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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

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OTRA HISTORIA VERDADERA

SATUR, 7 de noviembre de 2005

 


Alguien ajeno a “the work” me comentó que conoció a un ex sacerdote que fue “un tipo importante de la opus”. Me pudo la curiosidad y, aunque pocas noticias pude sacar de aquel hombre -tan sólo que el ex cura vivía en una residencia de personas mayores en un pueblo de provincias-, decidí que un día le haría una visita.

Así fue.

Pregunté por él y se me apareció un gigantón con cara de pillo, ojos saltones, pelo blanco de cepillo, un vaso de JB en la mano, zapatillas de deporte, chándal y aspecto divertido. Nadie diría que tiene sesenta y seis tacos, un transplante de corazón y una vida que se intuye ha sido difícil y excesiva. Nadie diría que ese hombre es sacerdote –que lo sigue siendo. Un buen día, mientras celebraba Misa en una catedral de la que era canónigo penitencial se dijo “y yo, ¿qué coño hago aquí?. Y se fue a ver a su obispo -cardenal, amigo además de su obispo-, y le dijo que no podía más y que se iba. Y se fue, sin pedir dispensas, sin cartas, sin historias… y hasta hoy.

No sabía quién era yo –me presenté sin previa cita-, pero pareció no importarle. Me recibió con un efusivo abrazo y me preguntó “ ¿tú que haces por aquí?”, así, como si me conociera de siempre.

- Pues, que me han contado algo de su vida… me han dicho que usted fue alguien en la opus y yo, bueno, también fui de la opus y, bueno, que pasaba por aquí (la verdad es que para ir a ese pueblo no se “puede pasar”, sino que “hay que ir”), y me he dicho que a ver qué se cuenta este hombre.

- Y tú, ¿qué fuiste en la opus? – me preguntó.

- Yo, numerario.

- Yo fui el primer sacerdote agregado de X… pero, ven, vamos a la cafetería y charlamos.

Tres JB después salía de aquella residencia , además de contentín y como muy efusivo, con una biografía apasionante en el bolsillo. Hay gente que no quedas para hablar unas horas, sino unas botellas. Éste es uno de esos. Todo un personaje: pintoresco, sugestivamente literario, con una actitud ante la vida que es toda una filosofía del que día a día es consciente del maravillosos don de la vida, a la que estruja y le saca zumo de una manera personalísima y difícil de compartir. Un hombre excesivo que le agrada probar de todo, y que todo lo ha probado… quizás a costa de dejarse unos buenos sietes rotos en las junturas de los pantalones de su corazón, de su alma y de su biografía. Una cabeza privilegiada, muy bien amueblada y formada, pero unida a un corazón que no termina de encajar con tanta inteligencia. Un corazón oceánico, contradictorio y que aguanta mal la tristeza y la mentira… por eso se fue al monte, sin seguir consejos de cardenales y directores mayores de la opus “haz el falso, disimula y ya te buscaremos una salida…”.

Con gente así esas fórmulas no valen y un día cualquiera, hartos de tanta tontería personal y ajena, saltan barreras para no tener nunca más peajes de ningún tipo.

Fueron tres JB escuchando un hombre socarrón, pillo, de sentencias rápidas y brillantes, original, de una mordacidad ingenua, nada que ver con esas otras amargadas, las que se dejan llevar por el rencor. Una conversación trufada de blasfemias gruesas, de tacos como latigazos, que se ve que le han cantado las cuarenta al lucero del alba. No le ha importado, cuando le ha ido a visitar algún secretario del obispo de su diócesis, o un obispo de su promoción, con idea de ver si pueden encauzar ese alma sacerdotal, gritarles un “pero tú, hijo de puta, mecagüen Tal, ¿qué me estás contando?: si cuando peor estaba y te comenté que había dejado de ser cura, y te llamé pidiéndote cinco mil pesetas para pagar una pensión no me diste nada y me dijiste “hoy rezaré más que nunca por ti?”.

Sus blasfemias, aunque de las más gordas, parecían las de un niño que quiere parecer lo que no es, un crío con los puñitos cerrados diciendo barbaridades. Un fanfarrón que quiere asustar a no se sabe quién -tal vez a un cura sí consiga amedrentar con esos mecagüen -y que esconde una sensibilidad que no tiene a Dios tan lejos como él cree. En el fondo, esa fue la impresión que tuve, sigue siendo un cura que esconde demasiadas cosas tras la capa de socarronería, de bravuconería infantil, de gracias espontáneas y fulminantes, pero inofensivas como el beso de un niño de dos años.

Me gustaría verle a solas, cuando nadie sabe que reza, probablemente ni él mismo.

Fue el primer sacerdote agregado de X. Comenzó la labor allí con otro sacerdote –hoy eminente teológo-, y les pitaron “como mierdas” supernumerarios, agregados, sacerdotes y laicos, y algún numerario. De allí se fue a realizar el doctorado a Navarra. Puros dieces. Quisieron que siguiera en la nueva facultad, pero el obispo le dijo que nanai, que lo necesitaba allá, en X. Asistía todo tipo de labores –internas y externas: medios de comunicación social, comisiones de enseñanza y cursos de formación con prohombres de empresa de la ciudad. Harto del obispo se presenta a unas oposiciones de canónigo penitencial en la catedral de una diócesis chachi. Y allí que se fue. Y el cardenal le adopta como hombre de confianza, y como amigo: lleva todos los temas de enseñanza, relación con los medios, seminario… y la labores de la opus. Su casa era el apeadero de más de un numerario, el hogar de más de un seminarista y la casa de tócame Roque.

Vivió tiempos de muchas presiones –la opus le pedía demasiados favores para aprovechar sus influencias en la diócesis a través de los medios de comunicación y de los colegios del obispado-, el cardenal le decía “haz caso a los de Madrid” – Madrid eran los de la opus…- y él, con ése desorden personal, que le llevó a un cruce de caminos no sólo ideológico…

Y se fue al cardenal y a los de la opus y les dijo que no podía más, que lo dejaba.

Le intentaron retener. Estaban dispuestos a todo por alguien que podría llegar a ser obispo… pero esto, quizás, mejor que sea él quien lo cuente

Y se fue. No pidió dispensa alguna. Sencillamente, desapareció.

La vida después fue dura, como lo es con todos. Y como decía alguien “la rosa necesita estiércol, pero el estiércol puede muy bien pasarse sin la rosa”. Siempre existe una dependencia inmediata del ser superior respecto al inferior. No hay rosas sin estiércol, ¡pero cuánto estiércol sin rosas satisfecho con lo que hay!: su miseria. Y, en ocasiones, el camino de regreso a la propia madurez, que es aceptarse, comienza por ese dejarse de rosas, de vanidades de tribu que inciensan los poderes del mundo, de perfumes que esconden otros aromas, y vivir en el estiércol. No es un mal comienzo.

Se dice que bienes como la belleza, el amor o la fe “no tienen precio”. Esto puede significar que vale más que todo, o que no valen nada. Pero cuando se descubre el valor de nuestra miseria, lejos del Ideal recogido en estatutos, del Heroísmo que no sabe que lo es porque no hay nadie que lo ratifique, entonces, uno está cerca del amante, del artista y del santo, gente con un brillo especial en la mirada y un sentido de vida, que sí es locura, de la de verdad.. Entonces uno está muy cerca del “regreso”. Y se regresa solo, andando solo, sin miedo, sin vergüenza y sin nada en las manos.

Y eso es lo que me enseñó aquel cura.

Mientras hablábamos en la cafetería de aquella residencia, un viejete con un Alzheimer del treinta y tres pasaba al lado de nuestro hombre, se paraba, le miraba muy serio, levantaba la mano derecha y gritaba “¡¡¡JAU!!!. Y Enrique, que así se llama, le contestaba muy serio “¡¡¡JAU!!!. Así ocurrió cerca de doscientas veces, o seiscientas… algo increíble. Y observé que Jerónimo sólo saludaba a Enrique y a nadie más. Supongo que porque no le contestaría nadie.

Durante la charla, entraban todo tipo de ancianos, y con todos tenía una frase, una broma o un guiño simpático. Era el amo de la barraca.

Nos despedimos con un abrazo de esos que se besan los corazones a tornillo… y con un ¡¡¡JAU!!! de traca.

Regresé escuchando “Have I told you lately that I love you”, la escuché más veces que el Jau de la residencia –tiendo a ser obsesivo en algunas cosas–, en la desgarradora versión del canalla Rod Stewart. Y entre el pedazo de tema, el pedazo de colocón que llevaba y el pedazo de crepúsculo de una tarde de otoño que me acompañaba me entró así como una cosa en el garganchón que me jipaba y pensé en aquellos versos “anoche debió de haber un aguacero / anoche, alguien lloró en mi coche… o hay una gotera en el techo…”.

 

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