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 Libros silenciados: Vinculación y desvinculación afectivas respecto al Opus Dei.- Gervasio

030. Adolescentes y jóvenes
Gervasio :

 

Vinculación  y desvinculación afectivas respecto al Opus Dei

Gervasio, 17/11/2021

            Quiero dejar claro con lo de afectivas que no voy a referirme a ese vínculo que comienza con la petición de admisión en la prelatura, prosigue con la llamada “oblación” —de un año de duración— y que, al cabo de cinco años de sucesivas oblaciones, es sustituido por una vinculación perpetua. No voy a entrar en lo de los votos, los no-votos, los contratos, los quasi contratos, los botines, los botones y las oblaciones (Por cierto qué mal suena lo de oblación. Hace recordar lo de la ablación del clítoris o cosas peores).

La primera vez que me llevaron a un centro de la Obra, pensé equivocadamente que el sacerdote que había impartido la meditación era un jesuita. ¿Por qué? Porque no sabía ni de lejos qué era el Opus Dei, ni había oído hablar de la existencia de sacerdotes del Opus Dei. Me habían dicho que era cosa de laicos. ¡Qué error! ¡Qué inmenso error! Tardé en descubrir que sí es cosa de laicos; pero de laicos gobernados por una cúpula sacerdotal y puestos a su servicio. Me parecía lo normal que un jesuita ensotanado en negro se ocupase de dar la meditación a unos laicos. Además la expresión Opus Dei entonces se usaba muy poco. Por aquel entonces se evitaba. Del Opus Dei se ocultaba hasta su existencia, y más aún que en él anidaban de tapadillo unos sacerdotes. Ocultaban  y aún hoy ocultan el componente sacerdotal del Opus Dei. Es cosa de laicos, decían y dicen. Y como prototipo y ejemplar representativo de una persona del Opus Dei, en la televisión acostumbran a enseñar a un supernumerario o a una supernumeraria. Me voy por las ramas. Como empecemos a hablar de aparentar lo que no se es, con el Opus Dei no se acaba nunca. A lo que iba…



Me parece que me invitaron a aquella meditación, sin siquiera pronunciar el sintagma Opus Dei. Me pasó algo así como a aquel paleto que, tras asistir en un teatro a una función de ballet clásico, creyó que había asistido a una función de ópera. A mis padres les transmití la misma equivocada impresión.

            —¿Quién era el sacerdote?

—Un jesuíta, me pareció que era, contesté.

Se quedaron tranquilos por entender que los jesuítas eran sacerdotes de confianza.

Los hijos de supernumerarios, por el contrario, comienzan a hacerse cargo desde muy chiquitos de la presencia del Opus Dei en sus vidas y en la de sus padres. Desde luego no confunden a un sacerdote del Opus Dei con un jesuita. Por así decirlo, han mamado el Opus Dei desde muy pequeños. Desde muy pequeños tienen una vinculación afectiva con el Opus Dei, en cierta medida similar a la que tienen con el catolicismo romano o con su patria. Hay un elevado número de personas del Opus Dei que provienen de familias del Opus Dei. Lo de los padres con frecuencia se repite en los hijos. De tal palo tal astilla.

En OpusLibros abundan los que narran su “pitaje” en el contexto de un club de gente menuda en el que encontraron buenos y simpáticos amigos. Un club que se convierte en su pandilla. Una curiosa pandilla coincidente e identificada con un club; club que está dotado de oratorio y en el que, junto con algunas actividades deportivas y culturales, abundan las meditaciones, los ejercicios espirituales y otras prácticas piadosas. Un club en el que es habitual “hablar con el cura”, porque se trata de un “club con cura”. Todo ello es asumido por los miembros de la pandilla como algo común y corriente.

En estos ambientes el “pitaje” se produce en torno a los catorce años y medio. Es cosa de almanaque. La vocación, como el equinoccio, se produce en fechas conocidas de antemano. Por lo demás, la vocación que le aseguran tener al recién pitado, consiste en una prolongación de su vida como miembro del club: más excursiones, más meditaciones, más traer nuevos chavales al club y hasta un poco de estudio. Se le ficha para que se integre radical y profundamente en el grupo. Se trata de un acto de confirmación, más que de iniciación, en un camino ya emprendido. En el club quizá pase a asumir alguna responsabilidad más, pero sobre todo pasa a colaborar más estrechamente con sus directores, que son las personas mayores que están al frente del cotarro. Lógico, obedecer a los mayores. Se compromete a estar a su disposición, a seguir sus indicaciones, a facilitar sus tareas, su descanso, su trabajo, su lo que sea; a conseguir, en suma, cualquier cosa que la dirección del club le pida o le sugiera. Es típico que se le dé un encarguito. Es una vocación entendida al modo como quedó configurada por Álvaro del Portillo en los estatutos de 1982: se llaman numerarios aquellos que tienen la máxima disponibilidad para llevar a cabo las tareas propias de la prelatura (Cfr. 8§1). El club es una de esas tareas; y no de las de menor trascendencia al día de hoy. Son la cantera.

Muy otra es la caracterización del numerario que proporcionan las constituciones de 1950: los miembros laicos Numerarios asumen o conservan funciones o cargos, ya de Administración pública, ya de enseñanza en las universidades (no se habla para nada de colegios de segunda enseñanza ni de niños) o instituciones civiles o también profesiones privadas de abogados, médicos y otras similares; asimismo también se ocupan del comercio o de asuntos financieros. En el ejercicio de todas estas funciones han de procurar proponerse antes que nada una verdadera actividad apostólica, que justamente realizan con un perfecto cumplimiento de su profesión o cargo, con el ejemplo, con la amistad o con el trato (n. 15). Para nada se menciona la disponibilidad.

Por decirlo con terminología taurina, don Álvaro nos dio una larga cambiada de las de olé. Y no sólo cambiada, sino también afarolada. Maldice, tras hacer un cambio fundacional decisivo, a quien osare cambiar los rasgos fundacionales del Opus Dei. A eso en mi pueblo lo llaman cinismo. En Francia lo llaman cynisme. En Inglaterra cynicism. Etc. La vocación a numerario inaugurada por don Álvaro, está planteada  como pura disponibilidad al servicio a los directores. Este planteamiento vocacional trae entre otras nefastas consecuencias que el teóricamente llamado por Dios desde toda la eternidad, sin embargo, a veces decide por su cuenta, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, por ejemplo, que no utilizará, pongamos por caso, ese cilicio que, para sorpresa suya, le dicen tras pitar que debe usar  diariamente durante dos horas. En la charla fraterna algunos, sin sentirse culpables por ello, ocultan que no lo usan. No les falta razón. Esa práctica no figuraba en el contrato de admisión al Opus Dei, ni se la habían mencionado antes. ¿Por qué no se lo habían dicho antes? Porque su disponibilidad hacia los directores —lo esencial— es lo que cuenta. El uso del cilicio es secundario. ¿Qué gana mi director con que me ponga o me deje de poner el cilicio? Nada. Por tanto no me lo pongo. Además, de que lo use o no lo use no se da cuenta nadie, no escandaliza, ni le preocupa demasiado al director. Se esfuerza, en cambio, en complacerlo en todo lo que puede, incluso con sacrificio personal y aunque le parezca poco razonable —e incluso poco cristiano o incluso inmoral— lo que le exige. Para eso estamos. Para eso soy numerario. El director no da importancia a lo del cilicio y/o cosas así. Lo importante es la sintonía entre director y dirigido. Lo decisivo es la entrega del “chico”; entrega que se manifiesta en poner sus cinco sentidos en cumplir lo que él —el director— le diga, pida o exija.

Un colaborador de OpusLibros narraba —no recuerdo en qué colaboración— que tras leer un libro de lectura espiritual, que se le había recomendado, se dio cuenta de que en realidad no se esforzaba por complacer a Dios, sino a los directores. Esto le causaba cierta zozobra interior, porque el autor del libro consideraba tal actitud una grave desviación en la vida espiritual. ¿Qué le recomendó el sacerdote al que se lo contó? Que dejase de leer ese libro y que se abstuviese de darle más vueltas al asunto. La entrega a Dios queda identificada con entregarse a la voluntad de los directores. Y ya está. Algo así como entregarse a la divinidad, entendiendo por tal el emperador de Japón. El emperador de Japón me merece todo tipo de respetos; pero no tiene una  “divinidad” equivalente a lo que entendemos por Dios.

Cuando un “hijo suyo” pedía, en su carta de dimisión, a $anjosemaría dejar la Obra a la vez que expresaba cariño hacia su persona, exclamaba en reproche:

—¡Pues ya podía tenerme menos cariño a mí y más a Jesucristo!

La frasecita debiera aplicarla —me parece a mí— más a “sus hijos” que a sus ex hijos. Menos fomentar la “padrelatría” y más predicar el amor a Jesucristo. Menos tergiversar sus enseñanzas y más practicar las obras de misericordia que predicaba. Menos hacer proclamar a sus adláteres que él —€scrivá— era y es el camino para llegar a Dios. A lo mejor  no lo era ni lo es tanto. A lo mejor es que el peticionario de la dimisión se va, porque en el Opus Dei no es tan fácil encontrar a Jesucristo, que es sustituido por un santo de pacotilla  —con un historial lleno de agujeros negros y embustes—, pródigo en reglamentaciones, que exige sobre todo que cumplamos unas normas y costumbres piadosas, fruto de sus personales devociones; devociones que él se ha inventado o, mejor dicho, que ha tomado prestadas de los religiosos y de las  monjas.

Lo malo —decía yo anteriormente— es que al director no le importan ciertos “detalles” de menor cuantía, como el del cilicio, sino que el numerario ponga los cinco sentidos en cumplir lo que él diga, pida o exija. Ese sí que es considerado un buen numerario. Lo demás son pamplinas. Tal criterio es fuente de muchas deformaciones.

Al llegar el recién pitado al centro de estudios —hay más de un testimonio en OpusLibros en este sentido— entre otras maravillas suele encontrarse con que el director está rodeado de un grupillo no sé si llamarlo de aduladores, pelotas, personas especialmente entregadas a su servicio o llamarlo más bien una camarilla. No me refiero a la camarilla oficial —formada por unos sacerdotes y subdirectores designados al efecto—, sino a la existencia de una especie de camarilla de facto y en la sombra.

Como nos arengaba uno de los sacerdotes mandamases —en el Opus los cuadros de mando están reservados a sacerdotes— en una serie de charlas dadas a los que íbamos a incorporarnos al centro de estudios al curso siguiente:

—Del centro de estudios el que vale sale de director, o al menos de subdirector o de secretario de un consejo local.

¡Ea! Todos a por el sable, que se decía en la extinguida mili universitaria, la llamada IPS. La aspiración era llegar a alférez. Alférez de complemento. El que no valía se quedaba en sargento y hasta podía acabar de soldado raso. Los soldados estaban a su vez clasificados en de primera y de segunda. Los directores, subdirectores y secretarios de los consejos locales suelen provenir, por supuesto, de la mencionada camarilla en la sombra.

Con los sacerdotes sucede algo semejante. Los hay con cargo y sin cargo o con cargo poco importante por no decir que están en trance poco menos que de desecho. Recuerdo a un sacerdote numerario que se lamentaba de que los directores de la Obra nunca lo llamaban para ocupar cargo alguno. Pobre. Lo consideraban y acabó considerándose a sí mismo un Don Nadie en aquella institución por donde vagaba de acá para allá cual alma en pena. Y valía un montón. Ni siquiera tenía a su alcance el consuelo o compensación de poder enrocarse en una profesión secular, como sucede con los numerarios laicos que no valen para otra cosa.

Se fomenta entre los numerarios, que se dejen de carreras y doctorados brillantes, de estudios y especializaciones, de ambiciones profesionales, de ocupar cargos en la administración pública o en la sociedad civil —eso ya lo harán los supernumerarios—, para dedicarse plenamente a las “labores” del Opus Dei, que en último término no son otra cosa que actividades destinadas a conseguir nuevos prosélitos. ¡Qué obsesión con organizar el proselitismo desde arriba! ¡Así salen —o más bien dejan de salir— ellos! No son precisamente la crema de la intelectualidad, llegar a la cual es teóricamente fin primordial de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei (Cfr. Estatutos 2§2), su peculiar tarea pastoral y misionera, como dice el Código de Derecho Canónico (Cfr. Canon 294). ¿Buscas intelectuales? Pues a montar clubs para niños. Coherente. Como sé que te gusta el arroz con leche, por debajo de la puerta te meto un ladrillo.

Hay quien encuentra poco atrayente la “labor” de los numerarios —por lo que se abstiene de “pitar”, sobre todo de numerario— y quien, tras años dentro del Opus Dei, se desencanta de tal “labor”. No le llena. Aquí enlazo con lo que decía al principio sobre la vinculación afectiva respecto al Opus Dei. Se empieza por un “donde se pasa mejor es en el club y con gente de casa” a un “donde mejor se pasa es fuera de casa” y sin “hermanos nuestros al rededor”. Lo que le alegra la pestaña es almorzar fuera de casa, tratar amigos o a enemigos a los que no hay que convencer de que asistan a los medios de formación, buscar solaz y descanso fuera de la llamada “vida de familia” y de los cursos anuales.

Con el tiempo se pasa del afecto a la desafección hacia la Obra, por mucho que ésta haya formado parte de la propia vida. En realidad nunca se logró allí un verdadero encuentro con Dios, sino con unos timoneles —supuestamente muy “santos” y experimentados— de una barca que, para colmo de desgracias, comienza a tener vías de agua por todas partes. En la barca lo que procede al día de hoy es achicar agua. Es el mejor sitio para vivir y para morir achicando agua. Más que ponerse al servicio de los directores en esa tarea, sin duda muy encomiable, acaban apeteciendo otras cosas.

Gervasio




Publicado el Wednesday, 17 November 2021



 
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