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Me salí por 'salido' y por poeta

EPI, 28 de abril de 2004

1. ¿Cura, numerario o agregado?
2. Mi época de adscrito
3. El centro de estudios
4. La pureza
5. Las compensaciones
6. Mi atuendo
7. Correcciones fraternas
8. Apostolado
9. Pobreza y orden
10. La poesía
11. La crisis
12. Conclusión


Tengo treinta y pico años y solicité la admisión como numerario con catorce y medio y me salí con veinte. Después rehuí, por consejo de mi director (llamémoslo don Ángel), todo contacto con los ex para evitar critiqueos y compadreos de resentidos. Desde entonces sólo algunos íntimos conocen mi pasado y si alguna vez he criticado a la Obra, luego me he sentido culpable, y siempre salgo en su defensa entre los legos en la materia, que siempre ven en ella la explicación de todas las confabulaciones. Tengo el vicio de llevar la contra, dentro y fuera de la Obra.

De pronto, hace unos días, encuentro citada esta página en Libertaddigital.com y, contra mis principios, decido visitarla y quedo literalmente enganchado con vuestras confesiones, porque la Obra no se olvida. Y creo llegado el momento de desembuchar, no tanto para ayudar a nadie o para criticar, como para corresponder a vuestras historias con la mía y compartirla. Es para mí un placer contar algo que me he guardado durante tanto tiempo y que casi nadie, excepto vosotros, es capaz de entender del todo.

¿Cura, numerario o agregado?

A los trece años yo iba por un apeadero de agregados en Málaga. De mis siete hermanos yo era considerado el bueno (un sambenito que yo me busqué). Yo creía tener vocación de sacerdote. A mi madre le encantaba la idea y mi padre ya me veía de Papa, y yo, que adoro a mis padres, era feliz con su alegría. Pero en el centro me aconsejaron pedir la admisión y luego Dios diría, porque "lo que tú quieres es servir a Dios y no sabes bien cómo. Pregúntaselo a él en la oración". Como Dios no me respondía, yo me inventaba las respuestas que todos esperaban. Sin embargo, en Torreciudad un cura, como mis padres, se entusiasmó con mi supuesta vocación sacerdotal y mostró una disconformidad total con el consejo que me dieron en el centro. A mi tierna edad, me desconcertó aquel desacuerdo respecto a mi llamada divina. De todos modos agradezco a la Obra no ser cura. Hoy sería un cura bujarrón o con barragana.

Yo me confesaba semanalmente con un cura agregado muy simpático. Me habían dicho que en cuestiones de entrepierna todo era pecado mortal, vaya fastidio, y andaba yo preocupadísimo, y después de confesar los consabidos "he mentido, he desobedecido a mis padres, me he peleado con mis hermanos", me hacía yo la picha un lío intentando explicar con un vocabulario infantil o zafio (el que entonces yo dominaba) mis ardores sexuales. El buen cura salía en mi auxilio proporcionándome el léxico adecuado y quizá vio que yo era un tontuelo muy escrupuloso, porque a la tercera vez en un día que me confesé con él en un curso de retiro, me dijo: "Te voy a dar la absolución general y a partir de ahora, aunque te acuerdes de pecados pasados, ya no tienes por qué confesarlos". Qué inmensa paz me proporcionó aquello.

Pero, ¡oh dolor!, poco duró la paz. En efecto, una vez acudió al centro un cura numerario, a quien yo admiraba de haberlo visto alguna vez en el colegio de fomento en el que para mi desgracia estuve dos años. Me preguntó si me había masturbado y yo respondí: "Nooo" con indignación y alivio de no haber cometido ese pecado que él consideraba tan grave. Y hete aquí que, picado por la curiosidad, a la semana siguiente caí por vez primera en mi vida en el onanismo, una experiencia tan sumamente placentera que me dejó marcado para toda la vida.

Yo estaba horrorizado por la fealdad del pecado y porque en el momento del sumo placer se me escaparon varios "Oh Dios mío" que me parecieron blasfemos.

El caso es que, sintiéndome sucio pero sin entender muy bien por qué cómo una cosa tan gozosa era per se un pecado peor que el adulterio, me confesé muy compungido. Y, pese a alguna que otra recaída, el caso es que, ¡oh milagro!, conseguí vivir la santa pureza durante unos años. Y eso me abrió las puertas de la Obra.

Por entonces me pasaron a un centro donde iban bachilleres como yo, porque los directores (yo por entonces no me coscaba) pensaban que encajaría como numerario y no como agregado. Allí que fui y el ambiente me encantó. Todo y todos eran cálidos, nobles y buenos y se interesaban por mí. Qué os voy a contar. Total, pedí la admisión con catorce y medio.

Mi época de adscrito

Yo era un adscrito bastante cumplidor: cumplía las normas de piedad, era sincero, casto, iba a la oración y a la misa al centro, aunque el cura se nos durmió una vez en plena meditación. Pero los respetos humanos, como allí denominaban a la vergüenza de hacer apostolado, me traían por el camino de la amargura durante los dos años que estuve en un colegio de fomento, donde casi todos los alumnos eran antiopusinos.

Me extrañó sobremanera lo del cilicio y las disciplinas, pero la complicidad con los demás compensaba la extrañeza. Eso del saludo propio de los de Casa, el tener un sacerdote y un numerario que me oían, el ser un enamorado de Cristo, el rezar tres avemarías con los brazos en cruz, me hacían creer que yo era una especie de arcángel en medio del mundo.

Yo era de familia numerosa y humilde. Mi padre era comerciante y, aunque manejaba dinero, siempre andaba endeudado, y nosotros éramos austeros y sólo pedíamos dinero para cosas del colegio. Pero en el centro me decían que un numerario no puede ser el nene bueno que nunca pide dinero. Así que comencé a pedir para excursiones, convivencias y retiros. Entonces llegó el momento de mi primer curso anual y mi padre no tenía dinero para pagármelo. Tanto me insistieron en el centro para que yo consiguiera ese dinero, que mi padre, según me confesó él después, amenazó a los numerarios con salirse de la Obra si yo me quedaba sin curso anual por falta de dinero. El caso es que hice el curso anual y me lo pasé en grande con las tertulias pirata y las amistades particulares que hice. Allí me obsesioné con ciertas charlas de sinceridad que nos impartieron. Por lo visto, el que no era sincero no perseveraba y eso se me grabó a fuego en las circunvalaciones durante mis seis años en la Obra. Nos dijeron que había que contarlo todo, hasta lo más tonto, soltar todos los sapos. Pusieron como ejemplo a un numerario anónimo que confesó atormentado en la confidencia: "Cada noche, cuando me quito los calcetines, los huelo ¡y me gusta!". Estimulado por aquel ejemplo, yo le contaba a mi confidente de turno lo que yo creía que eran sapos y no eran sino memeces de escrupuloso que ahora me sonrojan: que si una vez me tiré un peo no sé dónde, que si el Padre me parecía un poco afeminado, que si toqué a mi prima no sé qué… En una de esas confidencias, me dijeron que yo era un soberbio. Y a mí no se me ocurrió otra cosa que saltar a la defensiva diciendo: "¿Soberbio yo?" Luego me enteré de que había un folleto de Mundo Cristiano titulado "¿Soberbia yo?" Y me tuve que tragar la soberbia.

El resto del verano lo pasé trabajando como un negro en el club juvenil Sargo que necesitaba reparaciones. ¡Qué tediosas tardes! Mientras los demás adscritos estaban con sus papás en la playa, yo dale que te dale a la lija y al pincel. Los niños de la calle les decían a los "numerosos" que me acompañaban: "Dejadlo en paz, lo tenéis esclavizado". Ahora me da por pensar que acaso aquello fue mi manera de pagar el curso anual. Si me lo hubieran dicho, habría trabajado más a gusto. En todo caso, el curso anual lo acabé pagando a plazos.

Me pasé a un instituto público y aquello fue para mí como una bocanada de aire fresco. Escapé del ambiente embrutecido y enrarecido del colegio de fomento, pero ahora el nuevo peligro eran las niñas, no porque yo las buscara ni ellas me buscaran a mí, la verdad sea dicha, sino porque al ser una clase mixta y de letras puras donde ellas eran abrumadora mayoría, yo no podía evitar el trato con ellas y, siendo mi natural escrupuloso, me pasaba de rígido y adusto con tal de no faltar al trato con las "mozas", por usar el consabido aragonesismo. Total, que tuve que mentir e inventarme una enfermedad terrible para que me declararan exento de las clases de Educación Física, donde nos ponían ¡oh pecado! a bailar en parejitas.

En el instituto yo era un bicho raro por mi manera de vestir, porque no daba besos a las niñas y a una le retiré con desabrimiento la mano de mi jersey, con el que estaba jugueteando. Los profesores se preocuparon por mí y me hicieron una encerrona en clase los alumnos y el tutor para sonsacarme a preguntas. Me negué en redondo, pero lo pasé fatal.

Así que en el instituto no me quedó más remedio que perder mis respetos humanos, porque hacía tiempo ya que un compañero, al verme una pegatina con un Totus tuus, declaró en público que yo era del Opus. Pero aparte de contradecir al profesor de filosofía que era progresista, ateo y homosexual, al que por cierto mi pureza le daba morbo, no hice mucho apostolado y tuve mi primera crisis vocacional. Esta crisis se debía sobre todo al hecho de que yo, acuciado por la necesidad de pagarme los cursos anuales, decidí dar clases particulares y eso me robaba tiempo de estar en el centro. Me llamaron la atención. Y yo, como siempre hacía, cedí porque quería ser un buen numerario. Pero quedaba sin solución el problema de cómo demonios pagarme el siguiente curso anual.

Los demás adscritos eran de familias acomodadas. Como yo estaba muy sensibilizado con los asuntos económicos, me indigné cuando el que me llevaba la charla me desaconsejó traer al centro a cierto amigo mío porque era de condición humilde y los numerarios debían tener solvencia económica. Se lo comenté al cura, que se indignó más que yo todavía, y creo recordar que me ordenó hacerle una corrección fraterna.

Cuando me explicaron lo de la visita a los pobres, me decepcionó el hecho de que no tratábamos de resolver un problema social, sino de conmover el alma del amigo con el espectáculo de la pobreza. Aparte de que yo nunca supe cómo aprovechar esa pobreza para convencer a mi amigo de que se confesara, mis visitas a los pobres fueron casi siempre desastrosas. Una vez, las ancianas de un asilo se pelearon entre sí y con nosotros porque no traíamos suficientes caramelos para todas.

En fin, hice la oblación (con algunas dudas, creo recordar) y entonces me enteré con estupor que hasta ese momento sólo había sido aspirante.

De mi etapa de adscrito recuerdo con agrado excursiones, cursos anuales y todo lo pirata e ilegal, y con disgusto recuerdo las veces que tuve que ir a hablar con chicos desconocidos porque el director me lo mandaba. Eso era horrible, iba contra mi talante discreto, pero entonces yo creía que se debía a complejos de mal cristiano.

En realidad, yo no encajaba bien con el tipo de personas de mi centro. Me molestaba que dijeran palabrotas y contaran chistes verdes que ahora me parecen mojigatos pero que entonces me escandalizaban. Poco después llegó una carta del padre pidiéndonos sobriedad en la bebida, pudor en el vocabulario y no sé si también en los chistes. Un día me quedé estupefacto cuando en la tertulia dos numerarios altos y fuertes decidieron jugar a un juego, no sé si improvisado o de cierta tradición en el centro, llamado la torta estoica. Consistía en que se ponían uno frente al otro de pie, y uno le daba un guantazo en la cara y el otro respondía. Perdía quien perdía la compostura. Los demás se tronchaban de risa. A mí aquello me pareció sencillamente brutal, más propio de la mili que de una familia. Ya me dio por pensar que en la Obra los numerarios tenían esa necesidad de demostrar que no por castos y rezadores eran menos hombres. Por ejemplo nos encantaba a todos contar la anécdota del soldado numerario del que todos se reían por considerarlo beato y porque no hojeaba las revistas pornográficas, y él, ni corto ni perezoso, una mañana les quitó las toallas y los jabones a todos los soldados para lavarse los huevos en el río. Eso sí que era un hombre. No porque no los usara dejaba de tenerlos bien puestos.

En fin, pasé una adolescencia un poco tristona en aquel centro. Hice gran amistad (particular al cien por cien) con un numerario de mi edad a quien, no sé por qué, enviaron a vivir al centro de mayores a pesar de ser sólo un bachiller. Y ese mismo año se salió de la Obra y eso fue para mí un trauma. También algunos otros desaparecieron. Yo, contagiado por el hermetismo con que esos temas se trataban, tenía miedo de preguntar. Me entristeció darme cuenta con el tiempo de que este amigo mío me había escrito varias cartas que nunca me llegaron porque, supongo, se las quedó el director. ¡Si al menos me lo hubieran dicho, quizá lo habría entendido!

Uno de mis hermanos, que a la primera de cambio había salido huyendo de los numerarios que lo visitaban, se metía conmigo diciéndome que desde que entré en la Obra yo estaba envarado, me comportaba artificialmente, adoptaba frases pijas, saludaba como si fuera un ejecutivo. En fin, yo me enfadaba con él, pero tenía toda la razón.

Dos años atrás, mi padre me había regalado un libro de poesía porque decía que yo sería poeta y desde entonces me picó el gusanillo de la poesía. Como andaba yo apegado a aquella pertenencia mía, consideré que debía entregarla, con la esperanza de que puesto que estaba dedicado a mí, me devolverían el libro. No me lo devolvieron y desde entonces estoy apegado a ese objeto perdido. Creo que me porté mal con mi padre al entregarlo.

Al acabar el COU, me dijeron que iba a hacer el Centro de Estudios en un colegio mayor de Sevilla, lo que causó conmoción en mi casa… de mis padres (recuerdo que cuando uno decía "mi casa" refiriéndose a la de su familia de sangre, en seguida uno se corregía y decía "de mis padres"). Pero como mis padres y mi hermana eran de la Obra y un hermano mío estaba a punto de serlo, no pusieron objeción.

El Centro de Estudios

En el Centro de Estudios me lo pasé mejor, sobre todo con mis amistades particulares que más de una vez otros me corrigieron fraternalmente. Especialmente hice migas con poetas, filósofos y filólogos. Había un numerario, tan raro como buena persona, a quien llamábamos Pedepito (qué crueles éramos con él), porque tenía voz de pito y porque militaba en el entonces PDP, Partido Democristiano Popular, al que me afilié a través de él. Un día recuerdo que le hicieron creer que había una tradición en el Colegio Mayor que era el entierro fúnebre o algo así, y que uno tenía que hacerse el muerto mientras los demás lo llevaban en volandas con aire fúnebre. Como era tan entregado, se hizo el muerto teatralmente y sólo reaccionó cuando advirtió que lo iban a tirar a la piscina. Y, en efecto, lo tiraron (por cierto, a mí también me tiraron una vez, medio en broma, medio en serio, por defender una tesis de Occam frente a santo Tomás). A mí aquello me pareció una brutalidad, pero el director, a quien llamábamos a escondidas el Hermosote por lo rubicundo y robusto que era, parecía condescender con tanto joven fogoso.

Pedepito era un tipo raro, pero encantador. El otro día me envió recuerdos a través de mi hermana, a quien conoció en un curso en la Universidad de Navarra.

En un cumpleaños Pedepito quiso hacer un número leyendo el canto XXII de la Ilíada, el episodio en que muere Héctor. La oposición fue tan masiva (y yo participé en ella), que el pobre desistió en el intento.

Debo decir que en esa época estaba yo más ilusionado que nunca con mi vocación, cuando hete aquí que comenzaron los verdaderos problemas.

La pureza

Ya me lo advirtió un cura en mi época de adscrito: "Puede ser que la pureza te cueste trabajo vivirla dentro de unos años". No me lo tomé en serio, porque consideraba que mis caídas eran agua pasada, cosas de la adolescencia. Pero, oh dioses, cuán errado estaba yo. Mi primera noche en el colegio mayor, cuando más numerario me sentía yo, desperté de madrugada en mi cama, manubrio en mano durante el orgasmo (perdonad que sea tan explícito, pero es necesario explicar el cómo para entender luego las reacciones de los directores). Al despertar por la mañana, me aferré a la esperanza de que todo hubiera sido un sueño, pero las manchas en la pared me delataban. Afortunadamente mis dos compañeros de habitación no parecían haberse dado cuenta. Fueron unos minutos horribles. ¿Yo había consentido? ¿Tenía la voluntad adormecida por el sueño o lo bastante fuerte como para haberme negado? ¿Fue una simple polución nocturna con un involuntario acompañamiento de manos sin más trascendencia o yo tenía parte de culpa por no haber guardado vista, pensamientos y deseos durante el día para que al final ocurriera "eso"? (y lo entrecomillo como hace el fundador en Camino). La dificultad en mis disquisiciones era averiguar hasta qué punto había habido consentimiento. Materia grave, desde luego, pero ¿y consentimiento?

Afortunadamente, siempre había un cura confesando antes de misa y allá que fui yo a confesarme con la cabeza (por no decir otra cosa) hecha un lío.

Pero cuál fue mi sorpresa cuando "eso", lejos de ser algo episódico, se convirtió en una costumbre nocturna involuntaria pero consciente, es decir, yo despertaba vagamente al final de las manipulaciones, con los espasmos, y en ese momento el placer era tanto que me era imposible detenerme. ¿Imposible? Ahí estaba el quid de la cuestión que los directores me pedían examinar con rectitud de intención.

Perdonad que me extienda sobre algo tan íntimo y escabroso, pero es que mi relación con la Obra estuvo tan mediatizada por mi entrepierna que sin referirme a ella traicionaría la verdad y, por otra parte, creo que en los testimonios que he leído en este sitio he echado en falta gente a la que le haya pasado algo parecido a mí. De hecho, en el centro de estudios yo llegué a pensar que yo era el único con problemas de pureza, porque muchas mañanas era el único que se confesaba antes de la misa. A veces incluso tuve que ir en busca del cura a la vista de todos, lo que equivalía a decir: "Hermanos, me he…". Pues eso.

Yo era además, como ya he dicho, de natural escrupuloso, quería estar limpio como una patena; y cada vez que me pasaba eso por la noche, me confesaba por si acaso. Pero cuando eso comenzó a suceder cada vez más a menudo y a convertirse en costumbre, dejé de confesarme tan a menudo, puesto que, quizá por higiene mental, comencé a considerar que no había habido verdadero consentimiento, y los directores comenzaron a ponerse serios. Que si yo no luchaba del todo, que si no había dejado entrar realmente a Dios en mi corazón, que Dios no permitiría que me pasara "eso" si yo hubiera puesto toda la carne en el asador… Y yo le pedía a Dios y a la Virgen la pureza cada día.

El segundo año de centro de estudios me pasaron a una habitación individual, supongo que para que nadie me sorprendiera en ese trance. Me enviaron incluso a Delegación y allí uno me cantó las cuarenta: tenía que solucionar de una vez mis problemas de pureza.

Durante el día yo guardaba la vista, el pensamiento e incluso leía libros sobre la santa pureza para convencerme de su excelencia, aunque, la verdad sea dicha, yo nunca entendí por qué Dios ponía tanto empeño en una virtud que costaba tanto vivir y cuya infracción no sólo producía un notable placer sino que además a nadie dañaba. Comencé a lamentar no haber nacido en África y ser un negro bueno y pagano para quien todo lo carnal es inocente.

Mis problemas nocturnos no sólo se hicieron más frecuentes sino que empezaron a extender su influencia sobre el día. En cierta ocasión caí en pleno día voluntariamente y cuando me confesé con el cura, un curita muy simpático, se escandalizó tan visiblemente, que me confirmó en mi teoría de que no debía ser aquello muy habitual allí. El colmo fue cuando le confesé al director del Colegio Mayor, don Ángel, el Hermosote, que lo hice en la terraza una vez de noche. ¡Te podían haber visto!, dijo escandalizado. Eso, junto con mi confesión de que alguna vez me había bañado desnudo en la piscina, lo preocuparon bastante, pero su trato conmigo se hizo más cariñoso. Don Ángel es una persona de la que guardo un recuerdo entrañable y que, a través de un numerario con quien mantengo cierta amistad, no sólo me envía saludos, sino que quiere volver a verme.

En fin, que ahora que lo pienso, si yo tenía que rendir mi propio criterio, dar cuenta de cuanto hacía y pensaba, renunciar a miles de cosas legítimas para cualquiera pero que en la Obra no se podían hacer; si para colmo la explosión de hormonas era especialmente virulenta, entonces todos mis instintos reprimidos, toda la carne mortificada (porque yo me mortificaba y me ciliciaba y me disciplinaba bastante) clamaba por sus fueros perdidos y se rebelaba de noche, cuando el espíritu dormía. Dios mío, ahora que lo pienso, ¿valía la pena sufrir tanto por una fisiología ajena a la moral, dictada por la biología, en vez de aplicarme a cosas más importantes para mí mismo y para los demás? En el fondo, ahora, como entonces, sigo sin entender el valor que la Iglesia católica concede a la castidad y nunca entendí por qué decía el fundador que entre los impuros se encontraban los falsarios, cruéles, traidores…, como aseguraba un punto de meditación de Camino, en el apartado de pureza que casi me sabía de memoria.

Además contra el famoso argumento que me daban a favor del celibato y la pureza según el cual el sexo no es una función indispensable para el individuo, como prueba el hecho de que no nos morimos de no mojar, a mí se me ocurría pensar que no nos morimos de no mojar precisamente para que podamos mojar en cualquier momento.

Para colmo de males, ya en mi época de adscrito me había ocurrido sentir alguna excitación sexual con varones y andaba yo muy preocupado. El que me llevaba la charla se preocupó, pero el cura, gracias a Dios, no le dio la mayor importancia. Me dijo que lo mantuviera al tanto pero que eso era normal a mi edad y que cuando me ocurriera me dijera: "Jesús, no seas maricón". No sé si aquello era muy pedagógico, pero el caso es que daba resultado cuando por un inopinado roce o por cualquier causa yo me excitaba con la cercanía física de alguien. El caso es que no creo que yo fuese homosexual. Yo simplemente era sexual y mi sexo aprovechaba cualquier ocasión para dispararse. Ahora estoy felizmente casado, pero si no hubiese convivido seis años sólo entre varones, ¿sentiría ese vago apetito sexual que siento a veces por los hombres?

En una de las revisiones médicas que nos hacían a los numerarios, el médico, numerario también, me preguntó si los tenía bien puestos. Confesé que tenía un varicocele en un testículo y él me recomendó operarme aprovechando mi seguro escolar. Me asustó la posibilidad de perder la integridad de mis atributos y no poder ser ya cura de la Obra e irme a un país extranjero, pero el caso es que me operaron y los sigo teniendo en su sitio, vivitos y coleando. En el colegio mayor bromeaban preguntando si me habían puesto escayola o no.

Mi primera noche de convalecencia en el hospital la pasé solo. Y entró un murciélago en la habitación y yo, sin poder moverme, lo pasé fatal. Pero peor lo pasé cuando venían los del colegio mayor a hacerme compañía, porque el médico me hacía estar desnudo bajo la sábana y, no sé por qué, yo tenía muchas erecciones. Así que que no descansé hasta que me dieron un pijama.

Ese médico (nunca le estaré lo bastante agradecido por ello) me quitó el frenillo sin mi permiso. Menos mal que no me pidió el permiso. Mis hermanos vinieron a verme y se felicitaron por ello. Lo vieron como una premonición. Cuento esto porque tuvo sus consecuencias. Resulta que una mañana amanecí, perdón por la crudeza, con el bálano estrangulado por el prepucio. Se ve que las manipulaciones nocturnas y la ausencia de frenillo, junto con una erección persistente, lo complicaron todo. El caso es que pasé momentos horribles. Probé a arreglar aquello, pero era imposible. Me aterraba pensar que tenía que pedir ayuda ¡allí en el colegio mayor! o andar encorvado hasta urgencias. Al fin, después de grandes esfuerzos y oraciones, conseguí reencapullarlo todo. Y mi honor no quedó en entredicho.

En definitiva, tanta represión y mortificación voluntaria y diurna estallaba en poluciones nocturnas medio manuales y medio voluntarias que constituían mi principal compensación.

Y ha llegado el momento de hablar de las compensaciones.

Las compensaciones

En una charla nos previnieron contra las compensaciones, esos pequeños gustos particulares, lícitos y egoístas, con que uno intentaba cobrarse de alguna manera la excesiva entrega que la Obra exigía. Yo descubrí que era un adicto a las compensaciones: todo lo que no era pecado ni estaba expresamente prohibido lo hacía yo como un cosaco. Por ejemplo, echarme a fumar porque estaba permitido (¡yo, que había sido de la liga antitabaco y ahora fumo como un carretero!); tumbarse a la bartola junto a la piscina con aire de odalisca peluda; leer libros que el director no me prohibía tajantemente, pero que no me acababa de recomendar; tomar café y copas, yo que sólo bebía leche; etc. (por cierto, creo que hubo varios que, como yo, por compensación, se echaron a fumar). Pero la mayor compensación consistía en ser un poco rebelde, estar siempre al borde de lo opinable: lo más a la izquierda que se podía estar en la obra, lo más liberal y moderno que se me permitía… Ni que decir tiene que muchas de mis opiniones de entonces eran de un progresismo, del que ahora, derechoso como soy, abomino. Así que me recuerdo criticando los colegios de fomento, la inquisición, la dictadura franquista, alabando la belleza física griega (yo estudiaba filología clásica) y siendo en fin ligeramente rebelde al tomismo.

Yo siempre me duchaba con agua fría, tronase o nevase, pero cuando me di cuenta de que allí había calentador y que todo el mundo se duchaba con agua caliente, adopté la costumbre de ducharme con agua caliente y al final o al principio, no recuerdo bien, dejaba caer un chorro de agua fría. Pues bien, una de mis compensaciones consistía en buscar cualquier modo de no perderme mi ducha de agua caliente. Por razones que desconozco, a veces no funcionaba el calentador, salvo en el baño particular de un cura. Yo estaba tan cabreado porque que no había agua caliente, que tuve la desfachatez de casi exigirle bañarme en su bañera. El cura accedió con mala cara y yo, tan tranquilo, no dudé en hacerlo. Ahora sería incapaz de eso.

Como yo andaba bastante enojado porque no me habían elegido para el coro del colegio mayor, lo compensaba cantando en todos los cumpleaños canciones con letras inventadas que alguna vez me censuraron.

Para compensar las compensaciones, empecé a mortificarme más: que si menos azúcar en el café, que si menos vino en la comida, que si en vez de naranja manzana, quejarme menos cuando me enviaban a la Delegación a hacer de portero los días de fiesta… Y es curioso. La inercia de las mortificaciones me dura todavía, sólo que ahora las hago sólo por los demás.

Mi atuendo

Nunca he tenido la virtud, tan necesaria en un pobre, de compensar la pobreza con el buen gusto. Desde que pedí la admisión, pocas veces me compré ropa y cuando la compré, fue con otro numerario que elegía para mí ropas de seminarista. Para colmo, mi rebeldía, por eso de las compensaciones, se esforzaba por vestir también de modo rebelde. Eso produjo en mi aspecto exterior unos efectos desastrosos. ¡El ridículo que debí hacer, Dios mío! ¿Que no se podía ir sin calcetines? Yo me ponía unos calcetines rojos de ejecutivo. ¿Que no se podía ir en vaqueros? Yo me ponía un pantalón oscuro de tela con un jersey oscuro y unos zapatos blancos. Parecía un cura con zapatillas. Para colmo, parte de mi ropa provenía de Recuperación, donde sólo estaba lo peor, porque el dinero que me enviaba mi familia apenas alcanzaba para pagar el Centro de Estudios. Así que me recuerdo de esa guisa y me muero de vergüenza. Por supuesto, en esto como en casi todo, no culpo a la Obra. Sólo yo era el responsable de tal desaguisado indumentario, pero yo habría agradecido que, en vez de contentarse porque yo cumplía el criterio de ponerme calcetines, me hubiesen asesorado sobre el arte de la elegancia. Ese es quizá uno de los puntos flacos de la Obra: que son más importantes los criterios que los resultados que estos tengan en la vida del individuo. Así que no me hacían correcciones fraternas porque no vestía vaqueros; pero mi aspecto era deplorable.

Además yo tenía una mata de pelo al estilo afro que me aumentaba la cabeza el doble de tamaño. ¿Cómo es que nadie me aconsejó que me pelara? Sólo una vez mi madre que vino de visita me lo dijo. A veces pienso que no me corregían más acerca de mi aspecto exterior porque creían que yo me iba a revolver. Y quizá tenían razón.

Correcciones fraternas

¡El trabajito que me costaba hacer correcciones fraternas! Cuando se me ocurría hacer una, no encontraba al director para consultársela; cuando daba con él, no encontraba al corrigendo; cuando lo encontraba, me faltaba valor para decírselo; cuando reunía el valor, no lo encontraba; cuando por fin reunía el valor y lo encontraba, ya había pasado demasiado tiempo y me parecía que ya no era el momento y que antes había que volver a consultarlo con el director. Total, que aunque hice correcciones, yo era un desastre organizativo.

Eso sí, casi todos lo pasaban auténticamente mal al corregirme y eso me conmovía. Yo me esforzaba por ponérselo fácil; asentía con la cabeza, les daba la razón en todo por mucho que me humillase y luego daba las gracias encarecidamente.

Me hicieron varias correcciones fraternas debido a un bañador muy viejo de color amarillo que yo tenía. Como soy de tez morena y el bañador estaba ya muy viejo, parecía de lejos que yo estaba en bolas y que el color claro del bañador era mi culo sin broncear. A la tercera corrección fraterna, hecha por la misma persona, tuve que tirar el bañador (no lo había hecho antes por despiste y porque no tenía dinero, no porque yo estuviera "en mal plan", como allí se decía). Pasé, pues, por Recuperación para encontrar otro más feo, pero más decente.

En otra ocasión el que me llevaba la charla (que por cierto me perseguía con mi lista de amigos en su agenda) me regañó por ir una mañana de mi habitación al baño con el torso desnudo.

Varias correcciones me hicieron referentes a las amistades particulares, a las que yo sin querer era muy aficionado. Yo sentía siempre inclinación por los compañeros filólogos, filósofos y poetas. Por ilustrar mi involuntaria tendencia a las amistades particulares, contaré que pedí permiso a don Ángel para formar en el comedor una mesa para aquellos que queríamos practicar un idioma: un día era la mesa de francés, otro la de inglés, otra de italiano e incluso hice algunas en latín. Alguien debió quejarse de que aquello favorecía las amistades particulares, porque un buen día el director me prohibió que siguiera organizando esas mesas.

Por cierto, las dos correcciones más curiosas que me hicieron (y creo que de algo me sirvieron) fueron: "He observado que haces gestos desconcertantes y nerviosos que te convierten en un tipo raro" y "He observado que haces preguntas raras y a destiempo, del tipo: ¿A ti qué te gusta más: China o Japón?"

Una de las maneras que por entonces tenía yo de convencerme de que la Obra era lo mejor del mundo, era ser más vehemente que nadie en afirmaciones que no tenían por qué ser propias de alguien de la Obra. Por ejemplo, me recuerdo criticando absurdamente lo feos y vulgares que eran los pantalones vaqueros (frito que estaba yo por tener unos y ahora ni los uso) y lo egoístas que eran las familias con uno o dos hijos tan sólo. Esto último me valió la corrección fraterna de un buen chico, que sólo tenía un hermano, pero que ya me había oído ese comentario varias veces, un comentario que faltaba claramente a la caridad. Es una de las correcciones fraternas que más he agradecido en mi vida.

Apostolado

Aunque perdí mis respetos humanos y me llené de santa desvergüenza (qué remedio), fui un mal apóstol y peor proselitista. Yo estudiaba en una facultad toda llena de niñas y los pocos varones heterosexuales eran comunistas y ateos. Creo que en mi lista de amigos había varios homosexuales que por entonces yo no sabía que lo eran. Algunos, oh paradoja, estuvieron incluso en la lista de san José.

A mí esto de hablar de Dios a los amigos me costaba horrores, pero lo hacía. Y claro, me rehuían o no eran mis amigos del todo. Y los que llegaron a ser mis amigos lo fueron a pesar de mi relación mediatizada (y no gracias a) por la Obra.

Me traje a algunos extranjeros al Centro (yo de hecho era el encargado de extranjeros). Uno de aquellos extranjeros le preguntó con total ingenuidad y su acento norteamericano al curita simpático del que hablé antes, "¿Por qué los curas no hacen amor?" y a mí me preguntó dónde podía ir a una playa nudista. Y yo, supongo que por envidia de no poder ir a la playa, le dije que eso era una inmoralidad.

En mi afán por quitarme mis respetos humanos, me presenté como candidato al consejo escolar de la facultad en una época de revolución asamblearia. En una macroasamblea nos acusaron a otro numerario (con el que me sigo carteando) y a mí de representar al Opus y no a los alumnos. ¡La que se armó! La gente nos abucheó, pero una numeraria que estaba en nuestra clase salió en nuestra defensa. La miré sonriéndole y ella me correspondió y aquella sonrisa aún me aletea en el corazón, porque las numerarias, las auxiliares y las no auxiliares, me dejaban boquiabierto, eran para mí el colmo de la pureza, la bondad, la belleza y la elegancia y aún hoy, cuando las veo, me siento sucio e impuro a su lado.

Una vez me mandaron a Jerez a intentar convencer a un amigo de que pidiera la admisión. Me hospedé en su casa. Al regreso, una anciana entabló conversación conmigo y yo le di una estampa de nuestro Padre, que ella me agradeció un poco extrañada. Luego se sinceró conmigo y, contra la imagen maternal y venerable que yo tenía de las ancianitas, me estuvo relatando su vida, sus problemas con el juego y la bebida y los detalles de sus aventuras amorosas nada edificantes. Me dio incluso consejos para ligar bien. Aquella conversación casual, ahora me doy cuenta, me marcó más de lo que yo pensaba. Yo estaba dispuesto a entregar mi reino por un revolcón. Y las mujeres, a las que de adolescente renuncié muy a la ligera, comenzaban a llenarme la cabeza. Creo que fue esa noche cuando sentí la necesidad de huir de la Obra. Mal andaban las cosas si después de hablarle a un amigo mío para que pidiera la admisión, yo pensaba en huir.

Como soy tímido, a veces por ser apóstol adoptaba un tono agresivo en mis tentativas que yo confundía con santa desvergüenza. Una vez recriminé a un vendedor por vender preservativos. El numerario que me acompañaba, un buen chico y mucho más sensato, no me secundó. En fin, ahora yo compro preservativos y me avergüenzo de haber sido el tontaina fanático que fui y el otro día me enfadé con un farmacéutico que me vendió los preservativos con mala cara, como si yo fuera un guarro.

Pero no culpo de esto tanto a la Obra como a mí mismo, porque no todos hicieron las mismas tonterías que yo, supongo.

Pobreza y orden

Se podría pensar que, como soy de familia humilde, esa virtud la podía vivir bien, acostumbrado como estaba a la austeridad. Pues no, porque resulta que en la Obra la pobreza se vivía de una manera que no iba conmigo, es decir, la pobreza no consistía tanto en no tener, sino en usar y dar cuenta de lo que se usaba y gastaba. Era una pobreza ordenada. Así que yo tenía que dar cuenta de mi exiguo peculio en mi cuenta de gastos. Total, que si bonobús, que si el ducados (porque el rubio no me estaba permitido fumarlo, a no ser que un cura gentilmente me lo ofreciese) y pare usted de contar: pues ni esos gastos llevaba yo regularmente. Entregar, no sé si semanal o mensualmente, la birria de mi hoja de gastos a mi director era para mí una vergüenza.

Por otra parte, yo era muy descuidado con mis zapatos y con las dobleces de mis pantalones y con todas esas cosas que me decían y que son muy oportunas.

En la Obra el orden era también una virtud. Esto me hace pensar que se decide si una persona tiene o no vocación por ciertas virtudes (ser laborioso y ordenado) más que por una llamada divina personal. Me desasosegaba aquella afirmación del fundador: "Viendo el armario de un hijo mío, sé el estado de su alma". Yo, cada vez que abría mi armario, me decía: "Tendrás que ordenarlo. Si lo viera el padre, ¿qué diría de tu alma?" ¡Cómo se podían tener tan pocas cosas en un armario y ser tan desordenado!

La poesía

Mi afición a la poesía la heredé de mi padre, pero fue un cura numerario, don Simón, a quien recuerdo con cariño, el que librándome una tarde del marasmo de un curso de retiro en mi época de adscrito, me llevó a su despacho y comenzó a leerme, al decirle yo que me gustaba la poesía, poemas de Antonio Machado. Declamaba tan bien y me gustaba tanto oírle que decidí que cosas como esa las tenía que escribir yo. Nunca le estaré lo bastante agradecido a aquel buen sacerdote, que, según me cuentan, ahora está enfermo.

En el centro de estudios empecé con mis pinitos literarios y debo decir que cuanto escribía era todo malo y pretencioso, pero para mí tenía el valor de lo original, de lo no llevado a la oración, de lo mío auténtico y propio. Mi trabajo me costó averiguar que otros en el centro de estudios también escribían. No sé, supongo que eso se tomaba como mariconada o debilidad. El caso es que en algún cumpleaños leí mis poemas y todos me oían pacientemente. Pobres chicos. El director, don Ángel, también escribía, y bastante bien por cierto. Una vez me animé a enviar mis poemas a un poeta agregado famoso en la ciudad y me los tiró por tierra. Fue muy duro conmigo e hirió mi orgullo, pero la verdad, creo que tenía razón. Sólo que podía haberme dado más ánimos.

Un tópico entre los que me llevaban la charla era decirme que yo era muy sensible. A mí aquello me dejaba estupefacto, sobre todo que uno tras otro coincidieran en lo mismo. Algunos añadían el adjetivo "sensual". Eso significaba que tenía que tener especial cuidado en guardar la imaginación, incluso aun cuando imaginara cosas lícitas y no pecaminosas, porque quizá mis problemas de pureza eran una consecuencia natural de mi imaginación poética y desbordada. Lo mejor era que dejara de escribir durante un tiempo.

Yo estaba componiendo por entonces unas deplorables coplas a una danzarina que simbolizaba el espíritu de Tartesos (una gilipollez), pero andaba yo muy contento con mis rimas e imágenes. Así que el consejo de dejar de escribir fue un jarro de agua fría. ¡Para una cosa que me gustaba y podía hacer! Si me costaba trabajo renunciar a una lectura cuando me la desaconsejaban o que me impidieran quedarme tras la tertulia de la noche leyendo un sábado por la noche, ¡cuánto más me costó cerrar el grifo de mi poetorrea, que no era pecaminosa sino sólo mediocre y mía! Eso en el fondo me hizo sentirme más prisionero que antes.

Recuerdo un verano en que nos habían pedido que entregásemos una hoja con nuestro horario de verano. Yo contentísimo me hice un horario donde figuraban clases de guitarra (pues en el Colegio Mayor había un guitarrista que me había entusiasmado con la idea), repaso de mi inglés, de mi francés, de mi italiano, mis traducciones de latín y griego, mis libros y mis poesías. Me dijo el que me llevaba la charla que dónde estaba el apostolado en ese horario. Creo recordar que le dije que yo quería matricularme el curso próximo en guitarra y seguir con mis estudios de idiomas, cuando he aquí que el director me dijo que era mejor para la obra aprender mecanografía y sacarme el carné de conducir, porque eso me hacía más disponible para la obra. Yo lo encajé mal y renuncié a la guitarra y a mis estudios de idiomas, pero no en lo de la mecanografía. En cuanto a lo del carné de conducir, yo no tenía dinero para sacármelo. Y aún hoy no sé conducir.

No sé si fue antes o después de eso cuando me llevaron a un psiquiatra de la Obra, con el que preferí hablar a solas, sin la presencia del que me llevaba la charla. La justificación para que fuera fue, cómo no: "Eres muy sensible". El psiquiatra era un numerario muy serio que no me trató excesivamente bien (supongo que le reventaba tener que hacer en su trabajo externo trabajos internos para la Obra), pero que, en fin, me dio algunos consejos que no seguí a rajatabla.

La crisis

Cuando acabé el segundo año de centro de estudios, vinieron un buen día de Delegación a decirnos a todos dónde íbamos a vivir: unos a Galicia, otros a Madrid, otros allí en Sevilla… Ya don Ángel, el director, me había dicho días antes que había pensado enviarme a Málaga, mi ciudad, para que yo estuviera cerca de mis padres. Él opinaba que la cercanía con mi familia, a la que yo echaba mucho de menos, me iba a ayudar a vivir mejor el espíritu de la Obra o algo así. No recuerdo bien la razón. El caso es que don José Ángel era un hombre muy humano y que me gustó la idea. Pero cuál fue mi sorpresa cuando me dijeron los de Delegación que yo iba a repetir en el centro de estudios otro año. La verdad es que podía haberme sentido humillado por ser el único que repitiese curso de entre los muchos numerarios que salieron ese año del centro de estudios. Pero, en realidad, me sentí como distinguido. Ahora tenía yo la obligación de dar especial ejemplo a la nueva hornada de numerarios.

El principio del fin fue precisamente en el curso anual de ese verano. Nos enviaron a Entrepinos, en Huelva, un colegio de fomento.

Allí las hormonas fueron a matar y aunque nunca caí voluntariamente, fueron especialmente combativas durante las noches hasta el punto de que de nuevo comencé a plantearme si había sido todo voluntario o no.

Cada vez me costaba más trabajo tener que pedir permiso para todo: para salir, para entrar, para leer un libro, para quedarme a estudiar, para... E incluso, con otros numerarios, para desquitarme, nos fuimos una noche a la cocina y nos dimos un atracón. Ni que decir tiene la que montaron después los directores cuando les informaron las cocineras.

Ese verano yo hice una amistad particular con uno de Madrid y hablamos mucho de Oscar Wilde (por lo que intuyo, dudo que este chico haya perseverado) y me entraron unas ganas locas de leer "El retrato de Dorian Gray". El director del curso anual no me prohibió el libro tajantemente, pero, siendo yo tan sensible, me lo desaconsejaba ligeramente. El caso es que lo leí y el libro hizo su efecto o encontró, mejor dicho, un terreno abonado.

Desde entonces me parecía insufrible que hombres jóvenes como nosotros se metieran a las diez y media de la noche en la cama durante las hermosas noches de verano habiendo un bosque alrededor y una piscina en la que refrescar el calor. Para colmo se cerraban las puertas y yo me sentía como en una cárcel. No podía uno ni siquiera fumarse el último cigarro mirando a las estrellas. Me daba la sensación de que me estaba perdiendo muchas cosas en la vida y todos mis esfuerzos y toda mi entrega en la Obra perdían todo su valor ante el oro refulgente del sexo prohibido. Hoy puedo decir que el sexo no sólo no me defraudó sino que me alegro infinito de haberme ido de allí. El sexo valía la pena.

Y una noche me atreví a plantear la cuestión abiertamente a un sacerdote: quería irme, anhelaba la libertad, las mujeres… El cura se pasó buenas horas de la madrugada fumando conmigo convenciéndome de que no valía la pena dejar solo a Cristo en la cruz por una bisutería o algo así. Era buena persona el cura y el caso es que me convenció. Pero los directores se quedaron con la mosca tras la oreja.

Tras el curso anual, el director del Colegio Mayor se tomó muchas molestias por mí. Yo no noté en su trato ningún clasismo como he leído en algunos escritos de esta página. Pero, claro, mi visión de la Obra es bastante ingenua. Teniendo en cuenta que soy de familia humilde, que nunca fue lo que se dice un chico refinado, que soy bajo, moreno, escuchimizado y que me dedicaba al estudio de lenguas muertas, el director mostró mucho interés por mí. Me llevaba de excursión con él, me llevaba a montar en bici, me encargaba que le tradujera artículos del alemán y me los pagaba y también me llevaba a la facultad de biología donde trabajaba y me pagaba por las horas que echaba yo ayudándole a trabajar con una investigación sobre el cerebro de los gatos. Gracias a Dios, comencé a hacer la confidencia con él. Un buen día, paseando por la calle, me dijo: "Lo has entregado todo, tu pureza, tu dinero (era poco en verdad) tu tiempo, tus amigos, tu familia, pero aún te queda algo por entregar, piensa a ver qué es".

Le di vueltas al asunto y a la semana siguiente le dije que no sabía qué era. Y entonces me dijo: "Tu mundo interior". Yo me quedé igual que antes, sin entender nada, pero ahora, al cabo de dieciséis años, lo he entendido. El bueno de don Ángel quería decirme que lo más íntimo de mí, mis gustos más personales, mis ilusiones y proyectos, mis antipatías y simpatías eran sólo mías, ni las compartía con Dios ni las ponía al servicio de la Obra.

El caso es que volví a repetir la petición de irme y don Ángel me pidió paciencia, que ellos querían ver si mi deseo de irme se debía a una verdadera falta de vocación o a egoísmo mío. Durante ese tiempo de espera creo recordar que me dijeron que viviese con más ahínco el espíritu de la Obra para poder decir con tranquilidad que por mi parte había puesto toda la carne en el asador. Lo intenté y al cabo de un tiempo me dijeron que, en efecto, no tenía vocación. Se portaron bien, me dejaron ir con la conciencia tranquila y me ofrecieron la posibilidad de, pasado un tiempo, acudir a medios de formación de la Obra. El cura, sin embargo, me profetizó que me alejaría primero de la Obra, luego de la Iglesia y por último de Cristo (un cura que por cierto en una meditación contaba con horror lo feas que eran las mujeres de los ex). Yo le dije que eso no ocurriría y, según leo entre vuestros testimonios, la mayoría de vosotros sigue unido a la iglesia. Pero en mi caso el cura acertó. Me alejé de la Obra, de la Iglesia y de la religión.

De hecho, en la Obra me quedé tan convencido de que la Obra representaba la ortodoxia pura de la Iglesia, que cuando tengo deseos de volver a Dios me acuerdo de que me tengo que confesar y de mis problemas con la castidad, que no sólo no se han solucionado, sino que se han vuelto crónicos y compartidos. Así que o Dios o la entrepierna. Me encantaría que un cura me dijese que ambos son compatibles, pero si me lo dice, siempre recordaré que la Iglesia dice lo que dice, por mucho que un cura moderno lo maquille para recuperarme ante Dios.

Me fui como todos por la puerta de atrás. Fue terrible. Y más terribles fueron los meses posteriores. Pero eso es otra historia que no sé si interesa aquí o no.

Sólo puedo decir que en mi familia, sólo perseveran las hembras. Los varones nos hemos salidos. Todos estamos cortados por el mismo patrón. Uno de ellos decidió abandonar la Obra cuando le dijeron que no se podía acostar desnudo con su mujer, sino embutido en un casto pijama.

Conclusión

Salvo una o dos odiosas excepciones, la gente de la Obra me parece en general estupenda, pero el grado de exigencia es tal que es difícil mantenerlo con entusiasmo durante toda la vida. Los posibles perjuicios que la Obra pueda causar en las personas no se deben a la maldad de los miembros ni del sistema, sino al simple hecho de que no todos sirven para la Obra y eso no se descubre en un día, sino en mucho tiempo. Por simple higiene, conviene quedarse con lo bueno del pasado, no con lo malo. Es un error pensar que todo en ese momento del pasado fue malo. Y aunque sigo teniendo pesadillas en las que me veo de numerario, el caso es que creo que parte del atractivo que yo pueda tener sobre los demás, lo debo a la Obra.

Una de las pocas cosas que me mantienen sentimentalmente unido todavía a la Iglesia es mi veneración por este Papa. Aunque siempre admiré la figura del Padre, en el fondo me gustaba más el Papa. Yo lo había visto varias veces, me fascinaba su porte, su voz, su origen polaco, su fuerza, su atractivo. Aún sigo venerándolo y nunca llegué a entender por qué se hablaba más del Padre que del Papa.

Por último, quiero reseñar mi especial cariño a las numerarias auxiliares. Yo estaba secretamente enamorado de ellas y lo sigo estando.

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Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?