero nada, ¡¡coño!! Todo el día que si limpieza, que si oración, misa, rosario, preces, lectura, ahora círculo, ahora retiro, ahora tertulia, ahora la charla, interrogatorio en dirección sobre planes con amigas, ahora esto, ahora lo otro... Mis notas se desplomaron. No había manera humana de que pudieses estar unas horas estudiando. ¡¡Señor, ya no pido más, pero dos horas seguidas no pido más!! Cuando empezabas a coger ritmo y asimilar las cosas... a tomar viento, ya te llamaba no sé quién, ya sonaba un timbre, ya a la mierda lo que estuvieses estudiando. ¡Una cruz!.

Ahora empiezo anécdotas un poco deslavazadas, pero que cuentan mi vida ese primer año del centro de estudios (bueno, lo que quedaba de vida después de lo que conté arriba)

Un día le cuento a la que llevaba mi charla, de manera informal, no en el contexto de la charla, que había estado esperando en una casa (era para hacer un plan apostólico) y que haciendo tiempo me había leído un Mortadelo. Me quedé seca, vamos no daba crédito cuando me dice que... ¡tenía que haberlo consultado! ¡Un Mortadelo! No era una novata que se hubiese venido arriba inventando: tenía la fidelidad y formaba parte del consejo local. Cuando Escrivá decía que “nosotros no somos como los otros, sino que somos los otros” o mentía como un bellaco (que sí, mentía) o no había visto cómo vestíamos en aquel centro de estudios. Se olía a una numeraria a más kilómetros que a una monja de paisano. Las falditas de cuadritos, las blusitas, el pañuelito, los zapatos, el poquito de rímmel, lo no va más de moderno de unas medias rojas o verdes. Ya no es que no pudiésemos llevar pantalones (cosa que a mí me cabreaba especialmente), es que éramos clónicas, monjunas, pavisosas y rancias. Las había que militaban más que otras, pero el tufo era persistente.

Un asunto que recuerdo con particular dolor y cargo de conciencia fue cuando me llamaron urgentemente de casa para decirme que mi madre había sufrido una hemorragia y que estaba malísima. Consulté si me podía acercar a visitarla (el centro de estudios estaba a 1 hora de viaje en autobús) y la.... de la directora me dijo que NO. Y no tuve valor suficiente para desobedecer. Era mi primer año en el centro de estudios. El cabreo de mi familia ante semejante falta de sentido cristiano fue de magnitudes. Lo dicho: voy a estar en el purgatorio un tiempo. Pobre madre mía, ¡pobrecita! Ahora, pasados tantos años, me entero de que a las numerarias las dejan ir a ver e incluso ir a cuidar a sus padres, tardes e incluso días enteros... Cuando yo estaba allí era de lo primero que te exigían como muestra de entrega y por supuesto voluntad de Dios era que familia nada de nada, pero es que ni ir a comer con ellos si te venían a ver (cosa que me pasó a los poquísimos días de llegar al centro de estudios). Es más, pedí permiso para asistir al entierro de un sacerdote cercanísimo a la familia, que nos había dado la comunión a mis hermanos y a mí; bueno, pues tampoco. En los dos años de centro de estudios tuvieron la gran deferencia de dejarme ir al entierro de mi abuelo: eso sí, ida por vuelta en el día. Dirán ahora que justo lo contrario es también voluntad de Dios o es que han cedido porque si no se les van en masa.

Algo que me parecía mal eran los actos en que se invitaba a gente de fuera, por ejemplo, a dar una conferencia, y venían numerarias de los centros “a hacer bulto”. A mí me parecía un fingimiento, una mentira. ¡Cuántas cosas de puertas para fuera y cuántas diferentes de puertas para dentro! Alguna vez que fuimos a la playa (al quinto cuerno, solas) indicaron que no nos podíamos tumbar al sol. Que si signo de pereza, que si no sé qué otra tontería. Con lo cual todas sentadas o paseando. Creo que los chicos sí se pueden tumbar a la bartola (ellos no tendrán pereza...) pero entra dentro de esta misoginia de Escrivá. Porque lo de que las mujeres durmiésemos en una tabla 7 días a la semana y los chicos durmiesen 6 en colchón es para rebelarse. Cuando me enteré de eso, en mi segundo año del centro de estudios, lo comenté con una numeraria y me dio una “explicación “ tan peregrina, pero tan peregrina, que pensé que me estaba tomado el pelo. Pero no. A ella le valía... La pobreza me costaba. Sí, vivíamos en un buen edificio, no nos faltaba comida, ni luz, agua, calefacción... pero aquello de no tener nada como propio era para mí muy difícil. Siempre he tenido sentido de que mis cosas son mías. ¡¡De repente me daba el achuchón exigente y me ponía a echarle agua al champú más básico de todo el supermercado como muestra de pobreza para que durara más... ay!!

Me deprimía y agobiaba cada vez más. Tenía la sensación de que me había tocado la china de estar ahí. Perdonando la expresión, pensaba que tenía que joderme, mala suerte, es voluntad de Dios y me aguanto. Pero también estaba en mí que yo no le iba a hacer a nadie la putada de acercarla a la Obra. No haría proselitismo. Apostolado, sí, pero proselitismo, no. En el segundo verano del centro de estudios, el intermedio, más de lo mismo: excursiones, charlas... con la diferencia de que ahora nada era nuevo y resultaba mucho menos apetecible. Otra vez hordas de numerarias, éramos muchísimas. Empecé a somatizar el stress, porque empecé a tener varias reglas al mes. Yo hacía la broma de la hemorroísa del evangelio, pero gracia no tenía ninguna. Emocionalmente yo estaba en una montaña rusa en bucle: odiaba tener que ser del opus, pero de repente “Señor, que vuelva a empezar”, y la tensión infinita de estar siempre rezando, siempre con prácticas de piedad, siempre con esa cruz encima... esa certeza de que estaba en un hoyo y no iba a salir jamás, porque eso era lo que Dios quería de mí.

Una vez fuera, una hermana mía me dijo que a mí los del Opus me habían puesto al borde del precipicio psicológico. No tiene ni idea: estaba en el fondo del hoyo y con las palabras del infierno de Dante grabadas en el corazón: perded toda esperanza los que aquí entráis. El mejor ánimo para una chica, porque en aquel entonces ni mujer joven era. Había cosas sin embargo en las que mantenía mi sentido alerta. Por ejemplo cuando, ¡otra vez! un cura dijo en una meditación que había que aprovechar toooodos los momentos para decir jaculatorias (más de lo mismo), de tal forma que cuando subiésemos las escaleras dijésemos “Jesús, que tú subas “ y, cuando las bajásemos “Señor, que yo baje”. Menos mal que estábamos a oscuras, porque mi cara fue bastante elocuente. Vamos, que no era una “fumada” del cura del primer año de adscrita, es que nos querían a todas embrutecidas, enajenas y alienadas so pretexto de presencia de Dios.

Las tertulias eran ya un agobio. Todo el día cantando simplezas (que si la tuna, que si en el valle del Cañete…) y la directora preguntando sin disimulo por planes apostólicos, con lo cual yo... escondiéndome, mimetizándome con la butaca. Allí no importaba nada del mundo, nada actual, vivíamos en una burbuja sin aire. Incluso se miraba con conmiseración a quien intentase hablar sobre un tema mínimamente profesional, sobre lo que estuvieses estudiando, sobre algo de actualidad. La mirábamos como diciendo... pero mujeeeeer, por qué nos cuentas algo distinto a que has llevado al círculo a Pepiiitaaa. Yo también participaba de aquellas miradas, no porque no me interesase que me contasen cosas, sino porque veía que las cosas del día a día, lo ordinario estaba fuera de lugar, que aquello no importaba NADA. ¿Una cuestión de economía, un comentario sobre cómo iba el país, una reflexión sobre... ¿¡una reflexión?! jajajajaja, por no llorar de la pena. Y mejor que no me hubiera dado por ir de defensora de pleitos pobres y reivindicar algún tema de interés -cultural o ya no digamos vital-, porque me iba a llevar un chasco y yo eso me lo olía: la organización es refractaria a cualquier tipo de cambio.

Cuando me enteré de que había que preparar la tertulia y que había directrices para la reunión, me quedé de piedra y al mismo tiempo era de prever, dada la “naturalidad“ imperante. Una pobre (no se me ocurre llamarla de otra forma) intentó un día cantar una canción de un cantautor. Como la letra era de todo menos espiritual (quedaba en evidencia que el autor era agnóstico) la miró la directora con cara de póker y, he de reconocer que con bastante suavidad para lo que era “Ella”, le dijo que era impropia y que no la volveríamos a cantar. Vamos que a duras penas podías salir del valle del Cañete... Y lo que me ponía del hígado era la imbecilidad de exclamar al unísono ¡qué impresión! cuando contaban la anécdota número 250.678 sobre “nuestro padre”. ¿Que quería ser el santo de lo ordinario? Bueno, bueno, bueno, cuando no tenía mociones se le aparecía el diablo...

Me acuerdo de haber oído con unción, en una meditación antes de entrar en el centro de estudios, la historia del paso de los Pirineos. Pasado un tiempo ya tanto milagro encogía un poco. Que don Álvaro era tan inteligente que era ingeniero top ten y al mismo tiempo ponía en un aprieto a santo Tomás en Teología, que si nuestro padre era el inspirador del Concilio Vaticano II, pero al mismo tiempo que si el velito y las medias y altares de espalda al vulgar pueblo de Dios... todo muy coherente. Vamos que te tenías que quedar en la filosofía escolástica y Trento. Como me dijo una numeraria cuando le comenté que de las características del ser lo del “unum, el verum, bonum et pulchrum” yo lo del pulchrum no lo entendía muy bien como cosa objetiva... pues la tipa con un par de narices me dice que cuantas más cosas objetivas, mejor. Vamos, que con pasemisí pasemisá lo haces objetivo y a otra cosa mariposa. Yo me quedé planchada, claro ¡así cualquiera!. O como me dijo otra “la autoridad viene de Dios “. Semejante cúmulo de modernidades dejaban a una patitiesa y turulata.

Vas pasando por muchos estados de ánimo. Eres joven, vas con la adolescencia sin pasar, ya de por sí hay cambios de opinión, de gustos, te estás haciendo, es lógico que tantees y que tengas altibajos, pero la presión a la que estás sometida es inhumana. Y reaccionas como puedes, unas veces sales por Cuenca y otras por Guadalajara.

Me acuerdo de una encerrona que me preparó la directora (Ella) con la de san Miguel de la delegación. Con el pretexto de un viaje a ver a una numeraria, me llevó en el coche. Yo sabía que me iba a someter a potro espiritual, tensando mi alma (y mi ánimo) a todo lo que diera. Pero me llevé una sorpresa, pegué un respingo cuando, después de los lugares comunes para ir rompiendo el hielo, lo primero que me pregunta para abordar mi vida espiritual es... ¿cuántas estampas al día le rezas a nuestro padre? Esa persona de la delegación a mí me daba miedo (sin matices, la veía tan dura como un pedernal), pero casi me da la risa ante semejante gilipollez de pregunta. Me salió del alma: ¡ninguna! Y me faltó decirle: ¿¡pero tú eres mema o qué!? ¿Ese es el abordaje a una persona que tiene conflictos de conciencia un día sí y otro también? ¿¡ El número de estampitas !? ¡Anda y que te den!

Una vez, visto que el centro de estudios era un horror, me puse “en mal plan”. Era mi segundo año. Ya que de allí no podía escapar, me iba a buscar mis momentos de ser yo. Como dormía en habitación individual, lo tenía fácil. Me iba a fugar una temporada cada día... ¡leyendo!, leyendo para recuperar un poco de normalidad, para hacerme un nido de vida ordinaria. Y escogí “La sombra del ciprés es alargada”, que me traía recuerdos de normalidad, y en plan barricada me puse a leerlo en la habitación. Y al mismo tiempo eres capaz de cortar todas las velas al mismo nivel y de pensar que el amor de Dios está en cómo pones las flores en el oratorio. Das unos bandazos espectaculares.

Nunca me gustó ver tanta foto de “nuestro padre” en la casa y menos de una señora que a mí no me decía nada; que si abuela y que si tía Carmen. Para mí no eran nadie. Eso es a lo más de rebeldía que llegué en este tema: a la indiferencia. Porque si fuese capaz de analizar algo más, si hubiese tenido más sangre en el cuerpo, hubiese dicho en alto en una tertulia que me parecía sangrante que una numeraria huérfana tuviese escondida la foto de su padre en el armario de su habitación porque era familiosis y este señor nos ponía a su familia hasta en la sopa. ¿Por qué lo de la chica era familiosis y lo suyo no? ¿Por qué esa doble vara de medir? Y ya que estamos... ¿Por qué yo me tenía que confesar con el primero que me ponían y él tenía siempre al mismo? ¿Por qué las numerarias andábamos de un lado para otro dando tumbos y él estaba siempre en el mismo sitio servido por la misma numeraria auxiliar, que hasta eso tenía estable el hombre? ¿O por qué iba en cochazo? ¡Y conste que yo no tenía fotos de mis padres en el armario!

Otra de mis rebeldías fue con una prenda de ropa. Aún no sé muy bien cómo, la directora me permitió comprar una prenda de ropa (no tirar del armario de Sor Citroen) y me compré una falda. La falda era larga peeeeero tenía una abertura lateral que llegaba, oh my God, hasta la rodilla. Y ella a decirme “que la cosas y la cierres” y yo que sí, que sí, que así gana el Madrid, y no lo hacía. Eso se compaginaba con otros modelos espantosos. Aún recuerdo la mala baba que tuvo “Ella” un día. La anécdota es insignificante, pero la cuento. Al abrir el susodicho armario salió un vestido ursulino total, pero de dar la risa de puro cursi y rancio. Una numeraria muy salada (hoy fuera), a la que le quedaban las faldas como a un cristo dos pistolas, se echó a reír al verlo. Al poco tiempo la pobre, roja como un tomate, entraba en el estudio vestida de semejante guisa. Lo dicho: la directora, una hija de puta. Como he dicho, que “Ella” te llamase a comer a la mesa de dirección era una mortificación de las gordas. Bueno, pues un día montó un escándalo, una bronca de mil pares de puñetas por lo que contaré a continuación. Estábamos viendo una película, pero como a mí no me interesaba mucho, yo estaba un poco a mi bola. Cuando de repente, PLAF, “Ella” se levanta encabronada y todo bicho viviente a sumergirse, pero YA, en el tiempo de la noche. Me pareció una neura sin más y, además, conmigo no iba. Pero al día siguiente en la comida empezó a despotricar contra la falta de unidad, que eso era el pecado más grave del mundo mundial y... aunque no lo supe con certeza (como para preguntar y que te caiga el chorreo a tí) se suponía que una numeraria había tenido la osadía de cuestionar el levantamiento de la tertulia. Vamos, el peor pecado del mundo, cuestionar la ventolera de una directora. Dios mío, ¡la unidad en riesgo!

Cuando me enteré de que lo que prometías expresamente en la fidelidad era la Unidad de la Obra, me quedé muy sorprendida. Yo pensaba que era fidelidad a Dios. ¡Tonta de mí! Ese año me enteré de cosas curiosas: que a una en el UNIV la habían hecho pitar de numeraria y resulta que fue un error, y tenía que haber sido agregada, porque sus padres eran muy de pueblo... (ahora está fuera), que otra se había largado diciendo que iba a dar una vuelta y nunca más se supo de ella (luego, entre grandes misterios y sabiendo que estábamos incumpliendo normas, nos juntamos unas pocas en una habitación y se dijo que sus padres la habían ido a buscar y se la llevaron en secreto). Había una encerrada en una habitación de la administración que lloraba todo el rato: nadie tuvimos la valentía y la caridad de preguntar qué podíamos hacer por ella, o no preguntar y acercarnos a darle una muestra de cariño. Otra, se operó de un juanete y tenía tantos dolores que lloraba en el oratorio, y solamente, y sabiendo que me arriesgaba a una bronca, se me ocurrió acercarme de noche a su habitación a decirle que pidiera un calmante (También esta fuera). Eso sí, el día de tu cumpleaños, todas guitarra en mano cantándote las dichosas mañanitas al salir del oratorio. El resto del tiempo te podían dar mucho por riau, que nadie se interesaba lo más mínimo por ti; realmente es que nadie sabía nada de ti porque estaba prohibido hablar de gustos, opiniones. De hecho si había alguna que tuviese alguna peculiaridad y, por lo que sea, otra la copiase, ya estaba “Ella” cortando cualquier conato de contagio.

Y empecé el último verano del centro de estudios. Otra manada de chicas metidas en otro colegio mayor, sudando la gota gorda en las cocinas y en el planchero. A mí el planchero no me desagradaba, era un trabajo tranquilo. Lo desesperante era el rosario después de la tertulia a 40 grados. Yo lo veía un suplicio: entre lo que me aburre el rosario y la hora y el calor, más que rezarlo lo dormía. Cabeceaba, no podía evitarlo. Y de repente, un día me dicen que acompañe a una numeraria auxiliar a la calle a hacer un recado. Yo le dije a la numeraria que me había hecho el encargo que no era la más indicada, porque yo no conocía la ciudad, nos podíamos perder. La contestación me dejó muy sorprendida: no, si ella sabe ir, pero es que las nax van siempre acompañadas... Me sentí ridícula, avergonzada y al mismo tiempo enfadada por semejante práctica. Lo peor es que se lo comenté a la subdirectora que nos acompañaba... y ¡¡ y ella tampoco sabía nada! Un ejemplo claro de compartimentación de la información. Y nuestro padre por aquí y nuestro padre por allá y ahora vamos a organizar una excursión a donde nuestro padre.... Jesúuuus! En una tarde en la que nos dejaron libres unas horas, me zafé de no sé qué plan (afortunadamente voluntario) y me tomé un bus y me largué a un museo ¡sola! Fui atrevida, porque yo la ciudad no la conocía y es grande, pero me dio igual, porque estaba hasta los h...  del coñazo de ir a donde nuestro padre había estornudado! Como anécdota edificante sobre nuestro padre, una “mayor” nos contó que NP le había dicho que tenía que ser muy desprendida de todo, de tooodo todiiiito, ¡Ah! excepto de lo que EL te regale. Y nos ponía el ejemplo de un rosarito, que sacó a la vista, regalado por NP y que de ese no se tenía que desprender. A mí me pareció fatal que Escrivá dijese eso: vamos, que se le vio el plumero de mala manera. Lo del padre tiene patente de corso; si eso no es culto a la personalidad fomentado por él mismo, que venga Dios y lo vea. Ya me había enterado por aquel entonces de que todo lo que tocaba el padre se rotulaba indicándolo, que las cosas que él usaba en un centro no se movían... este hombre iba dejando reliquias por doquier. ¡Qué muestras de humildad más profundas! Y en esas estaba yo cuando avisan que va a venir la de san Miguel de delegación ( a que era dura como un pedernal). Empecé a temblar: sabía que venía a ponerme en el potro y dar otra vuelta de tuerca. A esas alturas ya te tenían que decir el sitio donde ibas a vivir.

Me recuerdo andando en círculos mientras esperaba a que terminase de hablar con la anterior. Yo no podía más, estaba muerta de angustia, y no es una exageración. Cuando por fin entré y me senté, ella empieza a hablar. Yo no entendía nada, porque empezó a decir que a veces pasan estas cosas y que yo no tenía vocación y... ¿¿¿Estaba oyendo bien, por el amor de Dios, estaba oyendo bien??? Y que tranquila, que fuese a hablar con el sacerdote (un señor que a mí no me conocía de nada, ni yo a él le había visto la cara jamás) y, aturdida, noqueada y sin dar crédito a lo que me estaba pasando, voy al confesionario donde me dice que yo no tengo vocación. ¡¡Estaba tan contenta, tan feliz, tan alucinada!! No podía decir nada; los gritos de “me voy a CCC, me voy a JJJ, yo a hacer labor a HHH”… eran bien distintos de mi silencio. Mi silencio tranquilo. Me había tocado la lotería de mi vida, no daba crédito.

Al poco tiempo y dada mi manera de ser, me empecé a comer el coco: que si había hecho algo mal, que si era culpa mía... ¡Las vueltas que da la cabeza, Jesús, las vueltas! Pero ella, la de San Miguel, en otra conversación fue tajante, eso sí, sin dar ninguna explicación de por qué o porque no: no tenía vocación y punto final. Cinco años enteros diciéndome que sí, y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, resulta que ahora no. AHÍ SÍ ME QUEDÉ TRANQUILA. Pues cojonudo. Esos días finales, como ya no estaba la loca y la directora era mucho más normal (el listón estaba bien bajo), estuve tranquila en el centro. La numeraria del Mortadelo me dijo que fuese una buena cristiana, y, yo, al verme libre de aquella mazmorra, lo primero en que pensé fue en mi madre con el carro de la compra yendo al mercado. Suena a guasa, pero no lo es: de verdad que pensé en la normalidad de alguien que va a hacer la compra y me pareció el paraíso. Me fui del centro sin pena ni gloria: hice mi maleta y me fui. Por supuesto nadie se despidió de mí, nadie me dijo que te vaya bien. Solo la de portería, que se debió dar cuenta, me miró desde la ventanilla con pena. Yo le caía bien. Y me fui a mi casa, de la que había salido tiempo atrás. No teníamos ascensor. Mi madre se acercó al hueco de la escalera y me recibió como si fuese una universitaria (bueno, eso era, la verdad) que se había ido de casa la semana pasada y volvía. Un beso, un abrazo (alegres sin duda) y en mi casa jamás se volvió a tocar el tema, ni para un reproche.

Me fui a vivir a casa de un familiar en la ciudad en que estudiaba, y me olvidé de golpe y porrazo de las normas. Se me borraron de la cabeza de un plumazo. Increíble. Seguí -y sigo- siendo creyente, voy a misa, a penitencias comunitarias, me he casado por la Iglesia, mis hijos están bautizados e hicieron la primera comunión, he rezado con ellos por las noches cuando eran pequeños y mantenemos pequeñas prácticas de piedad en familia, como persignarse antes de salir de viaje o bendecir la mesa en las fiestas. En mi casa la Virgen tiene con frecuencia flores (es la misma a la que se las ponía de pequeña), a veces -pocas- leo algún libro de teología, pero el cúmulo de normas se me olvidaron en el minuto 0 de mi salida.

Y ahora cuento lo que me pasó con la directora del centro donde pité a los 15 años. Llevaba yo poco tiempo fuera. Y me la encuentro por la calle, de frente. La saludé y ella, inmediatamente después de decirme hola, me espeta: ¡¡Ya decía yo que tú no tenías que haber pitado!! Me quedé blanca, no supe reaccionar, no contesté, no dije ni mu. No hablamos más, seguimos cada una nuestro camino. Si es hoy, le cruzo la cara. Hay que ser... para permitir que a una niña la vayan empujando, empujando, empujando hasta que se cae por el precipicio y ella quiera preservar su conciencia preguntando ¿Estás segura? Ella no era una niña: pasaba de los 40 años cuando yo pité y la operación de acoso y derribo se llevó a cabo con su autorización. ¿obedeciendo no te equivocas? Eres la responsable directa de todo mi sufrimiento moral durante 5 años y de las secuelas que me dejaron los abusos a los que me sometisteis, secuelas que duraron años. Fue, sin duda, una experiencia traumática, un abuso sobre aspectos muy íntimos y delicados (el alma lo es). No exagero, no.

A esa organización había que disolverla por tener como fin la captación de menores, con desprecio por la singularidad de cada alma, suplantando la voluntad de Dios y a Dios mismo. Es una estructura de pecado porque abusar de un alma ofende a Dios. Cuando aún no había Internet soñaba a veces con que un ladrón entraba en la delegación y robaba los documentos internos, hacía fotocopias y las repartía por ahí adelante como si fuesen octavillas. Mi sueño, este sí, se ha quedado corto. Gracias a vosotros y a una página prima (OpusInfo) he leído y entendido mil cosas que me pasaron, las he madurado. Y es muy importante, mucho, leer testimonios y reflexiones de otras personas que han pasado prácticamente lo mismo que tú.

Cuando salí yo no sabía que lo que contaba en la charla se ventilaba en el consejo local y en la delegación. Lo supe mucho después. Una que se fue poco después que yo, persona buena y lista donde las haya, me dijo un día que ella se fue porque la mandaron a trabajos internos y descubrió allí, todo el mercadeo y manipulación que se traían con las personas. Y se le cayó la venda, y aunque ya tenía hecha la fidelidad, se fue. Por supuesto amenazada con irse al infierno si el autobús en el que se fue de la Obra tenía un accidente y se moría. ¡Qué bestias!

Con motivo de escribir este texto he hecho cuentas. He estado, como he dicho, 5 años: he podido contar a 23 personas que se fueron y 16 que siguen. Me gustaría pensar que el Opus se va a extinguir solo, pero no lo creo. Los supernumerarios conforman una red de influencias muy fuerte, hay mucho patrimonio de por medio y eso pesa muchísimo. Me imagino que ya solo pitarán hijos de supernumerarios y poco más, pero hay cuerda para mucho rato. Y el toque que les ha dado el Papa lo desvirtuarán, lo disfrazarán, seguirán mintiendo a la Santa Sede y seguirán haciendo de las suyas si no hay por parte de los obispos una supervisión in situ y real de las prácticas realizadas. Nada de Memorias o informes hechos desde la organización, que serán más falsos que Judas. ¿Estará la Santa Sede por la labor de verificar en tiempo real que sus indicaciones se cumplen? No lo creo, no.

Ibera

 

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