Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Tus escritos
Inicio
Quiénes somos
Correspondencia
Libros silenciados

Documentos internos del Opus Dei

Tus escritos
Recursos para seguir adelante
La trampa de la vocación
Recortes de prensa
Sobre esta web (FAQs)
Contacta con nosotros si...
Homenaje
Links

RELACIONES ENFERMIZAS CON LA INSTITUCIÓN

MARIA CRISTINA, 13 de octubre de 2004

 

Puede parecer una frase trillada o muy repetida pero llevo alrededor de seis meses leyéndoles, sin animarme a meter bocado. En parte se debió a que en cada anécdota que leía aprendía algo nuevo, y además porque comencé a entender muchas cosas relacionadas con algo de mi pasado.

Siempre me llamó la atención José Carlos y su cosecha de antipatías; pero conforme iba leyendo sus mensajes (luego me vi obligada a buscar los de sus inicios como participante) más iba entendiendo el tipo de persona que era (o que es) y tras el esperado relato de su salida, no pude evitar relacionarlo con ese pasado mío que mencionaba más arriba.

Espero que el gentil y diplomático José Carlos no tome a mal mis referencias y lo que le relataré a posteriori; pero si he de hacerle una recomendación: es dejar definitivamente el pasado y dedicarse de lleno a su trabajo, a su mujer y a su futuro.

Voy a lo concreto: yo estuve casada con un “José Carlos” y nos acabamos divorciando por su imposibilidad de superar el pasado opusino. La historia va en adjunto porque es larguita.

No es fácil de entender por qué mientras unos quisieron irse por las buenas, hasta con una despedida emotiva y compromisos de visitas a futuro; resultaron bastardeados de mil formas, ofendidos, insultados, maltratados y desprestigiados. En cambio los otros, esos intachables “josecarlos” que tenían la vocación del porte de un rascacielos, que eran los más consecuentes con normas, obediencias, mortificaciones y reglas por doquier; fueron empujados a la puerta de calle con pocas o ninguna explicación, o bien con alguna petición imposible de cumplir como para que se fueran. Un elegante y bien estudiado “mobbing” para sacarse el problema de encima, y de paso quedar con la conciencia limpia de no haber echado injustamente a nadie sino que “se fue solo y en buen plan”. A nivel de personas me parece de una bajeza indecible y a nivel institucional me parece sucio, deplorable y patético.

Tomando distancia y recientemente leyendo los mensajes del cuestionado amigo virtual, SIN DEFENDERLO yo me he preguntado ¿alguien se dio cuenta que este hombre escribe a esta página porque en el fondo sigue sangrando por la herida? ¿es alguien conciente que José Carlos sufre todavía las heridas de esa salida no querida por él? ¿alguien pudo leer entre líneas que en todos sus mensajes está subliminalmente el sabor amargo de un fracaso?

Y algo que desde fuera nunca pude entender ¿por qué hay personas que establecen ese tipo de relaciones enfermizas con una institución? Groucho Marx dijo en un filme de su época “Jamás sería socio de un club que me aceptara como tal” en referencia a la baja autoestima e inseguridad de algunos seres humanos. ¿Cuánto hay de Groucho en algunos “josecarlos” que escriben a estas páginas? ¿cuánto de baja está su autoestima que necesitan seguir aunque sea mentalmente “perteneciendo a...” y a su régimen cuadriculado? ¿cuánta inseguridad y cuanto menosprecio por sí mismos tienen que llegan a decir “si no fuera por el opus, quien sabe que sería de mi hoy día”? Con estos interrogantes, a continuación paso a compartirles mi historia de vida:

Quiero dejar bien en claro que no guardo rencor hacia quien fuera mi cónyuge durante cuatro años, sino una profunda pena ya que por defender un ideal religioso cayó en la agresividad y en un comportamiento obsesivo, correspondiente a una persona enferma y no a alguien con ideales de santidad. Hoy día estoy felizmente casada con un hombre maravilloso, tengo dos hijas gemelas preciosas y considero que tal vez ese hecho del pasado constituyó una prueba para que no me encandilara con “espejitos de colores” y viera realmente el fondo de las personas y sus valores.

La historia es un poco larga y desde ya pido disculpas, pero prefiero escribirlo todo de una sola vez, sin entregas. No he cambiado los nombres pero me abstendré de dar algunas precisiones sobre tiempos, lugares y apellidos.

Jorge y yo nos conocimos hace poco más de quince años atrás, yo tenía 23 años y él 26. Estaba yo finalizando mi carrera de arquitectura y él era odontólogo. Confieso que me deslumbré, era a diferencia de mis compañeros algo bohemios y sin un centavo en el bolsillo, un verdadero príncipe. Era súper buen mozo, galante y cortés, tenía su profesión bien encaminada, venía de una familia muy bien posicionada, tenía auto y departamento propios, consultorio instalado a full ¡y estaba soltero sin compromiso! ¿qué más podría soñar una chica a esa edad?

Nos presentaron en un cumpleaños de un compañero de estudios, cuyo hermano era supernumerario tras casamiento con una supernumeraria, prima hermana de Jorge. Supongo que a mi compañero de estudios le habré parecido lo ideal para su amigo, dado que yo daba catequesis los fines de semana en una parroquia e iba con mi madre todos los domingos a misa; lo expreso así porque lo primero que me dijo fue “Cristina, encontré el candidato perfecto para vos... otro santulón igual que mi hermano César” antes de llevarme donde estaban ellos para hacer las presentaciones.

Yo no conocía lo que era el opus más que por algunos medios de comunicación donde se les criticaba mucho: se decía que hacían “pastoral de elites”, que hacían negocios con la política y buscaban puestos de poder. Durante un buen tiempo cualquier persona pública de práctica religiosa frecuente o ferviente era catalogada como “opusiano”; era casi un insulto pero en realidad nadie sabía bien (ni lo saben hoy día los propios miembros) lo que realmente era y es el opus dei. De todos modos como nunca fui de las personas que se creen a pies juntillas todo lo que le dicen o lee, cuando conocí a Jorge y posteriormente supe que era miembro cooperador del opus con participación muy activa, me atrajo también ese halo de misterio y de discreción que los caracterizaba.

En el cumpleaños de mi amigo charlamos largo rato, se mostró amable y sonriente, y al final de la fiesta se ofreció llevarme de regreso a casa en su auto. Así conoció mi sencillo domicilio de clase media, un edificio donde teníamos un departamento mi madre viuda, mi hermano y yo. Cuando me pidió el teléfono pensé que lo hacía por cortesía y que todo quedaría allí, así que se lo di e ingresé al edificio para tomar el ascensor hacia mi casa.

Días después llamó y yo no estaba, mi madre había quedado sorprendida por la cortesía y delicadeza con que se había dirigido a ella; y recuerdo que me dijo “no lo conozco pero por la forma en que me habló y preguntó por vos, algo me dice que este chico quiere algo serio”. No quería ilusionarme demasiado: era muy buen mozo y tendría pretendientas a montones, era de posición social mucho más elevada que la mía, yo debía finalizar mi carrera y él ya estaba encaminado con éxito en su profesión.

Pero se me dieron todas: me llamó, comenzamos a salir primero como amigos y luego formalmente, sin paso previo me pidió que me casara con él después de mi graduación. Yo estaba feliz, creí haber tocado el cielo con las manos.

En esas salidas conocí su historia y su pasado como numerario del opus; había estado desde los quince años hasta pocos meses después de recibirse, en que según me dijo “se le habían puesto las cosas complicadas y tras forzarlo hacer una elección de vida, tuvo que salirse”. Como yo no entendía bien lo de la “elección de vida” me explicó cómo se desarrollaban las cosas dentro de la obra, los distintos tipos de miembros, los deberes y compromisos que cada uno tenía; lo relató todo con mucho entusiasmo, emoción y en reiteradas oportunidades me dijo que para él la obra era uno de los pasos mas importantes que había dado en la vida; que no se arrepentía de los casi nueve años pasados a pesar de la partida en cierta forma “forzada”.

No obstante tanta charla y explicación de su parte, yo seguía sin entender los motivos de su salida y de la alternativa que le habían puesto sus superiores; entonces me explicó con algunas lágrimas en los ojos que durante los últimos años de carrera se hacían prácticas de consultorio tanto en la facultad como en hospitales y él había comenzado a trabar amistad allí con otros dentistas, con médicos y enfermeras; además que tras su graduación permanentemente le llegaban invitaciones a congresos, charlas, ateneos profesionales, etc. Los directores comenzaron a cuestionarle su “apego” a esas amistades, a las jornadas y congresos profesionales; actividades donde nada malo había para cualquier mortal pero parecía que para ellos sí lo había. Le habían dicho “tu problema es el apego Jorge... vas a tener que elegir entre ser un buen numerario o un prestigioso odontólogo con una intensa vida social”. Eso lo destrozó anímicamente, había hecho una carrera brillante, veloz y con verdadera vocación profesional; desde los quince años había abrazado el ideal de santificarse en medio del mundo como un cristiano corriente... y le salían con este planteo justo unos meses antes de profesar su fidelidad. Por otra parte sabía de otros lugares donde odontólogos numerarios hacían felizmente su vida y sus normas sin problemas, y no entendía por qué justo a él se le ponía una prueba tan dura en el camino de la santidad.

Me contó que lloró mucho, a solas y también delante de su director que le consolaba diciendo que sabían de su vocación y su entrega pero que la única posibilidad de quedarse con ellos para vencer ese “apego” era haciendo labores internas, como profesor en alguno de los colegios, organizando charlas para padres en materia de salud, dando charlas o cursos de ética para profesionales de la obra pero ninguna actividad fuera. Decirle eso fue como decirle: te prohibimos ejercer la profesión y tu brillante estudio no ha servido de nada. Le dolió mucho salir de esa casa donde había sido feliz y vivido toda su carrera universitaria.

Tras asistir a un retiro de fin de semana decidió salir y comunicó su decisión a los directores, quienes le dieron mucho aliento, le dijeron que se casara pronto y que mas adelante podría pedir su admisión como supernumerario. Le ofrecieron ser cooperador y aceptó gustoso sabiendo que eso le permitiría seguir en contacto con la obra, asistir a charlas con el sacerdote, a charlas de formación espiritual y eventualmente a algún retiro. Como era costumbre de la casa, no se le permitió despedirse de los compañeros y debió salir en un horario donde no le vieran partir con las valijas a cuestas. Su familia lo recibió con mucho cariño y su papá le ayudó inmediatamente a montar su consultorio en un hermoso semipiso céntrico, donde también a posteriori estableceríamos nuestro hogar. Según él, la pena de haber salido de la obra se vio ahogada en medio de mucho trabajo e intensa oración. Tiempo después algunos numerarios le hicieron llegar notas de felicitación por su nuevo consultorio, le daban aliento y le auguraban un buen futuro, de vez en cuando alguno llegaba hasta la consulta para atenderse o bien para saludarle unos minutos.

Cuando me conoció a mi había recordado el consejo de su director respecto de casarse pronto y así fue como había llegado la súbita propuesta de matrimonio. Según sus palabras: si Dios había dispuesto que su camino no era el celibato apostólico, lógicamente la consecuencia era formar una familia por medio del matrimonio. Conocí a toda la familia: papá industrial, mamá dueña de casa y madre de cinco hijos. De ellos eran opusianos solo la madre y una de las hermanas, que estaba casada con un supernumerario; aún así el resto compartía el ideario de la obra y la devoción a Josemaria. Me trataron estupendamente bien y quisieron conocer a mi mamá, nos llevaron a una casa quinta en las afueras de Buenos Aires para comer un asado y pasar el día juntos todas las familias. Mi madre quedó encantada con la hospitalidad brindada pero mi hermano y su novia notaron cierto “acartonamiento” en ellos. Ya de regreso en casa mi hermano dijo: “me parecen tan... tan perfectos que me hacen desconfiar, dicen todo lo que hay que decir, hacen todo lo que hay que hacer, sonríen todo el tiempo, parecen una familia de ficción”, pero mamá le dijo que no dijera pavadas, que era gente encantadora, abierta y simpática.

Pasaron los meses, me recibí de arquitecta y comencé a trabajar en un estudio muy importante gracias a una pasantía que había realizado el último año y me habían tenido en cuenta para incorporarme a la planta permanente. Estaba feliz: tenía un novio respetuoso, sincero y profesionalmente exitoso, íbamos a casarnos y teníamos casi todo. Los demás nos envidiaban y nos veían como una pareja destinada al éxito. Unos meses antes del casamiento, el dueño del estudio donde trabajaba me dijo que contaba conmigo para una obra que se haría en la ciudad de Rosario y que junto a otros miembros del equipo yo debería viajar con frecuencia a esa ciudad para la puesta en marcha del proyecto. Me sentí muy halagada por ser la elegida y además porque se me pagaría un plus por la actividad fuera del estudio que me vendría bien para mi nuevo hogar.

Dada la intensa actividad que se venía, le dije a Jorge que de inmediato no deberíamos tener hijos sino esperar por lo menos un año, le expliqué lo que deseaba mi jefe y lo de los viajes a Rosario. Puso mala cara, me dio un largo discurso acerca del matrimonio y la procreación, le dije que la procreación debía ser responsable y no como los animalitos ¡hasta que le gané por cansancio! No obstante me advirtió que él solo aceptaría cuidarnos con “los métodos naturales recomendados por el magisterio de la iglesia y solamente por el tiempo que durara esa obra en Rosario”. Estaba tan enamorada y convencida que acepté sin problemas; al fin y al cabo era lo que siempre aconsejaban los sacerdotes.

Nos casamos con toda la pompa que le gustaba a su familia: misa de esponsales, coro, muchas flores blancas, una hermosa fiesta y viaje de luna de miel. Nuestro viaje de novios duró dos semanas y allí sufrí mi primera pequeña desilusión con el matrimonio. He leído acerca el tema del pijama en los hombres casados de la obra y doy fe que es así; nuestra noche de bodas fue algo tan desagradable y tan árido, sin romanticismo ni ternura. Fue un acto carnal bastante a lo bruto, con el pijamas puesto y un “ya está” al final de todo, que me hizo sentir una cosa y no una mujer amada. Durante mucho tiempo tendría que escuchar ese odioso “ya está” como señal de que la función fisiológica se había cumplido y era hora de dormir.

De regreso a mi nueva casa conocí de cerca la rutina de mi marido: levantarse a las seis de la mañana, afeitarse y tomar una ducha, salir corriendo a la parroquia mas cercana para la misa de siete y al regreso despertarme para desayunar juntos en silencio puesto que para Jorge eran importantes las noticias de la radio. Según correspondiera el día, a eso de las ocho y media comenzaban a llegar los pacientes o bien él salía presuroso hacia el hospital.

Por mi parte yo sacudía el polvo de la habitación y tendía la cama, ordenaba mis cosas y me iba a trabajar al estudio hasta las cinco de la tarde. En esas horas de oficina disfrutaba realmente mucho y me gustaba la profesión que había elegido; éramos un grupo de cinco profesionales y dos chicas que atendían la oficina y la recepción. Lo pasábamos realmente de maravillas, hacíamos lo que nos gustaba y como si fuera poco: nos pagaban bastante bien. De camino de regreso a casa programaba la cena, compraba lo que hiciera falta y ya en casa me daba una ducha tibia para descansar.

Generalmente Jorge no estaba a mi regreso, sea porque había ido al laboratorista o bien a alguna reunión del colegio de odontólogos. Algunos días estaba en el consultorio atendiendo pacientes hasta las ocho o nueve de la noche en que cerraba todo y venía a cenar conmigo. Como estaba cansado y con dolor de espaldas, no quería conversar, ni que estuviera la televisión encendida porque “solo había basura” ni mucho menos escuchar música en la radio. Yo le pedía hablar de algo, que me contara como había sido su día y él me decía que yo tenía que ofrecerle mi silencio a Dios y comprender que él estaba cansado.

Hice obligados “votos de silencio” durante tres meses, como estarían mis nervios que un día una de las chicas del trabajo me preguntó si yo estaba bien o tenía algún problema en casa porque notaba que yo llegaba por las mañanas exaltada, desesperada por hablarlo todo y que se me veía con mucha ansiedad. Sentí vergüenza y dije que no pasaba nada. Pero ese mismo día no me aguanté a la hora de la cena y le dije a Jorge que estaba harta de sus silencios impuestos, que me sentía angustiada, bloqueada y que no veía nada de malo en conversar un rato como cualquier otro matrimonio. Entonces él me explicó que lo de hacer silencio venía de sus años en el opus, donde se guardaba silencio después de la cena hasta el día siguiente y que para él era algo muy gratificante estar callado; que yo estaba muy acostumbrada a “hablar hasta por los codos” y que ese sacrificio me haría mucho bien. Yo no quería ningún sacrificio ni ningún bien en silencio, yo estaba recién casada y quería un marido como las demás chicas; alguien que me mimara, que me dijera que me amaba ¡y quería hablar con él!.

Le recordé que su condición era la de hombre casado y no la de numerario del opus; y que una cosa era su misa de siete por la mañana y otra cosa era que hiciera de nuestra casa una prolongación de su antigua vida imponiéndome normas que me hastiaban y me parecían absurdas. Por primera vez lo vi reaccionar mal, dio un golpe de puño sobre la mesa y me dijo que yo era una mujer demasiado mundana y frívola, que por mucha catequesis que hubiera dado no entendía las cosas de Dios, porque era soberbia y me faltaba sentido de lo sobrenatural. No pude soportar y me largué a llorar desconsoladamente, eso pareció dulcificarlo un poco y me dijo que yo debía entender que el camino era duro, que un matrimonio cristiano “no era como los demás que se basaban en un placer egoísta” y me prometió que reflexionaría acerca del silencio, que lo perdonara pero que tras salir del opus él había vivido solo en el departamento y que había seguido las normas de piedad como algo natural, que tal vez necesitaba tiempo para amoldarse a la vida de casado.

El incidente quedó superado al día siguiente en que volvió de misa con masas para el desayuno y conversó conmigo alegremente; y lo mismo a la hora de la cena. Los fines de semana por lo general hacíamos compras en el supermercado, poníamos la casa en orden, visitábamos a nuestros padres, él asistía a alguna reunión o charla con los de la obra, a veces cenábamos con amigos o programábamos alguna salida al teatro o cine.

Aunque las cosas habían cambiado y mejorado, yo no me sentía completamente feliz. El sexo para mi era lisa y llanamente asqueroso, vivía asustada todos los meses esperando que viniera la regla y apelando a cuanta cuenta, cartoncito reactivo y temperatura existieran, para no quedar embarazada. Mi marido era una buena persona pero había demostrado ser muy imponente y lo del golpe de puño en la mesa me había servido de llamado de atención; y a decir verdad: no soportaba verlo hacer esas normas de piedad a toda hora. Para que se entienda: no me molestaba que rece y yo también lo hacía, pero no me gustaba que lo hiciera a toda hora y que su vida estuviera bordeando el fanatismo religioso.

Si bien había dejado de lado el tema del silencio, Jorge rezaba todo el tiempo en voz baja y permanentemente llevaba el rosario en el bolsillo de su guardapolvo o ambo. Varias veces entré al consultorio y lo encontré lavando su instrumental para ponerlo en el esterilizador, o preparando la bolsa de residuos tóxicos para entregar a la empresa que hacía depuración ¡rezando jaculatorias o siguiendo el rosario! Yo no rechazaba la religión y de hecho yo era católica practicante pero una cosa era rezar para agradecer a Dios, para pedir por alguien o por la familia, ir a misa los domingos, hacer labores para los necesitados... otra cosa era VIVIR rezando, meditando, misa diaria, comunión diaria, confesión y charla semanal con el cura, que una misa por fulano, que una celebración litúrgica por tal o cual cosa.

Un sábado por la noche salimos a cenar y le dije lo que me pasaba con respecto a su forma de practicar la religión, que cada día se me hacía más difícil de sobrellevar. Ni se inmutó, sonrió levemente y con aires de autosuficiencia me dijo que “yo no entendía nada”, que el problema estaba en mi falta de entendimiento de lo sobrenatural y de la santificación en la vida cotidiana (parecía un robot repitiendo eso de ser santo), que me faltaba vida espiritual y que si bien él no había querido entrometerse en mi relación personal con Dios sería bueno que pensara en mejorar y enriquecer mi vida interior. Que eso contribuiría a mejorar mucho también nuestro matrimonio cristiano. Vueltas más, vueltas menos; muy sutilmente me reveló su intención: quería que yo comenzara a asistir a las charlas para señoras del opus.

Acepté por darle el gusto, no porque la idea me atrajera demasiado. El solo hecho de convertirme en una persona como él con esas normas de piedad asfixiantes, me hacía sentir rechazo a todo lo que viniera del opus y su gente. Fui a varias charlas acompañada de la esposa de su hermano y no puedo quejarme de lo bien que me trataron. Todas señoras muy elegantes, sonrientes y cálidas. Sin embargo, no me atrajo para nada todo lo que allí se conversaba y donde se ponía énfasis. Era como que se daba mucha importancia a la piedad, a rezar mucho, a cumplir con los preceptos pero poco y nada a lo que eran cosas concretas, los hechos. Recuerdo que tras una reunión volvíamos con mi cuñada al estacionamiento y le pregunté si estaban haciendo labores sociales en algún barrio pobre, si anualmente se hacía colecta de ropa o juguetes para los niños, si había visitas a los pobres o a los enfermos en los hospitales... me miró como si yo fuese una infradotada y me dijo: “algo se hace de vez en cuando con los pobres; pero las colectas y las donaciones son para la obra que está llena de necesidades... no somos misioneros de la caridad ni nada de eso, ya hay muchas ordenes religiosas que se ocupan de los necesitados”. Como yo quedé mirándola algo perpleja me dijo “me parece que a vos te han llenado la cabeza los zurdos de la facultad y los curas tercermundistas” y riéndose subió a su auto sin decir palabra más. Subí a mi auto y volví a casa con un sentir amargo, me sentí humillada y en cierta forma burlada por el ex abrupto de mi cuñada ¿así que yo era “zurda y tercermundista” por preguntar por la labor con los pobres? ¿así que ESA era la forma del opus de vivir a la luz del Evangelio?

Me desilusioné mucho y sin decirle nada a Jorge resolví que no volvería nunca más a esas reuniones ni a tener trato con la gente del opus. Coincidió con el comienzo de las obras de edificación en Rosario y yo viajaba los miércoles para regresar los viernes por la noche. Tuve la excusa perfecta para no asistir más a esas charlas: el cansancio y las obligaciones laborales. A pesar del cansancio, de la incomodidad del polvo y las oficinas rudimentarias en medio de la construcción (luego alquilaríamos un saloncito en el centro de la ciudad) en Rosario estaba feliz, realizada y llena de alegría junto a mis compañeras de trabajo. Sentía libertad de hablar cualquier tema, de ver en televisión lo que yo quería en el cuarto del hotel, de tomar un café o una copa con las chicas al salir de trabajar ¡y comencé a tener pensamientos recurrentes que tal vez me había equivocado con el matrimonio!

La primera persona que supo de mi desilusión fue mi madre y le causó un gran disgusto puesto que ella quería mucho a Jorge. Lo quería mucho por lo que externamente veía en él: su cortesía, su afectividad, su delicadeza en el trato, su éxito profesional, su familia tan distinguida... De todos modos mamá me dijo que un hogar cristiano no debía deshacerse, que eso era como último recurso y en casos de extrema gravedad, que debía agotar todas las instancias de diálogo con Jorge e incluso buscar la asesoría de un sacerdote. Y así, la segunda persona que supo de mi desilusión matrimonial fue el Padre Fernando, en cuya parroquia yo diera catequesis antes de casarme. Me recibió con mucho cariño y me dijo lo mismo que mi madre, que buscara dialogar y que ni remotamente pensara en separarme. Le conté toda la historia de Jorge en el opus, su modo de vida y sus normas de piedad, su interés en que yo asistiera a las reuniones para señoras, mi sorpresa ante la actitud de mi cuñada ¡se lo dije todo, incluso el tema de la intimidad!

En un momento se rió largamente y me dijo “Pero este muchacho que te ha tocado... hace más normas que yo que soy cura; la verdad que no me alcanzaría el tiempo para todo eso, con todo lo que hay que hacer aquí con esta gente tan humilde en la parroquia”. Pero me aconsejó prudencia y dialogo, incluso se ofreció para conversar con Jorge en algún momento que quisiera visitarlo. Le dije que sí, que le transmitiría su invitación a conversar; pero en mi fuero interno sabía que nunca jamás Jorge iría a hablar con un cura de parroquia; ya que su confesor y asesor espiritual era el cura del opus y nadie lo sacaba de eso.

Así comenzó un tire y afloje que duró dos años más en que no quedé embarazada porque logré convencerle nuevamente esperar a terminar las obras de Rosario; yo intentaba dialogar y Jorge constantemente me ponía justificación a todo: que los santos había tenido una vida plena de oración y que para alcanzar la santidad había que ser ascético y piadoso. Yo le ponía de ejemplo a San Francisco, a San Martín de Porres, a San Juan de la Cruz como personas que habían dejado todos sus bienes materiales y renunciado a todos los honores para amar a Dios sin condicionamientos... y él me ponía de ejemplo a San Luis Rey de Francia, a los amigos de Jesús que habían sido ricos pero “desprendidos” de alma. Siempre tenía a mano alguna anécdota de un “rico bondadoso” para sacar de la galera y sostener sus argumentos. Y hablábamos horas y horas como nunca antes habíamos hecho; cuando parecía que lo tenía un poco más flexible y comprensivo ¡volvía a la carga con sus cuestiones con más fuerza que antes! Era como que se desenrollaba y se volvía a enrollar más fuerte en sus ideas.

Un buen día, ya exhausta de tanto discutir esos temas le pregunté ¿y para qué querés ser santo, no te basta con ser buena persona, buen cristiano? ¿o acaso vos pensás que siendo como sos te van a canonizar y van a poner tu estatuita en los altares? ¡qué asco, qué soberbia! ¿Cómo podés ser tan presuntuoso? Nuevamente la consabida frase: vos no entendés nada. Como mi sangre estaba ya haciendo ebullición dentro de mi, llegó el punto en que le dije que me tenía “ciertas cosas” llenas con el argumento que yo no entendía nada.

- ¡Tenés razón! No entiendo ¿y qué? –le desafié casi llorando- ¡no entiendo, soy lela, no me da el cacúmen y no entiendo! ¿Y ahora qué vas a hacer?

Como si yo fuese una niña irrespetuosa con su papá, me tomó de una oreja con fuerza y me dijo “a mi no me faltes el respeto porque tengo mucha mas autoridad moral para cuestionarte”. Me sentí tan humillada y tan herida, llorando con la oreja dolorida le dije que lo odiaba, que era un bruto y un desgraciado. Y en el colmo de la ira le dije que se metiera su ascetismo, sus normas, su piedad y su obra en el cu... Por toda reacción, pateó con fuerza una de las sillas del comedor y se fue a dormir en el sofá cama que había en la sala. Yo me preparé un te de tilo y me acosté también llorando.

Fue el principio del fin, hubo varios intentos de mi parte y también suyos por reconciliarnos. Él no estaba dispuesto a ceder y yo tampoco estaba dispuesta a sufrir con una persona que constantemente me rebajaba, maltrataba y humillaba por no pensar como él. Pedí a la empresa constructora que me asignaran tareas extras en Rosario, de ese modo viajaba los lunes y volvía los viernes; tratando que la distancia pusiera paños fríos y que de algún modo le hiciera reaccionar. Fue peor, aprovechó mi ausencia para “cargar baterías” con el cura de la obra que le insuflaba ideas en mi contra, le aconsejaba rezar mucho por mi y ser más exigente como marido ya que “le había tocado una esposa frívola, inmadura y caprichosa”.

El último diálogo sereno que tuvimos fue un viernes por la noche en que me esperó con una cena preparada por él mismo y una botella de champagne. Estaba sonriente y amoroso como cuando éramos novios, puso música y me pidió que antes de cenar bailáramos. Me sorprendió tanto romanticismo, él no era así. Me dijo que me amaba, que no soportaba estar solo pero que yo debía ser una esposa mas complaciente y entender que él quería lo mejor para mi. Me agradó el gesto y la cena, pero también tomé conciencia que no sentía ya mas nada por Jorge. Fue como que todo hubiera caído en un hueco, como si no tuviera sentido nada de lo que dijera o hiciera. Con todo, seguía dentro mío la contradicción: no sentía nada pero al mismo tiempo no quería separarme por lo que me habían dicho mamá y el sacerdote. Comimos escuchando música y hablando de mis trabajos en Rosario, no toqué el tema matrimonial ni religioso porque sabía que eso lo arruinaría todo. A la mañana siguiente esperé levantada que volviera de misa y le pregunté si veía alguna posibilidad de que pudiéramos ser un matrimonio normal, sin pelear por cuestiones religiosas y sin humillarnos el uno al otro. Tengo grabada en la mente su respuesta y es como si le escuchara:

- Cristina yo soy esto que ves, tengo vocación de santidad en medio del mundo, tengo un profundo amor por la obra de Dios y aspiro a que seamos un matrimonio cristiano. Sé que para vos no es fácil porque te has criado con la Iglesia mas comprometida, con sacerdotes mas de acción; pero tenes que entender que cada uno tiene un lugar diferente. Es cierto y comparto con vos que la Iglesia tiene como misión evangelizar y misionar preferentemente entre los pobres, pero hay otras personas que sin ser pobres necesitan también de Dios y yo aprendí que formando a los líderes de una sociedad, se llega posteriormente a mejorar la calidad de vida de la gente humilde. Es otro camino, pero el objetivo es el mismo.

Eso de “formar a los líderes de la sociedad” me hizo recordar a la teoría económica del derrame, o del goteo. Esta teoría decía que si enriquecían a las capas más altas de la sociedad, éstos luego mejorarían la vida de la gente humilde reinvirtiendo y “derramando” el bienestar hacia abajo. La teoría no se cumple ni se cumplió jamás, los ricos son cada vez mas ricos y los pobres cada vez mas pobres. Y el mundo se ha vuelto un lugar bastante difícil por esa brecha que se ha abierto entre unos y otros. Análogamente, él era de la idea que evangelizando a los líderes se iba a lograr un ablandamiento en sus corazones para que se volvieran mas generosos con los pobres ¡iluso, eso nunca existió! Y menos aún si quienes formaban a esos líderes no les enseñaban a tomar contacto codo a codo con la pobreza, sino todo lo contrario.

Volviendo a la conversa con mi ex marido, le pedí que me dijera concretamente qué esperaba de nosotros, en qué podíamos ceder el uno y el otro para llevarnos mejor. Me dijo que si no quería asistir a las reuniones del opus, ni quería rezar con él o compartir sus normas de piedad, lo iba a aceptar con pena y dolor pero lo iba a aceptar. Que esperaba sí, que yo terminara mis labores profesionales en Rosario, que dejara de trabajar y que me dedicara al hogar y a tener muchos hijos. Según él, yo daba mas importancia a mi carrera y no pensaba en tener familia; además que probablemente el hecho de trabajar con gente de otras religiones (Simón, mi jefe y dueño de la empresa era judío) me estaba llenando la cabeza de frivolidades y materialismos. Me pareció tan estúpido eso peyorativo de “gente de otras religiones” y que pretendiera que dejase mi profesión ¡y él me consideraba inmadura pensando de ese modo! Como quedaba un tiempo más para terminar el trabajo en Rosario, no respondí nada y le dije que estaba bien. Quiso hacer el amor, le dije que no correspondía el día además que no me gustaba hacerlo por la mañana.

Esa misma tarde fui a casa de mi hermano, que ya estaba casado y su señora esperaba un bebé. Me desahogué con ellos y por primera vez escuché que me aconsejaran separarme de mi marido. Dialogamos algo así:

- No podés seguir así, Cris –dijo mi cuñada- él no cambia más. Está “programado” de esa forma desde muy jovencito, y además se siente orgulloso de hacer lo que hace. Para él eso es ser santo. O lo tomás o lo dejás...

- Además de que interiormente no acepta que lo hayan rechazado en el opus para lo que él quería.- prosiguió mi hermano.- No te lo va a reconocer ni bajo tortura pero es así, eso de que se quedaba en silencio y no te dejaba hablar cuando recién se casaron, eso de vivir orando casi hasta la obsesión es una forma implícita de decirse a si mismo “sigo dentro con mi vocación en marcha”. Si realmente estás convencida que no querés más nada con él y que no estás dispuesta a vivir a su estilo, ni a llenarte de hijos, ni a dejar tu profesión ¡separate hermana, no te queda otra!

- Yo pienso lo mismo –dijo su esposa – es mejor que te separes ahora. No tenes hijos, vas a cumplir 27 años y sos joven. Podés rehacer tu vida sin problemas. Es más, te doy un consejo: divorciate y pedí la nulidad religiosa.

- Hay que ver si él quiere todo eso... -dijo mi hermano.

Lo dicho por mi hermano fue una premonición: cuando le dije de divorciarnos y anular religiosamente el matrimonio fue como si le declarara la guerra. Se puso furioso, se negó de plano a cualquier separación, me sacudió por los hombros insultándome y como intenté defenderme me golpeó varias veces hasta que caí al suelo llorando y pidiéndole que no me pegara más. Me quitó la llave de la casa y salió dejándome encerrada por tres horas. No sé lo que hizo pero volvió y me dijo que ni soñara con obtener el divorcio y mucho menos la nulidad, que lo iba a tener que aguantar hasta el día que se muriese. Estaba tan conmocionada y muerta de miedo que no le contestaba nada. Quiso acostarse a dormir a mi lado y yo abandoné el dormitorio para ir a dormir a la sala. A la mañana siguiente él no estaba en casa y aproveché para juntar algunas cosas e irme a casa de mi madre. Ella no podía creer lo que veía: mi cara hinchada por el llanto y por los golpes que me había dado. Hicimos una denuncia a la policía por los golpes pero no tuvo efectos porque yo no tenía testigos, y habían pasado más de ocho horas de la agresión. Solo quedó como una exposición asentada como precedente... ¡a veces me hace gracia la forma en que las autoridades enfocan el problema de la violencia intrafamiliar!
Quedaba el precedente por si había una próxima vez que me golpeara y yo pudiera llevar testigos, además de no demorar muchas horas en hacer la denuncia.

Nunca más volví al departamento, quedó allí casi toda mi ropa, libros, cuadernos de apuntes y material de trabajo que él jamás permitió que se retirara. Ni mi hermano y su señora pudieron convencerlo de sacar mis pertenencias.

Cuando advirtió que los días pasaban y yo no regresaba se presentó en casa de mi madre increpándola de muy mal modo, acusándola de ser una mala influencia para mi por permitir que yo abandonara el hogar conyugal. Mamá le dijo que ella siempre lo había querido como un hijo pero que nunca podría imaginar en él un hombre golpeador. Como podría esperarse, me echó la culpa de todo al punto de poner en duda mi salud mental, mi fidelidad como esposa y mi honestidad.

En mi trabajo yo había dejado constancia del problema y en cierta forma me sentía segura permaneciendo en Rosario de lunes a viernes; hasta que un día viajó hasta allá y delante de todos hizo un escándalo gritándome que ya estaba bueno, que me dejara de caprichos adolescentes y volviera a mi casa como una señora decente. Que él no se iba a quedar de brazos cruzados permitiendo que su mujer lo dejara como un pelele delante de todo el mundo. Le pedí que se retirara inmediatamente de allí y sufrí una descompensación por lo que mis compañeros me llevaron a una clínica y posteriormente me acompañaron al hotel para que descansara tranquila. Inmediatamente llamaron por teléfono a mi hermano y horas después, siendo ya de madrugada me vino a buscar.

Esa fue una de tantas que me hizo, era tal su persecución que yo no podía salir sola a la calle porque temía encontrarlo, no podía trabajar ni leer porque los pensamientos no me dejaban. Llegué a un punto en que me planteé seriamente volver a su lado para acabar con esa obsesión suya y luego ya dentro del hogar buscar una salida decorosa, sin violencia. De todos modos, nadie me garantizaba que el episodio de los golpes no se repetiría y por miedo no volví.

La familia de él no se había entrometido para nada, pero tras el incidente en Rosario llegaron a casa de mi mamá para hablar conmigo y pedirme de buenas maneras que regresara; que Jorge estaba enfermo, que estaba desatendiendo su trabajo y que todo lo que había hecho era por el gran amor que me tenía. Mi suegro se comprometió personalmente a hablar con su hijo para que nunca más se comportara conmigo de forma violenta y a ayudarnos para que hiciéramos una terapia juntos con un psicólogo de confianza. Por respeto los dejé hablar todo lo que me tenían que decir, les agradecí su preocupación y les dije que me dieran unos días para pensar en la propuesta de volver a casa y asistir a terapia con un psicólogo. En realidad no quise ser descortés, yo tenía más claro que nunca que no habría terapia de pareja ni cura ni nada que nos volviera a unir porque sencillamente el amor se había acabado. No tuve valor para decírselos personalmente y días después les mandé una carta de agradecimiento diciéndoles que yo no sentía nada por Jorge y que los sentimientos no se fabricaban ni se podían exigir. La madre de Jorge y mi madre hablaron por teléfono casi tres horas, pero ya nada había por hacer.

Cuando quise tramitar el divorcio me encontré con el obstáculo de su resistencia, para Jorge el matrimonio era indisoluble y nunca accedería a firmar un divorcio, ni una nulidad canónica. Mientras en Argentina un proceso de divorcio no contradictorio era cuestión de meses, lo mío duró dos años porque él se negaba a concedérmelo invocando el tema religioso. Se comportó tan caprichoso y obsesivo que el mismo juez le hizo callar varias veces diciéndole que allí se estaba administrando justicia sobre un contrato de orden civil y que sus cuestiones religiosas debía plantearlas ante un tribunal eclesiástico. Hubo dos audiencias de conciliación y por consejo de mi abogada no abrí la boca, me mantuve en mi sitio y dejé hacer a los profesionales. Mi abogada habló con los abogados de él y llegaron a un acuerdo puesto que no tenía sentido trabar el proceso siendo que yo no quería nada de él ni quería obtener dinero o bienes. Finalmente la sentencia salió y quedamos legalmente divorciados; me costó carísimo el pago de honorarios al punto que mi madre debió vender unas alhajas que papá le había regalado para terminar de pagar a la abogada.

Quedaba el proceso canónico pero contra mis suposiciones, no hubo tantas complicaciones porque no puso pegas al asunto: lisa y llanamente él me acusó de negarme a tener hijos y de falta de discernimiento para comprender los deberes del matrimonio. Dije a todo que sí, que tenía razón y acepté todos los cargos pensando que allanaría el camino pero el fallo de nulidad salió en mi contra con la prohibición canónica de contraer nuevo matrimonio religioso debido a “mi grave falla de discernimiento”. No fui excomulgada ni se me prohibió nada, solo volver a casarme en una iglesia. Él en cambio quedó libre de hacer con su vida lo que quisiera. Otra vez a pagar honorarios y encima con un juicio perdido. De todos modos estaba libre y la sola idea que me hablaran de matrimonio me producía escozor.

El trabajo en Rosario finalizó pero la empresa tenía otros emprendimientos y negocios allí en marcha por lo que mi jefe me ofreció trabajar directamente en esa ciudad. Con un poco de tristeza por dejar sola a mi madre nuevamente acepté y alquilé un departamento a pocas cuadras de la oficina. Tiempo después traje a mi mamá a vivir conmigo y luego de vender el que fuera nuestro departamento en Buenos Aires pudimos comprar otro en el mismo edificio.

Una sola vez volví a ver a Jorge tras la separación, había pasado poco más de un año del proceso de nulidad y estábamos con la esposa de mi hermano y mi sobrino en un café de la calle Florida; se acercó y sin importarle quien escuchara me dijo que yo había arruinado su vida, que por mi culpa y mis caprichos ya ni siquiera podría ser supernumerario (no entendí nada, supongo que no aceptan como supernumerarios a personas divorciadas aunque estén anulados), que yo había sido nefasta y diabólica en su vida y que un día me iba a arrepentir de todo el daño que había causado. Dijo todo de un tirón y se fue. No pude terminar el café y tuve que hacer un enorme esfuerzo para no echarme a llorar por la humillación vivida. Mi cuñada trató de ser amable y darme consuelo sin demasiado resultado.

Estuve absolutamente sola y convencida de no casarme nunca más durante cinco años, hasta que un día quise darme un pequeño gusto y viajé con mi madre a Grecia. Pasamos unos días maravillosos en Atenas y en Santorini. En el viaje de regreso conocí a Mario (quien es mi esposo); se sentó a nuestro lado en el avión y como no sabía si hablábamos castellano esbozó una sonrisa sin hablar. Luego fue mi madre quien le preguntó si viajaba a Buenos Aires y él respondió en castellano bien argentino que sí, que volvía de visitar unos tíos griegos. No se despegó más de nuestro lado, mientras tuvimos que hacer trasbordos almorzó con nosotras, nos contamos la vida entera y al bajar del avión nos dimos un abrazo grande los tres, intercambiando teléfonos para contactarnos mas adelante. Todo hubiera quedado como un contacto casual de un largo viaje en avión, pero a los pocos días llamó a mi casa diciendo que vendría a Rosario y quería pasar a saludarnos. Mi madre “pescó” de entrada las intenciones de él y me dijo que no sería mala idea pensar en una segunda oportunidad, parecía buena persona y nada perdería con empezar a conocerlo mejor.

En pocos meses Mario se convirtió en mi novio y un año después nos casamos en una ceremonia ortodoxa. La familia de él en principio tenía sus recelos y desconfianzas, no solo porque yo fuese divorciada sino porque además no pertenecía a la colectividad griega. Pero una vez que me conocieron personalmente se acabó todo y como los griegos son muy frontales me lo dijeron directamente y me dieron la bienvenida a la familia llenándome de abrazos y besos.

La diferencia de religiones no fue ni ha sido impedimento para que nuestra relación personal y familiar se desarrollen con normalidad. Creemos en el mismo Dios, en la Virgen María, tenemos los mismos sacramentos y los mismos santos hasta el año 1054 en que se produjo el gran cisma; pero fundamentalmente tenemos los mismos valores de la moral cristiana. Si la ciencia dice que la virginidad se pierde una sola vez, puedo contradecirlo tranquilamente puesto que a este matrimonio llegué absolutamente virgen de todo. Conocí el amor en toda su magnitud y su belleza, disfrutando la piel del otro, sin pijamas y con la luz encendida, dialogando, consensuando, compartiendo todo con dulzura y comprensión. ¿Qué más puedo decir? Soy absolutamente feliz, vivimos en la ciudad de Rosario donde sigo ejerciendo mi profesión de arquitecta, mi marido trabaja como abogado en un estudio junto a otros colegas, hace un año y medio tuve un par de gemelas preciosas y hasta logré que tras veinte años de viudez mi madre volviera a casarse con un tío viudo de mi esposo.

Del pasado no guardo rencor, pero tampoco olvido lo sucedido; de lo acontecido puedo sacar en limpio que la gente de la obra es muy especial, que estar casada con un opusiano no es tarea fácil por muy católica practicante que uno sea, ni es agradable para un cristiano corriente de verdad convivir con todas sus normas y sus ideas. Los primeros tiempos de matrimonio una se calla y tolera por amor, asiste a reuniones por complacer, adhiere a sus ideas por no desilusionar; pero por muy cristiana y piadosa que uno sea no puede hacer votos de obediencia porque cada uno tiene su personalidad, su sensibilidad y su forma de profesar la fe.

Lo poco que conocí a nivel institucional no me gustó, debo ser sincera. El hecho que pusieran tanto énfasis en la piedad y la oración (y en recolectar plata para ellos) pero nada en los desposeídos; y que además reconocieran abiertamente que ellos no trabajan con los pobres, lo de “evangelizar a los líderes de la sociedad”, sus fabulosos edificios, su omnipresencia dentro de la Santa Sede y en todos los puestos claves de poder político a nivel mundial ¿para qué darle vueltas? ¡Me parece sumamente desagradable y contrario al espíritu cristiano!

Es todo, gracias por prestarme vuestras Orejas.

 

Arriba

Volver a Tus escritos

Ir a la página principal

Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?