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CORRESPONDENCIA

 

Lunes, 10 de Diciembre de 2018



Entendiendo la historia del Opus Dei.- Cimarrón

Entendiendo la historia del Opus Dei

Cimarrón, 10/12/2018

La historia del Opus Dei... Podría decirse en este sentido que toda la historia del Opus Dei constituye un ejemplo monumental y extraordinario de aquella actitud que consiste en “modificar el pasado” y reinterpretarlo, adaptándolo a las circunstancias y a los intereses del presente. (Santos y Pillos). Recordando la novela de George Orwell, 1984, no es exagerado afirmar que utilizan constantemente un lenguaje “Orwelliano” donde la mentira está institucionalizada al igual que en esa novela.

Recién pitado, en 1962, para darme motivos para llegar al club Gurkhas en época de vacaciones, y mantenerme ocupado, me dieron el encargo de “hacer unas correcciones” en la revista interna Crónica. En un sobre estaban unas hojas impresas, sueltas, con la indicación de la página que debían sustituir. Con un poco de cuidado había que cortar con una cuchilla de afeitar cerca del lomo de la revista -de las que se usaban en aquel tiempo-, la hoja que tenía “errores”, y pegar la nueva hoja. Todo iba sin problemas hasta que me tocó sustituir una hoja de un artículo que hablaba de mi país y entonces leí con detenimiento lo que estaba haciendo. Eran dos versiones totalmente distintas, incluyendo las fotografías, de la historia de la formación de una obra corporativa. Nunca lo comenté, pero tampoco nunca se me olvidó...



(Leer artículo completo...)




Mi perplejidad ante la sentencia judicial del caso Gaztelueta.- Josef Knecht

Voy a hacer como Carmen Charo hizo el 30.11.2018, pues hace tiempo que no escribo en este foro y ahora vuelvo aquí para manifestar, como ella, mi opinión sobre la sentencia condenatoria del “caso Gaztelueta”. Por cierto, felicito a Agustina por la publicación de esta sentencia: ¡muy bien! Estoy de acuerdo con Carmen en que la condena puede perjudicar mucho al Opus en toda España. Y también estoy de acuerdo con el comentario que al respecto hizo El Cid Campeador al final de su último escrito (5.12.2018), porque, al igual que él, no acabo de ver que se hayan probado con claridad las acusaciones presentadas a juicio.

 

Mi perplejidad ante la sentencia condenatoria procede de la larga experiencia padecida en el Opus durante muchos años de mi vida. Puedo afirmar que llegué a conocer bastante bien la institución desde dentro y sufrí a fondo sus abundantes defectos y errores, que, como es sabido, he denunciado varias veces en esta página web. Pues bien, dos de las características más notables –y molestas– del funcionamiento práctico del Opus, y más en concreto de los Centros (o casas) de numerarios y de las Obras corporativas, son el agobio con que los numerarios viven y trabajan y el supercontrol al que están sometidos cotidianamente. El modus vivendi et operandi de los numerarios y numerarias está impregnado de rasgos sectarios que lo diferencian del comportamiento habitual de otros ámbitos semejantes: la configuración psicológica de un numerario que trabaja de profesor en una Obra corporativa no es igual que la de cualquier otro profesor en un colegio normal.

 

Cuando pertenecí al Opus, no solo me sabía controladísimo por los demás tanto en mi Centro como en la Universidad de Navarra, sino que desarrollé una capacidad de controlar a mis “hermanos”, es decir, los compañeros de los Centros donde residí: qué libros leían, qué noticias de los periódicos les interesaban, quiénes eran sus amigos, por qué hoy ha llegado tarde, antes de un viaje preguntaba cuándo volverían... Generé en mi interior una morbosa habilidad para curiosear en la vida de los otros a modo de detective; y esa curiosidad se acrecentaba cuando mi director espiritual me imponía como “examen particular” semanal hacer “correcciones fraternas” a los demás.

 

En las puertas de las habitaciones de los Centros no había cerrojos, hasta el punto de que, por ejemplo, yo entraba en los dormitorios de otros residentes a consultar libros suyos, que me interesaban, cuando ellos no estaban en la habitación; y me consta que otros entraban en mi dormitorio en mi ausencia o presencia cuando les convenía. Los numerarios recibíamos la correspondencia epistolar después de que el director del Centro abriera y leyera las cartas personales, que nos entregaba con el sobre ya abierto. En las Obras corporativas, los despachos de los profesores no tienen puertas opacas, sino dotadas de una ventana, a veces pequeña o a veces grande, con vidrios traslúcidos, de manera que desde el pasillo se ve quiénes están dentro y qué hacen. A todo esto se ha de añadir el ritmo trepidante de vida, repleto de agobio, desazón y zozobra, una hiperactividad constante, con que nos movíamos los numerarios a todas horas: las normas del plan de vida, los encargos apostólicos, recibir o escuchar charlas fraternas, interrupciones frecuentes en los momentos de estudio personal, pocas horas de sueño y un largo etcétera, en el que se incluía la prohibición de amistades particulares.

 

En cierta ocasión me sucedió una anécdota curiosa en Pamplona. Marché de viaje unos tres o cuatro días, y a mi regreso llovía en la ciudad; busqué mi gabardina en el armario, me la puse y en su bolsillo encontré un rosario que no era mío. Pedí explicaciones al director de la casa, el cual me dijo que en mi ausencia otro residente, que pasó su gabardina a las numerarias auxiliares para que le hicieran un arreglo, entró en mi cuarto, abrió el armario y se puso mi gabardina para devolverla al día siguiente en su sitio. He aquí una pequeña prueba de la casi nula privacidad con que los numerarios acostumbran a vivir.

 

Así las cosas, me cuesta entender que un numerario y profesor de un colegio del Opus pueda mantener relaciones sexuales con sus alumnos. No hace falta ser buen psicólogo para saber que los actos sexuales entre dos personas requieren una cierta concentración mental y un ámbito, no solo espacial-temporal, sino también psicológico, de intimidad relajante. Precisamente la intimidad brilla por su ausencia en todos los Centros del Opus y en todas sus Obras corporativas, y tampoco se da ahí el caldo de cultivo necesario para concentrarse mentalmente a practicar sexo. No se puede excitar la pulsión sexual cuando la cabeza de una persona está estresada como una olla a presión y su entorno vital es el de un control abusivo, mucho más intimidatorio para el corazón humano que el de una simple instalación de cámaras de video-vigilancia.

 

Con ello no quiero decir que un numerario nunca tenga vida sexual. Por supuesto que algunos numerarios la tienen. A pesar de esa carencia inmensa de intimidad, un numerario puede masturbarse encerrado en el cuarto de baño, que sí está dotado de cerrojo, o embozado en su cama, circunstancias éstas en que se da un mínimo de intimidad, suficiente como para desfogarse a solas; y también puede mantener relaciones sexuales con otra persona, pero siempre fuera de los Centros y de la sede de las Obras corporativas (en un prostíbulo, por ejemplo). Por eso, no me entra en la cabeza que en una Obra corporativa del Opus haya pasado lo que se relata en la sentencia del “caso Gaztelueta”. Lo digo con toda sinceridad a partir de mi experiencia vital de largos años en el Opus: ¡NO ME ENTRA EN LA CABEZA! Eso no puede haber sucedido en ese lugar, aunque en otros colegios del mundo pueda pasar y por desgracia pase.

 

En un Centro de numerarios puede suceder que un numerario meta su rosario en el bolsillo de la gabardina de otro numerario, como a mí me pasó hace años, pero jamás puede suceder que meta su bolígrafo en el culo de otro. Esto último no se me mete en la cabeza.

 

Los que han juzgado y sentenciado al profesor de Gaztelueta no han tenido en cuenta la realidad, excepcional y peculiar, de la total carencia de privacidad con que funcionan las personas pertenecientes a la Obra de Escrivá y que marca la psicología de los numerarios y, por tanto, su comportamiento. No se puede juzgar bien lo que acaece en una Obra corporativa del Opus, si se piensa que aquella es un colegio “normal”, pues no lo es, ya que el sectarismo que predomina en la mente y en el corazón de quienes lo dirigen y allí trabajan diferencia ese centro de enseñanza de los demás. Puede haber sucedido tal vez que, por razones por mí desconocidas, los padres del único adolescente-víctima de Gaztelueta hayan confundido el acoso psicológico, al que su tutor lo sometió haciendo apostolado y proselitismo con él, con una forma de agresión sexual.

 

Josef Knecht





Infantilismo espiritual en el Opus Dei.- Dax

"No te contaré nada nuevo. Voy a remover en tus recuerdos, para que se alce algún pensamiento que te hiera: y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración y de Amor. Y acabes por ser alma de criterio" José María Escrivá, Camino, Al lector.

Como ya he contado alguna vez por aquí, considero un milagro el seguir creyendo en Dios. Y (un milagro aún más grande) en su Iglesia. En el que quizá haya sido el momento más duro de mi vida, y de mayor escepticismo, volví a confiar en un simpático curita que, al cabo de un tiempo, me presentó a su comunidad cristiana. Nunca se lo agradeceré bastante. No solo no he perdido la fe, sino que constato de modo cotidiano, a través de esas personas, lo amplia que es la Iglesia y, por contraste, lo miope y estrecho que es ese pequeño redil llamado Opus Dei, en el que pasé trece fríos años. Cada vez más pequeño, cada vez más estrecho.

No voy a navegar entre los múltiples motivos de ese agobiante clima espiritual que propone la Prelatura, pero, a raíz de una anécdota reciente, me gustaría fijarme en uno: el infantilismo espiritual (no confundir, ojo opusimos que me leéis, con infancia espiritual), que se caracteriza por una total falta o, en el mejor de los casos, por una absoluta desconfianza en el propio criterio.

En el encuentro que la comunidad arriba citada ha tenido esta semana, refería uno el siguiente suceso: Unos compañeros del trabajo, que saben que soy católico practicante, me lanzaron un reto. Me propusieron leer Sapiens, de Harari, asegurándome que si tenía el coraje de leerlo, seguramente perdería la fe. Tenía el libro, así lo afirmaban ellos, argumentos irrefutables que demostraban que la fe en Dios es un sinsentido. Leí el libro. Es un tocho bastante gordo, pero está bien escrito, me pareció ameno. Lo subrayaba mientras lo leía, y me di cuenta de que todas sus conclusiones conducían a que la vida es un sinsentido, que la existencia es absurda, y cosas por el estilo. Cuando lo acabé, comí un día con mis compañeros de trabajo, y fui desgranando el libro, explicándoles que no solo no estaba de acuerdo con lo que decía, sino que, además, la alternativa que proponía el libro me parecía tan ideológica, que el leerlo había fortalecido mi fe, cuyos argumentos me parecían ahora aún más sólidos. También le habían lanzado el mismo guante a mi compañero del Opus. Un tío majísimo, lo quiero un montón. Le pregunté si no lo iba a leer él también, y me dijo: No, no, que podría confundirme.

El que dirige la reunión, un hombre un sacerdote sabio, bueno y de reconocida ortodoxia, tomó las riendas, y vino a decir lo siguiente: A tu amigo lo dejamos estar: que siga su camino en paz, por el amor de Dios. Pero a ti, que no eres filósofo ni mucho menos, no solo no te ha debilitado enfrentarte con esa lectura, sino que, por contraste, ha servido de refuerzo de tu fe. No podemos ir con miedo por la vida, no somos niños a los que cualquier cosa hace tambalear su opción por Cristo. Estamos aquí porque queremos, porque ser cristianos nos ayuda a vivir.

Me dio mucho que pensar toda la situación. Cuánto miedo, cuántas veces, a leer cualquier cosa. A fiarme de mi criterio. A sentir culpa si me aventuraba a usar mi razón y decidía leer un libro "que no estaba previsto", ver una película tipo "C", hablar con un amigo "que no convenía para el apostolado" o ir a una reunión en la que había mujeres "pues allí no pintamos nada".

Recuerdo, para muestra un botón, la vez que consulté leer "Amor y responsabilidad" de Juan Pablo II, en la que hace los primeros apuntes de su teología del cuerpo, y el director me dijo, tal cual, que a mí no me hacía falta leer eso, que me iba a confundir. Y como esa, muchas. Me miro hace unos años, ocho, diez, antes de tomar una de las mejores decisiones de mi vida (que no fue abandonar la barca de Pedro, sino dejar el asfixiante submarino de Josemaría) y me veo lleno de miedos, de obsesiones, de temor, de dudas. ¡Qué agobio me da sólo de pensarlo! ¡Con lo ancha que es la Iglesia! Pero no. Jamás lo hubiera pensado cuando estaba allí dentro. Crees que la Iglesia es el Opus Dei (está por ahí esa cita en la que Escrivá asocia la barca de Pedro a su Obra), que San Josemaría es el único e infalible intérprete de la Sagrada Escritura, y que rechistar o irse del Opus es un mal agresivo que va a dar al traste con tu alma, condenada ya a las cadenas del infierno. Y hoy, fuera, felizmente fuera, con una fe más fuerte y verdaderamente alegre (la alegría ya no es una norma) que nunca quiero gritarles a los que, desde dentro, aún no se atreven a dar el paso, aún piensan que solo se puede servir a Cristo desde el Opus: ¡Que no! ¡Que te han engañado! ¡Que el Opus Dei no es la única, ni la mejor institución de la Iglesia para seguir a Cristo! ¡Que no es verdad que sea el mejor lugar para vivir y el mejor lugar para morir! ¡Que la Iglesia es muy grande! Y, ¡que no, que es mentira que fuera del Opus la gente no tiene doctrina, o no sabe qué es el catecismo, o no se confiesa, o no va a Misa todos los días, o qué sé yo! Que os han engañado, joder. Que os están manipulando.

Que leer Camino convierte a las personas en almas de criterio es evidentemente falso, por mucho que hiera Escrivá, que hiere pero bien y deja cicatrices de años. No nos engañemos: en el Opus, salvo para aquellos que, por las razones que sean, hacen de su capa un sayo, el único criterio válido es el de los directores. Oponerse equivale a ser tildado de soberbio, en el mejor de los casos, de tener espíritu crítico, etc. Ya nos conocemos la retahíla. En otro libro, sin embargo, sí me encontré una frase que me parece útil como criterio: Examinadlo todo, quedaos con lo bueno (1 Tel 5, 21). Y puedo decir que me ha ido mucho mejor en cinco años de la mano de San Pablo que en trece de la mano de San Josemaría.

Dax




 

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