En psicoanálisis, el deseo, expresado de manera muy simple, es la fuerza continua y fundamentalmente inconsciente que mueve al ser humano. La RAE, por su parte, define “desear” como anhelar que acontezca o deje de acontecer algún suceso.

Y ante esto y no otra cosa nos encontramos, lector. El deseo profundo de la institución es no cambiar, esta es la fuerza inconsciente que guía al consejo y hacia la que dicho consejo tiende, como un clavo hacia un imán.

Se me dirá que una institución no tiene inconsciente, que el inconsciente es individual y propio únicamente del ser humano, y es cierto, pero no se me ocurre mejor comparación para expresar lo que sucede, y lo que no sucederá, en la institución.

Las conclusiones del congreso estaban escritas antes de empezar, a l@s congresistas se les dijo que “convenía” que las votaran, las votaron y hacia la Santa Sede van. Si preguntáramos a cualquier congresista de qué iba lo que ha votado, no sabría decirlo. El hecho de que la Santa Sede deba dar su aprobación es miel sobre hojuelas para la institución: hasta que la Santa Sede no se manifieste, la institución tampoco. 

A la tercera va la vencida, este borrador sí dice todo lo que la Santa Sede quiere oír, este sí será un borrador que la Santa Sede apruebe y que sirva de base para redactar los nuevos estatutos por los que la institución hubiera debido regirse a partir del momento en que se aprueben.

Y digo hubiera debido porque la institución no se regirá ni por estos estatutos ni por otros, lector. La institución, de puertas adentro, hará lo que siempre ha hecho, lo único que sabe hacer: obedecer al pie de la letra, de manera irracional y ciega aunque mucho se empeñen en hablar de obediencia inteligente, lo que el fundador dejó escrito hace más de setenta años. Y ahí, lector, en esos escritos de hace más de setenta años, se niega explícitamente la adaptación y se dice que la institución no necesita ningún aggiornamento porque nació perfecta de las manos de Dios, y fue Dios mismo quien mostró al fundador cómo debería ser su obra hasta el final de los tiempos. Ya está.

Y ahí, lector, en esos escritos de hace más de setenta años, en ese cómo debería ser su obra hasta el final de los tiempos están la pureza, los crespillos, la tabla donde duermen las numerarias, la pureza, la Misa diaria, las hijas pequeñas trabajando 24/7 para la sección de varones, la pureza, el rejalgar, la pureza, el Santo Rosario, el conceder sin ceder con ánimo de recuperar, la pureza, las piedras preciosas en los sagrarios, la oración, la pureza, el desprendimiento de la familia de sangre, la pureza, los testamentos, la santa pillería, la pureza, los menores de edad pidiendo la admisión, las mujeres que no hace falta que sean sabias, basta con que sean discretas, y que no tienen voto en los congresos ni en la elección del prelado, el quien obedece nunca se equivoca, la pureza, los sacerdotes, el consultarlo todo porque somos libérrimos, los cinco mil kilómetros entre las dos secciones, la pureza, los célibes diciendo a los casados cómo deben vivir el matrimonio, los colegios y universidades, la pureza, la tropa y el estado mayor de Cristo, la santa desvergüenza, la pureza, los temas del círculo breve, los libros de meditaciones, la pureza, el yo os garantizo el cielo si sois fieles, el no merendar los sábados, el cilicio y las disciplinas, la pureza, los varones con manga larga en el comedor, la lista de San José, la pureza... ahí estaba - está - todo, inamovible hasta el final de los tiempos. Ahí está todo.

La adaptación es una característica esencial de los seres vivos, y un ser vivo solo sobrevive cuando se adapta a un entorno que ha cambiado. Y, en entornos cambiantes, no sobrevive el más inteligente, ni el más fuerte, sino el que mejor se adapta. Cuando esta adaptación no existe, el organismo, sea el que sea, muere. MUERE.

Mediterráneo

“Las cosas que aquí se ven / ni los diablos las pensaron” – José Hernández, “El gaucho Martín Fierro”.