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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Opus Dei: cómo y por qué perdió el norte
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OPUS DEI: CÓMO Y POR QUÉ PERDIÓ EL RUMBO

fede, 19 de febrero de 2004

 

La Obra, antes de estar extendida por tropecientos mil países, estaba compuesta por un número muy limitado de miembros que vivían en un número bien limitado de países. Llegó un día, hace varias décadas, en el que el Fundador del Opus Dei (hoy más conocido como san Josemaría; entonces era más conocido como Monseñor Escrivá de Balaguer), después de una época de pujanza nacional y romana, decidió comerse el mundo en plan multinacional espiritual. Se propuso objetivos geopolíticos (expansión territorial) y procedió a movilizar recursos, humanos y económicos (un día se convocaba a todos para conseguir dinero para la Universidad de Navarra, otro a propios y extraños para sufragar los gastos de construcción de Torreciudad, otro para el Colegio Romano y la sede central, otro para el Ateneo Romano de la Santa Cruz; o si no, pues para esto, aquello o lo de más allá, quemando en cada campaña a cientos de personas y montones de amistades). Casi de un día para otro, países como España, Italia, Portugal... se pusieron a exportar miembros de la Obra, sobre todo numerarios, a todo el mundo y en cantidades industriales. Si en los nuevos países la Obra crecía "para adentro", en España casi sólo era "para afuera".

Los numerarios que no salían del país cambiaban de región, de ciudad, de actividad. Por necesidades logísticas, de organización, de eficacia... muchos fueron llamados a dejar su trabajo y a desempeñar funciones directivas en actividades apostólicas promovidas por la Obra, sus miembros o simpatizantes. Otros muchos santos varones acabaron dedicando buena parte de su tiempo, o todo su tiempo, a trabajar por la mañana como oficiales en las delegaciones de la Obra, en plan funcionario interno, y por la tarde en consejos locales de centros de la Obra, realizando labores de dirección espiritual. Con ello se expusieron a lo mejor y lo peor de la Institución. Entre otras cosas, seguramente presenciaron hechos aquí o allá que no siempre les resultó fácil digerir. Dedicaron sus energías a recopilar y ordenar información, mandar notas a la prensa, responder a críticas, escribir fichas, contestar peticiones, montar favores para los boletines de Monseñor y gestionar mil y un asunto internos..., hasta acabar perdiendo el contacto con la vida real y el mundo exterior. Algunos se dejaron ahí la moral y la salud. Esa "funcionalización" destrozó en ocasiones a personas, cuyo estado al dejar esas tareas era a veces patético (recuerdo a una de ellas escandalizada por el montaje logístico de la beatificación, que dejó la Obra inmediatamente después; y a otra, ésta venida de Roma, a la que intenté ayudar a encontrar trabajo, pero que era un caso perdido: se había vuelto casi inútil para cualquier otra cosa que no fueran labores internas: nunca había ejercitado su profesión, no tenía los pies en el suelo, tenía gestos y modos repelentes, era un libro de criterios andante... Eso sí, muy sobrenatural y muy unido al corazón del Padre, bombeando mucha "sangre arterial" todo el tiempo. Lo siento mucho por cómo acabaron; la culpa no fue sólo suya).

El "sacrificio" de personas asociado a la expansión, en especial en la "región primogénita", España, tuvo un coste altísimo en muchos sentidos. La gente supuestamente más formada y capaz se fue al extranjero. Los que ocuparon los puestos directivos que quedaban vacantes fueron gente presumiblemente menos formada, que suplieron con entrega, mucha ilusión y voluntarismo a raudales, en su caso, la falta de tal o cual condición para dirigir centros, dirigir almas, etc. Conscientes de sus limitaciones, cuando lo eran, pedían consejo a los superiores. De esta forma, posiblemente con muy buena intención, fue imponiéndose un sistema de fomento de las mejores prácticas consistente en institucionalizar lo que había funcionado en un sitio y "prohibir" lo que no había funcionado. Se confeccionaron fichas sobre innumerables cuestiones de organización material (incluidas recetas de cocina y truquillos domésticos) y también en materia más espiritual. Se compilaron manuales para todo. Con el tiempo, ese trasiego de fichas y generalización de consultas acabó minando o sustituyendo la iniciativa personal. La puntilla llegó con el denominado "vademécum" y sus homólogos en distintos ámbitos (el "libro rojo", el "libro gris"...), que trataban sobre lecturas permitidas o prohibidas, sobre la regulación de múltiples aspectos de la existencia, hasta abarcar prácticamente todos los aspectos de esta vida y la siguiente.

Quizá esa generación se salvó de perder el norte, pero la siguiente "hornada" lo perdió definitivamente. En vez de vivir la virtud de la prudencia, los numerarios formados por los previamente escasamente formados "ponían en práctica criterios de prudencia" y, luego ya, en general, dejaron de vivir virtudes para, ¡cosa muy distinta!, "vivir criterios". Las virtudes perfeccionan a quienes la practican o, en clave antropológica, ontológica o lo que sea, son ya un perfeccionamiento de quien las practica. No así los criterios. Porque uno no es mejor persona, ni más fiel, ni más prudente, ni más nada (salvo más dócil, qué suculento) por obedecer un criterio que por desobedecerlo (si las circunstancias aconsejaran hacerlo). Sin embargo, estas sutilezas escaparon al parecer a los formadores poco formados y así deformantes de terceros (pues los numerarios eran quienes principalmente formaban a los demás). La formación no buscaba facilitar un aprendizaje vital, un saber para la vida: las charlas y todos los actos de formación conexos acabaron tratando de lo que decía tal o cual libro, de comentar esta o aquella nota recibida de la delegación, esta o aquella Instrucción. O se memorizaba el catecismo propio de la Obra. En definitiva, en la práctica se trataba de ser funcional, de "funcionalizarse", de institucionalizarse de una forma rápida para ser eficaz en la misión de allegar almas y recursos para la gran expansión.

Y el voluntarismo y el criterismo se impusieron. Lo más grave es que se impusieron además a gente que se había hecho de la Obra sin plenas garantías de tener realmente vocación, sin haber seguido un proceso de discernimiento vocacional contrastado. Lo que se había seguido era un método para captar prosélitos, una estrategia vocacionista que funcionaba, que era eficaz para que la gente pidiera la admisión en la Obra. Un método que incluía aprovechar, para remover las almas (más bien: "excitar los ánimos"), con el principal o único objetivo de provocar una "crisis vocacional", el buen rollito de convivencias, campos de trabajo, promociones rurales, congresos "universitarios" en Roma... (o, más grave, situaciones de especial indefensión moral como retiros espirituales). La Obra necesitaba reponer mano de obra en España y con urgencia, y no estaba para tonterías o críticas internas, para plantearse la moralidad de sus métodos, ponerse a averiguar la gravedad de sus consecuencias a medio o largo plazo, ni nada de nada. Que "pite" gente y que aporte pasta, que las necesidades que crea la expansión son muy grandes. Lo demás pasó a segundo plano. También la formación profesional de los numerarios: los "aristócratas de la inteligencia" ya no tenían tiempo ni para estudiar, absorbidos como estaban por montar clubitos, abrir apeaderos, llevar charlas, dar círculos, organizar actividades, atender labores, formar a quien se habían hecho de la Obra apenas seis meses después que ellos...

La Obra se convirtió así, al hipertrofiarse, en un fin en sí misma. Estaba más preocupada de su expansión y afianzamiento que del bien de las personas individuales con las que entraba en contacto. Incluidos los nuevos miembros. Incluidos los miembros veteranos. Incluidos aquellos a quienes se pedía su tiempo, nombre o dinero. Incluidos padres de familia metidos a promotores de colegios. Incluidos todos. ¡Menuda fagocitación! Muchos acabaron absolutamente "quemados", desmoralizados, hundidos... después de haber dado lo mejor de sí.

Cuando uno advierte que se le ha querido comprar por treinta siclos, o que se la dado gato por liebre; cuando uno cae en la cuenta de que para la Obra más importante que él mismo era su capacidad de captar fondos o de llevar chicos a los círculos o meditaciones, a la novena de la Inmaculada, al curso de retiro, a tal o cual convivencia o lo que fuese, uno se subleva, se rebela, se mosquea, se revuelve cual jabalí herido; se siente gestionado, utilizado, vendido, maltratado, manoseado, prostituido y todo lo que diga es poco. Tratado indignamente, en suma. Me parece muy humano y lógico que en esos momentos, y en otros, uno se ponga, si con eso se desahoga y se lo pide el cuerpo, a echar pestes de la Obra y de todo lo que la Obra haya logrado eficazmente hacer que uno asimile a ella (incluida la vocación sobrenatural, la Iglesia y Dios mismo). No hay vuelta de hoja: uno pega un bote y se larga echando pestes o se deprime y, quizá, piensa en el suicidio. Es entonces cuando uno se decide a dejar la Obra; eso, si es que los directores no habían advertido ya antes lo que estaba pasando y te habían aconsejado irte (por tu propio bien y el de la Obra, naturalmente). Aunque no todos lo advierten y reaccionan así, que la capacidad humana de engañar y engañarse es casi ilimitada. Uno bien puede "sublimar" o, si es más bruto, empeñarse en perseverar por cojones (con poco éxito, claro). Es decir: "yo persevero por amor a Dios y, si hace falta, por encima de la Obra y sus directores, que ya cambiarán antes o después y se verá quién tenía razón". O, si no, pues a pastillazo limpio y convirtiéndose en carne de psiquiatra. Sobre esto, sobran testimonios en este sitio.

¿Puede pensarse que alguien que se comporta así es un "borreguito sin personalidad"? Pues, según como se mire y qué es lo que uno entienda por tales. Porque los "borreguitos sin personalidad" fueron capaces de darse y de dar por Dios en la Obra mucho más de lo que muchos imaginan. En muchos casos perdieron la profesión, la hacienda, la familia, los amigos y hasta la honra por la Obra... antes de verse forzados a elegir entre seguir su conciencia o seguir en la Obra. Muchos miembros de la Obra actuales deben, directa o indirectamente, su queridita vocación peculiar a los desvelos, oraciones, mortificaciones, sufrimientos o renuncias de esos que, hasta ayer mismo, algunos otros, jovencitos, ingenuos o sin dos dedos de frente, llamaban renegados, traidores, infieles, descarriados, pobrecitos, desgraciados, infelices, condenados a ser pasto del fuego eterno de no ser por una especialísima misericordia divina. El caso es que algunos de esos, en su afán por "hacer el Opus Dei, siendo ellos mismos Opus Dei", se dejaron despellejar vivos y de hecho fueron despellejados a manos de quienes menos se lo esperaban. Algunos, para que esto no fuera a más, dieron, como lo lees, su vida por la Obra. Conocí a un director del Opus (LJS) que ofreció su vida a Dios en expiación (no sé si esto se entenderá), escandalizado por atropellos que veía en su propia casa rioplatense. A los cuatro días murió de una enfermedad desconocida. ¿No hacía falta su ofrecimiento? ¿Fue casualidad y con los muertos no se juega?

El Fundador dijo a una persona (JLM) en una ocasión, y éste me lo comentó, que la Obra sufriría una purgación como la que sufrió la Iglesia cuando optó por el papa erróneo (cómo no, el romano en vez del aragonés: el Papa Luna). No recuerdo el motivo por el que la Obra debería de sufrir esa purgación, pero el contexto del comentario fue un rapapolvo por el "pecado" que representaba "contar al pueblo elegido como ganado", la fijación por hacer números y estadísticas, por censar, por publicar cifras crecientes de miles de miembros de la institución. El tema salió porque se me ocurrió preguntar por el índice de perseverancia en la Obra en comparación con otras instituciones de la Iglesia, añadiendo que, por la gente que conocía (incluidos recién "pitados"), se había ido más de la mitad. Reprimenda y comentario sobre la purgación aparte, esa persona me dijo que el único dato que tenía era la cifra que había dado el Padre (entonces, don Álvaro) en Molinoviejo a algunos mayores en la Obra a quienes quiso reunir. Si no recuerdo mal, les había dicho que dos de cada tres numerarios con la fidelidad hecha habían dejado la Obra. Las cifras cuadraban, ¡y la que daba don Álvaro era bastante peor que mi estimación!

De ellos, unos se habrán ido porque se les haya pedido expresamente que se vayan, y otros porque se les haya conducido a una situación en la que no les cabía más salida que "pedir irse". No pretendo conocer la verdadera razón por la que se han ido unos u otros, pero conozco la que se dan a sí mismos y dan a un amigo, como expuse en la carta que adjunté a mi petición de dispensa de compromisos. Excluidos enamoramientos o hechos embarazosos, que nadie dude que haberlos húbolos, muchos se fueron porque "no soportaban el ambiente enrarecido de los centros", "estaban cansados de tanto criterio y tanta ortodoxia", "necesitaban respirar aire libre" y "vivir una vida normal", como la que viven sus amigos y colegas, "sin restricciones arbitrarias al ejercicio de su libertad en nombre de esa misma libertad". Porque "los directores no les entendían" o les pedían entregar cosas "que no podían dar" en sus circunstancias laborales o profesionales (no tener coche, no tener ordenador, no tener tarjeta de crédito, no tener un estudio, no poder disponer de un presupuesto para libros, no tratar habitualmente con mujeres, etcétera.) Estos motivos tan aparentemente incomprensibles tenían, sobre todo, los que se fueron hace más tiempo, hace unos 10-20 años. Los motivos aducidos por quienes se fueron hace menos son mucho más fáciles de entender: "estaba hasta los mismísimos cojones de tanta gilipollez", expresión textual de varios (advierto ahora que me he centrado en los miembros numerarios; pero no puedo ponerme a reescribirlo todo en plan "políticamente correcto"). Y añado: gran parte de los que se fueron eran "de los más capaces", con "mayor independencia de criterio", más "normales", menos "acomodadizos", más "enteros", que "dicen lo que piensan" y "se puede hablar con ellos", y que "no parecen maricones" (palabras, también textuales, de gente que no es de la Obra pero que conoce bien el día a día de la vida de los numerarios; en concreto, residentes de un par de colegios mayores dirigidos por la Obra).

Por supuesto, todos tenemos limitaciones y siempre será poco cuanto se quiera añadir en descargo de tantos errores y manifiestas incompetencias. Hace unos años, en un tono quizá también insolente, habría clamado contra los dioses que toleran hasta lo más intolerable y pedido respuestas a mis preguntas y responsabilidades a quienes las tuviesen. Las eventuales respuestas habrían podido evitar que la gente siguiera haciéndose extrañas conjeturas. De haber habido respuestas oficiales convincentes, nadie vendría desde luego a opuslibros pidiéndonos explicaciones de por qué nos fuimos.

Termino esta larga contestación, que se me va de las manos (últimamente me pongo a aporrear el teclado llevado por la "santa ira" y esto no es sano para nadie). Termino en plan escatológico, retomando mi curiosa fijación por eso de la purgación. Si algún día la Obra (es decir, los directores, hasta quien está arribita del todo) va a tener que pagar por todo esto, ¿no sería mejor que empezasen ya y se ahorrasen así intereses, quiero decir, purgatorio? ¿Tanto cuesta reconocer los propios errores y pedir perdón? Podrían empezar por pedir perdón a gente muy concreta. E indemnizando a quienes han sufrido situaciones de indefensión y abandono por incumplimiento de obligaciones legales. Porque, si no se empieza por ahí, ni humildad colectiva ni cuentos chinos. Si a lo que hemos padecido los que nos fuimos (o "nos fueron") se le quiere llamar purgación, qué rara purgación ésta: habría sufrido la Obra en nosotros, ¡precisamente los que nos fuimos! En todo caso, los pecados estructurales (no entro en su dimensión personal: ahí cada cual se las verá con Dios cuando todo esto se acabe) se pagan aquí, en este mundo, intrahistóricamente (con persecuciones, rupturas, desobediencias, conflictos de conciencia en los dirigidos y también en los propios directores... e incluso, por qué no, que no soy yo quien lo dice ni lo desea: "acabándose" la Obra). Demos, pues, tiempo al tiempo, que la historia universal no empezó el 2 de octubre de 1928 ni culminó con la Canonización con mayúsculas. Dios quiera que se sufra lo menos posible, pero cuanto haga falta y cuanto antes, porque quizá sea el único modo de, ¡ojalá!, enterarse y cambiar. Más que nada, para dejar de hacer daño. Sí, por ahora con eso podría conformarme.

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