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Antonio Ruiz Retegui*, pequeña biografía teológica.
In memoriam

Por Jacinto Choza, recibido el 4 de enero de 2004
Del libro "Metamorfosis del cristianismo"
*Antonio Ruiz Retegui es el autor, entre otros escritos, de "Lo teologal y lo institucional" y del libro "El ser humano y su mundo"



1.- Un homenaje póstumo.
2.- Profesores y maestros.
3.- Lo existencial y lo institucional.
4.- Los maestros oficiales.
5.- Los maestros privados.
6.- Doctrina moral y estructuras de pecado.


1.- Un libro y un homenaje.

Antonio Ruiz Retegui nació en Cádiz, el 7 de septiembre de 1945, y murió en Madrid, el 13 de marzo de 2000, a consecuencia de una repentina hemorragia cerebral. Cursó la carrera de ciencias físicas con brillantes calificaciones en las universidades de Sevilla (1962-64) y Barcelona (1964-67). Como miembro de la Prelatura Personal Opus Dei se trasladó a Roma en 1967 para continuar sus estudios de teología. En 1969 se trasladó a Pamplona donde realizó la licenciatura en teología (1969-71) y el doctorado (1971-74). Tras su ordenación sacerdotal en 1971, desempeñó diversas funciones académicas y pastorales.

Desde 1974 fue profesor adjunto de "Antropología cristiana" en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Desde 1989, profesor agregado de "Teología moral" en la misma Facultad.

Desde 1984 hasta 1990, fue director del Departamento de Teología para universitarios de la Universidad de Navarra. Y desde 1982 hasta 1990, profesor de "filosofía de la religión y visión cristiana del mundo" en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Navarra.

A partir de 1990, tras ciertas desavenencias, causa baja en la Universidad de Navarra y se dedica a tareas pastorales en Madrid.

En 1993 es nombrado profesor extraordinario de "Teología moral especial" en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma). En 1995 es invitado a la facultad de Teología de Lugano (Suiza), para impartir un curso de licenciatura sobre el sentido antropológico de la familia.

En esos últimos años, alternaba sus tareas pastorales con las intelectuales en Madrid, y sus trabajos en Madrid con alguna que otra escapada a Roma, Suiza y Pamplona.

Antonio merece que se le honre en el mundo académico con un libro de homenaje porque fue un maestro, y ese es un tipo de persona tan poco frecuente, tan escaso, que cuando aparece genera el aprecio de quienes le rodean y cuando desaparece la nostalgia de cuantos le han conocido. Ahora hace falta aclarar qué es un maestro y en qué sentido Antonio lo era.

Antonio y yo coincidimos en la Universidad de Navarra a mediados de los 70. Antes nos habíamos encontrado a comienzos de los 60 en el Colegio Mayor Guadaira, en la Universidad de Sevilla, que fue cuando nos conocimos, y posteriormente en Roma en 1967. Pero cuando realmente llegamos a tratarnos a fondo y a una amistad que fue creciendo permanentemente fue en Pamplona en el segundo lustro de los 70. Trabajábamos en la misma Universidad y en la misma biblioteca, pero sobre todo vivíamos en la misma residencia de profesores de la Avenida de Pamplona, 2, entresuelo, Barañain-Navarra. La amistad fraguó entre nosotros dos, o mejor dicho, entre nosotros tres (porque también formaba parte de ella Luis Arechederra), a golpe de vivir y compartir los acontecimientos de la vida universitaria, y particularmente los de las facultades de Filosofía y Letras y Derecho, y los de la cátedra de Teología para universitarios.

En la Universidad de Navarra hay un maestro, decía Antonio, que es Polo, don Leonardo Polo. Hay dos, insistía yo, Polo y d'Ors, don Álvaro d'Ors (Luis generalmente prefería oír, y sólo de vez en cuando daba su opinión, que solía ser sentenciosa, contundente y definitiva, y más divertida que solemne).

Don Álvaro d'Ors, en alguna de las tertulias que teníamos a veces los sábados por la tarde en su casa (único lugar de Pamplona donde valía la pena acudir en peregrinación cultural, según Luis) nos había contado que era muy rara la figura del maestro, del verdadero maestro. Que no se encontraban más que dos o tres por generación, y que él tenía la suerte de haber conocido a uno, Menéndez Pidal, aunque no fue maestro suyo.

Polo era un maestro porque no solamente enseñaba lo que se sabía, lo admitido como saber establecido, sino también lo que no se sabía y se indagaba. Era un maestro porque enseñaba haciendo transparente su vivir, que en gran medida era un vivir para el saber, para el pensamiento. Al enseñar filosofía enseñaba a dudar, a estar seguro, a preguntar, a enfadarse, a vibrar y a sufrir. Y también a tocar el cielo con las manos al exponer el pensamiento de Hegel o el de Heidegger, y al exponer su concepción del ser extramental y de la existencia extramental.

Don Álvaro d'Ors era un maestro porque cada año daba su prelección, su primera lección del curso, con toda solemnidad y luego la publicaba. Porque cada año, al editar el programa de Derecho Romano, incluía la relación de los alumnos a los que había calificado con matrícula de honor en las promociones anteriores. Porque explicaba sus lecciones y realizaba los exámenes con una exigencia y una justicia indiscutidas. Porque dirigía cada tesis doctoral dedicándole tanto tiempo como los doctorandos mismos. Porque asesoraba la investigación de sus colaboradores con esmero hasta dejarlos en las puertas de las oposiciones que facilitaban el acceso a las cátedras universitarias, sin entrar en la política de cátedras. Porque su casa y su familia estaban abiertas a sus discípulos, que podían compartir con ellos algunos de los momentos más entrañables. Porque siendo un hombre políticamente comprometido, y de un modo notorio, nunca hizo labor de captación política entre sus discípulos.

Pues bien, a su escala, Antonio era un maestro en estos dos sentidos. A su escala porque no ocupó posición alguna en el escalafón de los académicos españoles, y porque los títulos que tuvo según su condición de sacerdote fueron Capellán Mayor de la Universidad de Navarra y profesor de Teología Moral y de Antropología sobrenatural en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra y en el Ateneo Romano de la Santa Cruz. Su magisterio se ajustó plenamente a esos títulos, pero también, y en diversos sentidos, los desbordaba con mucho.

Antonio era maestro en cuanto a comunicar su vida intelectual y espiritual, y en cuanto a compartir la de los otros y las otras, como don Leonardo, y era maestro en cuanto a sugerir lecturas, libros y temas, y en cuanto a alentar aspiraciones de saber y de estudiar, como don Álvaro d'Ors. Para él un libro podía ser como un amigo, y desde luego, a los amigos nos hablaba de sus libros y de sus autores favoritos como de íntimos de toda la vida, llamándoles incluso por los apodos familiares con que los bautizaba al entrar en su círculo vital.

Por eso es un homenaje muy adecuado para él escribir algo en lo que pueda reconocerse y con el que pueda disfrutar desde esa eternidad a la que se marchó. Algo que si hubiera caído en sus manos le hubiese dado mucho que pensar, que dialogar. Algo que, entre otras cosas, hable de lo que es el magisterio, de la tarea del maestro, tal como el la describió en su ensayo sobre profesores y maestros, que publicó en la revista de la Facultad de Ciencias de la Información de La Universidad de Navarra , "Nuestro Tiempo", todavía durante los 80. Allí dejó escrita su idea de que los profesores son los que enseñan lo que se sabe, los que transmiten los conocimientos disponibles, sin más, y los maestros, en cambio, son aquellos en quienes el saber está vivo, y vivo con la propia vida de ellos, de manera que transmiten lo que se sabe y lo que se indaga transmitiendo su vida, abriendo su alma.

2.- Profesores y maestros.

Desde que en el siglo V antes de Cristo Platón planteara el debate sobre si la virtud puede ser enseñada, no se ha encontrado una respuesta definitiva y aceptable por parte de todos. Ante esa cuestión una respuesta negativa podría suscitar con perplejidad la pregunta: pero entonces, ¿qué es lo que enseñan los profesores de moral? Para salir del paso podría contestarse que enseñan las teorías que se han formulado sobre la virtud o la teoría que consideran más destacable. Pero aún así, seguiría inquietándonos la pregunta acerca de la relación existente entre las teorías sobre la virtud y la virtud vivida, entre las doctrinas morales y la vida virtuosa.

Antonio era un maestro porque no sólo entraba a los problemas acuciantes y verdaderos, que a veces son poco frecuentados, sino porque además entraba por el flanco más inquietante y llegaba hasta las formulaciones más claras. Así es como afrontaba el problema de qué relación hay entre las doctrinas morales y la vida virtuosa, y sobre todo, más radicalmente, el de qué relación hay entre las formulaciones de la fe (las elaboraciones doctrinales de la fe) y la vida del creyente. No la vida virtuosa, sino la vida sin más.

Ese fue quizá su tema más recurrente, la relación entre fe y vida. No la relación entre el derecho y la sociedad, ni la relación entre el pensamiento y la realidad, que eran los temas de d'Ors y de Polo, sino la relación entre lo que creen los cristianos, lo que se les propone para ser creído, y lo que viven. Esa relación ha constituido frecuentemente un problema en la Iglesia, y a lo largo del siglo XX uno muy crucial, como vamos a ver.

Por lo que se refiere a nuestro debate sobre si la virtud puede ser enseñada, y a la relación entre las doctrinas morales y la vida virtuosa, el problema se clarifica un poco si en lugar de formularlo en abstracto lo formulamos en concreto. Si en vez de preguntarnos si puede ser enseñada la virtud en general nos preguntamos si pueden enseñarse la pasión por la literatura y la historia, el interés por el pensamiento y la vida de los grandes maestros y de la gente normal, la magnanimidad y la honestidad intelectuales para afrontar los problemas existenciales y los teóricos, la sencillez y la transparencia para describirlos y proponer soluciones, y si nos preguntamos si esa enseñanza afecta a la vida del que las aprende, la respuesta está más al alcance de la experiencia común.

Quizá no sabemos si la virtud se puede enseñar en general. Lo que sí sabemos es que, como el vicio, se contagia, y se contagia por contacto, por fascinación, por seducción, por emulación, por imitación y por repetición. Y algunos sabemos que Polo, d'Ors y Antonio contagiaban amor al saber, capacidad de diálogo, constancia en el estudio, estilo de reflexión y de expresión, y un numero indefinible de trucos, manías, muletillas y tics, es decir de cualidades y capacidades que entran dentro de lo que se denominan hábitos operativos buenos y que constituyen la definición de virtud.

Antes de iniciarse en el trabajo intelectual, en la tarea de investigar y escribir, en la docencia y en la asistencia espiritual, es normal aprender una serie de reglas para la realización de tales actividades. Y una vez iniciada la actividad, en el ejercicio de aplicar las reglas aprendidas, es posible y es frecuente descubrir algunas nuevas. Las reglas que se aprenden antes y mientras se realiza el trabajo, se aplican prestando mucha atención a las realidades a que se aplican, para ver si las admiten pacíficamente o hay que modificarlas o incluso generar otras nuevas. También es posible aplicar esas reglas prestando poca atención a las realidades a que se aplican. Entonces se dice que las reglas se aplican mecánicamente o ciegamente.

A este respecto, y a propósito de la creación artística, Kant ponía el ejemplo de la diferencia entre una recta trazada con regla y otra a mano alzada. En la trazada con regla, el pensamiento y la mano han confiado todo su saber y pericia a un instrumento, la regla, que será la responsable y encargada de que la línea trazada sea verdaderamente recta. Si no lo es, la 'culpa' es de la regla, o de algún movimiento fortuito que estorba el proceso del trazado.

Cuando se hace a mano alzada, el pensamiento y la mano no hacen abdicación de su saber y su pericia en ninguna herramienta. Es el conocimiento de lo que es una recta y la pericia manual los que se están ejerciendo en cada momento, de manera que los responsables de que la recta salga bien son ellos, el pensamiento y la mano. Si un movimiento brusco o cualquier otra cosa altera el proceso, el pensamiento y la mano pueden corregirlo. En cada segmento de la línea a mano alzada está presente y se percibe la actividad personal de quien la ha trazado. Y esa es la nobleza y el valor que le reconocemos a las cosas hechas a mano actualmente, en una época de proliferación de las herramientas.

Escribir un libro de teología moral, dar un curso de teología para universitarios, predicar una novena, ejercer la dirección espiritual o asistir en confesión a un penitente es algo que se puede hacer con regla o a mano alzada.

Se hace con regla si se recogen unos cuantos manuales de teología, un par de guías prácticas para la predicación y la cura de almas y una compilación de ritos y rúbricas, se asimila su contenido y se traslada y desarrolla con un cierto orden en un papel, ante unos alumnos, ante un grupo de fieles en una celebración litúrgica o en los oídos de un penitente que se acusa de sus pecados.

Se hace a mano alzada cuando, conociendo bien los correspondientes textos de teología moral, de teología fundamental, de ascética, mística y espiritualidad, y las correspondientes praxis de cura de almas y de penitencia, se mira y se escucha lo que vive el auditorio, se pregunta a sus almas, se percibe lo que pueden demandar sobre comportamientos admirables y valerosos, sobre la proximidad o lejanía de Dios, sobre la relevancia de su Madre, o sobre su misericordia. Teniendo presente esa realidad de los interlocutores, ese conocimiento de las reglas, y esas realidades sagradas y profanas de las que se obtuvieron reglas y saberes, se ve en qué medida y cómo las reglas de los libros son aplicables, y en qué medida la realidad de los interlocutores presentes merece o exige modificar algunas de esas reglas o incluso generar otras nuevas.

Las reglas, el deber ser, surge siempre de la vida, de lo que es, porque el deber ser se funda en el ser y la norma se funda en la vida. Por eso, la modificación de las reglas ya establecidas y la generación de las nuevas es posible en la medida en que la vida de los alumnos, de los fieles y de los penitentes, es asumida en la vida y en el saber del profesor, del predicador, del guía espiritual, que a partir de aquellas reglas, de esas vidas y mediante su vivir y pensar, en fecunda comunicación, produce las novedades, y que por eso precisamente es, además de profesor, maestro.

Ese modo de proceder era la constante aspiración de Antonio Ruiz Retegui. A propósito de la antropología sobrenatural, de la teología moral, de la cura de almas y de la penitencia. Porque nunca se quedó conforme con la descripción que Luis hacía del decálogo y de los preceptos morales en general. Son como la lista del supermercado, decía, cuando vas a confesar dices: dos de esto, uno de esto, uno de aquello.

Antonio aceptaba esa caricatura. Porque era muy certera esa descripción del mal moral, del pecado, tal como se enseñaba a los cristianos, como algo bastante extrínseco a sus afanes, anhelos y temores, como algo que sólo accidentalmente tenía que ver sus vidas y con sus actos.

Sabía que la moral no era eso, un catálogo del supermercado, y que la teología moral no tenía nada que ver con eso, pero siempre llegábamos a la misma conclusión. La Iglesia ha renovado la liturgia, y ha renovado la dogmática mediante la vuelta a la Escritura y a la patrística para mostrar mejor el fundamento de las formulaciones doctrinales. Pero no ha tocado la moral. ¿Por qué? Porque es lo más difícil, decía Antonio, porque no sabemos cómo hacerlo.

Pero ese es un problema que no solo afecta a la moral. Afecta a la Iglesia en general y al cristianismo todo. Afecta a las instituciones, y Antonio, Luis y yo lo percibíamos de un modo más o menos confuso. Porque vivíamos nuestro cristianismo con el máximo empeño existencial y a la vez con toda veneración por las instituciones cristianas, sobre las que volcábamos nuestros mejores afectos y nuestra mejor reflexión intelectual.

Los ajustes y desajustes entre el cristianismo existencial y el institucional marcaron decisivamente aquellos nuestros años juveniles, y por eso han estado siempre presentes en nuestra vida posterior.

3.- Lo existencial y lo institucional.

La relación entre lo que se les propone a los cristianos para ser creído, y lo que ellos viven, ha constituido un problema en la Iglesia muchas veces, y a lo largo del siglo XX ha sido experimentado de un modo muy punzante. Pues bien, eso era especialmente cierto para nosotros tres.

Una línea recta se puede trazar a mano alzada o mediante una regla. Una regla es una institución. Las instituciones son procedimientos que se han mostrado fructíferos y útiles a la hora de hacer algo, y que cristalizan para asegurar la permanencia de esa eficacia y utilidad. Son conjuntos de normas con las que se han logrado determinados resultados, o con las que se quieren lograr.

La mayor parte de las revoluciones que han tenido lugar en el occidente moderno aspiraban a realizar los ideales de la libertad de conciencia, de religión, de expresión, de mercado, de asociación, y han cristalizado en los derechos humanos políticos, o aspiraban a realizar los ideales de educación para todos, trabajo para todos, atención sanitaria para todos, pensiones y seguros de desempleo para todos, vivienda y ocio para todos, y han cristalizado en los derechos humanos sociales.

El conjunto de los derechos humanos no son instituciones más que en sentido amplio. Instituciones propiamente dichas son los centros de salud, los ambulatorios, los hospitales, y la Seguridad Social con su correspondiente ministerio, y también las escuelas, institutos y universidades, con todo el sistema educativo y su correspondiente ministerio. Instituciones son todos los organismo de la administración pública y todas las entidades privadas. Y todas las instituciones tienen el sino de que garantizan una potencia y un alcance máximos para atender a las demandas existentes, pero tienen muy escasa capacidad de atención a las demandas nuevas. Una regla sirve para trazar rectas de un modo perfecto y rápido, pero no para trazar otro tipo de líneas que resulten necesarias en un proyecto. Es más fácil crear instituciones nuevas que adaptar las ya existentes a las nuevas necesidades.

Los ideales que las revoluciones y los gobiernos convierten en instituciones se realizan más eficazmente que ningunos otros, porque las instituciones existen para la eficacia de las realizaciones. Pero al tener como objetivo la eficacia de la ejecución pierden el aliento moral, la inspiración espiritual que tenían cuando su logro era el único fin y el ideal de la acción y de la revolución. Una regla existe para trazar muchas rectas de un modo perfecto y rápido. Y las rectas trazadas así son perfectas y rápidas. La recta a mano alzada es imperfecta y lenta, pero en cambio es querida por sí misma en cada uno de sus segmentos.

Max Weber, que concibe la historia del occidente moderno como una historia de la burocracia y de la burocratización, describe esa diferencia de un modo muy expresivo. "Los héroes de la fe y la fe misma desaparecen o, lo que es más eficaz aún, se transforman en parte constitutiva de la fraseología de los pícaros y de los técnicos de la política [...] Aquí, como en todo aparato sometido a una jefatura, una de las condiciones del éxito es el empobrecimiento espiritual, la cosificación, la proletarización espiritual en pro de la 'disciplina'. El séquito triunfante de un caudillo ideológico se transforma con especial facilidad en un grupo completamente ordinario de prebendados" (Max Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 1980, p. 173).

Las instituciones sustituyen la razón práctica, cuya tarea es descubrir ideales, formularlos y proponer su realización, por la razón técnica, cuya tarea es alcanzar los fines preestablecidos de un modo certero y rápido. Por eso la disciplina es la virtud de la razón técnica. Lo que se elogia en un ejército disciplinado es su capacidad de ejecutar las órdenes por problemáticas que puedan parecer. La tropa está para ejecutar las órdenes, no para discutirlas. Para eso están justamente los políticos, los hombres del estado mayor.

Actualmente, ningún otro caso ilustra mejor el ajuste entre el orden existencial y el institucional que el ejército, que además también nos afectaba de modo directo e indirecto. Cuando a comienzos del siglo XIX Napoleón institucionalizó el servicio militar obligatorio, inventó el procedimiento para que cada pecho francés proclamara los ideales de libertad, igualdad y fraternidad y los defendiera incluso con la propia vida si era preciso. A su vez, para quienes compusieron y cantaron la marsellesa, para el pueblo de Francia quizá, el ejército era la realización de su unidad, de su disposición a la lucha en pro de los ideales. Se puede decir que lo que hizo Napoleón mediante el ejército fue nacionalizar temporalmente la libertad y la vida de los ciudadanos, y establecer el derecho a hacerlo, con lo cual lo que hizo realmente fue 'nacionalizar' la nación y con ello crear la nación-estado.

Durante el siglo XIX y el XX los países occidentales han nacionalizado temporalmente la vida y la libertad de sus ciudadanos, es decir, han convertido esas vidas y esas libertades en herramientas, en reglas para trazar demarcaciones y fronteras de un modo rápido y eficaz, y han convertido la imaginación y la inteligencia de todos ellos en disciplina. Pero a comienzos del siglo XXI la defensa de la autonomía e integridad del territorio se realiza más eficazmente sin recurrir a la tracción animal, mediante un tipo de armamento, un tipo de logística y una rapidez de movimientos que no sólo hace innecesaria la institución del servicio militar obligatorio, sino que la hace también inútil e insostenible.

Cuando Luis y yo hacíamos el servicio militar, todavía en el franquismo, era ya muy perceptible que dicho servicio no tenía ningún sentido. No sólo que no lo tenía para nosotros, que no éramos profesionales del ejército, sino también que tampoco lo tenía para los militares. Para ellos era mucho más evidente que para nosotros, y así lo manifestaban en conversaciones amistosas y francas, que el ejército no estaba en condiciones de entrar en guerra ni siquiera en África, y que la defensa de la integridad del territorio corría más por cuenta de la obsolescencia de las guerra tradicionales que por cuenta de un ejército como el español. Todos mis esfuerzos por encontrarle un sentido a la institución, para generar un ámbito en el que fuera posible la ilusión profesional de los militares, desembocaban en el vacío ante la ternura agradecida de ellos. No te esfuerces, Jacinto, la única solución a este problema es la liquidación del ejército tal como ahora existe, me decía F.M.,, descendiente de militares de alto rango, amigo y compañero de la residencia de Barañain.

Los cambios sociales y técnicos son causa y efecto de la obsolescencia del ejército napoleónico. Por eso, en una dirección diferente a la de Napoleón, la nación se reprivatiza, y el segmento nacionalizado de vidas y libertades de los ciudadanos, también.

Así es como se ve el proceso una vez que ha terminado y una vez que la vieja institución ha sido sustituida por los ejércitos profesionales. Pero antes de eso, mientras se ponderaba y se deliberaba sobre el tránsito de un tipo de institución militar a otra, desde dentro de la nación y desde dentro del ejército, los analistas del problema podían ser considerados como traidores a la patria o bien como traidores al progreso.

A diferencia de Luis, Antonio no era especialmente sensible a las nacionalizaciones y las nacionalidades, de manera que las reprivatizaciones de la nación no le afectaban especialmente. Pero en cambio sí que le afectaban, y mucho, las reprivatizaciones de la religión, de la conciencia, del riesgo moral, del pecado, del más allá y de la salvación eterna. Las diversas alteraciones y obsolescencias institucionales tenían repercusiones existenciales en todos nosotros, nos afectaban personalmente. Y tanto más cuanto menos recursos intelectuales teníamos para comprenderlas, para concebirlas al menos como posibles. En buena medida la amistad de los tres fraguó también en el intento de obtener interpretaciones de esos cambios que nos permitieran afrontarlos, en el intento de pensar esos terremotos institucionales.

La reprivatización de la religión era ya, en el segundo lustro de los 70, lo que menos nos afectaba. Por esas fechas ya pertenecían al pasado la carta del cardenal de Milán, Montini, a Franco pidiéndole la desconfesionalización del Estado por el bien de la Iglesia, para afianzar la reputación de ella como verdadera impulsora y garante de las libertades. Quedaba ya atrás también la imagen de la Iglesia que había sido debatida en la campaña electoral de John F. Kennedy, el primer católico que llegaba a la presidencia de los Estados Unidos. Para algunos de sus partidarios, la Iglesia era valedora verdadera de la libertad y para algunos de sus adversarios lo era sólo por estrategia y cuando estaba en minoría. Sobre ese debate había hecho su tesis Jaime Planell, otro de los inquilinos de la residencia de Barañain. Quedaba atrás también la carta que yo había escrito a mi antiguo profesor de Lógica, don Leopoldo Eulogio Palacios, recriminándole respetuosamente por su alegato contra Pablo VI y en favor de Monseñor Lefêvre en la tercera de ABC.

En el segundo lustro de los 70 la nueva constitución española cumplía el deseo de Montini, por entonces ya Pablo VI, sin especiales traumas para la mayoría de las conciencias españolas. Podíamos hablar con cierto engreimiento de desconfesionalización y adaptación a los tiempos modernos, como hablábamos de la constitución de los Estados Pontificios después del cautiverio de Avignon a mediados del siglo XV, y de su pérdida en 1870. Con el engreimiento que da la comprensión en la lejanía histórica de un episodio que vulneró muchas conciencias y sobre el que uno, desde la barrera, se siente triunfador.

Pero había otros terremotos institucionales de los que no estábamos tan a cubierto. En concreto había uno que iba a tener un alcance de amplitud imprevisible, y era el de la reprivatización de la salvación eterna.

La Iglesia había condenado más de una vez la interpretación radical de la máxima extra Ecclesia nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación, y aunque había conciencia de que la gracia y la misericordia divinas actúan por todas partes, había también la certeza de que el concesionario oficial era la Iglesia, y prácticamente en régimen de monopolio. A Antonio le producía especial regocijo, como si se tratase de una de las clásicas paradojas lógicas, que precisamente los intérpretes radicales de esa máxima hubieran quedado 'fuera de la Iglesia'.

Pero cuando el 'fuera de la Iglesia' se experimentó cada vez más amplio, más cercano y más lleno de personas normales y buenas, y cuando el ecumenismo empezó a pedir paso en serio, es decir, cuando la sociedad empezó a hacerse realmente multicultural, entonces la reprivatización de la salvación eterna fue ganando terreno como la única opción razonable.

Pero la reprivatización de la salvación eterna, es decir el reconocimiento o la proclamación de que la salvación puede encontrarse en todas las confesiones y en todas las comunidades, incluso entre quienes no tienen ninguna religión, implicaba también, de un modo u otro, la reprivatización del más allá, es decir, la vigencia social de diferentes concepciones de la vida ultraterrena, y la reprivatización del pecado, del riesgo moral y de la conciencia.

Desde Durkheim hasta el momento presente, un siglo de investigaciones sociológicas y antropológicas ha puesto de manifiesto que hay creencias cuyo arraigo y firmeza depende del numero de personas que las comparten. Ha hecho patente que hay ideas que, para que uno pueda creerlas con firmeza, ha de creerlas con mucha gente, con todo el mundo, y si no, no las puede creer del todo. Entre ellas se encuentran particularmente las que se refieren al más allá, pero también las que se refieren al pecado y al riesgo moral. La claridad y la certeza de las ideas sobre tales extremos, no es sólo una cuestión de corrección lógica, de fe o de gracia sobrenatural, sino también, y principalmente, del grado de cohesión e integración en la sociedad. Pero todo eso ni Antonio ni Luis ni yo lo sabíamos por entonces.

Conocíamos la tesis de Monseñor Lefêvre: el Concilio Vaticano II es la Revolución francesa dentro de la Iglesia, y, por eso, la destrucción de la Iglesia. Y nos llenaba de inquietud. La cuestión era si podía seguir existiendo la Iglesia cuando se proclamaban las libertades individuales en el centro de la comunidad eclesial. Si la gran ebullición de novedades y experimentos eclesiales, subsiguientes al concilio Vaticano II, no era más que afán de novedades, ingenuidad, errores inadvertidos o incluso propuestas abiertamente heréticas y cismáticas formuladas a veces con mala fe. La tesis de que "el humo de Satanás" se desprende por entre los resquicios de la Iglesia desde dentro de ella misma, según una expresión que el propio Pablo VI había hecho suya, llenaba de inquietud a muchas conciencias cristianas, y entre ellas a las nuestras.

La proclamación de las libertades individuales fue percibida, en algunos ambientes y momentos, como una amenaza para la Iglesia mucho mayor que la entrada de Garibaldi en Roma y la liquidación de los Estados Pontificios en 1870. ¿Tendría razón Lefêvre?

De hecho, la abolición de prácticas religiosas tradicionales, la alteración de la disciplina de los sacramentos, las innovaciones artísticas en la liturgia, y otros acontecimientos por el estilo, a veces los vivíamos como actos de terrorismo eclesiástico que nos afectaban tan profundamente como los actos de terrorismo civil que por aquel entonces estaba perpetrando ya la ETA en Navarra y el País Vasco.

Para Antonio, para Luis y para mi, que éramos jóvenes recién doctorados, y que nos iniciábamos en nuestra carrera docente, aquello era la guerra. Y la paz era para nosotros asunto del pensamiento, de comprender las cosas, de explicarnos los acontecimientos, y eso era lo que podíamos transmitir también en nuestra docencia. Pero en este frente nosotros, para nosotros, no teníamos maestros. Teníamos que encontrarlos y los encontramos.

4.- Los maestros oficiales.

A finales de los 70 Antonio y yo nos ausentamos de Pamplona. El se marchó a Valencia a desempeñar diversas tareas de su ministerio sacerdotal y yo me fui a la Columbia University de New York, con una beca de Fundación Ford, para empapuzarme de la antropología americana. Y a comienzos de los 80 volvimos a encontrarnos de nuevo en la Universidad de Navarra.

Habíamos vivido con gran expectación la muerte de Pablo VI, y las elecciones de Juan Pablo I y Juan Pablo II para el pontificado. Por otra parte, habíamos vivido la época de Adolfo Suárez y la arrolladora emergencia del socialismo en España sin sobresalto, y teníamos la convicción de que en España no había ocurrido nada grave y no ocurriría nada grave, sino todo lo contrario. No había entre nosotros inquietud por el futuro del país, pues aunque el golpe de estado del 23 de febrero de 1981 nos sobresaltó a todos, la normalidad y la confianza se restablecieron tan pronto que no hubo lugar para inquietud estable. Estábamos convencidos de que en España todo marchaba bien. Pero la Iglesia era otra cosa.

Juan Pablo II había despertado en nosotros grandes expectativas, incluso grandes esperanzas. Como si implícitamente creyéramos que él podría pilotar de algún modo los terremotos institucionales que tenían lugar en la Iglesia. Y pusimos en común nuestras impresiones sobre sus libros, homilías, encíclicas y discursos.

Uno de los primeros acontecimientos clave para nosotros fue el discurso en la Sede de las Naciones Unidas de Nueva York el 2 de octubre de 1979. Yo había corrido Broadway arriba y abajo con todo mi entusiasmo porque a Juan Pablo II se le prodigaba el mismo recibimiento que a los astronautas, recibiendo sus bendiciones y sintiéndome un triunfador. Y luego el Discurso.

Una proclamación clara, solemne, contundente e inequívoca de los derechos humanos, de las libertades individuales. Lefêvre no tenía razón. O mejor dicho, la Revolución francesa dentro de la Iglesia no era una amenaza para la Iglesia, sino todo lo contrario, la liberación de carismas y fuerzas espirituales que no habían tenido cauces para manifestarse.

Don Álvaro d'Ors, en una de esas tertulias de los sábados, y aludiendo a ese discurso, comentaba con su resignada reciedumbre que este no era un Papa que le cayera simpático a la Comunión Tradicionalista. Habrá que esperar otro Papa, otros tiempos. Este es el que la Iglesia necesita ahora.

En las Navidades del 80 Luis me dio a leer el discurso a los científicos alemanes pronunciado el mes de noviembre en la catedral de Colonia. Ese otoño nos habíamos trasladado a vivir al Colegio Mayor Belagua. El texto del discurso lo había reproducido íntegramente la revista Nuestro Tiempo. El Romano Pontífice, en nombre de la Iglesia, pedía perdón a la comunidad científica por las extralimitaciones de la Iglesia en el caso Galileo, pedía perdón por las ingerencias de la Iglesia en el desarrollo de la ciencia, proclamaba la libertad de expresión y de pensamiento y prometía que en adelante no atentaría contra esas libertades ni contra ese progreso. Ciertamente Lefêvre no tenía razón. Las libertades individuales no eran una amenaza para la Iglesia sino una garantía para su corrección política y para su fecundidad.

Antonio, que leía a Juan Pablo II más que nosotros dos, con frecuencia venía a mostrarnos pasajes de textos pontificios como tesoros inauditos.

-Mira, aquí dice, y citando a Santo Tomás, que si hay un conflicto entre la autoridad legítima y la propia conciencia, uno debe seguir siempre su propia conciencia. Lo importante no es sólo que eso lo diga Santo Tomás. Sino que lo recoja él, lo refrende y lo proclame.

Juan Pablo II se nos aparecía como el Papa que, a la altura de 1982, había proclamado todos los ideales emblemáticos de las diversas corrientes de la derecha y de la izquierda cristianas, legitimándolos todos y facilitando que esas corrientes diversas se mirasen con compañerismo más que con enemistad. Y así lo declaré yo en el número que la revista Nuestro Tiempo dedicó a los primeros años del pontífice, y para el que nos pidió colaboración a un buen número de profesores de la Universidad de Navarra.

Pero eso no resolvía todos los problemas ni allanaba todos los caminos. Un día de esos de comienzos de los 80, delante de la Biblioteca, Luis me dijo que Antonio había vuelto de Valencia y quería hablar conmigo. Ha vuelto y se queda, y te está buscando.

Y en efecto nos encontramos. Tenía en su alma toda la inquietud que no le produjo el golpe de estado del 23 de febrero en el mundo civil, y que sí le produjo lo que para él fue una especie de golpe de estado en la comunidad eclesial, a saber, el nombramiento como Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe a Joseph Ratzinger a comienzos de los 80. El segundo de a bordo de la nave de Pedro, y el máximo responsable de la fe de la Iglesia, era un teólogo cuyas publicaciones y cuyas ideas eran consideradas desde ciertas perspectivas como gravemente peligrosas para esa misma fe.

No se trataba solamente de que las diferentes corrientes y tendencias de la comunidad eclesial pudieran mirarse amistosamente entre ellas, ni se trataba solamente de que quedase desautorizada cualquier descalificación que una pudiera lanzar sobre otra. Se trataba de que los supuestos desde los que podía considerarse a un teólogo como peligroso quedaban anulados como claves para valorar la corrección religiosa de cualquier propuesta cristiana. ¿Dónde están y cuáles son los criterios últimos de la fe de la Iglesia?

Había que acercarse más a Ratzinger, conocerlo, estudiarlo, y Antonio lo hizo con empeño y pasión. Había varias interpretaciones posibles de su nombramiento. Que el Papa quiere que la Iglesia tenga la apertura intelectual y doctrinal del teólogo germano. Que el Papa quiere tener cerca y controlados a los más listos y díscolos, y darles responsabilidades, para que se muestren más circunspectos en sus escritos y actuaciones. Que el Papa ha escogido al más brillante de los teólogos 'progres' porque sabe que es el que más fiel ha sido siempre a Roma. Etc. Porque había más interpretaciones.

Antonio comenzó a leer a Ratzinger, a Pepe, como empezó a llamarle a partir de entonces. Y le entusiasmó tanto que no paró nunca de estudiarlo, citarlo, escucharlo y regalar sus libros. A mi me regaló dos, la "Introducción al cristianismo y la Escatología", y les puso una dedicatoria alusiva a nuestros propios enfoques y concepciones.

"Choza, aquí está bastante clara la quintaesencia de Pepe. No está precisada del todo, habrá que completarla, en lo que se refiere a la Antropología cristiana, con la "Escatología". Pamplona, 30.3.84"

Y en la "Escatología" puso, "Choza, aquí tienes más maduro el desarrollo de lo que expone en la "Introducción al cristianismo". Pamplona, sin fecha."

En la "Introducción al cristianismo" Ratzinger hacía una interpretación del relato del juicio final a las naciones, que recoge el capítulo XXV del Evangelio de Mateo. Venid vosotros a la vida eterna, porque tuve hambre y me disteis de comer, etc.

Todas las proclamaciones doctrinales y dogmáticas sobre la Iglesia como único camino de salvación, del conocimiento de Cristo y de la fe en Él como requisito imprescindible para la vida eterna, solemnemente definidas en los correspondientes concilios y recogidas en los correspondientes parágrafos del Denzinger, aparecían con una nueva luz bajo la mirada de Ratzinger. La Iglesia es la comunidad de los que reconocen, siguen y confiesan a Cristo, pero quienes reconocen, siguen y confiesan a Cristo, y que a su vez son reconocidos y confesados por Cristo mismo en el último día son los que han dado de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos, los que han visitado y acompañado a los enfermos y encarcelados. Es decir, los que han practicado la misericordia con entrañas de misericordia.

Pero entonces, ¿qué sentido tiene la idea de que la Iglesia dispensa la salvación eterna casi en régimen de monopolio? Pues un sentido similar al del ejército napoleónico en las sociedades que constituyen el concierto mundial en el siglo XXI.

Pero entonces, ¿quiénes son los que están fuera de la Iglesia? Pues, como decía la Constitución Pastoral "Gaudium et Spes" del Concilio Vaticano II, "aquellos que pudiendo y debiendo estar dentro de la Iglesia no lo están". Este era el principio que presidía también el nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado en 1983, y que habíamos oído glosar con pericia y sutileza jurídica. Según esa definición de lo que es estar fuera de un determinado ámbito, no se puede decir que uno está fuera de la luna. Y así es, porque si uno no es de las personas que puede y debe estar en la luna, el no estar allí no puede interpretarse como un estar fuera de ella.

Se podía seguir manteniendo que fuera de la Iglesia no hay salvación, si es que se prefería ese enfoque del problema, pero ahora la Iglesia no controlaba el acceso a ella en régimen de monopolio. Más bien lo difícil ahora era estar fuera.

A Antonio las cuestiones jurídicas no le interesaban ni le afectaban especialmente, aunque sí las cuestiones morales, pero otra cosa nos ocurría a Luis, que ya era Profesor adjunto de Derecho Civil en la Cátedra de don Amadeo Fuenmayor, y a mi, que ya había obtenido la licenciatura en Derecho Canónico y había descubierto los universos jurídicos de la mano del propio d'Ors y de Fuenmayor, de Pedro Lombardía y Javier Hervada, de don Carmelo de Diego y de otros juristas insignes. A Luis y a mi las cuestiones jurídicas nos afectaban, porque ya por entonces para nosotros el derecho era el reconocimiento y la expresión de la verdad de la vida. Y a Antonio las cuestiones jurídicas le afectaban en su vertiente moral, porque ya por entonces para él la moral era también, si bien con un enfoque diferente, el reconocimiento y la expresión de la verdad de la vida.

Desde luego, entonces no percibíamos, con esta nitidez que da la reflexión y con la carga interpretativa que frecuentemente tiene el recuerdo, que nuestra actitud y nuestra posición respecto de la teología, la filosofía y el derecho fuera tan existencial. Sí, en cambio, que la vida tenía una relevancia máxima en esos tres ámbitos.

Posteriormente nuestras trayectorias profesionales se separaron, y nuestros derroteros biográficos siguieron también rumbos divergentes, pero la amistad y la comprensión mutua continuaron inalteradas. Porque esa prioridad que concedíamos a la vida en relación con los saberes que cultivábamos, y ese indeclinable enfoque existencial, nos daba una cierta unidad de ánimo, una cierta unanimidad, a la hora de plantear los problemas y de afrontar las posibles vías de solución. Ese modo nuestro de referirnos a las cuestiones vitales, lo describía Alejandro Llano, otro de los moradores de la residencia de Barañain, con la expresión "es que Choza, ve", o "es que Luis, ve". Con ello aludía a las dos categorías en que jocosamente habíamos dividido a los profesionales del mundo académico, a saber, "los que ven" la realidad y los problemas, los describen y proponen soluciones, y los que hacen comentarios, glosas e interpretaciones a lo que han dicho los primeros.

Por esa sintonía de enfoques y de planteamientos, Antonio, Luis y yo siempre nos buscábamos, siempre nos contábamos lo que habíamos vivido y lo que habíamos pensado, y siempre encontrábamos comprensión en los otros.

También por ese tipo de enfoques y planteamientos Antonio fue seleccionando una serie de maestros que no estaban constituidos en autoridades oficiales dentro de la comunidad eclesial, y cuyos libros fueron parte importante del alimento y de la luz con que nutrió y alumbró su existencia hasta los últimos días.

5.- Los maestros privados.

A partir del curso 1981-82 yo me trasladé a Sevilla, y ocupé allí la cátedra de Antropología filosófica junto a mi maestro don Jesús Arellano, mientras Antonio y Luis continuaron en Pamplona. Luis obtuvo luego la cátedra de Derecho civil de la Universidad del País Vasco, y estuvo en San Sebastián algunos cursos, pero luego volvió a la Universidad de Navarra, cuando ya fue imprescindible buscar recambios para los Profesores Fuenmayor y Sancho Rebullida. Y Antonio se quedó también allí hasta 1990, en que dejó Navarra y la Universidad para trasladarse a Madrid.

Conmigo se incorporó también a la Universidad de Sevilla en 1982 Javier Hernández-Pacheco, que había hecho su segunda tesis doctoral en filosofía en la Universidad de Viena y antes había sido discípulo de Rafael Alvira, que a su vez se había trasladado de la Universidad Complutense de Madrid a la de Navarra. Yo viajaba con frecuencia a Pamplona, para supervisar el Departamento de Psicología y Antropología, que gestionaba y cuidaba con esmero Jorge Vicente, y para dar clases en la Facultad de Teología. Se establecieron relaciones de colaboración e intercambio entre las facultades de Filosofía de las dos universidades, Javier comenzó a frecuentar la de Navarra, yo le presenté a Antonio y entre ellos surgió una amistad y un trato como el que Antonio mantenía desde años atrás con Luis y conmigo. A partir de entonces Antonio compartió también con él sus lecturas y sus experiencias.

Hay varias grandes figuras del pensamiento contemporáneo que han sido los grandes maestros e interlocutores de Antonio, a saber, Guardini, Balthasar, De Lubac, Elliot, Lewis y Newman. Un conjunto de ases que siempre tenía en la manga, y gracias a los cuales pudo interpretar el mundo y su vida de un modo lo suficientemente comprensible como para poder aceptarlo y aceptarse, como para no volverse loco. Es decir, gracias a ellos pudo desplegar unos comportamientos y unas actitudes de esperanza y de fe en lugar de hundirse en la desesperación y en la oscuridad del absurdo, y gracias a eso había también optimismo en su caridad, en su amor.

No tiene nada de sorprendente, después de lo que he dicho sobre el enfoque existencial con que encaraba la realidad y los problemas, que sus maestros fueran esos. Si hay algo que pueda identificarse como un rasgo común de todos ellos es su planteamiento existencial de la vida y de la teología, y, quizá por eso, el ser hombres de estudio, y no de acción, de organización y de mando. Son también hombres ajenos a cualquier aparato, o en conflicto con él. Hombres tan bien dotados para percibir la realidad y para interpretarla, que precisamente por eso no podían desarrollar como una de sus virtudes destacables la disciplina, esa disciplina en sentido weberiano mediante la cual las instituciones funcionan.

Ya durante los 60 y los 70 Guardini había sido un punto de referencia para nosotros. Él había abierto los cauces de la teología existencial y había sido el primero en enseñar, desde su cátedra en la Universidad de Munich, que el cristianismo no era un sistema de dogmas, ni un código de prescripciones morales, ni un repertorio de ritos, sino estrictamente una relación personal con una persona, Jesús el Cristo. Esa era la verdad del cristianismo y así lo propuso con un libro cuyo título ya había hecho célebre un siglo antes Ludwig Feuerbach, "La esencia del cristianismo".

Pero en la década de los 80, ya con Juan Pablo II en la sede de Pedro, la figura de Guardini adquiría nuevos perfiles. Uno de los biógrafos de Karol Wojtyla escribió que había sido necesario que la sede de Pedro la ocupase un eslavo para que por fin un Papa comprendiera a Dostoiewski. En efecto, ni Pio XI ni Pio XII habían tenido especial sensibilidad para esos planteamientos espirituales, ni, por tanto, para ese minucioso estudio que Guardini había dado a la imprenta titulado "El universo religioso de Dostoiewski". Tales planteamientos existenciales triunfaban exhibiendo una santidad y una inocencia incontestables al margen de la normativa moral y de la dogmática oficial. Por eso chocaban con la enseñanza oficial y por eso la autoridad legítima los miraba con recelo.

Guardini había dedicado otro estudio del mismo estilo a las "Elegías de Duino" de Rilke, que para nosotros fueron de un valor máximo. También yo, mediante un análisis de esas elegías, había hecho un estudio de la crisis de nuestro tiempo y de nuestra sociedad, de nosotros mismos, que Antonio y yo habíamos utilizado para aclararnos nosotros y para abrir espacio a nuestros alumnos.

Guardini, Dostoiewski y Rilke, al igual que Husserl, Scheler y Heidegger, latían en los escritos de Juan Pablo II, que progresivamente iba adquiriendo dimensiones más gigantescas en nuestro mundo intelectual y personal.

Pero ese reconocimiento por parte de un Papa llegó demasiado tarde para Guardini, que vivió en una época en que se reafirmaba la neo-escolástica y en la que la hegemonía de los enfoques tradicionales no dejaba resquicio para innovaciones de índole existencial. Desde Pio IX y León XIII la Iglesia, desconcertada ante los desarrollos intelectuales y filosóficos, se había replegado hacia la escolástica medieval y hacia Tomás de Aquino en particular.

El propio Guardini lo sabía, y así lo refiere en su "Autobiografía", que Antonio conocía casi de memoria y de la cual me recitaba pasajes según fueran pertinentes en la situación. Mira lo que dice. Cuando concluidos sus estudios oteó su horizonte para dirigir sus pasos por un camino transitable, había dos posibilidades, hacer carrera institucional o hacer carrera intelectual. Entonces se pedía una beca de ampliación de estudios. Si a uno le daban la beca, es que no se contaba con él para nada, y que el único camino era el estudio. Cuando le dieron la beca, sabía ya cuál sería su futuro.

Otro de los grandes maestros de Antonio fue De Lubac. Junto a los teólogos alemanes como Ratzinger, Guardini y algunos otros, Henry De Lubac y el grupo de los jesuitas de Lyon constituyen otro de los motores de la renovación de la teología católica del siglo XX, por su actualización de la Patrística y su asimilación de la historia. Como Ratzinger y el propio Wojtyla, De Lubac fue uno de los grandes artífices del Vaticano II, pero eso fue en los 60. Treinta años antes las cosas eran de otro modo.

El jesuita francés había escrito "Le surnaturel" , obra con la que abría nuevos planteamientos teológicos y en la que asumía supuestos de la ciencia y la cultura contemporáneas, y que recibió una dura reprimenda por parte de Pio XII. El modo en que De Lubac reaccionó fue siempre admirado y proclamado por Antonio a todos los niveles. Tras las actuaciones de Pio XII en relación con su obra, De Lubac escribió su "Meditation sur l'Eglise" en la que explicaba y fundamentaba el acatamiento que los fieles deben a la Iglesia, y a partir de la cual guardó silencio como teólogo y como investigador, hasta que otra vez, ya próximo el Concilio Vaticano II, la autoridad de la Iglesia volvió a requerir su trabajo. A De Lubac, el reconocimiento no le llegó tan tarde. Hombre clave en la renovación eclesial, fue nombrado cardenal en 1985. Antonio aprendió de De Lubac veneración por la patrística y por la historia de la Iglesia, audacia intelectual y disciplina de obediencia y acatamiento a la autoridad.

Junto a estos, otro tercer teólogo enmarca las coordenadas intelectuales de Retegui, Hans Urs von Balthasar. También el suizo tuvo sus problemas con el orden institucional, también se trata de un hombre plenamente dedicado al estudio y también su obra ha sido de amplia repercusión en la Iglesia católica. Pero a él el reconocimiento intelectual le llegó a tiempo de proporcionarle justas satisfacciones, y recibió el capelo cardenalicio también en el 85.

Los dos primero libros que Antonio me regaló de él fueron el volumen 1 y el 3 de "Gloria. Una estética teológica". En el tomo 1 me puso esta dedicatoria: "Jacinto, aquí tienes los principios para un enfoque teológico 'nuevo' con el que sintonizas bastante. Antonio, 21.10.87", y en el 3, esta otra: "Jacinto, aunque es el tomo 3, quizá sea uno de los más expresivos. Verás que conecta con los intentos comenzados con Guardini y con algo de lo que hemos hablado. ARRetegui, 21.10.87"

Antonio y yo nos habíamos dicho muchas veces que el fundamento del conocer y del querer, en el orden existencial, es la belleza, y que a su vez la belleza es el modo, el único modo, en que resulta amable el imperio de la norma. La base de la ética no podía ser otra que la estética si es que el amor surge de la belleza y si es que el amor tiene que serlo todo en todo.

Esa era la inspiración de Balthasar, y esa era la de Antonio, que puso como título a su libro "Pulchrum. Reflexiones sobre la Belleza desde la Antropología cristiana". Balthasar recogía los enfoques existenciales de Guardini y además los contextualizaba de un modo sistemático e histórico según los diferentes momentos de la historia de la Iglesia, de la filosofía y de la teología. Balthasar había recibido el premio Pablo VI de Teología, el equivalente al Nóbel en el mundo de la teología católica, y sus monumentales obras "Gloria, una estética teológica y Teodramática" habían sido comparadas por Juan Pablo II con la "Summa Theologiae" y la "Summa contra Gentes" de Tomás de Aquino, y eso le daba a su pensamiento una autoridad que nos llenaba de firmeza .

Con sus escritos y sus palabras Juan Pablo II abría a todos los lenguajes y corrientes filosóficas los depósitos doctrinales del cristianismo, que ahora podían ser pensados y expresados según las diferentes modalidades que había adoptado la actividad intelectual en occidente. Eso era muy de agradecer después de la orientación que habían recibido los estudios teológicos desde León XIII hasta Pio XII, y que afectaba a los seminarios y universidades de la Iglesia todavía en la segunda mitad del siglo XX.

De hecho, para Antonio esa apertura llegó ya tarde, porque para entonces su repertorio de herramientas conceptuales se había consolidado ya en la escolástica tomista. A propósito de eso, y en medio de la lectura de su libro "Pulchrum", le escribí: "¡Qué pena que las cosas interesantes que tienes que decir vayas a fundamentarlas en la metafísica moderna, en el sujeto trascendental y en la noción de naturaleza! Al hacer eso, lo interesante queda sepultado por un lastre de conceptos que impiden percibir lo vivo. ¡¡Cuándo podréis libraros de todo eso, como Guardini, Barth, Rahner, Ratzinger, Balthasar, etc.!!"

Si Antonio hubiera conocido la fenomenología, que es la corriente filosófica con la que se inicia el siglo XX y la que abre los cauces para el existencialismo primero y para la hermenéutica existencial después, hubiera disfrutado de las mejores herramientas para dar expresión adecuada a su vida personal e intelectual.

De todas formas, Juan Pablo II fue desde el principio, y durante toda la vida de Antonio, la apertura a todos esos enfoques. Juan Pablo II, que ya había sido enjuiciado como un hombre abierto en política exterior y extremadamente conservador en política interior, que en no pocos aspectos había reforzado mucho la disciplina interna de la Iglesia, y que por eso era visto como 'regresivo' por amplios sectores de la opinión pública, para nosotros seguía siendo el hombre de la gran apertura y de la libertad intelectual.

Junto a los teólogos, fueron los literatos quienes brindaron a Antonio herramientas y cauces de expresión, y quienes constituyen el otro gran pilar de su mundo interior, ese mundo donde él vivía y que echaba siempre hacia los espacios exteriores para que 'su gente' sintiese el universo ensanchado con voces más íntimas, como decía Rilke.

De entre los literatos hay dos con los que sintonizaba completamente, T.S. Elliot y C.S. Lewis. Los dos consagraron su obra intelectual y su vida al cristianismo, que consideraban como el alma de occidente, y suministraron a Antonio muchas claves para su propia comprensión del mensaje cristiano y su sentido en la historia. Los dos fueron hombres de estudio, solitarios y desgraciados. Elliot hasta los sesenta años ya entrados, en que, tras contraer matrimonio con su secretaria, pudo exclamar "por fin, feliz", y disfrutar de ello algún tiempo. Lewis fue feliz los breves años de su matrimonio también con una discípula, cuando ya era mayor, pero la muerte prematura de ella le sumió de nuevo en la soledad y en el dolor.

A veces, en la primera conversación después de un periodo de ausencia, nos saludábamos repitiendo los versos de Cuatro Cuartetos: "Go, go, go, said the bird: human kind/ Cannnot bear very much reality" ("Ve, ve, ve, dijo el pájaro: el género humano no puede soportar demasiada realidad").

En la primera página del libro de Lewis "Till we have faces", que me regaló, Antonio puso: "Jacinto: ¡cuánto me gustaría que hicieras un tratado sobre Psyche como prototipo de santidad!. ARRetegui, 24 de septiembre de 1989".

Finalmente Newman. Yo diría que fue su gran descubrimiento y su gran amigo durante los últimos años, cuando su vida, como la de un caracol sin concha, transcurría ya al margen de las aulas de la Universidad de Navarra. Es cierto que daba clases en el Ateneo Romano de la Santa Cruz, conferencias en diversos foros, y que dio un curso en Lugano sobre su admirado Balthasar.

-Antonio, cuando te llamaron a Roma, ¿te podías haber quedado allí, te llamaron para que te quedaras?
-Podría haberme quedado, Jacinto, pero prefiero volver a España y estar aquí.
-¿Incluso aunque no estés en la Universidad?
Entonces encogía los hombros, arqueaba los labios hacia arriba y musitaba: pssssssss!

Hizo suyo el sueño de Newman sobre la universidad, la concepción de Newman del Gentlman, el fracaso de Newman ante Roma, y la marginación y refugio de Newman en los libros. También conocía de memoria la autobiografía de Newman, y me recitaba o me leía igualmente algunos pasajes según la ocasión.

-Mira lo que dice aquí el pobre: "Roma esperaba de mi que les llevase convertidos a los hombres clave de la iglesia anglicana y de la intelectualidad oxoniense, pero yo no sirvo para eso. Roma tiene interés en el poder sobre todas las cosas. Pero yo nunca he sido así. Yo he sido siempre un hombre de estudio, de reflexión, interesado antes que nada por la formación intelectual y espiritual. Si Roma entendiera la importancia de eso ganaría mucho ante el mundo británico, y podría comprenderlo."

Pero aunque en su vida cotidiana y en sus actividades diarias podía experimentar la marginación o la infelicidad de Guardini y Newman, de Elliot y Lewis, cada vez que se encontraba ante los libros que leía o ante los folios blancos o ante el ordenador que le sumía en los trabajos que estaba escribiendo, su alma y su cuerpo rezumaban entusiasmo, gozo, felicidad, y eso era lo que transmitía, porque ese era siempre su tema favorito de conversación, lo que había leído y lo que había escrito, o lo que estaba leyendo y escribiendo.

6.- Doctrina moral y estructuras de pecado.

Si Antonio hubiera conocido la fenomenología, especialmente a Husserl, Scheler y Heidegger, y se hubiera hecho con su instrumental metodológico y conceptual, habría tenido las mejores armas para afrontar uno de los problemas que le afectaron y le apasionaron, el de la relación entre el buen comportamiento moral y la felicidad.

Muchas veces habíamos comentado ese fragmento de Aristóteles que recoge Zubiri y que, al parecer, Aristóteles puso como epitafio en la tumba de su maestro Platón: "Al hombre que me enseñó cómo ser bueno y feliz, a la vez."

Aristóteles sabía, y nosotros sabíamos, que ser bueno es una cosa y ser feliz otra, y que de suyo no coinciden. Esta diferencia es fácil pasarla por alto con un sistema filosófico y teológico clásico, que no suele ocuparse sistemáticamente del mundo de la vida, de la comprensión de cada singular. Pero en una perspectiva fenomenológico existencial el contraste resulta clamoroso, y Antonio lo percibía así a pesar de que sus herramientas conceptuales no se lo facilitaban.

Según el esquema clásico, el fin que todos los hombres buscan es la felicidad, y los medios que tienen que poner para lograrlo son el cumplimiento de las normas morales. Por lo tanto, según ese esquema, si uno es bueno, es feliz, y si uno es feliz, es porque ha sido o es bueno.

En ese contexto, la tarea de la teología moral era fundamentar las normas morales en el fin último (la felicidad) y establecer la felicidad como el estatuto de la naturaleza humana acabada. Eso puede hacerse de diversos modos, y a medida que el sistema normativo se hace más complejo, la doble fundamentación se va haciendo más difícil pero también más vistosa. Adquiere el aspecto de construcción científica consistente. Paralelamente el sistema normativo se va alejando de la vida real y deja de ser criterio para las actividades cotidianas.

-Antonio, yo no sabía que antes del concilio omitir o realizar deficientemente las rúbricas al decir misa era pecado mortal. Es asombroso la cantidad de pecados mortales que podían cometer los sacerdotes diciendo misa sólo a cuenta de las rúbricas. Y Antonio me miraba con una semi-sonrisa de sentirse descubierto, de complicidad y de perplejidad. Aunque sea muy marginal, el ejemplo sirve como botón de muestra para captar las características del problema. En el supuesto de que las transgresiones morales indiquen realmente quiénes son malos y quiénes son buenos, ¿qué tiene que ver eso con la felicidad?

Enseñar moral es enseñar algo que sirve para vivir y para entenderse uno mejor a sí mismo, realmente, existencialmente, y no enseñar algo que a uno le estorba el vivir, que le sirve a uno para complicarse más y enredarse más. Así se enseña habitualmente la moral, como decía Luis. Pero lo que Antonio pensaba y quería era otra cosa, y conforme pasaba el tiempo se afianzaba más en esa posición. El objetivo de la moral, y no solo de la moral, sino de la religión toda, de la teología, y de todos los esfuerzos humanos es hacer felices a los hombres, hacer feliz a cada uno en particular.

El modo en que Antonio concebía esta finalidad del hombre, de la teología y la religión y, en general, de las humanidades tiene su interés, pero eso ya lo trató él en sus escritos, que en algún momento oportuno se publicarán, para gozo de sus amigos y discípulos y para hacer efectiva su contribución a la comunidad de estudiosos.

La pretensión de hacer buenos a los demás puede a veces llevarles a la desgracia, al deterioro psíquico incluso. Cuando tal pretensión pierde pié en las personas y se centra en la eficacia y brillantez del sistema normativo, puede ser determinante de la formación de las estructuras de pecado. Este fue el último tema de estudio, el último escrito y la últlima conferencia de Antonio.

Antonio escribió y expuso la "Quarta Collatio. I. Ex Theologia Morali" para los sacerdotes de la Prelatura Personal del Opus Dei de la demarcación de Madrid sobre el tema "Quid sit peccatum" en febrero de 2000, escasamente un mes antes de su muerte.

Estaba muy contento del texto, y me lo entregó con satisfacción, comentándome que había suscitado una discusión muy viva. Por aquellas fechas Ratzinger visitó España y dio una conferencia. Antonio disfrutó con ella y experimentó de nuevo con gozo la sintonía entre él y el cardenal.

-Mira, lo más importante y lo más nuevo de lo que he escrito es el último epígrafe, el que habla de las estructuras de pecado. Hay formas de organización de la vida humana que induce a todos los que forman parte de ella al pecado anulando su conciencia moral. El caso más claro es la administración y la cultura nazi, pero también se puede dar en otras organizaciones e incluso en instituciones eclesiásticas.

El tránsito de la razón práctica a la razón técnica es el primer paso para la constitución de las estructuras de pecado. Dicho de otra manera, el primer momento es la constitución de una estructura burocrática, tal como Weber la había descrito. El segundo paso es la legitimación de la razón técnica, la sacralización de la eficacia, lo cual es especialmente plausible en las organizaciones religiosas porque la omnipotencia divina es frecuentemente interpretada como poder de dominio y de eficacia, como lo había señalado Newman y como posteriormente expusieron algunos de los filósofos del siglo XX como Horkheimer y Adorno.

Es la última lección que yo recibí de Antonio, lo último que aprendí de él de palabra. Porque hasta entonces yo no había comprendido bien qué era y qué podía ser el pecado social y la estructura de pecado. Ese es su último trabajo, su última investigación.

La vida de Antonio se parece más a la de Newman y a la de Guardini que a la de Eliot o Lewis, pues no llegó a tener la pequeña felicidad y el reconocimiento que tuvieron los dos literatos. Cuando trabajaba en su proyecto de superación de lo institucional y afirmación de lo teologal sin trabas, fue repentinamente arrebatado del tiempo.

Si al leer estas líneas, el lector tienen la sensación de que ha aprendido cosas que no sabía, y cosas relevantes para su vida, entonces comprenderá por qué es irreparable la muerte de los maestros, porqué los maestros enseñan a través de los libros, y por qué el maestro Antonio Ruiz Retegui merecía el homenaje de un libro, y a ser posible de un libro magisterial.

Son esos libros en los que hay vida que siempre dispensa vida y que se distinguen bien de esos otros en los que solo hay preceptiva que se experimenta inmediatamente como anticuada, como ese "Manual de urbanidad para señoritas", que podemos mirar con ternura porque representa la fe inocente en una normativa en la que se suponía que se encerraba todo.

Como los grandes maestros, Antonio sigue dispensando vida a través de su obra.

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