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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

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YA NO HACE FRÍO
(Homenaje a Jaume)

SATUR, 14 de noviembre de 2004

Nuestros caminos se cruzaron un quince de febrero del modo más extraordinario. Ninguno de los dos entonces podríamos saber que ese encuentro, al menos para mi, iba a ser decisivo. Para ti también. Para ti sobretodo...

Unos día antes me comentaron en la charla que se decía que andaba en líos con una señora. Podía haberlo negado -estaba tan harto de volver a empezar de nuevo en otra ciudad sin dejar rastro-, pero no lo negué. Sólo puse de condición que iría a la delegación para ser yo mismo el que dijera cual era la situación. No quería palomos mensajeros de aquí para allá, cuchicheos de consejos locales analizando mi situación, interminables charlas con unos y con otros para, al final, resolver que lo mejor es que desapareciera de ese mapa...


Al día siguiente fui a la delegación. Tuve suerte –me conocía muy bien el que me escuchó– y resolvió rápidamente y sin anestesia: “esta tarde mismo regresas allá, haces las maletas, dices en el colegio que te vas y te diriges a tal centro en tal ciudad. Mañana le van a comunicar a Jaume que tiene cáncer. Es muy grave el asunto. Le acompañarás hasta que te digamos destino definitivo. Jaume desconoce su situación. Su director, que es con los pocos que se lleva en esa casa, está de curso anual y el centro está algo deteriorado en su relación con él. Y él con ellos.

Regresé a la ciudad, hice las maletas, me despedía del perplejo director del colegio (estaba avisado horas antes de que abandonaba a mitad de curso el colegio, y eso significaba para él muchos problemas, demasiadas explicaciones absurdas y algunas mentiras) y me encaminé a tu centro. Nos conocíamos poco. Efectivamente, la convivencia allí dejaba mucho que desear. Se notaba un algo de tirantez que, poco a poco, fui entendiendo.

Te acompañé al hospital. Debías de hacerte un nuevo análisis que confirmaran la enfermedad que tú desconocías, pero imaginabas. Estabas muy amarillo. Saliste preocupado. Me invitaste a una taberna cerca del puerto –cerca de tu despacho– y nos tomamos un aperitivo magnífico.

- Creo que éste será mi último aperitivo en mucho tiempo. Me han pasado dos veces por una maquina y cuando he preguntado porqué dos veces me han mentido. No era por error, como me aseguró el médico, sino por confirmar que lo mío es serio.

No te contesté. Nunca antes había estado en una situación así. Seguiste hablando de tu enfermedad, de cosas, y de repente, preguntaste.

- Me han dicho que vas a ser mi ángel de la guarda... ¿qué tienes que has venido de sopetón, dejas el trabajo y te presentas a mitad de curso aquí?, ¿estás con una depresión?.

- Estoy enfermo, como tú, pero no es una depresión. Alguien se enamoró y perdimos la cabeza... en fin, he puesto tierra por medio y me han dicho que, hasta que sepan mi próximo destino, te acompañe a todas horas.

Hablamos mucho de tu trabajo, tus investigaciones, de todo y de nada, pero no de ese tema. Sabías respetar el dolor que, suponías, se pasa en situaciones así. Sólo comentaste algo parecido a como “es duro lo tuyo”. Descubriste, y lo hiciste muy bien, que yo sí estaba más enfermo que tú. A ti te dolía el cuerpo y a mi algo allá dentro que es un sidral de cosas: tristeza, soledad, sensación de ser un pelele, un traidor que ha dejado colgado a demasiada gente. Asco de uno y mucha pena.

Pero apenas tenía tiempo de pensar en nadie más que en ti.

Mira que sabías ser bruto y borde cuando te lo proponías –la vida te había hecho un tipo huraño y algo cascarrabias-, sin embargo, ¡cuánto llegaste a quererme!.

Te dieron los resultados en presencia del director, del sacerdote del centro, de mi. Escuchaste muy sereno y dijiste “quiero confesar ahora mismo y, en cuanto se pueda, recibir la extremaunción”. Salimos de la habitación dejándote a solas con el sacerdote.

Ingresabas dos días más tarde y en esos dos días tuvimos que ir a recoger tus cosas del despacho, comunicar a tus colegas el asunto, en fin, dejar los deberes más o menos hechos. Tu gente, un núcleo muy pequeño de colaboradores que mataban por ti, quedó muy afectada por la noticia y te ayudaron a ordenar el despacho. Después paseamos. Estabas muy tocado y comenzaste a contarme una historia desconcertante que explicaba el porqué de muchas de tus “extrañas actuaciones” en el centro.

- “ ¿Sabes que hace unos cuantos años que no voy a la oración de la mañana ni a Misa en el centro?” –dijiste.

- Bueno, eso pasa en todos los sitios, siempre hay algunos que les cuesta eso de madrugar –contesté por decir algo

- No. No fue eso. Hace unos años dirigí y coordiné con dos equipos más -uno francés y otro italiano- una investigación. Estaba becada por el CSIC y varias empresas, una inversión muy alta. Cuando estábamos en la recta final y teníamos todos los proyectos de todos los equipos en nuestra sede, se perdieron. Entré en una situación muy agobiante. Todo se había echado a perder. Me puse manos a la obra y reconstruí con dos más todo el trabajo. Dejé mi vida: robé horas al día y a la noche, no hice otra cosa en meses y salí de ese túnel agotado por fuera y por dentro. Ya no volví a ser el mismo: insomnio, estrés... Me afectó a todo.

Y esa historia no la conocía nadie -como tantas otras de tu vida-. De haberlas contado algunas cosas hubiesen cambiado en tu historia. Quizás.

Escribiste un mail a un numerario chileno. Una despedida muy tuya, algo críptica: nos veremos en la plaza no sé cuantos de Santiago de Chile y nos tomaremos una buena cerveza. Ese numerario entonces estaba en Lituania, creo, pero le recordabas una historia de años antes, cuando caíste enfermo en la Patagonia –debías de permanecer allí meses– y él, a conocer tu estado, se presentó allí y te trasladó una semana a Santiago hasta que te recuperaras. Fueron unos días para ti muy especiales y siempre estuviste agradecido al trato de ese hombre. Te citaste con él en un lugar donde fuiste muy feliz.

Ingresaste al día siguiente en el Hospital.

Se amontonan los recuerdos y resulta difícil ordenarlos.

Por la tarde te visitó tu madre. Me la presentaste “ésta es mi madre, una mujer que donde no le llega la cabeza le llega el corazón”. Tu madre –Doña Merçé– se le veía una mujer sencilla, muy buena, muy religiosa –una FE grandísima- y muy fuerte. También una mujer doliente. Ya había sufrido el ver desaparecer otro hijo y su mirada contigo era la de una persona que intuía lo peor. Una mirada de una ternura infinita. Vino acompañada de una tía tuya. Tu madre te miraba en silencio y quería tener tu mano entre las suyas, pero tú la rechazabas como un niño que siente vergüenza de que su madre le bese en la entrada del colegio por el que dirán los machotes de él. No estabas a gusto aquella tarde con los gestos de cariño, por otra parte discretísimos, de tu madre. Me dijiste “por favor, acompáñalas a la salida, no estoy bien”. No era ese el motivo.

No me gustó aquello y te lo dije:

- Has tratado fatal a tu madre, la has presentado como a una tonta, una pobrecita mujer que no llega a más; no te dejas querer por ella y lamento decirte que si esta actitud es la que voy a presenciar todos los días, no cuentes conmigo.

No dijiste nada. El dolor, el silencio de muchas horas contigo mismo y con tus recuerdos, la oración, hicieron que a pasos agigantados descubrieras que la solución de tu vida estaba en dejarte querer. La solución de todos en nuestra vida.

Si buscamos el principio de muchas de nuestras actitudes, negativas y positivas, muchas veces el origen está en nuestra infancia, en nuestra familia. Después todo es un desarrollo de esas cosas, más o menos maquilladas. En tu caso tuve la suerte de comprobar hasta qué punto eso era cierto. Me maravillaba verte madurando en el amor, que es dejarse querer por gente que tú hasta hacía unos días los considerabas equivocados, muy perdidos o, sencillamente, “que no se enteraban de nada”. Y el que no te enterabas eras tú: tu madre, tus hermanos, tus colegas, los que vivieron contigo... tenías tu gente, era cierto, pero ese sentido de la rebeldía, que lo aplicabas muchas veces con razón sobre tus jefes, tus directores, tus demonios particulares, te habían hecho un tipo algo solitario y arisco. Además , debajo de esa pintaza de lobo de mar, poseías una inteligencia fuera de lo normal y una sensibilidad extraordinaria.

Quizás todo comenzó por el lamentable rechazo de tu padre a tu vocación al opus dei, que pesó como una losa toda tu vida sobre tu conciencia. Nunca entendiste esa reacción, tan desproporcionada, que te alejó de él para siempre. Más cuando tu padre era un hombre religioso y recto. Y tampoco entendiste que tu madre no te apoyara en aquellos días. Tus hermanos, en parte como rechazo a actitudes autoritarias de tu padre, se alejaron de la fe, de todo tipo de práctica religiosa, y en tu familia cada uno siguió su propio camino. Todos brillantes, pero cada uno en su mundo. Te dolía verles lejos de la Iglesia, sin ninguna creencia en los sacramentos, ni en nada que oliera a liturgias.

Por entonces las relaciones era inexistentes con bastantes de ellos.

No lo contaste a nadie en la opus. Nadie sabía que tu padre reaccionó como reaccionó, y esa actitud tan dura de tu padre contigo la proyectaste después sobre todas las autoridades que se te pusieran por delante cuando percibías el más leve asomo de arrogancia, de prepotencia, de chulería, de indiferencia hacia alguien. Entonces sacabas tu carácterjmnnnnnnnnnnnnnn y la liabas bien liada, ya fueran jefes profesionales, directores de la opus o el que se te pusiera por delante en plan mandón. Dicen, y es cierto, que detrás de gente con esa rebeldía ante todo lo que signifique paternidad –cualquier autoridad lo es- hay un niño que en la infancia tuvo padres muy severos.

Me contaste que un curso anual en las montañas, tan sólo tres años antes de nuestro encuentro, te dejó desolado ver a un numerario, hombre de muchísimo prestigio, de una energía fantástica, con una depresión profundísima. Era un pingajo que arrastraba los pies y casi babeaba. Te dolía comprobar que había llegado a ese estado por dejadez de los que vivían con él que, para colmo, eran de la sede de una delegación. No entendías que no cayeran en la cuenta de que aquel hombre se estaba deteriorando día a día física y psíquicamente. Intimaste con él porque, eso lo hacías siempre, en las excursiones del curso anual esperabas a ver quién era el que no se apuntaba a ningún plan y te ofrecías a salir con él y distraerle. Le acompañaste a un telesilla y subisteis a no sé donde. Le hiciste una foto.

Hay que tener cojones para hacer lo que hiciste. Enviaste esa foto a la Comisión, al Vicario regional, y le escribiste en el dorso “¿cómo hemos llegado a esto?”. Te contestó el mismísimo Vicario diciendo que don Tal era un tesoro y que se le estaba cuidando mucho y que le encomendaras y que te encomendaban y que él te encomendaba. Volviste a responder a vuelta de correo diciendo que sí, que ya sabías que era un tesoro, pero que no hacía falta, por negligencia, que acabáramos todos siendo unos tesoros. No te contestaron hasta dos años más tarde –eso es memoria– que te escribió uno de parte del Vicario comunicándote que, felizmente, el numerario ya estaba totalmente recuperado.

Tú era así. Te rebelabas y la armabas. En realidad hablabas en espejo... a ti te sucedió casi lo mismo y creo que no sólo defendías al débil, sino tu propia experiencia.

En el centro, yo dormía en tu habitación y me llamó la atención un artilugio de color naranja, una especie de periscopio muy grande, que tenías apoyado en la pared. Te pregunté que qué era aquello. Me contestaste que era una parte de un barco que llevabas siempre contigo desde hace muchos años y que lo pensabas dejar en el centro donde hubieses sido feliz. Hasta entonces no lo habías podido dejar en ninguno. Te pregunté si en el que estabas lo dejarías y contestaste “no”. Y punto.

Desde luego en ese centro, cuando llegué, tenías un subdirector, un numerario mayor, muy pagado de sí mismo, que le tenían, y se tenía, por genio. Un tipo autoritario, nada flexible y con un ego de aquí a Andrómeda... vamos, de los que a ti te ponían. Además era un don sabelotodo, especialmente del Apocalipsis, apariciones de la Virgen y todo tipo de profecías extrañas. Y una semana antes tuvisteis una de película: el tío te aseguró que tu no te morirías en la opus porque no cumplías todas las normas, porque hacías lo que te petaba y, además, eras un díscolo. Tú no te quedaste callado y, claro, se armó.

Me lo contaste y dijiste “pobre; le costará sacar la pata”. Y le costó. Pero diez día después apareció en el hospital. Cada uno tiene su manera de pedir perdón y la suya fue acompañarte durante noches, en silencio, y olvidar lo dicho. El profeta asistió a tu entierro y se la envainó.

Y es que las montabas del treinta y tres, como cuando te dio por comer de pie en el comedor “porque estabas en familia y en su casa uno come como quiere”... eras asín.

Tu hermano, un hombre de prestigio e ideológicamente en las antípodas de ti, no dejó de visitarte ni un solo día, con su mujer y tus sobrinas. Tu otro hermano, más en las antípodas si cabe de tu forma de pensar y de ser, con el que no os hablabais desde hace años, vino a visitarte de muy lejos y comenzasteis a hablar de cosas que os pudieran unir. Y también modos de pedir perdón, tender puentes, olvidar. Y tu madre que, sin que os dierais cuenta, era la más fuerte, la que os anudaba a todos sobre el mismo haz. Tu madre cogiéndote la mano, callada, mirándote. Y tú dejándote. Sintiendo el amor. Y sorprendido. Muchas veces una persona confía aún en la humanidad porque aún confía en un hombre o en una mujer. Tu madre era una de esas personas que hacen este mundo algo amable y cordial, un mundo en que aún se puede confiar.

Poco a poco, te dejaste querer por todos, por Dios también. Por eso me atreví a darte un beso aquella noche y, desde entonces, todos los días. ¡Qué paz había en esa habitación cuando nos quedábamos en silencio los dos!: tú con los ojos cerrados, sufriendo y soñándote el mar, lugares que conociste, gente que guardabas en tu corazón, rezando. Y yo contemplando tu dolor.

¡Qué recuerdos!. La habitación era doble y cada semana nos acompañaba un enfermo y nos lo pasábamos en grande. ¿Te acuerdas de aquel chaval con síndrome de Down que jugaba constantemente con una paleta de ping pong y una bolita atada a la misma. Día y noche dándole –catacloc, catacloc- y tú , estabas en tu peor fase, disfrutando de esa criatura. Esperpéntico el día que tuviste una visita institucional del Director del Hospital junto al presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y el chaval no paró de dar la murga con la pelotita y dando unos alaridos inenarrables mientras se daba mangazos con la paleta de ping pong en la cara.

Las tertulias con las enfermeras y todo tipo de personal que aparecía por allí, como el grupo de investigadores de Montpellier que vinieron ex profeso a despedirse de ti -¡qué lloreras!– , y cuánto te quería esa gente.

O el día que te llamó desde un barco, estaba en China, otro colaborador, -no te lo esperabas. Colgaste y llorando me dijiste “anda, vete a dar una vuelta”. O el americano que te ofrecía todo para que pasaras tus últimos días con él.

La verdad es que eras un tío muy importante en lo tuyo. Y eso a mi me impresionaba porque no se notaba. Yo soy la mitad de importante que tú y, vamos, lo saben hasta en las Cambimbas.

Una tarde apareció un hombre que dijo no conocerte. Contó que era supernumerario y su mujer había tenido la misma enfermedad que tú, y la había tratado el mismo equipo médico y en el mismo hospital. Le invitaste a sentarse.

- ¡Cuéntame! –le dijiste.

- Pues aquí estuvo también mi mujer y le trataron de maravilla...

- ¿Cuánto estuvo? –le interrumpiste.

- Pues unos meses, luego el doctor la envió a casa...

- Y ¿cómo está ahora?

- Murió...

Nos quedamos helados tú y yo. Tú, lo mismo que yo, pensabas, por cómo lo contaba, que era una historia con un final feliz... y el jarro de agua fría fue colosal. El hombre se percató de la reacción tuya, tu cara le escuchaba sonriente, esperanzada , y el latigazo de la muerte de aquella mujer se reflejó en tu gesto. Él se disculpó balbuceando y llorando. Te arrodillaste delante de él, le besaste las manos y le susurrabas “no pasa nada, no pasa nada. Tu mujer está en el Cielo, muy cerca de ti, y no pasa nada”.

Pasaron por esa habitación todo tipo de gente y de condiciones muy variadas, aunque tú tenías una especialísima querencia por los agregados –tu labor de muchos años. ¿Te acuerdas cuando vino a visitarte el numerario gentleman, de americana azul cruzada, escudo y pañuelo en el bolsillo superior, pantalón de franela gris, sebagos impecables, gomina sobre pelo de ala de paloma, perfumado todo su ser y un anillo en su mano izquierda con un piedro de Cardenal Florentino... y le ofrece una estampa de San Josemaría a la enfermera que le miraba admirada de ver un tipo así, todo un “Almirante de la Sexta Flota” (como le dijo a otra enfermera), y ella le dijo “¡ay, no!, yo no puedo servir para lo de ustedes por que soy una pobre mujer”. Y el Petronio, muy serio, le contestó: “señora, yo también soy pobre”. Nos miramos los dos y pensamos lo mismo... pero no estábamos para darle un gorrazo y enviarlo e freír espárragos.

Fuiste madurando.

Veías el océano en tus sueños, mientras esperabas el final, como el Corazón misericordioso de Dios, sumergido en Él, y a mí me parecía que ese océano era el tuyo. Dios lo tiene aún más grande. ¡¡¡Cuántas veces me hiciste repetir ese punto de la estación del Vía Crucis que dice que cuando veas un crucifijo, si te saltan las lágrimas, no las reprimas...!!!”, y me hacías una señal con el dedo como pidiendo que lo volviera a leer otra vez, y otra, y otra, y otra... ¡Qué pena nos dábamos los dos, tan solos!.

Un día me comunicaron que ya tenía destino y que saliera al día siguiente. Me dolió. Me dolió muchísimo no poder acompañarte hasta el final después de tantos días y noches junto a ti, tan intensos. Te lo dije.

- En esa ciudad hace mucho frío -comentaste. No te veo allí. Tienes que ir a sitios más calientes.

Los dos sabíamos que en la opus se obedece a la primera y sin rechistar y que esa sería nuestra última entrevista. Fue una despedida breve y poco sentimental, me costó más con tu madre, con tu hermano y con las enfermeras –que no entendían nada, pero nos adoraban (un día me dijiste “ten cuidado que como sigas así te cambian de destino antes de tiempo”, y es que el trato era, tantas horas de compañía, como muy divertido y con eso que llaman “familiariedades”: un día, delante del director de la delegación, entró una enfermera y me tira el tapón de una jeringuilla en plan graciosilla y diciendo “¡¡¡guerra a Satuuuuurrrr!!!”. La mirada del dire al de san Miguel fue de “toma nota, chááácho, que este nos la arma aquí...”).

Me llamaste en Navidad, unas semanas antes de tu fallecimiento. “¿Hace frío?”. Te dije que sí. Con lo que a ti te gustaba hablar así como en código, ahora me pregunto si no te referirías a otro tipo de frío...

Semanas después me comunicaron tu muerte. Era media tarde. No fui ni al oratorio. En mi habitación comencé a llorar como un niño. No fui a cenar –seguía llorando-, y el director –de los que de verdad te hubiese gustado conocer y le hubieses regalado el cacharro de hierro- vino a buscarme. Se quedó helado cuando me vio llorando. “Vamos a pasear”, me dijo.

Aquella noche le conté toda tu vida, nuestro mes en el Hospital. Regresamos con cuatro o cinco Jacks Daniels en el cuerpo, a las cuatro de la mañana, zigzagueando hasta el centro .

Me acuerdo con frecuencia de ti. Ya no hace frío, Jaume.

Satur

 

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