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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

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NUNCA ME SENTÍ QUERIDO

Gregory P., 14 de enero de 2004

 

Pedí la admisión con catorce años y medio, aunque puede decirse que lo hice a los seis años, desde primero de GB. Cuando pité, no conocía absolutamente nada "externo". Era como una planta regada con el rocío del Opus desde su primer brote, y que, a su debido tiempo, fue plantada en otro jardín, cuando ya estaba en su sazón.

Yo no era hijo de supernumerarios. Pero eso dio lo mismo: mis padres eran, y son, personas piadosas, y nunca vi como algo extraño la Misa de los Domingos, ni siquiera la Misa diaria. Las otras normas fueron entrando poco a poco. Incluso el cilicio y las disciplinas.

Además, era, y soy, una persona con bastantes defectos físicos, que he ido arrastrando, y con un temperamento diferente a mis compañeros de clase, quizá como consecuencia de esos defectos. Fui un niño bastante solitario, que dedicaba los recreos a leer, a ir al oratorio del colegio, en lugar de jugar a fútbol con mis compañeros. Es un deporte que nunca me ha gustado, ni siquiera en mi más tierna infancia. El resultado es que sacaba muy buenas notas, pero era un desastre en educación física, y en todo lo que se relacionara con ese aspecto de la personalidad. Ese era yo a los catorce años. Y ahora...

En octavo de EGB, las únicas personas que parecieron preocuparse por mí (aparte de mi familia) fueron los profesores de la Obra, y mis preceptores. Todos iban por el centro que comencé a frecuentar. En ese lugar, muy limpio, me acogían, y había personas mayores, a las que admiraba profundamente, que parecían preocuparse por mis problemas. Podía leer tranquilamente, e incluso ayudaba al encargado de la biblioteca, con muchos volúmenes, a forrar los libros.

Cuando me propusieron ser de la obra, el cariño que notaba en estas personas, y el afán de ser como ellos, era lo único que tenía en la mente. No me lo pensé ni un minuto. ¿Dónde iba a estar mejor?

Yo no sabía absolutamente nada de esta institución. Cuando me dijeron que pusiera agregado, no tenía ni idea de qué significaba. Ni siquiera sabía que había diferentes clases de miembros. Lo supe en ese momento.

Con el tiempo, llegué a la conclusión de haber sufrido un espejismo. Todo ese cariño que notaba en la gente de la obra desapareció cuando pité. Ya estaba dentro, y tenía que hacer lo que hacían los demás. Y lo hice. Y me acogieron como uno más. Y realicé todas las incorporaciones, hasta la Fidelidad. A los pocos meses de pitar me aconsejaron que diera clases particulares, para pagarme las convivencias. Mi primer verano como agregado lo pasé trabajando de portero, para pagarme los quince días de convivencia. Antes de eso, mi director me impuso contarle a mi madre que el dinero debía ingresarlo en la caja del centro. Nadie parecía darse cuenta de que tenía quince años, que vivía con mis padres, que era un niño, coño, sólo un niño.

Yo seguía siendo el mismo, y el rechazo que mi forma de ser y mi aspecto generaba en mis compañeros de colegio, se reprodujo en mis nuevos hermanos. No me trataban mal. Pero se reían de mí, de mis gustos algo extravagantes, de mi aspecto físico, de mi dificultad al hablar. Me convertí en un payasete, y debo reconocer que lo potencié. Es mejor que se rían contigo a que sólo se rían de ti.

Así pasaron los años. Acabé el bachillerato, y la carrera de derecho. Y la cosa empezó a cambiar. Ya era más mayor, se habían largado, o habían echado, a casi todos mis amigos de la infancia. Tenía más obligaciones. Empecé a trabajar como abogado, a pasar menos horas en el centro.Y empezaron las broncas, creo que para atarme corto. Por tonterías. Sin ninguna lógica.

Para rematar la faena, cayeron en el consejo local del centro dos numerarios destroyer, uno de mi edad, y otro más joven, de director y subdirector. Su chulería y prepotencia se unían a su carácter dominante, y una ausencia de sentimientos más propia de una checa comunista que de una institución católica.

Pese a que me había costado un Congo aprobar la carrera de derecho, que tuve que simultanear con dos trabajos, uno de fin de semana, catequesis, círculos breves y de San Rafael, estudio de asignaturas internas, y el cumplimiento de todas las normas del plan de vida, a mi querido director se le metió en la cabeza que no debía ser abogado. Que él no me veía como tal. Que los abogados tenían otra planta. Que lo dejara, y que me dedicara a otra cosa. A dar clases en mi antiguo colegio, por ejemplo, o a estudiar una oposición. Un trabajo que me dejara las tardes libres.

Siempre se dice que somos libérrimos para trabajar en lo que nos dé la gana. Pero el director me argumentó que también el monseñor decía que en la Obra se nos podía pedir cualquier cosa. Y que eso incluía tu trabajo.

Al principio, cedí. Pedí trabajo en el colegio de mis amores, con el que había estado vinculado desde siempre. El director, que antes lo había sido de mi centro, me dijo que no tenía ningún puesto para mí como profesor. Que podían darme más preceptuaciones, que ya hacía, o dedicarme a otras cosas, como secretario de alguna sección, en admisiones. Siempre hay algo.

Incluso el director me preparó una entrevista con un abogado de la obra, forrado, que me pasó por los morros su estatus de letrado socio de un bufete, que se pasa un ratito, y cobra una pasta. Me vino a decir que eso era lo normal en un numerario o agregado, porque si no, no se podían atender las labores de la obra, con el horario de un abogado corriente.

Después de forzarme a dejar el despacho en el que estaba, la necesidad me hizo entrar en otro, para ganar dinero. Empezaba a tener clientes, a ir a las comisarías, a sufrir la incertidumbre que trae el cambio de vida, de estudiante a profesional. A replantearme muchas cosas.

Me pusieron para hacer la charla al subdirector, un niñato cinco años más joven que yo. Numerario de los de mocasín y abrigo verde. En una de mis primeras charlas, le conté todas estas cosas. Que me sentía inseguro en mi nueva profesión. Que a veces me invadía la tristeza. Cosas normales, de personas que tienen cambios importantes en su vida. De pronto me cortó. Me dijo que no le contara estas cosas. Que una charla bien hecha dura diez minutos. Que yo debía hablar de fe, de esperanza, de caridad. De cómo hacía las normas, del apostolado. Yo le respondí airado que yo no tenía mujer, nadie con quien sincerarme. Que lo estaba pasando mal ¿Con quien coño hablaba yo de todas las cosas que me pasaban? Me levanté y me fui.

Creo que ahí empezó el principio del fin.Como se suele decir, entre todos la mataron, y ella sola se murió. Una noche, la del 19 al 20 de diciembre de 1991, la pasé en blanco. A la mañana, había dejado de ser de la Obra. Cuando mi madre entró en mi habitación, y me vio la cara, lo supo, sin necesidad de decir ninguna palabra.

Recuerdo, inocente de mí, que en la carta a don Alvaro del Portillo, pidiendo la dispensa, le expliqué todo esto. Que durante años las personas de mi centro se habían ido distanciando de mí. Que sólo había exigencias, normas, costumbres, pero que el amor no lo veía por ningún lado. Que tenía derecho a buscar alguien que me quisiera, con mis defectos. Que me escuchara. A la que importaran mis tonterías. Que ésa es una aspiración de cualquier hombre. Yo no había encontrado amor humano en la Obra, y tenía derecho a buscarlo fuera.

Durante mucho tiempo, pensé para mis adentros que la culpa de mi partida fue de unas pocas personas. Que la Obra era Santa, pero que yo no había podido perseverar, entre otras cosas, porque las personas que estaban en mi centro me habían echado con su falta de cariño y de delicadeza, y que yo tenía la obligación de ser feliz, y que en la Obra no lo era.

Con el tiempo, me he dado cuenta de mi error. La culpa la tiene el sistema creado por su Fundador. Es una institución en la que la sensibilidad está proscrita. El fundador ya dijo que la obra es milicia, que los militares tenían la mitad de la vocación conseguida, que la obra era una nosequé de guerra bellísima.

Lo único que siempre le importó al fundador, y que importa a los directores, es que pite mucha gente. La amistad sólo sirve para eso. Para conocer a gente a la que acercar a la obra. Este años tienen que ser quinientos. Y que esos cumplan los miles de normas y costumbres que el fundador dejó. Pero, y a esa gente que viene, ¿los van a querer?. Y si los quieren ¿se lo demostrarán? ¿Es normal que queramos a una persona y que la dejemos de querer al día siguiente de haberse ido? ¿No será que nunca la hemos querido?

En realidad, la gente de la Obra no tenía la culpa de no quererme. Seguían estrictamente las disposiciones de monseñor. Disposiciones tales como "en la Obra no hay amistades particulares", "en la Obra se nos puede pedir todo", "si estás a punto de descubrir la piedra filosofal... (os acordáis?) "diez o veinte amigos, y dos pitajes al año".

Pero yo no tenía bastante con todo eso. A mí me hacía falta notar el cariño de los demás. Me hacía falta que alguien me demostrara amor, que se preocupara de mis cosas, de mis pleitos, de mis inseguridades. Me parecía bien que todo el mundo me mandara hacer cosas. Pero necesitaba que alguien se preocupara de mí.

De eso me he dado cuenta después de años de matrimonio. No lo supe hasta que no me quisieron de verdad, y por un periodo de tiempo prolongado, que es lo que me está pasando en estos años de feliz matrimonio. Con sufrimiento. Con problemas de verdad. No lo he sabido hasta que no he tenido unos hijos a los que quiero de verdad, y que me quieren de verdad. No lo he sabido hasta que no he llorado al ver sufrir a mi hija mayor.

Y estoy convencido de que tú, cuando pase el tiempo, y recapacites por ti mismo, y fuera ya de los esquemas mentales que te ha proporcionado tu estancia en la obra, te darás cuenta del daño que hace esta institución en sí, aparte del que hagan a título particular algunas personas. Es imposible que te lo explique. Tú sólo te darás cuenta. Seguro.

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