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 Tus escritos: Sobre el sacramento de la penitencia en el Opus Dei.- Gervasio

070. Costumbres y Praxis
Gervasio :


Sobre el sacramento de la penitencia en el Opus Dei

Gervasio, 20/11/2023

 

Me ha gustado mucho la última colaboración de Ana Azanza. Versa sobre la confesión sacramental en el Opus Dei y me parece que pone el dedo en la llaga: la instrumentalización del sacramento en aras de otros objetivos entre los que sobresale conocer a fondo al penitente, hasta el punto de que el sacramento de la penitencia acaba convirtiéndose —por no decir degenerando— en dirección espiritual, acompañamiento espiritual, terapia espiritual, medio para captar vocaciones y todo tipo de cometidos. A veces degenera en cosas bastante chuscas. Recuerdo a un sacerdote agregado, especializado en poner en contacto, gracias a su clientela de confesonario, a un supernumerario joven —o no tan joven— con una supernumeraria joven, o no tan joven. Sus éxitos como casamentero pueden considerarse incluso superiores a los que logra el programa de televisión First Dates actualmente en antena. Hablo de España y de antena cuatro…



El santo fundador del Opus Dei, como sabemos, era gran adalid y entusiasta de la confesión auricular. Me refiero a esas conversaciones entre un sacerdote y un penitente, a solas, sin testigos, en voz baja, separados por una rejilla cuando el penitente es una mujer. Alardeaba Escrivá de que se confesaba incluso más de una vez por semana; siempre por supuesto con su inseparable Álvaro del Portillo, al que trataba de tú, mientras éste lo trataba de usted. En tema de confesión frecuente, sin embargo, creo que lo ganaba y se llevaba la palma el rey de España Carlos IV. Según leí en una biografía suya, tenía siempre a mano a un confesor —a su confesor—, al que llamaba con un silbido, cada vez que quería confesarse. Tras el silbido, al que acudía rápidamente el confesor, se comunicaba con él brevemente, más mediante gestos que con palabras, después de lo cual recibía la absolución. Posteriormente proseguía haciendo lo que estuviese haciendo. ¡Pues, hala!

Dispuso que el santuario de Torreciudad habría de destacar, entre otras cosas, por estar dotado de muchos confesonarios y proclamaba: la mejor devoción es una buena confesión y hacer con frecuencia muchos actos de contrición. Practicaba y exigía a troche y moche la confesión frecuente, sin temor a frivolizar este sacramento. A mi modo de ver, la confesión frecuente, tal como hoy suele practicarse, no resulta muy evangélica. No he logrado encontrar rastro de ella, ni en los cuatro los evangelios, ni en el resto del Nuevo Testamento. Tampoco lo veo presente en los cinco primeros siglos de cristianismo. Abundan los textos patrísticos que hablan de la improcedencia de reiterar el sacramento de la penitencia.

Ese diálogo entre confesor y penitente se ha ido centrando preferentemente en el comportamiento sexual del penitente. ¿Sientes placer cuando tu marido te penetra?, preguntaba un confesor del Opus Dei a una supernumeraria. Así lo testimoniaba con indignación una colaboradora de esta web. Es deformador, me parece a mí, hacer del cristianismo una ética o un programa de comportamiento sexual. El mensaje evangélico está muy lejos de estar centrado en el comportamiento sexual.

Ese centrarse casi exclusivamente en el comportamiento sexual del penitente proviene, a mi modo de ver, no tanto del morbo o atractivo que pueden producir las conversaciones sobre sexo, sino porque ser muy exigente en este tema —todo es pecado mortal— asegura que el penitente acudirá al confesonario una y otra vez, a consultar, a conocer, a aprender, a mejorar a cerciorarse si está o no en pecado mortal. Si sólo se acude al confesonario para pecados muy graves, como apostasía, homicidio, adulterio y cosas así, pocos —por no decir nadie— acudirían con frecuencia al confesor. Se quedaría sin clientela. En lo primitivos libros penitenciales sólo se contemplaban como objeto del sacramento de la penitencia esos tres pecados, más un cuarto que en este momento no recuerdo. Como puede comprenderse, no cabe captar una amplia clientela basada solo en homicidas y adúlteros. Es más, no interesan. Es mejor una clientela de gentes que se acusan de haber ingerido una galleta sin el debido permiso o de haber ojeado una revista gráfica deleitándose en fotos de mujeres en sugestiva pose.

Hay grandes diferencias entre la moral eclesiástica y la civil respecto la conducta sexual. Me volví a dar cuenta de ello, al leer en un diario las declaraciones de un sacerdote convicto de pederastia. Declaraba: la Iglesia ya me ha perdonado, pero lo justicia del Estado, no.

A propósito de los pecados de infracción del sexto mandamiento, un primo mío —un católico del montón—, me hacía esta reflexión, entre divertido y sapiente: en cuestión de robar dinero —de quedarte con lo que no es tuyo—, si te vas a confesar, tienes que devolver lo robado o al menos tener esa intención, para que el cura te dé la absolución. En cambio, en tema de sexto mandamiento basta que te confieses y ya está. Todo perdonado. No hay que devolver nada. Basta que hagas el propósito de no volver a pecar. En tema de robo, no basta el propósito de no volver a robar. Hay que devolver lo sustraído.    

Este modo de afrontar la sexualidad llevaba a un estadounidense —destaco lo de estadounidense, por ser gente familiarizada con personas católicas y no católicas— a considerar a los católicos entre los grupos sociales más desmadrados en tema de sexualidad. Destacaba la paradoja de que una de las morales más exigentes en materia sexual, cual es la católica, es la que produce más comportamientos deshonestos, incluso entre su clero.

Por influencia de la cultura anglosajona, cada vez más penetrante en los países católicos, las cuestiones relativas al comportamiento en materia sexual tienden a estar planteadas y resueltas con criterios de justicia. Un comportamiento sexual “inapropiado” —tal es la denominación que se utiliza— es medido y juzgado con la vara de la justicia y no con la del placer sexual, con la consecuencia de que las conductas “inapropiadas” dan lugar a indemnizaciones pecuniarias. ¿Cuándo son consideradas inapropiadas? Cuando no son consentidas por la otra parte, cuando tienen lugar con menores, etc. Por la misma razón por la que no se comete hurto, si el propietario del bien sustraído lo consiente, no hay conducta sexual inapropiada, si la “víctima” no es tal víctima, porque consiente y aprueba el comportamiento sexual de la otra parte. En esta valoración es irrelevante que haya o deje de haber placer sexual, del mismo modo que cuando el médico prescribe a alguien, pongamos por caso, ingerir cosas dulces, la conducta correcta es tomar dulces independientemente de que esto resulte agradable o desagradable. Tal es el criterio. A que algo dé lugar a poco o a mucho placer sexual no se le da importancia. Eso es lo de menos. El acento de la infracción no se pone ahí.

    ¿Les gustan a ustedes estas anchoas que estamos tomando?

    Están de pecadete, respondió un católico.

    Son muy buenas y sanas. Tienen poca sal, respondió el puritano.

Y con estas consideraciones cierro el comentario sobre la perplejidad del clérigo antes mencionado, que se consideraba perdonado por la Iglesia, pero no por el Estado. ¿Cuál de los dos criterios de perdón es el más correcto? No voy a ponerme seriecito y desarrollar la idea de que la bondad o maldad de un comportamiento —sexual o no sexual— depende mayormente de las consecuencias buenas o nocivas de ese comportamiento, porque Zartan propone no ponernos seriecitos para colaborar con OpusLibros. Hay que dar cabida —dice— a las endorfinas. Pero tampoco quiero divertirme demasiado, no vaya a ser que las endorfinas generadas por la diversión resulten pecaminosas, por lo que voy a proseguir con lo que señalaba al comienzo sobre las múltiples utilidades de la confesión.

La cultura hindú atribuye a la palmera hasta 99 utilidades distintas. Como alimento sólido proporciona dátiles y coco. Proporciona también bebida que sacia la sed. Proporciona madera. Proporciona materia prima para hacer cuerdas, carbón, licores… Así hasta 99 utilidades. ¡Cuán admirable es la palmera! En modo alguno cuestiono que la confesión auricular proporcione menos utilidades que la palmera. Ya señalé dos: como vehículo para poner en contacto a jóvenes en orden al matrimonio y como cauce de acompañamiento espiritual, dirección espiritual, etc.

Mezclar la dirección espiritual con la confesión de los pecados, o con otras utilidades, tiene la inconveniencia de generar un sentimiento de culpa estéril y perjudicial. Hay que buscar semanalmente a como dé lugar un pecado o unos cuantos pecados de los que acusarse, lo que obliga a hacer materia de confesión cuestiones ridículas. Cada semana hay que auto-inculparse de algo. Busque, rebusque, que algo encontrará. Me trae a la mente a aquel individuo que aconsejaba a un amigo suyo: de vez en cuando pega a tu mujer, aunque sea sin motivo. Ella se sentirá culpable; acabará encontrado el motivo del porqué lo haces.

No me gusta el catolicismo, porque te hace sentir culpable, decía no importa quién. Con tanta auto-inculpación se acaba perdiendo el sentido del pecado. El fundador de tanto autocalificarse de pecador —soy un pecador, un pecador, un pecador— acababa en lo que Jesucristo reprochaba en San Mateo XXIII 23–26: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! ¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello! Era muy de su carácter sentirse culpable por cualquier nimiedad y sentirse completamente inocente por cosas que no tienen pase. Piénsese por ejemplo en el secuestro de María del Carmen Tapia y su trato posterior. Y en muchas más cosas.

Pero no es sólo que alguien dé más importancia a pagar el diezmo del comino o a recitar el salmo II los martes que a cumplir obligaciones elementales de justicia. La confesión sirve en ocasiones para cohonestar conductas improcedentes —otra “utilidad” más—, a propósito de una herencia, de un reparto de bienes, etc., sobre todo si afecta al Opus Dei.

—Lo he consultado con mi confesor y me ha dado toda la razón.

Entre todas las utilidades que la confesión auricular proporciona, Ana Azanza destaca que Escrivá se valía de la confesión para entrar en contacto con jóvenes de uno y otro sexo y lograr así vocaciones. Hay que confesarse “con el cura” o al menos hablar “con el cura”. Siempre ese ha sido un elemento importante en la captación de “vocaciones”; otra utilidad más. ¡Cuántas vocaciones se han fraguado en los confesonarios! La falta de contactos sociales de los sacerdotes pretende suplirse con la confesión auricular frecuente.

El acceso a la interioridad e intimidad de las personas que genera la confesión auricular, al ser secreta, genera también la contradicción de que el sacerdote que escucha confesiones, tiene simultáneamente que tomar en cuenta lo que conoce por confesión y también tiene que no tomarlo en cuenta. Átame esas dos esas moscas por el rabo. Hay utilidades contradictorias. En una ocasión un sacerdote numerario con el que charlaba, me pidió permiso para introducir en la conversación algo que le había contado en confesión. ¡Qué cosas!

Como de la palmera, de la confesión auricular podrían enumerarse hasta 99 utilidades. Pero basta ya de hablar de utilidades. Voy ya por la página 3.

Gervasio

 




Publicado el Monday, 20 November 2023



 
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