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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

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CATORCE AÑITOS
(O QUINCE O DIECISÉIS, LO MISMO DA)

PEDRO, 29 de agosto de 2005

 

Escribo este mensaje para contribuir al debate sobre los pitajes de adolescentes, y de paso para agradeceros el trabajo que se hace en esta página web en pro de los que se han ido, de los que se quieren ir y de los que no quieren entrar.

Entré por primera vez en esta página siendo todavía numerario, mientras buscaba la página oficial de la prelatura. Me llamó la atención porque se definía como una página equilibrada, ni a favor ni en contra. Sin embargo, tras leer dos o tres testimonios, pensé que mejor a otro perro con ese hueso, porque esto en realidad era un nido de rebotaos.

Hoy soy un rebotao.

Y lo digo sonriendo, aunque triste por lo que me tocó pasar, y por todo lo que todavía paso como consecuencia.

De un año a esta parte, coincidiendo con la paulatina recuperación de mi vida, os he leído algo más. Tampoco soy un incondicional, lo reconozco, pero a veces pienso en qué habría pasado si no hubiera tirado esos años por la ventana, y me pica el gusanillo de ver cómo han salido adelante otros como yo.

Quizá algún día me anime a contar mi vida en detalle, aunque testimonios más interesantes aquí sobran. En mi caso son once años, casi siempre en clubes de bachilleres, de España y del extranjero. Supongo que da para muchas historias, pero hoy por hoy prefiero mirar atrás lo menos posible. Esos años no me los va a devolver nadie.

No sé si realmente este mensaje entra en 'testimonios' o en 'jóvenes y adolescentes', porque es una mezcla de ambos. De momento lo dejo en testimonios pero a discreción de los orejas.

Sobre la vocación a los catorce añitos

Es más que frecuente en la obra encontrarse con flores de invernadero: niños de catorce años, que no saben nada de la vida y que viven en un triángulo de las Bermudas entre el colegio (del opus, aunque quizá no tenga nada que ver con el opus), su casa (con bienintencionados padres supernumerarios o allegados al opus) y el club. Si uno rasca un poquito, se da cuenta de que un número considerable de estos niños, a pesar de su tierna edad, ya han tomado una decisión irrevocable de entrega a Dios para toda la vida.

No me parece mal que la gente se entregue a Dios para toda la vida. Allá ellos, en esta vida hay gente pa tó.

Pero sí me parece mal que sea tan pronto y sin discernimiento, y los métodos que para ello se utilizan.

Es fácil que un niño en las circunstancias que he descrito antes, a poco que sea más o menos trabajador y simpático y se muestre en buen plan, sea inmediatamente identificado como pitable. Comienza entonces una tarea sistemática de acoso y derribo: se le va invitando (directamente o mediante un amigo) a los partidos de fútbol; cuando se ve que viene, se le achucha un poquito para que se anime a los círculos y a la dirección espiritual; después se pasa a actividades de 'inmersión', como son las convivencias y los cursos de retiro; y, cuando ya está encajado, es decir, cuando se le ve rezar un poco, hacer su pequeña charla con el residente de turno y moverse con más desparpajo por el club, se le provoca una crisis vocacional (que, dicho sea de paso, raya en el terrorismo psicológico).

El planteamiento puede ser el siguiente: Dios te ha dado unos padres estupendos, te ha puesto en un colegio estupendo, con unos amigos estupendos, te ha dado la fe, la formación, la posibilidad de ir al club... si Dios ha sido tan generoso contigo, ¿no te parece que tú tienes que ser generoso con Él?

A esto sólo se puede responder sí.

Pues entonces, cógete estos puntos de camino y piénsalos despacio. No sé, a lo mejor notas que Dios te está pidiendo más.

Nos ha fastidiao ¿cómo no lo vas a notar?

Llevándote por el caminito de baldosas amarillas Dios intentaba decirte que tú estás hecho para difundir la Buena Nueva del Evangelio.

Más claro agua.

Y si te ha puesto cerca de la obra será porque quiere que lo hagas en la obra. Si no, te habría puesto cerca de los capuchinos o entre los chinitos del África ¿no?

Tumbativo.

E insidioso.

Porque a esa edad, y en ese entorno y circunstancias, el crío está entre la espada y la pared. Da igual que sea su vocación o no. ¿Y qué niño de catorce años, estando en buen plan, va a ‘decir que no a Dios’? (¡qué duro suena eso, decir no a Dios!). Sólo lo hará si realmente le cuesta muchísimo o si tiene al lado gente en la que confía (padres, hermanos, amigos) que le dice en la otra oreja que tranquilo, que espere un poquito, porque la vida es muy larga y mira lo que le pasó a fulanito. En muchos casos, estas excepciones a la regla se pueden acabar convirtiendo en ‘eternos pitables’.

Pero mis padres son buenos y están casados, y hasta son de la obra...

Claro pequeño, pero es distinto (supernumerario casi nunca es una opción a esas edades). A ti te llega todo esto cuando ni siquiera tienes novia, porque eres muy joven. A lo mejor esto es otra señal de predilección, de que Dios te lo pone más fácil porque te quiere todo para sí ¿no crees?

Llegados a este punto el chaval (aunque le cueste un congo) ya no tiene otra que decir que sí. Ya está. Otro pal bote. A escribir la carta al consiliario y santas pascuas.

Cierto, al pitable adolescente también se le hace notar que lo de la vocación es una decisión suya ante Dios, y que la toma porque le da la gana, que es la razón más sobrenatural, y que nadie pita si no lo pide primero. E incluso se le dice que es posible que lo de ser numerario no sea lo suyo. Sin embargo, pocas veces en la práctica se va a aceptar un no por respuesta. Casi siempre hay que rezarlo un poco más, hay que seguir dando la brasa, hay que apretar un poco más las tuercas, hay que meterle un buen paquete para que se entere, y hay que acorralarlo hasta que pite (o hasta que -Dios no lo quiera- salga corriendo).

Así fue mi caso. Y el de muchos otros. Y yo fui instrumento para que fuera el caso de otros (primero como adscrito y luego como residente). Eso sí, a veces sentía que estábamos haciendo experimentillos con almas, y que el perjudicado en potencia no era precisamente yo, y debo reconocer que a la larga cada vez me costó más el proselitismo.

Una cosa está clara: a esas edades los hay que pitan por la presión, que son muchos. Los hay que pitan por amistad, que son muchos. Y los hay que pitan por ingenuidad, que también son muchos. Por supuesto, también los hay que pitan por vocación, pero desde mi experiencia, no son precisamente mayoría.

Luego la vida va dictando: unos se van, otros perseveran, hay a quien se le echa con buenas maneras porque ‘esto te viene grande’, y hay quien acaba de supernumerario o de agregado. Y no es de extrañar. ¡Pues si a los catorce o dieciséis años la personalidad ni siquiera está medianamente formada! Si uno no sabe ni quién es ¿cómo va a saber a lo que quiere dedicarse en cuerpo y alma para toda la vida?

Ejemplo: la XXIV promoción (la mía) de un colegio obra corporativa situado al oeste de Madrid (no hay caramelos para el que adivine cuál es). En su momento pitamos alrededor de treinta, quizá alguno menos (pero no muchos menos). Hoy perseveran unos diez: uno de cada tres (pero ojo, en el último año ya nos hemos ido dos, o sea que la proporción tiende a la baja).

Y a todo esto yo me pregunto: ¿no iba la llamada antes que la entrega?

Yo pensaba que, siguiendo un orden lógico, uno ‘siente’ la llamada de Dios y entonces responde en consecuencia. Vamos, el principio de acción y reacción de toda la vida: si yo veo que Dios me puede estar pidiendo que me entregue, cabe que, cumplidos los dieciocho, me vaya a un seminario para, después de una etapa preparatoria, ir discerniendo mi vocación durante una serie de años. Entonces, si es oportuno, a los veinticuatro, veintiséis o quizá veintiocho (no sé exactamente cuál es la edad mínima, pero desde luego es bastante después de los catorce) puedo hacerme diácono y luego cura.

Pero aquí es al revés.

Tú, catorceañero, primero te entregas (pero ya para toda la vida, que Dios te ha elegido y esto no es el Real Madrid) y luego ya veremos lo que pasa y para qué sirves.

Cierto. Están las incorporaciones sucesivas y todo eso. Ahora voy a eso. Lo que estoy intentando dejar claro aquí es por regla general (alguna excepción habrá) hay una diferencia abismal en edad y madurez entre estas dos ‘especies’ de candidatos a entregarse a Dios para toda la vida: la de pitable de catorce años (y quien dice catorce puede decir dieciséis y medio, para que tenga validez jurídica) y la de seminarista.

Es que son cosas distintas... es que una conlleva la recepción de un sacramento que imprime carácter y la otra no... Vale. Al cien por cien de acuerdo. Pero lo que me importa aquí es que las dos son un compromiso que desde el principio se deja claro que es para toda la vida.

Y cualquier persona en sus cabales se reserva el juicio sobre una decisión ‘para toda la vida’ que tome un criajo de catorce o de dieciséis años; es harina de otro costal si la decisión la toma un tío de veinticinco con barba y bigote, aunque luego no necesariamente la mantenga.

En estos temas tan serios la iglesia es muy prudente en comparación con la obra.

Quizá eso explique que no existan webs de ex-seminaristas que estén ahí para ayudar los que se han ido, a los que se quieren ir y a los que no quieren entrar. ¡Y mira que habrá muchísimos más ex-seminaristas que ex-miembros de la obra! Vale, alguna vez sale alguna noticia de abusos cometidos en algún seminario, pero desde luego no hay una sensación generalizada de engaño indiscriminado.

¿Por qué será?

Lo de las incorporaciones

Hace cosa de año y medio, siendo aún numerario, se me caía la cara de vergüenza hablando con un amigo después de varios años sin verle. Me decía que a él le hicieron ver que estaba clarísimo que Dios le había elegido cuando estaba aún en el colegio. En aquél momento no había tu tía. Así que pitó de numerario. Tenía unos dieciséis años creo recordar.

Sin embargo, superado el centro de estudios y tras un tiempo viviendo en un centro (no sé si con la fidelidad hecha), resulta que ahora la vocación le venía grande y, que por supuesto se lo llevase a la oración, pero que lo mejor era que se fuese. Tal cual. ¿Pero cómo podía estar tan claro tres años antes y tan oscuro en aquél momento?

¿No habría sido más adecuado haber respetado sus tiempos y haberle dado años para pensar antes de dar el primer salto?

Pero no, el chaval tenía que pitar en aquella convivencia. Es que estaba majísimo... Hoy lo pasa mal, aunque creo que lo va superando. Y no es el único caso de ese estilo que conozco de primera mano.

Ahora va y sale el que dice que precisamente para eso están ‘previstos’ (palabra odiosa donde las haya) los tiempos de prueba y las sucesivas incorporaciones jurídicas, y que las puertas estén abiertas de par en par.

Y un cuerno.

Uno: Se pita para toda la vida. Yo oí más de una vez (y más de dos, y más de tres, e incluso puesto en boca de nuestro amadísimo fundador) en medios de formación individual y colectivos, que la vocación basta con que se vea una vez, y luego ya no se discute. Cuando uno se hace numerario con catorce añitos, el mensaje principal no es ‘ahora estás a prueba’, sino ‘esto ya es para siempre, eres tan numerario como los que llevan aquí veinte años y las incorporaciones son una cuestión jurídica de la iglesia’. Es decir, en el fondo las incorporaciones no son sino trámites, y no momentos para plantearse muy en profundidad si sí o si no. El sí ya está dado.

Dos: Los tiempos son perfectamente arbitrarios. Las incorporaciones pueden no venir en los períodos más críticos, o por las circunstancias del momento pueden pasar a un segundo plano. Si resulta que las cosas van más o menos bien, es fácil decir que bueno, que adelante. A lo mejor uno ha tenido un bache un poco antes, pero total, puede parecer que ya estamos saliendo, o a lo mejor uno lo va a tener después, pero eso ya no se puede saber. Vale, cada año está el día de San José para que uno diga si renueva o no. Sin embargo (desde mi óptica particular), el ser humano moderno razonablemente ocupado no consigue poner la vista más allá de la semana en la que se encuentra (la siguiente a lo sumo). A lo mejor sabe las cosas que tiene dentro de un mes, suele haber asuntos que apremian y que ocupan su mente. Por ello, se puede dar la coyuntura de que San José te llegue un pelín demasiado de improviso como para plantearte el dar un giro radical a tu vida de un día para otro, especialmente si al día siguiente tienes un examen, un viaje de trabajo, una convivencia que ya llevas semanas moviendo, o simplemente tienes que currar. En esos casos, puede vencer la tentación de tirar palante de momento, que ahora a mitad de curso hay muchos frentes abiertos, y luego ya veremos. Por último, puede ocurrir que estés en una situación un poco especial y que simplemente dejar la obra no sea una opción viable: ponte que estás en tercero o cuarto de carrera en un país extranjero, sin ingresos propios y sin contactos. De dejar la obra ¿adónde irías? Sólo te cabe confiar en Dios... y seguir. Sí, existe la posibilidad de ir retrasando las incorporaciones, pero me atrevo a decir que eso es prolongar inútilmente la agonía en un número muy elevado de ocasiones. Y además (aunque aquí me puedo estar columpiando), nunca he oído hablar de ningún caso de incorporaciones retrasadas durante años, que a lo mejor es el tiempo que uno realmente necesita para discernir las cosas.

Tres: La teoría del plano inclinado. Al principio a uno no se lo cuentan todo de golpe para que no se le caiga el mundo encima. Por el contrario, te van explicando las cosas poco a poco, mediante charlas, meditaciones, dirección espiritual y demás. Quizá no sea una mala idea, siempre y cuando uno llegue a la fidelidad, que es el compromiso definitivo, sabiendo exactamente a qué se compromete y qué es lo que ello implica. Lo que pasa es que luego te encuentras con que después de la fidelidad todavía vas descubriendo cosas piensas que alguna vez te tendrían que haber contado: más que nada porque (desde mi punto de vista) al contraer el compromiso adquieres también el derecho a saber, por ejemplo, cómo se va actuar en relación a las cosas que afectan a la intimidad de tu propia alma. ¡Qué menos! A título personal, debo confesar que soy tontolculo, pero no me enteré hasta que tenía 24 años (con diez ya de tute) de que la confidencia no era tal, porque no se quedaba ahí, sino que luego había cháchara entre bastidores. Eso sí, me cabe el orgullo de poder decir que lo adiviné yo solito: no me enteré precisamente porque me lo explicase nadie. Y tampoco supe ¡hasta después de salir! que existen informes escritos sobre cada uno. La verdad, todo sea dicho, es que me importa un rábano si eran positivos o negativos, o llenos de caridad y sentido sobrenatural o lo que sea, pero desde luego a mí eso no me lo contaron en ningún círculo breve. ¿Por qué no? No sé. Dale que te pego con que tú tienes que ser transparente en la charla y en la dirección espiritual, pero los representantes institucionales no tienen que poner todas las cartas sobre la mesa si no quieren. Si aquello es de verdad una familia (como te taladran en la cabeza desde el primer día) no entiendo a qué tanto secreto y tanto informe.

Y cuatro: El miedo. Simple y llanamente. O te quedas o tienes todas las papeletas para el sorteo de billetes sin retorno al infierno, que para eso lo decía nuestro amadísimo fundador y luego don Álvaro. O sea, tú llegas con catorce años y con tu mejor voluntad, posiblemente sintiendo que lo haces porque no tienes otra pero bueno, que quieres a Dios y ya está, aguantas mientras puedes, haces unos encarguillos que total, sólo ocupan todo tu tiempo, entregas tu vida y tus suelditos y luego, si no puedes más, pues que te den. Punto. Extra opus nulla salus. Además, ¿dónde ibas a estar mejor?

Algunas de estas cosas (aunque ni mucho menos todas) son circunstanciales. Eso sí, creo que ejemplifican cómo, de oca a oca, uno puede ir haciendo las incorporaciones sin discutir la vocación (porque uno ya la vio de pequeñito y no hace falta verla otra vez), cumpliendo con los plazos más o menos según vienen (porque son trámites, la vocación no se discute), sin saber exactamente dónde te estás metiendo ni cómo se funciona a tus espaldas (aunque te afecte directísimamente y a veces sientas que se producen violaciones flagrantes de la intimidad de tu alma) y, como colofón, acongojado de miedo (porque ay del que no persevera).

No es sostenible

Alguna vez oí en los medios de formación que la obra es un cuerpo vivo, y que como tal, acaba por expulsar a aquellos elementos que hay en su interior que le son potencialmente dañinos o que no tienen por qué estar ahí.

Para una persona que no tenga vocación, como es el caso de muchos de esos niños que pitaron con catorce años, el proceso es inexorable y silencioso. Como un cáncer. Al principio no hay problemas. Luego, quizá al cabo de unos pocos años, hay pequeñas molestias aquí o allá (cuesta más esto o lo otro), pero todavía se puede hacer vida normal, y ser apostólico, rezador y mortificado. En cualquier caso, la mayor parte del tiempo uno está más ocupado ordenando los aceprensas de la sala de estar, haciendo unas gestiones apostólicas, montando un plan chulo, o agobiado terminando un trabajo que pensando en sus problemillas internos, porque total, los pensamientos tampoco deben girar sobre uno mismo (que eso es lo que nos hace infelices).

El problema llega después, cuando el cáncer se manifiesta en toda su magnitud. Quizá ha tardado un buen puñado de años (cinco, diez, veinte), pero ahí ya ni toda la farmacopea sirve. Uno se siente mal. Ve que simplemente no puede, que pierde terreno. Y uno sufre.

Sufre de verdad.

Uno sufre porque, a pesar de errores y miserias, está ahí de buena fe, aunque sepa que ya no da la talla. Uno sufre porque tiene taladrado en el cerebro el miedo al llanto y rechinar de dientes de la condenación eterna. Uno sufre porque quizá aún cree en su vocación, pero a la hora de la verdad, la vida es un quiero y no puedo; un ‘rezo, pero las cosas cuestan igual’, un ‘hablo en la charla, pero sólo vale para pasar un mal rato’. Uno siente cómo los demás le ven flaquear, y cómo algunos le miran con un poquito de curiosidad y otros incluso con algo parecido al desprecio. Y uno se da de morros con la evidencia:

Sobra.

Y entonces llega el Guadalterio de turno (que me da la sensación, quizá equivocada, de que piensa que todo es blanco o negro) y te espeta: pues qué esperabas, tontolculo, ¿que fuera fácil dejarse la piel por sacar la obra adelante? ¿que fuera fácil entregar la vida? ¿que fuera fácil superar los aguijones del mundo, del demonio y de la carne? “¿entonces, porque coños pitaste?” (literal). Caprichoso... ¿No sabías que ibas al Calvario y no al Tabor? Si no tenías los ojos conectados al cerebro es tu problema. ¿Pensabas que la vida en la obra iba a ser como la mejor excursión del club? ¡A mi abuelita con cuentos!. A ti habría que darte un premio por pendejo. Y de paso déjame decirte que pitaste por un entusiasmo pasajero (¡toma ya!). Admite tu error, da gracias a Dios, vete y en paz. Y menos mal que te vas, la verdad. Pero bueno, te dejo que estas cosas se hablan en la charla, voy a enterarme si la oración en familia de esta tarde comienza en la sala de estar...

Bueno, eso en realidad no suele ocurrir. Generalmente a uno le ven pasarlo mal y le tratan mayor o menor acierto, pero con un poco más de tacto del que muestra este caballero. Lo siento pero no he podido evitar hacer un inciso para referirme a esas palabras llenas de cariño, sentido común y comprensión que dirige Guadalterio a aquellos que hasta hace no mucho fueron sus hermanos y que ahora sufren, quizá porque cuando tenían catorce añitos, algún visionario de su confianza (¿se llamaba Guadalterio?) les hizo ver que lo suyo era entregarse a Dios para toda la vida.

Gracias Guadalterio. Nunca habría escrito todo esto sin mediar tu valiente alegato.

Pero bueno, a lo que voy:

El problema es que para entonces el daño ya está hecho. Y en muchos casos ya no hay quien lo arregle.

¿No hubo por medio oración? ¿no hubo examen de conciencia? ¿no hubo dirección espiritual? ¿no hubo mortificación? Sí, algo hubo de todo aquello, en mayor o menor medida. Pero posiblemente sobre todo hubo mucha perplejidad. Y mucho voluntarismo. Y un grado de disociación considerable entre muchas cosas que la obra teóricamente era y la cruda realidad de la vida. Y mucha imposición arbitraria. Y mucho miedo de no perseverar. Y mucha letra que con sangre entra. Y mucho desengaño. Y mucho hombre hecho para el sábado. Y mucha soledad. Y muy poco cariño. Y (como consecuencia) muchas compensaciones e insinceridades. Y mucho complejo de culpa.

Y así hasta que la situación se hace insostenible.

A partir de ahí, llegado al lecho del dolor, cada uno reacciona a su manera: unos quedan en términos amigables, otros piden distancia y otros se rebotan.

Y pensar que todo empezó con una decisión inmadura tomada a los catorce años...

¿Dónde está ahora el cura que te habló? ¿Dónde está el numerario que en su momento lo vio tan claro? ¿Dónde está el director que te dejó pitar? ¿Cómo pueden dormir tranquilos?

En fín.

Aquél niño cualquiera de catorce años, que sacaba buenas notas (y no porque fuera un lumbrera), que se confesaba, que hacía sus esfuercillos por ser apostólico y mortificado, que tenía amiguetes por un tubo, que firmó un cheque en blanco y tarde o temprano dijo sí a todo en los primeros años de su vocación, que se fue a la otra punta del mundo (literalmente) con diecisiete años a hacer la labor, que tras casi siete años le echaron de allí sin miramientos y contra su voluntad el día que le costó la entrega, que se dio cabezazos contra la pared durante mucho tiempo pensando que la culpa de que las cosas no marchasen era sólo suya, que aguantó otros dos años más por lealtad (aunque ya sin ganas ni fuerzas) con un encargo apostólico que dijo desde el primer momento que le costaba especialmente, y que, al grito de viva Cristo rey y yo a la guerra sin fusil tiró los mejores años de su vida por la ventana, al final se sale, harto, y se encuentra con el siguiente panorama:

- Sin fe y sin ganas de recuperarla. Y desengañado, porque la relación con Dios a golpe de práctica normativa obligatoria acaba por matar de asco.

- Sin título universitario, porque tras seis años y dos títulos por una universidad extranjera (carrera y master), ahora no se los homologan.

- Sin amigos. Y sin posibilidad de tener una vida social, porque a la vuelta del extranjero sólo se le ha permitido tratar a críos pequeños y no a gente de su edad (y no porque no lo haya pedido una vez detrás de otra). Cierto. Los amigos que uno tenía en el colegio siguen existiendo, pero ya tienen su carrera, su vida, sus obligaciones, su propio círculo de amistades... Son eso, viejos amigos a los que hace diez años que uno no ve.

- Sin una puñetera perra, porque entregó los sueldos hasta el final.

- Sin saber lo que es una niña.

- Sin visos de que las cosas cambien.

A estas alturas del partido, y doce años después del comienzo de aquella gran mentira, ya no es ningún secreto que aquel niño concreto de catorce años era yo.

¿Soy pesimista? Quizá, pero tú en mi lugar puede que no lo fueras menos.

¿Alguna cosa positiva habrá, hombre? Sí, una. Estuve en el extranjero un puñado de años y hablo inglés. Y me dicen que razonablemente bien.

¿Se lo debo a la obra? La oportunidad desde luego, pero esa la aproveché yo solito. Hay españoles de la obra en los países donde estuve que después de treinta años hablan un inglés muy por debajo de lo que cabría esperar.

¿Para eso me habría salido infinitamente más a cuenta costearme yo dos veranos en Estados Unidos? Sin duda.

¿Hay recuerdos buenos al menos? Hay ex-hermanos míos a los que quise de verdad (y supongo que todavía los quiero), pero sé que los perdí el día que crucé la puerta de salida. ¡Qué lástima haber luchado para no fomentar las amistades particulares!

¿Que he llegado a lo que he llegado por ‘méritos’ propios, que realmente no me enteré de nada, que tendría que aplicarme lo que dice Guadalterio...? Sólo estoy de acuerdo en un cincuenta por ciento.

¿Estoy resentido? Sí. Pero ‘desgarrado’ se ajusta más.

¿Tengo razones para estarlo? Creo que sí.

¿Se me pasará? No sé.

¿Escribo esto porque estoy resentido? Escribo esto porque me gustaría que lo leyesen muchos niños de catorce a dieciséis años, y que aprendiesen en mi pellejo.

¿Alguna pregunta más? Sí, varias: ¿Por qué fueron a por mí con catorce años? ¿Por qué se empeñaron en que tenía que salir adelante cuando estaba claro que aquello no era para mí? ¿Por qué, después de tantos años de desvelos, nadie movió un dedo para ayudarme a buscar una salida sin sabor a fracaso?

Tras la tempestad viene la calma.

¿Va saliendo el sol?

Muy tímidamente. Son muchos años seguidos de nubes negras.

En realidad, las cosas buenas que me han ocurrido en los últimos doce años han venido después de aquél maravilloso día de finales de agosto del año pasado.

La más importante es que ahora sí estoy en medio del mundo: puedo ver la tele (aunque no la veo mucho porque no me gusta), puedo levantarme tarde los fines de semana, puedo trabajar en mi habitación escuchando música, puedo ir en el coche (que, por cierto, me estoy comprando en cuarenta y ocho comodísimas cuotas que sólo se llevan un tercio de mi sueldo mensual) sabiendo que si me quedo sin gasolina tengo la tarjeta de crédito en el bolsillo, puedo cocinar, puedo picar entre comidas, puedo ir descalzo por mi casa, puedo ser generoso con mi dinero, puedo echar la siesta, puedo tener peces, puedo hacer la compra en el Carrefur los viernes, puedo ver los partidos del Gasol (me las apaño aunque no tengo el plus), puedo poner los pies encima de la mesa, puedo mirar los escaparates, puedo comprarme una camiseta que me gusta, puedo hacer regalos chulos a mis hermanos, puedo preocuparme por cómo puñetas afrontaré la dichosa hipoteca un día que ya no debe andar muy lejano, puedo querer de verdad a los pocos que me quieren, puedo tomar mis propias decisiones... ¡son tantos ‘no podía’ que ahora son ‘puedo’!

Por poder, puedo hasta montar en bici una hora diaria en vacaciones...

¿Soy un egoísta? Quizá. No seré yo quien lo niegue.

Si querer llevar una vida normal es ser un egoísta, entonces soy un egoísta de tomo y lomo.

Pero no veo como ser un egoísta de ese tipo es peor que andar trampeando indiscriminadamente con las almas de críos pequeños.

Además, mi situación actual podrá ser una eme, pero prefiero mil veces cada minuto de mi vida actual a cualquiera de mi vida pasada. Y sobre todo, prefiero saber que no me falta ningún tornillo, que no estoy depre y que no dependo de las pastillas que más de una vez me sugirieron que podía tomar (y más aún con las experiencias que aquí se cuentan y con otras que tengo de amigos y de algún familiar cercano).

Y está mi familia, especialmente mis padres, que me quieren y me apoyan (porque antes que supernumerarios son mis padres, mira tú qué cosas), y que ya van viendo clarito que alfombra roja en mi casa al opus mejor no, porque todavía me duele sólo el verlos. Y también porque es evidente que si no fuera por mi padre, a mi lista de déficits habría que agregarle ‘sin empleo’.

Pequeñines no, gracias

Bueno, aunque quería dejar todo esto en impersonal, he acabado por animarme a contar mi rollo. O por lo menos la parte más esencial de él.

Lo que quería decir con todo esto, aunque no creo que nadie se haya perdido, es que no mola que piten criajos pequeños de manera indiscriminada, y menos cuando obedece a santas arbitrariedades como ‘hacen falta quinientas vocaciones’ o ‘en los próximos cinco años tienen que salir de esta región cien numerarios’.

Yo digo que no se puede dejar pitar a cinco ni a diez sólo porque ‘estén majetes’ o porque ‘den esperanzas de vocación’ a la tierna edad de catorce años (o a la de quince o a la de dieciséis, para el caso lo mismo da). Y no se puede porque la mitad no va a perseverar, y al menos uno o dos de esos cinco o diez lo van a pasar realmente mal.

Simplemente no es un precio asumible, porque es un precio que se paga con los ingresos de una lotería muy peligrosa: si a uno le sale bien, es feliz (los hay, y yo conozco más de uno y más de dos), pero si a uno le toca el chasco... pues se jode para toda la vida y punto (y de esos tampoco faltamos, palabra).

Bueno, por mi parte no hay mucho más que decir. Me alegro de haber escrito esto. La verdad es que toda la vida tuve amigos con quienes hablar, y por eso se me ha hecho duro tener que desahogarme con un teclado y una pantalla.

Muy duro. De verdad.

Pero es lo que hay, porque soy un rebotao.

Gracias opus.

Un abrazo a todos,

Pedro (*)

(*) Para los detractores del nick: mi nombre es el de la firma, voy para los 27 años y soy de Madrid (Oeste). En internet no doy más datos, pero para el que me conozca (y para algunos que no) con lo dicho sobra.


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