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QUERIDA MAMÁ

ITACA, 14 de octubre de 2005

 

Querida mamá:

sé que tú nunca leerás esto; tienes 87 años y un Alzheimer avanzado que, si bien te ha hecho perder la memoria de los hechos próximos, no ha afectado a tu manera de ser ni a tus sentimientos. Eres, como has sido siempre, buena, cariñosa, cordial, entregada a tus hijos. Quizá te lo tendría que haber dicho muchas más veces, pero siempre he padecido una cierta timidez a expresar mis sentimientos, fruto –quizá- de habérmelos contenido tantos años en la Obra. Cuando voy a verte a la residencia te explico las cosas buenas que me han pasado (las malas no te las cuento –no sabes que murió Jordi- porque ¿para qué hacerte sufrir?) y tú escuchas con mucha atención mis explicaciones, sonríes, me besas y me dices: “hija mía, qué contenta estoy de que todo te vaya tan bien”. Y yo salgo inmensamente contenta, como quien tiene a su alcance un regalo inapreciable. Gracias, mamá, por ser como eres y por haber sido como eres.

Me dejaste ir a estudiar a Pamplona porque yo lo deseaba, aunque tú acababas de quedarte viuda y con una niña que aún no tenía el año: tuviste la enorme generosidad de no exigirme que me quedara a tu lado.

Cuando pité, no te lo dije, normas de la casa, aunque tú empezaste a notar algo porque yo hacía cosas un tanto raras, como marcharme el día de Navidad, con la nieve hasta la rodilla (la famosa nevada del 62 en Barcelona), para pasar la tarde con unas amigas desconocidas. Y llevarte a Llar para la misa de Medianoche... Me preguntaste y yo lo negué rotundamente, claro, siguiendo la pauta que me habían enseñado de que no es mentira no decir la verdad si el que te pregunta no tiene derecho a saber lo que te pregunta (un poco alambicado, ¿verdad?).

Y llegó el día en que te lo dije, porque me habían dicho que me incorporara al Centro de Estudios. Te pusiste a llorar en silencio. Yo, nerviosa, te pregunté:

—¿Qué me contestas, mamá?
—Hija mía, -contestaste- yo sólo quiero lo mejor para ti: si esto es lo tuyo, vete.

Tú fuiste mi primer proselitismo: te pedí que fueras por una casa de la Obra y lo hiciste; desde Pamplona, yo te seguía de cerca, te animaba, te empujaba: recuerdo que me dejaron llamarte en pleno Adviento para darte el último empujón. Pitaste el 8 de diciembre, el mismo día y mes que yo.

Luego, en Barcelona, te iba a ver poco, y siempre con prisas. Nunca nos contamos nada íntimo sobre la marcha de nuestras respectivas vocaciones, no nos estaba permitido. Charlábamos de cosas intrascendentes, de la familia, del trabajo, alguna anécdota divertida y nada más.
Jamás te conté mis dudas. Cuando decidí salirme, te lo comuniqué sucintamente (“me voy”) y me negué a explicarte las razones: me parecía injusto interferir en tu vocación.

Tu callaste, aceptaste la situación y estuviste, como siempre, a mi lado: recuerdo que durante meses viniste a cenar y a dormir conmigo en mi pequeño y oscuro piso de la calle Bertràn, para hacerme compañía. Te preocupaba mi soledad.

Un día, antes de entrar en el Círculo, la directora de tu grupo hizo un aparte contigo y te comentó:

—Mary, no entres. Vamos a leer una nota sobre las que se han ido y a ti te puede doler.
—¿Por qué? –contestaste-. No creo que podáis decir nada malo de mi hija.

Tú sabías que yo iba a misa cada día (me acompañabas), rezaba el rosario contigo, a veces las Preces, hacía oración y seguía siendo lo que yo siempre había querido ser: una buena cristiana en medio del mundo. Entraste confiada.

Al acabar el círculo, te acercaste indignada a la directora y le dijiste:

—Si éste es el concepto de la Obra sobre la caridad, yo no tengo nada que hacer aquí. Adiós.

Y no volviste. Cuando me lo contaste, yo tuve la “malsana” curiosidad de saber qué habían dicho de mí y de las otras. Te negaste a decírmelo, ni siquiera me diste la más mínima pista:

—Hija mía, tonterías, no vale la pena perder el tiempo en ello.

Seguiste –sigues- con tu vida cristiana, hasta hace muy poco todavía podías rezar el rosario y sigues con toda atención la misa de los domingos por la tele, y si retransmiten una ceremonia desde el Vaticano y yo llego a verte, me haces estar callada hasta que acaba, aunque tengas muchas ganas de charlar conmigo. Tus cuidadoras te quieren con locura, porque siempre eres amable, porque cuando te hacen algo siempre das las gracias con una sonrisa, porque te preocupas por tus compañeras de la residencia. Dicen que eres un encanto, y yo sé que es verdad.

Gracias, mamá, muchas gracias: ojalá yo sepa siempre ser como tú, y que no olvide hasta el último de mis días que la generosidad, la comprensión y el amor son los únicos valores que nadie -ni siquiera una Institución tan poderosa- te puede arrebatar.

 

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