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LA SALVACIÓN

FLAVIA, 20 de octubre de 2004

 

Unos cuantos años después de mi salida, tomo nota con frecuencia de la naturalización que he hecho de ideas y prácticas espantosas "adquiridas" en el Opus Dei, y de cómo la "liberación prolongada" de la "farmacopea" de la Obra, trabaja sobre ciertos niveles de la personalidad, esos que aparecen en algunos "hábitos" del lenguaje, de la gestualidad corporal, de la relación con esa realidad inasible que solemos llamar "nosotros mismos". Claro, ese es el trabajo maestro de esa institución: instalarse en el interior de cada uno.

Recuerdo que al poco tiempo de salir de la Obra conocí la historia de un fraile brasileño, militante de Derechos Humanos, que había sido encarcelado y torturado por la dictadura brasileña. Cuando sus hermanos frailes consiguieron sacarlo de la prisión, lo llevaron a un convento en Francia, dado que sufría de una serie de transtornos psicológicos. Tenía esa dolencia del "alma" por la cual había introyectado a su torturador, de esa manera compleja que consiste en no permitirse vivir, en cumplir el mandato de muerte impreso en su cuerpo, en su persona. Eso lo llevo a darse muerte a sí mismo, pero, contra cierto "sentido común", muchos cristianos lo honramos como a un mártir: un testigo de la fe en Jesucristo.

Cuando leí aquello me sentí muy impresionada. Este hombre había escrito poemas, y uno de ellos tenía como epígrafe: "El infierno es la imposibilidad de razonar".

De las muchas cosas que fueron disolviendo mi vínculo con la Obra, una muy potente fue el carácter permanente y estructural de las contradicciones, de la duplicidad, de la mentira: la imposibilidad de razonar, el mandato de cerrar los ojos como sistema.

Un "mandato" igualmente terrible residía en mi interior: "el infierno es la imposibilidad de sentir". La presunción de que todo sentimiento esconde algo incontrolable, amenazador, eventualmente pecaminoso.

Me lleva eso a otro recuerdo: una de las mayores de mi antiguo centro, comentándome en un viaje en automóvil, "a vos la Obra te salvó de ser una subversiva", léase, en mi país recientemente salido de una dictadura: "a vos la Obra te salvó de ser "guerrillera"", y del destino de aquellos a quienes en la Obra se consideraba "subversivos": la desaparición, que es peor que la muerte, es el borramiento, la extinción.

Era un razonamiento curioso, pues yo tenía unos 16 años, y cronológicamente no hubiera podido ser "subversiva", pero la Obra me había "salvado", había previsto todas esas "agitaciones" de la razón, de los sentimientos, que me hubieran llevado por "caminos" supuestamente terribles.

Por aquellos años, la Obra también me estaba "salvando" de razonar, de sentir, de vivir.

Enterrada en vida, en una montaña de criterios, de imposibilidades, de negaciones, de represiones, la Obra me "salvaba".

Y me ha venido también a la mente, en estos días, una jaculatoria que recé durante muchos años, aún después de haberme ido del Opus Dei, "imitando" al P. Escrivá: "no soy nada, no puedo nada, no valgo nada".

Escribe por ahí, César Vallejo: "Hay días que son como del odio de Dios".

Hay experiencias que parecen nacidas de un dios odiador, de un dios que se dedicara a borrar lo que ha creado. Si algo consigue el Opus Dei es "salvar" matando, como todos aquellos que han malentendido el signo de la Cruz, y han reproducido el gesto de los odiadores, de los estilistas de las "verdades únicas".

Sinceramente amigos: ¡qué inmenso cansancio "retroactivo" me da al pensar en el Opus Dei, en su gravitación en esos años fundacionales de mi vida: la adolescencia!. El cansancio de encontrar huellas, de advertir indicios, de preguntarme, como le decía a una amiga hace poco: ¿qué hubiera pasado si yo no hubiera entrado a la Obra?.

Se supone que yo hubiera tenido derecho a no entrar: cuando lo hice tenía catorce años y medio. Me asistía el derecho de todo menor de edad, de toda apenas adolescente, a vivir, sentir, desear, experimentar: en cambio, la Obra me "salvó", de mí, de mi vida, de mis sentimientos, mis deseos, mis experiencias: me desapareció.

Y luego, he empeñado muchos años en encontrarme, y en algunas cosas lo he hecho, y en otras no, porque hay marcas que a las personas pueden afectarles muy adentro, y que se van sintiendo según pasa el tiempo, según uno necesita para vivir, elementos o experiencias que no tiene, que no ha podido tener.

Por supuesto, la Iglesia Católica no defendió mi derecho a no entrar el Opus Dei: no hizo nada, no hace nada. ¿Por qué?. Evidentemente, hay cosas que están muy mal, hay olvidos profundos en la identidad católica de estas décadas, que trabajan sobre campo arrasado.

Bueno, el asunto, ahora, es que le devuelvo a la Obra su "salvación", y me tomo el derecho de defenderme, aunque la Iglesia no lo haga, ni lo haya hecho.

Hay ciertas insolubles contradicciones que sólo resuelven los "actos": recuerdo el poema de Paul Celan, "La fuga de la muerte". Este poeta de origen judío y lengua alemana, compuso un poema, una fuga musical en la que juega con la siguiente expresión: "la muerte es el Maestro de Alemania". El "Maestro de Alemania" eran los muchos grandes pensadores, artistas, poetas alemanes, el "Maestro de Alemania", era, contradictoriamente, la muerte planificada de los campos de exterminio.

Así la Obra, que ha hecho de nosotros mismos, en numerosas ocasiones, un lugar de muerte, ha convertido a nuestro interior en un lugar de borramiento, de pérdida de lo propio: un lugar inhabitable.

Pretendiendo "salvarnos", "salvar" al mundo, dar "gloria" a Dios, ha construido un infierno, con el que a veces, tenemos que "caminar".

Supongo que negándonos a esa "salvación", podemos restituirnos a la fecunda "condena" de ser quienes somos, de ser lo que somos.

Decía el revolucionario Babeuf, antes de ser ejecutado por sus cófrades del terror revolucionario frances: "Me envuelvo en un sueño virtuoso": el licor de la "virtud" para adormecer la insensatez, la pasión de la nada, el amor por la extinción.

Decía el agudo Voltaire, con la lucidez insoportable de ciertas palabras: "la libertad no es más que el derecho de dañarse".

Curiosamente, las lógicas totales, la lógica de la "salvación" del Opus Dei, nos pone muchas veces frente a la urgencia del "derecho a dañarse", de ese modo difícil de la libertad.

Con esa forma elíptica de la esperanza, que llamamos melancolía, los saludo con afecto.

 

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