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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

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ESCRIVÁ, HIJO DE SU TIEMPO

ÁNGEL, 24 de enero de 2005

 


Jose Ortega y Gasset decía que el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Lo mismo podemos decir de las instituciones. Por eso, la pretensión del Opus Dei de presentarse como “ahistórico” fruto de una “revelación” divina, no sólo no se sostiene sino que conduce a serias contradicciones.

Hagamos un esfuerzo por pensar a la Obra de Dios desde una perspectiva distinta a la que estamos acostumbrados: como una expresión singular de una nueva forma de vida religiosa que apareció en el siglo XX, consecuencia de determinadas circunstancias históricas, a las que se enfrentó la Iglesia Católica en España y en el mundo.

Cambiando las formas

En la medida que lo largo de la historia la Iglesia Católica perdía influencia en la sociedad, la vida religiosa fue flexibilizándose para adaptarse mejor a la necesidad de evangelizar al mundo. De esta forma las órdenes dieron paso a las órdenes mendicantes, éstas a las congregaciones, después vinieron las sociedades de vida común sin votos, etc. La obligación de coro o los votos solemnes, fueron dejados de lado en aras de una mayor movilidad del religioso.

La Ilustración, el racionalismo, el deísmo y acontecimientos como la Revolución Francesa, plantearon la urgente necesidad de despojar al religioso de sus características externas, y hasta de su mentalidad, para que transformado formalmente en “laico” hiciera frente a los desafíos de una sociedad en la que la Iglesia no sólo iba perdiendo presencia, sino en la cual hasta era perseguida con el objetivo de exterminarla. Las primeras víctimas eran los religiosos, jurídicamente vulnerables.

Cuando en Francia se suprimen las órdenes religiosas, Pedro de Cloriviere intuye una nueva forma de vida consagrada: la de los que se comprometen a seguir los consejos evangélicos en el mundo y al servicio de sus hermanos. A finales del siglo XIX nacen diversos grupos que quieren vivir el Evangelio en su integridad, pero conviviendo con sus hermanos en la sociedad, empeñándose a que nada, en su forma de vivir, los diferencie de los demás.

El beato polaco franciscano Honorato de Biala (1829-1916) lo expresó muy bien, cuando ante las persecuciones religiosas en su país dominado por Rusia, expresó: «El ‘estado’ de los religiosos y de las religiosas es una institución divina, por tanto no puede desaparecer, porque sin él el Evangelio no se realizaría, por lo cual puede y debe cambiar sólo de forma» (Noticias sobre las nuevas congregaciones religiosas, Kraków 1980, pág. 45).

Paradójicamente, el primer paso del posterior desarrollo de una teología del laicado más autónoma, partió del hecho de “descubrir” la importancia del laico, ante las limitaciones que tenían los religiosos -e incluso el clero- en una sociedad que se descristianizaba aceleradamente; y donde existían sectores organizados decididos a anular la influencia social de la Iglesia Católica,.

Constituye un hito clave en este proceso el “Encuentro de Saint-Gall" convocado por el Dr. Max Josef Matetzger, que fue asesorado –con la anuencia de Pío XI- por el padre Agustín Gemelli (1878-1959), realizado del 21 al 22 de mayo de 1938 con la participación de 18 asociaciones laicales que pretendían vivir una vida apostólica siguiendo los consejos evangélicos (pobreza, castidad y obediencia) sin salirse del mundo.

Las conclusiones de este encuentro, pese al apoyo del Papa, fueron abortadas por la curia romana, que negó la posibilidad de “laicos consagrados” que vivieran en “estado de perfección”. Le tocaría al siguiente Pontífice, Pío XII, darle finalmente reconocimiento jurídico a estas nuevas fuerzas eclesiales, cuando promulga el 2 de febrero de 1947 la Provida Mater Ecclesia que creó la figura de los Institutos Seculares.

Los precursores

El padre Escrivá, como eclesiástico bien informado, conocía bien todos estos antecedentes; y abocado al apostolado entre seglares, participaba de la demanda que existía al interior de la Iglesia de abrir nuevos cauces. No hay duda que igualmente la experiencia anticlerical de la Segunda República, fue determinante para su fundación.

Incluso en la propia España, Escrivá tenía desde 1911 el modelo de la Institución Teresiana –que recibió la aprobación pontificia en 1924- fundada por su amigo San Pedro Poveda, quien promovía la acción evangelizadora de los laicos asociados a través de la educación y la cultura, insistiendo en la necesidad de una vida espiritual intensa y de una sólida formación cristiana y humana

Poveda predicaba la necesidad de la búsqueda de la santidad por todos los fieles sin dejar las realidades humanas: “La Encarnación bien entendida, la persona de Cristo, su naturaleza y su vida dan, para quien lo entiende, la norma segura para llegar a ser santo con la santidad más verdadera, siendo al propio tiempo humano, con el humanismo verdad” (1915). En ese sentido, el fundador de las Teresianas recalcaba a sus hijas en “Estilo Cristiano” (1916): “Así ha de ser la vida de los miembros de la Obra, toda de Dios”. Suena familiar ¿verdad?.

Por eso, cuando Escrivá llega a Roma en 1946 encuentra que al ambiente está maduro para el Opus Dei; y están en su etapa final lo que se llamarán Institutos Seculares, pensados para acoger estas nuevas fuerzas eclesiales. Los cuales serán aprobados el año siguiente. Y en ese cauce discurrirá inicialmente el Opus Dei.

Con los Institutos Seculares el vivir los consejos evangélicos y la posibilidad una vida consagrada en estado de perfección, dejó de ser patrimonio exclusivo de quienes jurídicamente son considerados religiosos. Pero su modo de vida y espíritu estaba finalmente plenamente insertado en el siglo. Una larga evolución terminaba.

El propio Escrivá asimiló las prácticas y normas ascéticas de los religiosos de su tiempo al Opus Dei, como el cilicio o las disciplinas. Lo que se llamaba, por ejemplo, en los conventos la cuenta de conciencia, pasó a denominarse en la Obra la “confidencia”, etc. Si uno revisa las normas y costumbres con detenimiento, verá que todo está calcado de los usos de los religiosos, hasta la apertura de la correspondencia.

La etapa previa a la oblación es equivalente al postulantado de los religiosos, y la del Centro de Estudios corresponde a la del noviciado. De la misma forma, que la fidelidad es equiparable a los votos perpetuos de los profesos.

Las numerarias auxiliares cumplen la función que en los monasterios o conventos, desempeñan los legos y donados: atender materialmente a la comunidad religiosa.

Por tanto, la Obra no llegó a Roma con cien años de anticipación, como se pretende, sino muchos años después. Es absurdo sostener que en menos de un año el Vaticano, “inventó” una nueva forma de vida perfección, orientada a los laicos, para dar cabida a la fundación de Escrivá.

Una institución clerical

El Opus Dei tuvo la oportunidad de ser en realidad una institución laical, de manera similar –por ejemplo- a la Institución Teresiana; e incluso a sociedades de vida apostólica, como el Sodalicio de Vida Cristiana, cuyo superior y fundador es un laico y donde los sacerdotes son gobernados por los laicos.

Pero el padre Escrivá, en vez de estructurar su Instituto Secular como una organización laical, le dio forma clerical. Su objetivo real era formar y dirigir seglares –sin ataduras ni limitaciones canónicas o civiles- capaces de enfrentar el proceso de secularización en la sociedad y la cultura, hostil a la Iglesia.

Escrivá nunca dejó de ser un cura que creaba una fundación clerical para hacer apostolado con laicos. Por eso, desde el primer momento se preocupó de que existieran sacerdotes; y que los miembros varones que vivían en celibato apostólico, estuvieran en preparación permanente para el sacerdocio y se formasen en los seminarios internos de la prelatura. Su visión era la tradicionalmente vertical de la Iglesia, en cuya estructura jerárquica los seglares están en la base, ya que “los seglares sólo pueden ser discípulos” (Camino Nº 61).

Por eso, no se trataba, ni se trata, de una simple “fictio juris”. Es la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz la savia vital del Opus Dei y quien lo gobierna. Las cabezas máximas en Roma, las delegaciones y las regiones, son sacerdotes. Incluso hay un Vicario o Sacerdote Secretario que es quien realmente gobierna, de facto y de jure, a las mujeres. Para saber el problema que esto puede representar para ellas, hay que leer la experiencia en Venezuela de María del carmen Tapia.

El artículo 2 de las Constituciones de 1950 era muy enfático: “La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz con el espíritu que le es propio vivifica al Opus Dei y lo informa de tal modo que lo hace clerical en el sentido que las principales funciones de dirección se reservan en general a sacerdotes”.

Con el Código de 1982 la situación no ha cambiado. Los principales cargos de gobierno en Roma, siguen estando en manos de sacerdotes: el Prelado, el Vicario Auxiliar (si lo hay), el Vicario Secretario Central o el Vicario de las Mujeres. El esquema se repite en las regiones.

Más aún el carácter clerical se ha acentuado con la formación de la Prelatura Personal, ya que toda prelatura por definición es una organización eclesiástica de tipo clerical. Los laicos del Opus Dei están subordinados a su prelado –los dos primeros han sido además obispos- y su presbiterio, como en cualquier diócesis. Además, de los numerarios y agregados, salen los integrantes de ese presbiterio.

Como dice el artículo 125 del Código de 1982: “El gobierno de la prelatura se confía a un prelado, que es ayudado por sus vicarios y consejos”. Tanto el prelado, como los vicarios y varios de los miembros de los consejos son sacerdotes, sólo algunos son laicos. Y en consecuencia es clerical no sólo por su carácter prelaticio, sino además -como decían las Constituciones de 1950- porque “las principales funciones de dirección se reservan en general a sacerdotes”.

Este carácter se refleja en las páginas oficiales del Opus Dei. En ellas no se habla de una organización de laicos o seglares que buscan la santidad en medio del mundo; sino de una prelatura que “promueve” entre “fieles cristianos de toda condición una vida plenamente coherente con la fe en las circunstancias ordinarias de la existencia humana y especialmente a través de la santificación del trabajo”. Se establece así una clara distancia y subordinación entre la labor sacerdotal y de gobierno pastoral del prelado y sus vicarios; y los fieles de la prelatura que son objeto de su preocupación apostólica.

Es por eso, que resulta lógico que los primeros modelos del espíritu del Opus Dei sean sacerdotes, el ya canonizado Escrivá; y Alvaro del Portillo, en vías de serlo. No sería de extrañar que a ambos lo siguiera en el futuro Javier Echeverría.

Lo criticable, y que está en la base de muchas crisis personales, no es que el Opus Dei sea lo que es, sino que disimule su verdadera naturaleza; y oculte su proceso histórico de formación.


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