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 Libros silenciados: La obligación de recibir órdenes sagradas.- Gervasio

125. Iglesia y Opus Dei
Gervasio :

La obligación de recibir órdenes sagradas

Gervasio, 14/02/2020

Un buen día me dijeron que me iría al Colegio Romano de la Santa Cruz, que por aquel entonces tenía su sede en Villa Tevere. Ya se habían terminado las obras de construcción de los edificios. Esa era la gran novedad y la gran ventaja. Vivir en una casa en construcción —situación anterior—, en la que había que vigilar a los obreros que la construían, no me atraía en absoluto. Como estaba acostumbrado a que cada comienzo de curso me destinasen a una ciudad diferente, tener que afrontar un nuevo destino no me extrañó nada. Yo, cual judío errante. Con mi maletica a cuestas iba a donde me mandasen, sin saber muy bien por qué me mandaban allí o allá o por qué estaba aquí.

Lo que sí que me extrañó es que al poco tiempo el director de la delegación me detuvo un momento al cruzármelo por un pasillo y sin mayores preámbulos me preguntó si ser sacerdote era contrario a los dictámenes de mi conciencia. Le dije que no, porque efectivamente no se me ocurría nada en contra. Es más, hacerse sacerdote me parecía algo bueno y en modo alguno opuesto a mi conciencia. Algo así como si me preguntaran si yo consideraba moralmente rechazable ir a misa los domingos. Por lo demás estaba acostumbrado a preguntas extrañas por parte de los directores. Como ya relaté en Pobreza institucional y personal, un día el director del centro de estudios en el que vivía me preguntó si era propietario de una vaca. La pregunta del director de la delegación sobre el dictamen de mi conciencia en relación con el sacerdocio me desconcertó tanto o más que la pregunta sobre la propiedad de una vaca…



Mucho más tarde comprendí el sentido de la interpelación. En épocas pasadas, era frecuente que un clérigo, antes de recibir órdenes sagradas, ocupase ya el oficio al que estaba destinado, por ejemplo el de párroco. Se le daba un plazo para estudiar y prepararse para ser párroco y mientras tanto ya iba cobrando rentas. En ocasiones, al llegar el momento de ordenarse, el candidato se negaba a ello, alegando razones de conciencia. Esas razones de conciencia consistían en que, según él, había incurrido en un impedimento para recibir órdenes sagradas. Por supuesto, alegaba un impedimento oculto. Dado su carácter de impedimento oculto, ni tenía que declarar en qué consistía, ni probar siquiera su existencia. Tal situación ni por asomos puede darse en el Opus Dei, donde se está obligado a abrir de par en par la propia conciencia a los directores. ¿Ocultar un impedimento al superior? Peor la falta de sinceridad en darlo a conocer, que el impedimento mismo. Imposible ocultar algo al director y menos aún un posible impedimento o irregularidad para acceder a las órdenes sagradas. En el Opus Dei no tienen cabida los impedimentos ocultos. Pero, en fin, eso fue lo que me preguntaron.

En Roma acabé los estudios internos de filosofía y de teología y me hice doctor en una disciplina eclesiástica. Un buen día la persona con la que hacía la charla fraterna y mientras la hacía me sonsacó:

    Si el Padre te preguntara si estás dispuesto a ordenarte sacerdote, ¿qué le responderías?

    Pues me lo pensaría y le respondería en consecuencia.

    No has contestado mal del todo. Bien. Eso es lo que hay que hacer; pero ¿qué es lo que le responderías?

    Si el Padre me pidiera que me hiciera sacerdote, creo que le respondería que sí.

    Bueno, hombre, pues cuando veas al Padre, le dices que estás dispuesto a hacerte sacerdote, si él te lo pide. ¡Hala!

Como era de esperar, el Padre nunca me preguntó si estaba dispuesto a ordenarme sacerdote. Y en consecuencia tampoco tuve la oportunidad de responderle.

            Yo no sentía inclinación hacia el sacerdocio, pero sí estaba sinceramente dispuesto a aceptarlo, si así se me pedía, y más si era el mismísimo Padre el que personalmente me lo pedía. En la Obra, como a todos, me exigieron muchas cosas contrarias a mis personales inclinaciones. Generalmente, por no decir siempre, las aceptaba. Por ejemplo, enseñar catecismo a los niños, me reventaba; pero cuando en una ocasión me pidieron dar catecismo a los niños de una parroquia lo acepté sin rechistar. Pero nunca fui tan masoquista como para andar solicitando que me encargasen cosas contrarias a mis inclinaciones. En esa línea se movía lo de aceptar el sacerdocio. Si el Padre me lo pedía  —he ahí la vocación o llamada al sacerdocio— yo lo aceptaría. Pero nada de abordarlo para comunicarle:

— Padre: si usted me lo pide, estoy dispuesto a ordenarme sacerdote.

Corría el riesgo de que si le comunicase tal cosa, efectivamente me acabase pidiendo que me hiciese sacerdote. Otra posibilidad era acercarme al Padre y soltarle:

— Carezco de inclinación hacia al sacerdocio, por tanto, por favor, no me invite a ser sacerdote. Padre, no me llame al sacerdocio, porfa.

 

Vamos, que me sucedió con el Padre lo mismo que con mi prima Inés. Nunca me apeteció ir a almorzar a casa de Inés. Como consecuencia nunca le dije: Inés, si me invitas a comer a tu casa, allá iré. Sería darle la idea de invitarme y casi rogarle que me invitase. Por supuesto, tampoco me adelanté nunca a decirle: Inés, por favor, no me invites a comer a tu casa. Me apetece muy poco. Hubiese sido una grosería. Con todo y con eso, si algún día me invita a almorzar a su casa allá iré sin titubear, incluso esforzándome por poner cara de satisfacción.

 

Los numerarios teníamos asumido que estábamos como en preparación para el sacerdocio y dispuestos a serlo, si a ello éramos llamados por el Padre. Así nos lo habían enseñado. En el Colegio Romano eran muchos los que se acercaban al Padre para decirle, en un aparte, que estaban dispuestos a hacerse sacerdotes. Por otro lado, estaría fuera de lugar dirigirme al Padre en un aparte para decirle que no me apetecía ser sacerdote. Corría el riesgo de que con toda razón me colocase en mi sitio y me contestase: pues a mí tampoco me apetece que seas sacerdote. No das la talla. Así que nada le dije. Yo pertenecía a ese género de numerarios dispuestos a ser sacerdotes, si a ello son llamados por el Padre; pero no a ese género de numerarios que así se lo han hecho saber.

En el Colegio Romano eran tantos los que se acercaban al Padre para manifestarle su buena disposición hacia el sacerdocio, que se perdía la cuenta. Ni el propio Padre, ni los innumerables jefes y jefecillos que por allí pululaban, eran capaces de identificar a todos y a cada uno de los que se le habían acercado a hurtadillas —así se hacía— para decírselo.

 

Pasó el tiempo y un buen día irrumpió en mi mesa de trabajo un alumno del Colegio Romano, que actuaba por encargo —supongo que del rector—, con un bolígrafo en una mano y en la otra con una lista en la que yo estaba incluído, dispuesto a apuntar y tomar notas. Me preguntó:

    Le has dicho alguna vez al Padre que estás dispuesto a ordenarte, si él te lo pide.

    ¡Ah! ¡Eso! Apunta que no tengo inclinación hacia el sacerdocio, si es eso lo que quieres saber o apuntar.

            Un poco desconcertado, se quedó pensativo unos instantes  y me replicó:

    Lo que quiero es que me contestes es: si alguna vez dijiste al Padre que estás dispuesto a ordenarte, si él te lo pide,

    Nunca le he dicho al Padre que estuviese dispuesto a ordenarme, si el me lo pidiese. Nunca le manifesté ni eso, ni cosa parecida.

            No sé lo que apuntó o dejó de apuntar. Desde entonces nadie más se volvió a interesar en si tenía reparos de conciencia para ordenarme sacerdote o sobre lo que yo respondería, respondiera o respondiese al Padre, en caso de que el Padre me preguntara o preguntase si querría quisiera o quisiese ser sacerdote. Eché de menos que algún otro enviado, del rector, o de quien fuese, pasase por mi despacho para comunicarme si el Padre estaba dispuesto o no a llamarme al sacerdocio. Damocles seguro que me comprende. En el Colegio Romano hay un stock de sotanas que no saben bien a quién y cómo colocar.

            Anteriormente las cosas eran de otra manera. Quien tomaba la iniciativa era el Padre. Eso sí que era vocación pasiva en toda regla. El Padre simplemente comunicaba a su hijo —así nos llamaba— que lo había elegido para ser sacerdote. Que yo sepa, hubo al menos un caso en el que el llamado al sacerdocio declinó la llamada y contestó que no quería ser sacerdote. Recibió represalias. Pronto se dio cuenta el Padre —o le hicieron darse cuenta—de que no podía continuar procediendo de ese modo, entre otras razones porque el canon 214 del vigente Código Derecho Canónico rechaza la coacción grave encaminada a que alguien reciba órdenes sagradas. Fue entonces cuando comenzó esa fórmula tan alambicada y barroca de proceder antes descrita, que me trae a la mente estas seguidillas en las que la conducta propia se hace depender de la conducta ajena:

No me mires, que miran

si nos miramos.

Verán en tu mirada

que nos amamos.

No nos miremos,

que, cuando no nos miren,

nos miraremos.

 

En mi época ya se respetaba plenamente la libertad de rehuir el sacerdocio; pero al barroco modo antes descrito. Más que gozar de libertad para responder que no a la llamada del Padre —eso nunca se debe hacer, está verboten—, la llamada del Padre al sacerdocio se hacía depender de que estuviese garantizado de antemano que el candidato estaba dispuesto a responder que sí a esa llamada. Formalmente es el Padre el que llama, pero lo hace de un modo que lo asocio con esta conversación entre un marido y su mujer. Marido: ¿Adónde vas esta noche? Mujer: A donde a ti no te importa. Marido: ¿Y a qué hora vas a regresar a casa? Mujer: A la que me dé la gana. Marido: De acuerdo; pero ni un minuto más tarde.

Tengo entendido que sustancialmente se hace lo mismo al día de hoy, con la diferencia de hacerlo constar todo por escrito, sobre todo —supongo— por parte del candidato. Se evita así que, como en mi época, haya  que echar mano de un encargado de preguntar a cada quisque: ¿Le has dicho al Padre que quieres ser sacerdote, si eres llamado? La funcionalidad de ese encargo me recuerda a la de un sexador de pollos. El oficio consiste en dictaminar si los pollitos recién salidos del cascarón son macho o hembra. Al parecer distinguirlos a tan tierna edad requiere una pericia que no está al alcance de todos. Me estoy divirtiendo demasiado. Vayámonos al grano.

Es frecuente confundir inclinación al sacerdocio con vocación al sacerdocio. La vocación al sacerdocio consiste en la llamada —por eso se denomina vocación— que  lleva a cabo el Padre o el superior competente que sea, según los estatutos de cada institución eclesiástica. A veces se dice que la vocación la da Dios, pero tal afirmación no tiene mayor trascendencia que la de decir que Dios nos hadado la vida. Así es, pero de modo más inmediato quienes nos han dado la vida han sido nuestros padres. Es usual rezar en la bendición de la mesa Gracias Dios mío por estos alimentos que vamos a tomar recibidos de vuestra largueza. Es verdad; pero no está de más agradecer  también la largueza al anfitrión que nos ha invitado a comer, o al cocinero o a quien fuere.

La inclinación, disposición de ánimo, actitud, etc. hacia las sagradas órdenes es irremediablemente cosa del candidato. El superior puede presentárselo como atractivo, pero poco más puede hacer. Lo ideal y habitual es que la llamada a recibir órdenes sagradas del superior recaiga sobre alguien que se siente inclinado a ellas. Pero también puede suceder y sucede que alguien que siente esa inclinación —que no hay que confundir con la vocación—, carezca de idoneidad, en cuyo caso lo más derecho y puesto en razón es que no sea llamado por el superior. También cabe la hipótesis opuesta: que el superior llame a recibir sagradas órdenes a quien no le apetece o no quiere recibirlas. Es este último caso el que presenta problemas en tema de obligatoriedad de recibir órdenes sagradas.

Pero antes de abordar esta cuestión, todavía es necesario referirnos a los diversos grados del orden sagrado, porque presentan hondas diferencias entre sí. En el Código de 1917 se contemplaban siete órdenes: ostiario, lector, exorcista, acólito, subdiácono, diácono y presbítero. Con anterioridad, en el siglo XVII, era frecuente enumerar dos órdenes más: cantor y obispo. Un total de nueve. Con el Concilio Vaticano II las órdenes se  redujeron a  tres: diaconado, presbiterado y episcopado.

El episcopado aunque considerado actualmente un grado del orden, todavía tiene más de oficio —ocupar un cargo— que de orden sagrado. Por ese motivo, a diferencia de lo que sucede con el presbiterado, no está nada bien visto manifestar que uno se siente inclinado a acceder al orden episcopal. Aspirar a ser obispo es tanto como postularse o aspirar a tener un cargo importante. Lo típico es ordenar de obispo a alguien, para ponerlo al frente de una diócesis. Lo propio sucede en el Opus Dei en relación con los cargos de gobierno. No está nada recomendado ni se considera de buen espíritu abordar en un aparte al Padre para comunicarle:

    Padre, estoy dispuesto a ser consiliario o director de delegación, por supuesto si usted me lo pide.

Podría haber aspiraciones más modestitas e incluso más apetecibles:

—Padre, yo a lo que estoy dispuesto es a ser ostiario: esa antigua orden menor. Por supuesto si usted me lo pide.     

Ciertamente hay sacerdotes numerarios a los que les encantaría ocupar el cargo de director de delegación u otro cargo relevante, pero se abstienen muy mucho de manifestarlo y mucho menos de manifestárselo al Padre. El propio Escrivá quiso ser obispo, aunque tanto él como sus hijos tratan de ocultarlo todo lo posible. Nunca le llegó la llamada al episcopado por parte de la Santa Sede, pese a haber figurado en varias ternas. En una de ellas su nombre fue descartado con la anotación: no episcopable. No se trataba simplemente de que tenía a otros por delante. Es que ni aunque no los tuviese. Simplemente no era considerado no episcopable. También manifestó y grandilocuentemente su desilusión porque, tras ordenarse sacerdote, el cargo que le dieron fue el de regente auxiliar de Perdiguera. Me parece que así era como se llamaba el modesto cargo que le asignaron. Me acuerdo ahora de un sacerdote numerario que se lamentaba de que nunca lo llamaban para ocupar un cargo de gobierno, aunque fuese modestito. Lo pusieron a confesar viejas. Aspiraba a algo más, por lo menos, menos aburrido.

Ya voy por la página cinco y apenas he entrado en el tema indicado en el título de este escrito: La obligación de recibir órdenes sagradas. Pero he sentado las bases. A continuación voy a ser muy escueto y esquemático, porque la casuística de los moralistas y de los canonistas sobre el particular es amplía y algo farragosa. Además es heredera de una época en que había sobreabundancia de clérigos.

Los títulos de obligatoriedad manejados por los que sobre esto han escrito,  pueden reducirse a tres: la voluntad del superior, la obligación moral y la ocupación de un cargo que requiere recibir orden sagrado.

El superior eclesiástico es el que llama al orden sagrado. Se trata más que de un requisito sine qua non de lo esencial. Esa es la vocación. Pero no es obligatorio ni moral ni jurídicamente responder afirmativamente a tal llamada, aunque haya sido enunciada a modo de precepto. Ni siquiera el Romano Pontífice está titulado para imponer preceptivamente la recepción de órdenes sagradas. Lo digo, porque algunos atribuían esa prerrogativa al Papa, pero solo al Papa. Era y es un modo elegante de negársela al resto de superiores eclesiásticos. 

En cuando a la obligatoriedad moral, ha de tomarse en cuenta exclusivamente la conciencia del ordenando, sin que pueda ser sustituida por el dictamen de un confesor o de un consejero espiritual por ecuánime y santo y superior del candidato que este sea. Es más, el superior, que es el que llama, es el menos indicado para dictaminar lo que en conciencia debe hacer el por él llamado al sacerdocio.

El que ocupa un oficio que lleva anejo orden sagrado, está obligado a recibir el correspondiente orden sagrado o a renunciar a ese oficio.

Gervasio




Publicado el Friday, 14 February 2020



 
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