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 Correos: No se va de mi memoria (XI).- Dax

040. Después de marcharse
Dax :

Queridísimo Cafeconsal:

Tras leer tu último escrito, te dedico esta entrega de mis deslavazadas memorias opusinas. No te conozco, pero te estoy tomando cariño, y como sé que preguntas en serio, y con respeto, del mismo modo te contesto.

Acaso la mayor tarea que tiene un miembro de la prelatura que decide abandonar la misma, y en mi opinión también la más importante, es la de volver a poner en orden su relación con Dios. Cuestión nada baladí esta, pues quizá la mayor agresión que sufrimos muchos en el alma durante nuestro paso por el opus dei fue la de ser entrenados para confundir los silbidos del Buen Pastor, la voz de Cristo en nuestras vidas, con otras voces, humanas, demasiado humanas, que nos distrajeron cuanto menos... Y cuanto más, llevaron a bastantes al abismo...



No es tarea fácil. Uno (supuestamente) ha hecho oración durante años. Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes… Media hora por la mañana, y media hora por la tarde. Sata Misa, comunión, visita al Santísimo… Ya sabéis la retahíla, la oímos innumerables veces durante los círculos breves. Y sí, claro, en esos ratos uno se pone delante del Señor, y lee unos puntos de Camino y reflexiona acerca de ellos. O escucha al cura o la lectura de los libros de meditaciones, y le da vueltas a esas palabras tan inspiradas y tan llenas de elevación. Y encomienda. Y repasa sus listas: la de pitables, la de amigos, la de mortificaciones, la de gastos… Todo se lleva a la oración. Y le dice al Señor, en el Sagrario, esto y aquello (el tema de mi oración es el tema de mi vida, que oímos repetir mil veces). Y eso un día tras otro hasta el día en que uno se va.

Y entonces, ¿qué? Después, ¿qué? La pregunta de Cafeconsal es bien acertada: ¿es que no había hecho uno verdadera oración hasta entonces? ¿Es que era todo mentira, todo mentira? ¿Es que no había hablado el Señor hasta entonces?

Sin ánimo de extrapolar mi experiencia a la de ningún otro, pero siendo consciente de que alguna o alguno al otro lado de la pantalla se sentirá identificado, me atrevo a contar cómo me fue a mí, y cómo conseguí dar respuesta al enigma que formula Cafeconsal.

****

Había ya planteado al director mi salida de la obra. Me dio la mano, por un lado, y me acompañó en un proceso de discernimiento que llegaba trece años tarde, pero llegaba; de otra parte, me dijo que me lo pensara bien. Le pedí permiso (¿para eso hay que pedir permiso en el opus? Sí, así es, al menos hace seis años) para aconsejarme con un buen jesuita que había en nuestra ciudad. Me dio su venia.

Concerté cita con Pater Martin. Le conté mi historia y me dijo:

-          No te voy a decir lo que tienes que hacer. Pero sí te diré que veas qué posibilidades tienes realmente y hagas un proceso de discernimiento de un par de meses. Te juegas mucho. Pídele al Espíritu Santo que te ilumine, y cada semana, ponte en la situación de que te has decidido por una de esas opciones que se te abren: me quedo en la obra / me voy de la obra; sigo siendo célibe, no sigo siendo célibe. Y mira qué se te ocurre, qué ideas te vienen a la cabeza, cómo te sientes, qué es lo que te da paz, qué es lo que te la quita. Y apúntalo. Escribe mucho. Dios habla a través de la realidad que se nos impone. Dios habla a través de eso que se te ocurre cuando te afeitas, de lo que sientes al ver a una mujer hermosa en el tranvía, de tu sensación cuando llegas a casa cada día. Esto es lo que San Ignacio llama discernimiento. Y eso que te da paz es de Dios, y lo que te la quita, es del Maligno. Y luego hay cosas que vendrán de ti, sencillamente, y que hay que dejar madurar, hasta que tomen forma.

Hice ese proceso, tal y como me lo propuso aquel buen hombre. Fue enormemente esclarecedor. Por unas semanas, sin voces externas, había estado luchando, con más veras que nunca, por desentrañar la voz de Dios. No se me había ocurrido (como el buen jesuita decía) que la Voluntad de Dios viene, antes que nada, a través de la realidad que se nos impone. Del deseo verdadero y profundo del corazón. No. Hasta aquel momento, toda la Voluntad de Dios había venido a través de los directores. Toda la voz de Dios eran los directores. Nada más. Si yo (Caféconsal, atento) veía en la oración, sinceramente, con todas las veras de mi alma, algo que contradecía el plan que los directores tenían en la cabeza para mí, luego, al contarlo en la charla, la respuesta era siempre la misma: que no tenía razón, que es que no sabía, que no entendía, que fuera dócil, que el que obedece nunca se equivoca. Y así, cuántas veces, durante cuántos años, la voz de Dios, manifestada a través del deseo que Él había puesto en mí, manifestada a través de la experiencia, manifestada (en grado superlativo) a través del dolor (Lewis dice que el dolor es el altavoz de Dios: estoy de acuerdo) era negada, empañada, eclipsada, desmentida por unos directores que tenían con Dios un hilo directo que yo no tenía. Quiero creer que obraban de buena fe, y por ignorancia invencible. Asumir lo contrario sería acusarles de ofensa grave contra el Segundo Mandamiento. Por cierto, me pregunto por qué jamás en trece años escuché una sola charla acerca del Segundo Mandamiento… Misterio.

¿Y cómo rezaba yo entonces? Durante años me dormí en la oración de la mañana: era superior a mis fuerzas, sobre todo si predicaba Dr. F. Por las tardes no: me ponía delante del Sagrario y lo miraba. Miraba a mi Señor sin entender. Miraba a mi Señor queriéndole y no entendiendo nada. Escuchaba a mi Señor en el Evangelio y le preguntaba que por qué tantas cosas que leía allí contradecían a lo que oía en los círculos breves. Por así decirlo, mi oración durante años y años estuvo marcada por el esfuerzo de intentar desentrañar una contradicción que me parecía irresoluble: entre la realidad de mi vida y la estructura mental de la prelatura, entre el deseo de mi corazón y la obediencia a unos directores que aseguraban ser demiurgos del Dios Altísimo, profetas modernos, entre la voz del Señor que resonaba en los salmos y en el Evangelio y aquella que Escrivá y Portillo decían que era la voz del Señor.

No logré resolver la contradicción. Seguí el proceso de discernimiento que me había indicado el jesuita, y que presupone la indiferencia. Si en aquel momento hubiera entendido que tenía que quedarme en la obra lo hubiera hecho, de modo pacífico. Pero no fue así. Toda mi estancia en el opus dei (una mala noche en una mala posada, aquello sí que sí) estuvo cargada de desasosiego y violencia interna. Y por una vez me había permitido mirar a la realidad de las cosas sin tratar de imponerles un juicio mental preconcebido. Por una vez estábamos solos, Jesús y yo. Y acabado aquel proceso, me arrodillé ante el Sagrario del centro, y con certeza, mirándole como tantas otras veces, le dije:

-          Señor, me voy.

Me invadió una paz enorme. Aquel día me fui del opus dei definitivamente, aunque me concedieran la dispensa meses después. No me he arrepentido de ello ni en un solo instante.

La cosa, claro está, no acaba aquí.

Uno se va y piensa justo eso que plantea Cafeconsal. ¿Y todos esos ratos de oración? ¿Me ha engañado Dios? ¿O es que, quizá, no existe?

Estuve (creo que ya lo he contado) a punto de perder la fe. Me enfadé muchísimo con Dios. Volví a ver al jesuita aquel, que me dijo más o menos:

-          Dax, estás lleno de ira. Sácala, pregúntale a Dios, como el salmista. Encárate con él, no es pecado. Lee los salmos, reza con ellos, son muy humanos, y muy divinos. Pero sobre todo, destruye la imagen de Dios en la que has creído. Ese, en el que has creído, no es Jesús, es un ídolo de barro. Deja entrar a Dios en tu vida. De Él viene la paz, el sosiego, la alegría. Todo lo contrario es del Maligno.

¿Paz? ¿Sosiego? ¿Alegría? Tres sustantivos que, definitivamente, no definían lo que había sido mi paso por la obra. Me escandalizaron las palabras del jesuita. ¿Un ídolo de barro? Pero, ¿no permite la Iglesia la prelatura? ¿No es Escrivá santo? Aquellas palabras me habían provocado hasta el fondo de mi alma. Era lo que necesitaba en aquel momento. Años después, leí en un libro magnífico de Lewis, Una pena en observación, que Dios es el gran iconoclasta, que se goza en destruir una y otra vez en nosotros la imagen que tenemos de Él, para que esta sea cada vez más pura, y nuestra relación con él cada vez más verdadera.

Sí entendí, de aquellas palabras, y dentro de una ortodoxia en la doctrina que nunca he querido perder, que debía oxigenar mi alma, y si no hacerme budista o protestante, sí buscar dentro del tesoro de la Iglesia voces que fueran auténticas, de testigos fieles, ortodoxas como las que más, también autorizadas por la Iglesia (que no solo Escrivá y su obra están aprobados, ojo), pero que me dejasen respirar, que me oxigenasen el alma.

Y me reencontré con mi querido Ratzinger, cuya lectura (sobre todo Jesús de Nazaret II) evitó que deviniese profundamente ateo. Y con Lewis. Y con Chesterton. Me encontré (ahora que sí podía leerla) con la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II y Christopher West, y me reconcilié con mi sexualidad, a la luz de la fe. Descubrí lo grande que es la Iglesia rezando laudes (esa oración oficial de la Iglesia prohibida en el opus dei para los laicos, y si no consultadlo los que estáis dentro al director más cercano), y leyendo a San Ignacio de Loyola, el gran proscrito de la prelatura, a San Ignacio de Antioquía y a San Agustín, que tiene frases (tan profunda es tu oración como grande es tu deseo, es preferible el que se pierde en su deseo que el que pierde su deseo) que harían temblar el anillo de la fidelidad del director más pintado. Y me tropecé con Roger de Taizé, con Nowen, con Albacete, con Giussani. Y con personas vivas, de carne y hueso: aquella anciana carmelita sonriente que aguantó todas mis quejas y de la que aprendí lo que era la mística, el encorvado jesuita que me avisó de la ausencia de espiritualidad propia en el opus dei y me animó a cultivar la mía propia, aquel cura que me dijo que estaba bien hecho, y aquel otro con que me dirijo ahora y que tiene pasta de profeta. Y luego tantos amigos que me encontré después, y que nos sostenemos unos a otros, sin obligación, sin agobio, con agradecimiento, en el camino hacia el Señor.

Años después de dejar la obra, tras haber pasado períodos horribles de costarme hasta ir a misa los domingos, volví a rezar con asiduidad. A ir a misa entre semana. A rezar el rosario. No hace tanto de esto. Las heridas del alma sanan despacio, quien lo probó lo sabe.

Y, ¿no hay algo en común entre aquella oración dentro del opus y la de ahora? Sí. Sigo mirando a mi Señor en el Sagrario. Sigo hablándole de mi vida y de mi gente. Pero ahora con libertad, con serenidad, con alegría. Ha cambiado el modo en que le miro. Porque entre otras cosas, se ha llenado de un profundo y sincero agradecimiento por la vida que me regala. Algo que, por más que lo intenté sinceramente, fue imposible en los años de la cárcel prelaticia. Como diría su arquitecto, Deo gratias!

Dax

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Publicado el Friday, 22 March 2019



 
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